Ya podéis leer en la web Nuestros Comics mi crónica sobre la puesta de largo del 13er Festival de Cine Alemán que se celebra desde hoy y hasta el día 4 de junio en Madrid (seguido, del 6 al 9 de junio, del 2º Encuentro con el Cine Alemán en Barcelona). La película inaugural, que se proyectará nuevamente esta noche y mañana en Madrid y los días 8 y 9 en Barcelona, ha sido "Goethe!" de Philipp Sölzl.
Mis impresiones sobre la película y lo más destacado de la posterior rueda de prensa con su productor (y co-guionista) y con su protagonista principal, pinchando aquí.
martes, mayo 31, 2011
sábado, mayo 28, 2011
Hercúleo Rubín
Lo cierto es que no tenía pensado comprar el primer tomo de “El héroe”, la última propuesta viñetística del ourensano David Rubín, hasta que leí las elogiosas reseñas que lo situaban como una de las lecturas imprescindibles (nacionales e internacionales) en lo que llevamos de año.
La faceta de Rubín como autor de historias cortas siempre me ha parecido algo tremendista y poco pudorosa a la hora de situarse a sí mismo como eje principal (o al menos motor inicial) de sus relatos. Supongo que es parte del proceso autoral (todo lo que lleva su firma, al fin y al cabo, se basa en sus sentimientos y percepciones), pero reconozco que este recurso me resultó algo pretencioso en “El circo del desaliento” y más incluso en su “Cuaderno de tormentas”. Visualmente, no obstante, Rubín siempre ha manifestado una intuición certera para la composición de página y una innegable fuerza en el trazo, influenciado en un principio por Mike Mignola para ir progresivamente acercándose a un equilibrado compendio entre Jeff Smith (de gruesa línea cartoon) y Paul Pope (de virtuosa narrativa, dinámica y nerviosa).
Ajeno a las limitaciones espaciales que suponen las historias cortas y la presencia de un autor partícipe del relato (apenas una página autobiográfica a modo de prólogo), “El héroe” supone el esfuerzo más ambicioso y también más redondo de Rubín hasta la fecha. Enriqueciendo el concepto del semi-dios griego Hércules y sus doce trabajos con referencias de lo más ecléctico (de los super-héroes de Jack Kirby al “Dragon Ball” de Akira Toriyama pasando por soluciones narrativas propias de los videojuegos), todo parece tener cabida en esta ultimatización (en el sentido marvelita de la palabra) del canon mitológico. "El héroe” es un tebeo de supertipos con alma, inspirado en el hecho indiscutible de que el concepto super-heroico no es más que la revisión que la sociedad actual ha hecho del panteón grecorromano (ya lo decía M. Night Shyamalan en su mejor película, “El protegido”).
Simbólicamente enfrentado contra un ejército de supermanes clónicos, el Heracles propuesto por Rubín busca su propia identidad más allá de la imagen acartonada (el cliché) que quienes lo rodean proyectan sobre él. Una reflexión interesante que, doce pruebas mediante, me ha recordado en el sentido inverso al “All-Star Superman” de Grant Morrison y Frank Quitely: mientras los escoceses pretendían (y lograron) devolver a la gran S su sentido de la maravilla original (situándolo por encima de todos sus imitadores y sucedáneos) al buscar al héroe desde de la persona, el gallego intenta distanciar a su personaje del vulgar arquetipo encontrando a la persona desde del héroe.
Pena que Rubín no posea la exuberante capacidad de Grant Morrison para llenar los intersticios del guión con las más variopintas extravagancias surgidas de su fecunda imaginación, porque el desarrollo de esta idea germinal sabe por momentos a poco, mientras que las numerosas escenas de acción sí logran derrochar diversión y desparpajo en cada página, haciendo del aspecto visual, en última instancia, la más apreciable virtud del tebeo.
Queda, por suerte, un segundo tomo por ver la luz, en el que la apuesta argumental subirá inevitablemente de nivel y se confirmará este “El héroe” como un gran tebeo patrio de acción y aventuras o como ese esforzado intento de trascendencia super-heroica que, como suele decirse, pudo haber sido y no fue.
La faceta de Rubín como autor de historias cortas siempre me ha parecido algo tremendista y poco pudorosa a la hora de situarse a sí mismo como eje principal (o al menos motor inicial) de sus relatos. Supongo que es parte del proceso autoral (todo lo que lleva su firma, al fin y al cabo, se basa en sus sentimientos y percepciones), pero reconozco que este recurso me resultó algo pretencioso en “El circo del desaliento” y más incluso en su “Cuaderno de tormentas”. Visualmente, no obstante, Rubín siempre ha manifestado una intuición certera para la composición de página y una innegable fuerza en el trazo, influenciado en un principio por Mike Mignola para ir progresivamente acercándose a un equilibrado compendio entre Jeff Smith (de gruesa línea cartoon) y Paul Pope (de virtuosa narrativa, dinámica y nerviosa).
Ajeno a las limitaciones espaciales que suponen las historias cortas y la presencia de un autor partícipe del relato (apenas una página autobiográfica a modo de prólogo), “El héroe” supone el esfuerzo más ambicioso y también más redondo de Rubín hasta la fecha. Enriqueciendo el concepto del semi-dios griego Hércules y sus doce trabajos con referencias de lo más ecléctico (de los super-héroes de Jack Kirby al “Dragon Ball” de Akira Toriyama pasando por soluciones narrativas propias de los videojuegos), todo parece tener cabida en esta ultimatización (en el sentido marvelita de la palabra) del canon mitológico. "El héroe” es un tebeo de supertipos con alma, inspirado en el hecho indiscutible de que el concepto super-heroico no es más que la revisión que la sociedad actual ha hecho del panteón grecorromano (ya lo decía M. Night Shyamalan en su mejor película, “El protegido”).
Simbólicamente enfrentado contra un ejército de supermanes clónicos, el Heracles propuesto por Rubín busca su propia identidad más allá de la imagen acartonada (el cliché) que quienes lo rodean proyectan sobre él. Una reflexión interesante que, doce pruebas mediante, me ha recordado en el sentido inverso al “All-Star Superman” de Grant Morrison y Frank Quitely: mientras los escoceses pretendían (y lograron) devolver a la gran S su sentido de la maravilla original (situándolo por encima de todos sus imitadores y sucedáneos) al buscar al héroe desde de la persona, el gallego intenta distanciar a su personaje del vulgar arquetipo encontrando a la persona desde del héroe.
Pena que Rubín no posea la exuberante capacidad de Grant Morrison para llenar los intersticios del guión con las más variopintas extravagancias surgidas de su fecunda imaginación, porque el desarrollo de esta idea germinal sabe por momentos a poco, mientras que las numerosas escenas de acción sí logran derrochar diversión y desparpajo en cada página, haciendo del aspecto visual, en última instancia, la más apreciable virtud del tebeo.
Queda, por suerte, un segundo tomo por ver la luz, en el que la apuesta argumental subirá inevitablemente de nivel y se confirmará este “El héroe” como un gran tebeo patrio de acción y aventuras o como ese esforzado intento de trascendencia super-heroica que, como suele decirse, pudo haber sido y no fue.
jueves, mayo 26, 2011
Alex Turner muerde el relámpago
"(...)
Bite the lightning and tell me how it tastes,
Kung Fu fighting on your roller skates,
Do the Macarena in the devil's lair
But just don't sit down 'cause I've moved your chair."
Pareciera que Alex Turner esté en racha. Desde que publicó el estupendo “The age of the understatement” a cuatro manos con Miles Kane (bajo el nombre artístico de The Last Shadow Puppets), sus trabajos han sido de una calidad cuanto menos notable. “Humbug”, tercer LP de la banda con la que saltó a la fama, Arctic Monkeys, era un duro catálogo de melodías oscuras con un toque stoner aportado por el productor Josh Homme (líder de Queens of the Stone Age e integrante de la superbanda Them Crooked Vultures). Luego vino el amable EP folkie “Submarine”, banda sonora de la película homónima y publicado por Turner en solitario. Y ahora, apenas un par de meses después, el cuarto larga duración de los monos árticos, “Suck it and see”, vuelve a cerrar bocas y a suponer un pequeño paso adelante en el sonido de la banda, que en esta ocasión se endulza y abraza por momentos una luminosidad ausente desde su debut, “Whatever people say I am, I'm not”. Desde el cautivador arranque con “She's thunderstorm”, la impresión que ofrece el nuevo trabajo de estudio del cuarteto de Sheffield (Inglaterra) es la de una investigación en la música pop de décadas anteriores, desde el brit tarareable de Blur en “Black Treacle” hasta el rock de principios de los 70 de Jimi Hendrix o The Doors en “Brick by brick” (curiosamente, el siguiente corte del tracklist). Con todo, estas influencias se acoplan perfectamente a la personalidad musical característica del grupo, rastreable en temas como “Library Pictures” (que remite al “Do me a favour” de “Favourite Worst Nightmare”) o el single “Don't sit down 'cause I've moved your chair”, al que pertenecen los versos que abren esta entrada. Pudiera ser que los Arctic Monkeys hayan estado más preocupados por construir un álbum sólido y de calidad uniforme que por componer un par de pepinazos aderezados con algunas melodías de relleno. Así, y pese a no contener necesariamente las canciones más inmediatas que el grupo haya compuesto, “Suck it and see” se postula, en conjunto, como su mejor trabajo hasta la fecha, susceptible de ser escuchado de principio a fin sin detectar ni un solo bajón cualitativo a lo largo de sus 40 minutos de duración. O tal vez me equivoque, porque cada vez que estos muchachos sacan nuevo disco opino de él exactamente lo mismo: que es el mejor. Sea como fuere, el futuro musical de Turner luce hoy más prometedor que nunca, merced a otro inminente lanzamiento discográfico en compañía de Dizzee Rascal, Lily Allen y el teclista y vocalista de Klaxons, James Right. Se ve que Alex es incapaz de estarse un segundo quieto...
miércoles, mayo 25, 2011
Adiós, Benito. Y gracias
Encuentro en las dedicatorias finales del primer volumen de “El héroe” de David Rubín (otro día colgaré su correspondiente entrada, pero no hoy) un párrafo que me hiela la sangre. Escribe el dibujante y guionista ourensano:
“Benito Losada, por apoyarme siempre, a mí y a muchos otros autores, por su inmenso trabajo por el cómic y la cultura. Porque era una persona excelente y necesaria a la que se la echa de menos, muchísimo.”
Derechazo a la mandíbula. Me descompongo. Busco en internet y encuentro: Benito falleció el pasado 6 de febrero.
Conocí a Benito Losada en 2006. Fue cuando conseguí mi primer reconocimiento en el mundillo del comic gallego, en forma de mención honorífica en el Concurso GZ Crea. Benito era el director de la Casa de la Cultura de Ourense, donde se exponían los originales de las obras galardonadas en el marco de las Xornadas de Banda Deseñada de la ciudad de las Burgas. También era, por descontado, uno de los principales impulsores del festival, además de responsable de la editorial Difusora de Letras, Artes e Ideas, que publicaba los tebeos ganadores y las menciones de honor en un álbum recopilatorio.
Tras conseguir el segundo premio en la siguiente edición del Concurso GZ Crea, Benito se puso en contacto conmigo para proponerme la colaboración en una serie de publicaciones, “Historias de Galiza”, que narrasen en comic episodios ficticios integrados en la realidad histórica de la Comunidad Autónoma. Carlos Rafael fue el guionista de los tres tomos que llegaron a publicarse, dibujados por Idoia de Luxán Vázquez, Juan Luis Pérez, Carlos Alfonzo Fernández, Jaime Eizaguirre Santillán y un servidor. La serie, subvencionada por el gobierno autonómico, se canceló en ese tercer volumen (pese a estar proyectados dos más) porque como me explicó Benito en su momento: “co cambio de goberno xa se sabe: se o Bloque dicía banda deseñada, o PP dirá ganchillo”.
En el poco trato que llegamos a tener (sobre todo por vía telefónica), Benito fue siempre sorprendentemente amable y comprensivo conmigo. Incluso cuando yo le daba largas porque me había pasado de la fecha de entrega y aún me quedaban páginas por colorear. Durante el proceso creativo de “Historias de Galiza” me apoyó al 100%, me lo puso facilísimo en todo momento y siempre escuchó atentamente mis sugerencias. No puedo decir que lo conociese más allá de esa breve colaboración profesional, pero la impresión que siempre tuve de él era que se trataba de un hombre bueno y afable que amaba el arte y la cultura.
Lamento haberme enterado tan tarde de su muerte. Vivir en Madrid me ha desconectado un poco del ambiente cultural de mi Galicia natal, cosa que me apena. Sirva esta entrada, aunque tardía, para manifestar mi agradecimiento a la persona que me ofreció mi primer trabajo como dibujante de tebeos. Gracias a él, a día de hoy puedo decir que ya he cumplido uno de los sueños que siempre me han acompañado desde niño: publicar un comic firmado por mí.
Descansa en paz, Benito. Y gracias.
“Benito Losada, por apoyarme siempre, a mí y a muchos otros autores, por su inmenso trabajo por el cómic y la cultura. Porque era una persona excelente y necesaria a la que se la echa de menos, muchísimo.”
Derechazo a la mandíbula. Me descompongo. Busco en internet y encuentro: Benito falleció el pasado 6 de febrero.
Conocí a Benito Losada en 2006. Fue cuando conseguí mi primer reconocimiento en el mundillo del comic gallego, en forma de mención honorífica en el Concurso GZ Crea. Benito era el director de la Casa de la Cultura de Ourense, donde se exponían los originales de las obras galardonadas en el marco de las Xornadas de Banda Deseñada de la ciudad de las Burgas. También era, por descontado, uno de los principales impulsores del festival, además de responsable de la editorial Difusora de Letras, Artes e Ideas, que publicaba los tebeos ganadores y las menciones de honor en un álbum recopilatorio.
Tras conseguir el segundo premio en la siguiente edición del Concurso GZ Crea, Benito se puso en contacto conmigo para proponerme la colaboración en una serie de publicaciones, “Historias de Galiza”, que narrasen en comic episodios ficticios integrados en la realidad histórica de la Comunidad Autónoma. Carlos Rafael fue el guionista de los tres tomos que llegaron a publicarse, dibujados por Idoia de Luxán Vázquez, Juan Luis Pérez, Carlos Alfonzo Fernández, Jaime Eizaguirre Santillán y un servidor. La serie, subvencionada por el gobierno autonómico, se canceló en ese tercer volumen (pese a estar proyectados dos más) porque como me explicó Benito en su momento: “co cambio de goberno xa se sabe: se o Bloque dicía banda deseñada, o PP dirá ganchillo”.
Benito, segundo por la izquierda, durante la presentación del primer tomo de "Historias de Galiza"
En el poco trato que llegamos a tener (sobre todo por vía telefónica), Benito fue siempre sorprendentemente amable y comprensivo conmigo. Incluso cuando yo le daba largas porque me había pasado de la fecha de entrega y aún me quedaban páginas por colorear. Durante el proceso creativo de “Historias de Galiza” me apoyó al 100%, me lo puso facilísimo en todo momento y siempre escuchó atentamente mis sugerencias. No puedo decir que lo conociese más allá de esa breve colaboración profesional, pero la impresión que siempre tuve de él era que se trataba de un hombre bueno y afable que amaba el arte y la cultura.
Lamento haberme enterado tan tarde de su muerte. Vivir en Madrid me ha desconectado un poco del ambiente cultural de mi Galicia natal, cosa que me apena. Sirva esta entrada, aunque tardía, para manifestar mi agradecimiento a la persona que me ofreció mi primer trabajo como dibujante de tebeos. Gracias a él, a día de hoy puedo decir que ya he cumplido uno de los sueños que siempre me han acompañado desde niño: publicar un comic firmado por mí.
Descansa en paz, Benito. Y gracias.
lunes, mayo 23, 2011
Colaboración en Nuestros Comics. Preestrenos: "El castor"
A partir de ya mismo, servidor se convierte en colaborador del portal sobre comics, cine y demás frikadas ociopáticas Nuestros Comics, y lo hace en calidad de juntaletras sobre cine, cubriendo los preestrenos de films de próxima aparición en cartelera. En lo sucesivo os encontraréis en El Abismo con entradas como ésta que nos ocupa, bajo el epígrafe “preestrenos”, enlazando a las reseñas que vaya publicando en Nuestros Comics.
También podéis observar un nuevo botoncito, en la barra de la derecha del blog, que os llevará directamente a mis aportaciones a dicha web.
Mi puesta de largo tiene lugar con una crítica de “El castor”, la última película de Jodie Foster como directora, interpretada por la propia ex-Clarice Starling y por Mel “yo-no-soy-racista-pero” Gibson. “El castor” fue presentada oficialmente en el pasado festival de Cannes y se estrena en España el día 27 de mayo.
Podéis leer mis impresiones aquí.
También podéis observar un nuevo botoncito, en la barra de la derecha del blog, que os llevará directamente a mis aportaciones a dicha web.
Mi puesta de largo tiene lugar con una crítica de “El castor”, la última película de Jodie Foster como directora, interpretada por la propia ex-Clarice Starling y por Mel “yo-no-soy-racista-pero” Gibson. “El castor” fue presentada oficialmente en el pasado festival de Cannes y se estrena en España el día 27 de mayo.
Podéis leer mis impresiones aquí.
domingo, mayo 22, 2011
Una oscura ceguera del alma
Hiato (tal vez mal escogido) entre los volúmenes tercero y cuarto de “Canción de hielo y fuego”, la última novela de Alessandro Baricco, “Emaús”, de densa escritura, abstracta y metafórica, cercana por momentos a la prosa poética, me ha impactado con su relectura de las Sagradas Escrituras bíblicas aplicada a la turbulenta transformación de cuatro adolescentes profundamente religiosos en hombres que redescubren forzosamente la naturaleza del mundo al sobreponerse a la pérdida de la (falsa) seguridad del núcleo familiar; al despertar a una sexualidad imprevista por la doctrina moral que hasta entonces ha regido sus vidas; al saberse falibles, tentables y corruptibles; al derribar tabúes que creían unidimensionales, no interpretables, sencillamente objetivos; al enfrentar la hipocresía de iglesia y patriarcado con una suerte de libertinaje peligroso pero sincero (auténtico, en palabras de Bobby, uno de los protagonistas) que está intrínsecamente vinculado a las compulsiones de la pasión (y de la Pasión) que late bajo las fórmulas inamovibles de una "bienpensancia" católica que no esconde sino la soberbia de creerse mejores, heroicos incluso, ante las hordas de ateos y agnósticos de clase alta, perdidos todos ellos, que rehuyen el sentimiento de culpa como motor último de una vida de frustraciones ocultas bajo sonrisas proyectadas de puertas afuera; al comprender en última instancia, como los dos hombres que caminan junto a un tercero rumbo a la ciudad de Emaús tras escuchar que el sepulcro de Cristo ya no albergaba el cuerpo del crucificado y que no descubren hasta que es demasiado tarde que aquel tercero es precisamente el Mesías resucitado, que una forma indefinible de santidad, ahora desaparecida, llevaba presente en sus vidas desde tiempo atrás, negada por una fe que en lugar de abrir sus ojos a la verdad los cerraba en una oscura ceguera del alma.
viernes, mayo 20, 2011
Actualidad
Lo habréis leído, visto y oído en muchos periódicos, radios, cadenas de tv, portales de internet y, sobre todo, en la calle. Cosas como ésta, ésta o esta otra. Y también otras como ésta y ésta. No seré yo quien os diga qué debéis hacer y pensar. Pero sí me parece inevitable (y muy recomendable) analizar esta información (y toda la que podáis leer al respecto en los diversos medios) y formarse una opinión propia. Y actuar en consecuencia.
París era una fiesta
Salvo muy contadas excepciones, reseñar una nueva película de Woody Allen se convierte en un tedioso cúmulo de lugares comunes: un protagonista neurótico y algo patético, música jazz, referencias cultas inalcanzables para el norteamericano medio (de ahí el escaso aprecio que sus propios conciudadanos sienten por el director de “Manhattan” y “Annie Hall”) y el consabido “Woody ya no está en su mejor momento”. Por consiguiente, y con la venia de mis (escasos) lectores, seré breve al abordar su último film, “Midnight in Paris”.
Owen Wilson interpreta a Gil, un guionista de Hollywood que trabaja en su primera novela y que ha acudido a París en viaje de placer junto a su prometida (Rachel McAdams) y los padres de ésta. Una noche, aburrido de los pedantes amigos de su novia y harto del desprecio de sus futuros suegros, Gil acaba paseando solo por la ciudad y descubriendo una suerte de vórtice temporal que lo transportará al París de los años 20, momento y lugar por los que el personaje siempre se ha sentido fascinado. Conocerá entonces (en persona, al natural) a las celebridades del burbujeante ambiente cultural de aquel capítulo histórico: los Hemingway, Fitzerald, Picasso, Dalí o Gertrude Stein que tanta admiración le despiertan.
Con estos mimbres, Allen escribe un libreto que, más allá de respetar canónicamente los tantas veces transitados resortes de la comedia de enredo, supone una reflexión algo obvia pero no por ello menos válida sobre la búsqueda de la felicidad, la honestidad para con uno mismo y la nostalgia por un tiempo no vivido pero idealizado, una suerte de saudade (hermosa palabra portuguesa de difícil traducción) ligada a la insatisfacción inherente a toda vida humana. Todo ello rodado en un escenario tan mágico, romántico y evocador como ha sido, es y será (esperemos que por mucho tiempo) París.
Y es que, aunque pudiera parecer que Gil es el protagonista de esta historia, en el fondo “Midnight in Paris” no es otra cosa que un canto de amor a la ciudad del Sena, que acaba alzándose como el más importante personaje de la narración.
Súmese ahora a todo ello lo comentado en el primer párrafo (protagonista neurótico y algo patético, música jazz y multitud de referencias cultas); la presencia de una de mis debilidades cinéfilo-platónicas, la deliciosa Marion Cotillard (a cuyo lado el insulso cameo de Carla Bruni no pasa de anecdóta irrelevante), y el clásico humor marxista (de los hermanos ídem, no de Karl) que Allen lleva tantos años cultivando con fortuna (especialmente memorable resulta en esta ocasión la escena de los surrealistas) y obtendremos como resultado una película divertida, bonita y amable, de cuya proyección un servidor salió con una sonrisa de satisfacción pintada en el rostro y con unas ganas enormes de volver a pisar la capital francesa.
Si Woody ya no está en su mejor momento, “Midnight in Paris” es sin duda una de sus mejores peores películas.
Owen Wilson interpreta a Gil, un guionista de Hollywood que trabaja en su primera novela y que ha acudido a París en viaje de placer junto a su prometida (Rachel McAdams) y los padres de ésta. Una noche, aburrido de los pedantes amigos de su novia y harto del desprecio de sus futuros suegros, Gil acaba paseando solo por la ciudad y descubriendo una suerte de vórtice temporal que lo transportará al París de los años 20, momento y lugar por los que el personaje siempre se ha sentido fascinado. Conocerá entonces (en persona, al natural) a las celebridades del burbujeante ambiente cultural de aquel capítulo histórico: los Hemingway, Fitzerald, Picasso, Dalí o Gertrude Stein que tanta admiración le despiertan.
Con estos mimbres, Allen escribe un libreto que, más allá de respetar canónicamente los tantas veces transitados resortes de la comedia de enredo, supone una reflexión algo obvia pero no por ello menos válida sobre la búsqueda de la felicidad, la honestidad para con uno mismo y la nostalgia por un tiempo no vivido pero idealizado, una suerte de saudade (hermosa palabra portuguesa de difícil traducción) ligada a la insatisfacción inherente a toda vida humana. Todo ello rodado en un escenario tan mágico, romántico y evocador como ha sido, es y será (esperemos que por mucho tiempo) París.
Y es que, aunque pudiera parecer que Gil es el protagonista de esta historia, en el fondo “Midnight in Paris” no es otra cosa que un canto de amor a la ciudad del Sena, que acaba alzándose como el más importante personaje de la narración.
Súmese ahora a todo ello lo comentado en el primer párrafo (protagonista neurótico y algo patético, música jazz y multitud de referencias cultas); la presencia de una de mis debilidades cinéfilo-platónicas, la deliciosa Marion Cotillard (a cuyo lado el insulso cameo de Carla Bruni no pasa de anecdóta irrelevante), y el clásico humor marxista (de los hermanos ídem, no de Karl) que Allen lleva tantos años cultivando con fortuna (especialmente memorable resulta en esta ocasión la escena de los surrealistas) y obtendremos como resultado una película divertida, bonita y amable, de cuya proyección un servidor salió con una sonrisa de satisfacción pintada en el rostro y con unas ganas enormes de volver a pisar la capital francesa.
Si Woody ya no está en su mejor momento, “Midnight in Paris” es sin duda una de sus mejores peores películas.
jueves, mayo 19, 2011
Sol, árboles, luna y mar
“(...)
The sun, the trees, the moon, the sea
The clouds above hang over me
(…)”
Una jovencísima Lourdes Hernández dio el campanazo en 2008 bajo el alias artístico de Russian Red con un primer disco, “I love your glasses”, que actuaba de continente para un par (o tres) de canciones tan tarareables como melancólicamente ensoñadoras. Le llovieron críticas entusiastas, se convirtió en la nueva musa del folk patrio y luego cayó en desgracia para el sector hipster por ser demasiado guapa para parecer una cantautora honesta, por cantar en un inglés algo macarrónico que sólo se entiende con las letras a mano, por ceder sus melodías para acompañar mensajes publicitarios y por salirse del endogámico reducto de lo indie. Por triunfar, en una palabra, que es una cosa muy mal vista en nuestro país.
Russian Red vuelve ahora con “Fuerteventura”, peligroso segundo disco (los segundos discos siempre son peligrosos) que resuelve la papeleta con una primera mitad luminosa, divertida, elegante y terriblemente naïf en su parte lírica, personificada en dos singles (el primero ya lo es, el segundo sin duda lo será) como “I hate you but I love you” y “The sun, the trees” (al que pertenecen los versos que abren esta entrada) a los que resulta complicado poner algún pero.
Los cortes que conforman la segunda mitad del álbum, sin embargo, se revelan demasiado homogéneos (entre sí y respecto al disco de debut), reduciendo el entusiasmo despertado en los primeros compases del LP. Pese a todo, la mejoría en las labores de producción es tan obvia y el intento de no repetir a pies juntillas las fórmulas del éxito precedente tan apreciable, que uno le perdona a la aniñada Lourdes este desequilibrio que, esperemos, se solvente en próximos esfuerzos.
Y si no, qué remedio, nos conformaremos alegremente con un “grandes éxitos” que, a tres o cuatro grandes canciones por cada nuevo disco de estudio, se promete una auténtica delicia.
The sun, the trees, the moon, the sea
The clouds above hang over me
(…)”
Una jovencísima Lourdes Hernández dio el campanazo en 2008 bajo el alias artístico de Russian Red con un primer disco, “I love your glasses”, que actuaba de continente para un par (o tres) de canciones tan tarareables como melancólicamente ensoñadoras. Le llovieron críticas entusiastas, se convirtió en la nueva musa del folk patrio y luego cayó en desgracia para el sector hipster por ser demasiado guapa para parecer una cantautora honesta, por cantar en un inglés algo macarrónico que sólo se entiende con las letras a mano, por ceder sus melodías para acompañar mensajes publicitarios y por salirse del endogámico reducto de lo indie. Por triunfar, en una palabra, que es una cosa muy mal vista en nuestro país.
Russian Red vuelve ahora con “Fuerteventura”, peligroso segundo disco (los segundos discos siempre son peligrosos) que resuelve la papeleta con una primera mitad luminosa, divertida, elegante y terriblemente naïf en su parte lírica, personificada en dos singles (el primero ya lo es, el segundo sin duda lo será) como “I hate you but I love you” y “The sun, the trees” (al que pertenecen los versos que abren esta entrada) a los que resulta complicado poner algún pero.
Los cortes que conforman la segunda mitad del álbum, sin embargo, se revelan demasiado homogéneos (entre sí y respecto al disco de debut), reduciendo el entusiasmo despertado en los primeros compases del LP. Pese a todo, la mejoría en las labores de producción es tan obvia y el intento de no repetir a pies juntillas las fórmulas del éxito precedente tan apreciable, que uno le perdona a la aniñada Lourdes este desequilibrio que, esperemos, se solvente en próximos esfuerzos.
Y si no, qué remedio, nos conformaremos alegremente con un “grandes éxitos” que, a tres o cuatro grandes canciones por cada nuevo disco de estudio, se promete una auténtica delicia.
miércoles, mayo 18, 2011
Smells like (british) teen spirit
Qué envidia me dan los británicos.
Antes de que Pérez-Reverte aparezca en mi casa con un trabuco cargado acusándome de anti-español, echemos un vistazo a los datos objetivos: España tiene, aproximadamente, 46 millones de habitantes. Reino Unido, unos 62. No es una diferencia tan abultada como la que separa nuestro país de gigantes demográficos como Estados Unidos, China o Rusia. España es una monarquía, lo cual nos diferencia de otros estados como Francia, Alemania o Islandia, donde gozan de ¿saludables? sistemas republicanos. Reino Unido, como su nombre indica, también es una monarquía (con sus bodas reales, sus títulos nobiliarios y sus pifostios en la prensa rosa). Tanto España como Reino Unido fueron grandes potencias coloniales (para los que tengan olvidada la Historia, convendría recordar que allá por el siglo XVI se decía que en el imperio español no se ponía jamás el sol) y ambas sufrieron de lo lindo en la década de 1940 (España saliendo de su guerra civil e Inglaterra siendo diana de los V-2 alemanes). A estas alturas, siendo ambos países miembros de la misma Unión Europea, uno creería que las diferencias culturales no serían tan abismales, ¿no?
Entonces, ¿por qué allí Adele es nº1 durante 11 semanas consecutivas en la lista de los discos más vendidos y aquí nos encontramos en la misma posición a Sergio Dalma o Maná? ¿Por qué los biopics de sus monarcas son tan elegantes como “El discurso del Rey” mientras los de los nuestros resultan tan casposamente telefílmicos como “Felipe y Letizia”? ¿Por qué ellos tienen “Full Monty” y nosotros “Se buscan fulmontis”? Pero, sobre todo, ¿por qué nuestra ficción fantástica televisiva apesta tanto (“El barco”, “Ángel o demonio”) mientras ellos pueden pasárselo teta viendo “Misfits”?
“Misfits”. Exacto. Ahí quería yo llegar.
“Misfits” es una comedia fantástica adolescente de la cadena británica E4 que lleva emitidas dos temporadas de 6 y 7 episodios respectivamente; se ve que a los pérfidos albinos (uh, espera, creo que no se dice así) les gustan las series con temporadas cortas. Su argumento presenta a cinco jóbenes delincuentes de bajo estrato social obligados a hacer trabajos comunitarios como pena por sus fechorías. Mientras realizan sus tareas correccionales, una extraña tormenta electromagnética descarga un rayo sobre ellos otorgándoles super-poderes: Curtis, atleta de aspiraciones olímpicas envuelto en un asunto de drogas, descubre que puede viajar en el tiempo para corregir errores pasad- cinco jóvenes delincuentes de bajo estrato social obligados a hacer trabajos comunitarios como pena por sus fechorías. Mientras realizan sus tareas correctivas, una extraña tormenta electromagnética descarga un rayo sobre ellos otorgándoles super-poderes: Curtis, atleta de aspiraciones olímpicas envuelto en un asunto de drogas, descubre que puede viajar en el tiempo para corregir errores pasados; Simon, el emo antisocial con serios problemas de autoestima, se vuelve invisible cuando su ego alcanza su punto más bajo; Alisha, la calienta-braguetas oficial del quintento, genera un irresistible apetito sexual en todo aquél que toque su piel (como una versión Private de la Pícara de “X-Men”); Kelly, la poligonera con el acento más grotesco jamás oído al norte del Canal de la Mancha, adquiere la (el) habilidad (Abismo) de (es) escuchar (mi) los (blog) pensamientos (favorito) ajenos; y Nathan, el bocazas escatológico y salidorro, a caballo entre Tyler Durden y Jack Sparrow, es capaz de... bien pensado, cuanto menos se diga sobre Nathan al respecto, mejor.
A poco que uno se detenga un momento a pensarlo, descubrirá que la propuesta argumental de “Misfits” está tan sobada que casi da vergüenza ajena. ¿Jóvenes con super-poderes? ¡demonios, cómo no se nos habrá ocurrido antes! Tanto es así, que no es descabellado pensar que “Misfits” pueda ser un “Heroes” a la inglesa... hasta que uno termina de ver el primer episodio. “Misfits” es a “Heroes” lo que “The Authority” es a la “Liga de la Justicia” (y por si alguien lo había olvidado: sí, Warren Ellis y Mark Millar también son británicos). Porque los protagonistas de “Misfits” son unos bastardos que sólo piensan en drogarse y ganar dinero sin dar palo al agua, en meterse en las bragas o calzoncillos del ser humano más próximo y en vivir de juerga en juerga hasta el día en que la palmen de una sobredosis o un embarazo no deseado los obligue a replantearse su modo de vida. Ya puede Stan Lee irse olvidando de su “gran responsabilidad”: el único poder que haría realmente feliz a Nathan Young sería el que le permitiese chupársela a sí mismo sin partirse la espalda en dos. Como diría el Santo Cobain, “Misfits” huele a espíritu joven.
Es por ello que el espectador, a posteriori, acaba perdonándole a la serie su enorme catálogo de limitaciones: presupuestos ajustadísimos (aunque muy bien aprovechados), secundarios más planos que el vientre de Brad Pitt, absoluta falta de rigor en términos de ciencia-ficción y continuidad argumental (¿es que nadie sabe manejar correctamente, maldita sea, las reglas del viaje temporal?)... Al final, con lo que uno se queda es con las absurdamente divertidas escenas de sexo, con la violencia sin tapujos que en cada episodio engorda la lista de bajas mortales y con las desmadradas réplicas de Nathan, súmmum de la incorrección política. “Misfits” es, ante todo, una serie divertidísima que jamás se toma en serio a sí misma. Y que cuenta, como guinda del pastel, con una banda sonora para enmarcar, que recurre con idéntica naturalidad tanto a lo más in de la electrónica actual como a clásicos (más o menos) perdidos de décadas anteriores, sin olvidarse de esos nombres recurrentes que todo aficionado a la escena musical anglófona debe conocer.
Si la serie funciona (y lo cierto es que funciona) es precisamente por su falta de ambición y por su inmediatez. Todo en “Misfits” se resuelve en las distancias cortas: las tramas no se dilatan en el tiempo más allá de 3 ó 4 episodios, así que uno nunca se encontrará con esos molestos capítulos de relleno que me hicieron bajarme del tren de “Fringe” en su segunda temporada; las dinámicas entre personajes se resuelven antes de volverse cansinas y los secundarios cumplen funciones muy específicas y no marean innecesariamente con sus idas y venidas (algunos, de hecho, ni siquiera logran sobrevivir a su primera ida), con lo que todo acaba reducido a los 5 protagonistas principales, único motor y alma de la serie. Tanto es así que incluso el tema musical del opening resulta repetitivo si se escucha al completo, pero funciona a las mil maravillas durante esos segundos en que acompaña a los créditos. Distancias cortas, ya digo. Y pocas complicaciones.
¿Bottom line?
“Misfits” es como el buen sexo oral: unos minutos de diversión desenfrenada que no te traerán de cabeza los próximos nueve meses. Los bebés, a poder ser, que me los haga la HBO.
Antes de que Pérez-Reverte aparezca en mi casa con un trabuco cargado acusándome de anti-español, echemos un vistazo a los datos objetivos: España tiene, aproximadamente, 46 millones de habitantes. Reino Unido, unos 62. No es una diferencia tan abultada como la que separa nuestro país de gigantes demográficos como Estados Unidos, China o Rusia. España es una monarquía, lo cual nos diferencia de otros estados como Francia, Alemania o Islandia, donde gozan de ¿saludables? sistemas republicanos. Reino Unido, como su nombre indica, también es una monarquía (con sus bodas reales, sus títulos nobiliarios y sus pifostios en la prensa rosa). Tanto España como Reino Unido fueron grandes potencias coloniales (para los que tengan olvidada la Historia, convendría recordar que allá por el siglo XVI se decía que en el imperio español no se ponía jamás el sol) y ambas sufrieron de lo lindo en la década de 1940 (España saliendo de su guerra civil e Inglaterra siendo diana de los V-2 alemanes). A estas alturas, siendo ambos países miembros de la misma Unión Europea, uno creería que las diferencias culturales no serían tan abismales, ¿no?
Entonces, ¿por qué allí Adele es nº1 durante 11 semanas consecutivas en la lista de los discos más vendidos y aquí nos encontramos en la misma posición a Sergio Dalma o Maná? ¿Por qué los biopics de sus monarcas son tan elegantes como “El discurso del Rey” mientras los de los nuestros resultan tan casposamente telefílmicos como “Felipe y Letizia”? ¿Por qué ellos tienen “Full Monty” y nosotros “Se buscan fulmontis”? Pero, sobre todo, ¿por qué nuestra ficción fantástica televisiva apesta tanto (“El barco”, “Ángel o demonio”) mientras ellos pueden pasárselo teta viendo “Misfits”?
“Misfits”. Exacto. Ahí quería yo llegar.
“Misfits” es una comedia fantástica adolescente de la cadena británica E4 que lleva emitidas dos temporadas de 6 y 7 episodios respectivamente; se ve que a los pérfidos albinos (uh, espera, creo que no se dice así) les gustan las series con temporadas cortas. Su argumento presenta a cinco jóbenes delincuentes de bajo estrato social obligados a hacer trabajos comunitarios como pena por sus fechorías. Mientras realizan sus tareas correccionales, una extraña tormenta electromagnética descarga un rayo sobre ellos otorgándoles super-poderes: Curtis, atleta de aspiraciones olímpicas envuelto en un asunto de drogas, descubre que puede viajar en el tiempo para corregir errores pasad- cinco jóvenes delincuentes de bajo estrato social obligados a hacer trabajos comunitarios como pena por sus fechorías. Mientras realizan sus tareas correctivas, una extraña tormenta electromagnética descarga un rayo sobre ellos otorgándoles super-poderes: Curtis, atleta de aspiraciones olímpicas envuelto en un asunto de drogas, descubre que puede viajar en el tiempo para corregir errores pasados; Simon, el emo antisocial con serios problemas de autoestima, se vuelve invisible cuando su ego alcanza su punto más bajo; Alisha, la calienta-braguetas oficial del quintento, genera un irresistible apetito sexual en todo aquél que toque su piel (como una versión Private de la Pícara de “X-Men”); Kelly, la poligonera con el acento más grotesco jamás oído al norte del Canal de la Mancha, adquiere la (el) habilidad (Abismo) de (es) escuchar (mi) los (blog) pensamientos (favorito) ajenos; y Nathan, el bocazas escatológico y salidorro, a caballo entre Tyler Durden y Jack Sparrow, es capaz de... bien pensado, cuanto menos se diga sobre Nathan al respecto, mejor.
A poco que uno se detenga un momento a pensarlo, descubrirá que la propuesta argumental de “Misfits” está tan sobada que casi da vergüenza ajena. ¿Jóvenes con super-poderes? ¡demonios, cómo no se nos habrá ocurrido antes! Tanto es así, que no es descabellado pensar que “Misfits” pueda ser un “Heroes” a la inglesa... hasta que uno termina de ver el primer episodio. “Misfits” es a “Heroes” lo que “The Authority” es a la “Liga de la Justicia” (y por si alguien lo había olvidado: sí, Warren Ellis y Mark Millar también son británicos). Porque los protagonistas de “Misfits” son unos bastardos que sólo piensan en drogarse y ganar dinero sin dar palo al agua, en meterse en las bragas o calzoncillos del ser humano más próximo y en vivir de juerga en juerga hasta el día en que la palmen de una sobredosis o un embarazo no deseado los obligue a replantearse su modo de vida. Ya puede Stan Lee irse olvidando de su “gran responsabilidad”: el único poder que haría realmente feliz a Nathan Young sería el que le permitiese chupársela a sí mismo sin partirse la espalda en dos. Como diría el Santo Cobain, “Misfits” huele a espíritu joven.
Es por ello que el espectador, a posteriori, acaba perdonándole a la serie su enorme catálogo de limitaciones: presupuestos ajustadísimos (aunque muy bien aprovechados), secundarios más planos que el vientre de Brad Pitt, absoluta falta de rigor en términos de ciencia-ficción y continuidad argumental (¿es que nadie sabe manejar correctamente, maldita sea, las reglas del viaje temporal?)... Al final, con lo que uno se queda es con las absurdamente divertidas escenas de sexo, con la violencia sin tapujos que en cada episodio engorda la lista de bajas mortales y con las desmadradas réplicas de Nathan, súmmum de la incorrección política. “Misfits” es, ante todo, una serie divertidísima que jamás se toma en serio a sí misma. Y que cuenta, como guinda del pastel, con una banda sonora para enmarcar, que recurre con idéntica naturalidad tanto a lo más in de la electrónica actual como a clásicos (más o menos) perdidos de décadas anteriores, sin olvidarse de esos nombres recurrentes que todo aficionado a la escena musical anglófona debe conocer.
Si la serie funciona (y lo cierto es que funciona) es precisamente por su falta de ambición y por su inmediatez. Todo en “Misfits” se resuelve en las distancias cortas: las tramas no se dilatan en el tiempo más allá de 3 ó 4 episodios, así que uno nunca se encontrará con esos molestos capítulos de relleno que me hicieron bajarme del tren de “Fringe” en su segunda temporada; las dinámicas entre personajes se resuelven antes de volverse cansinas y los secundarios cumplen funciones muy específicas y no marean innecesariamente con sus idas y venidas (algunos, de hecho, ni siquiera logran sobrevivir a su primera ida), con lo que todo acaba reducido a los 5 protagonistas principales, único motor y alma de la serie. Tanto es así que incluso el tema musical del opening resulta repetitivo si se escucha al completo, pero funciona a las mil maravillas durante esos segundos en que acompaña a los créditos. Distancias cortas, ya digo. Y pocas complicaciones.
¿Bottom line?
“Misfits” es como el buen sexo oral: unos minutos de diversión desenfrenada que no te traerán de cabeza los próximos nueve meses. Los bebés, a poder ser, que me los haga la HBO.
sábado, mayo 14, 2011
Zowie Bowie en los límites de la realidad
Si tu nombre es Duncan Zowie Jones y tu padre es David Robert Jones (a.k.a. David Bowie a.k.a. el Camaleón a.k.a. Ziggy Polvo de Estrellas a.k.a. Aladino el Sensato a.k.a. el Duque Blanco), parece inevitable que tu carrera profesional acabe discurriendo por derroteros artístico-creativos. Un tipo que durante su infancia era conocido como el pequeño Zowie Bowie no puede hacerse adulto para terminar siendo, qué sé yo, farmacéutico o profesor de pilates. Lo suyo es perseguir la fama y convertirse en, por ejemplo, director de cine. No un cine declaradamente comercial, claro, sino esa clase de producciones que aspiran al equilibrio entre lo autoral y lo económicamente rentable, en un balance que rara vez se alcanza. Es menester, desde luego, empezar con una ópera prima sui generis que cause cierto revuelo entre el público entendido pero que no sea excesivamente críptica. Un producto low-cost, como “Memento” o “Cube”, que haga que el crítico exigente no se sienta insultado y que el espectador menos capacitado se crea inteligente durante una hora y media.
Algo como “Moon”.
“Moon” es una rareza espacial, amalgama entre el “2001” de Kubrick (Hal 9000 incluido) y el cine social de denuncia anticapitalista: la historia de un técnico destinado a la Luna en soledad, durante 3 largos años, para supervisar las excavaciones que un sistema de maquinaria automatizada lleva a cabo en la superficie del satélite. Se trata de una película ambiciosa en su parquedad, que cuenta con un único intérprete (un estupendo Sam Rockwell) y un escenario que luciría igual a estas alturas del siglo XXI que a mediados de los dorados años 70. Funcionaría bastante bien como capítulo de “En los límites de la realidad” o como relato corto de ciencia-ficción alla Philip K. Dick, pero desgraciadamente se empantana un poco en su voluntad de estirarse hasta los 90 minutos de metraje y acaba perdiendo la capacidad de impactar y emocionar en sus convencionales últimos compases. No obstante, Duncan Jones/Zowie Bowie consiguió con ella lo que pretendía: pasar de absoluto principiante a candidato a renovador del cine de ciencia-ficción. Aquello fue, por cierto, a mediados de 2009.
En ésas andábamos, a la expectativa, cuando hace unas semanas Zowie volvió a las andadas con un segundo largometraje, “Código fuente”, que prometía llevar un poco más lejos su visión de un género profundamente necesitado de nuevas historias que contar y nuevos talentos que nos las cuenten.
El argumento de “Código fuente” parece, a priori, lo suficientemente complejo como para que uno acuda al cine con las expectativas medianamente altas: un soldado americano que sirve en Afganistán despierta dentro de un cuerpo que no es el suyo en un tren con destino a Chicago que explotará en 8 minutos. Cuando el tren estalle, su consciencia se verá nuevamente transportada al lugar y momento en que despertó, 8 minutos antes, para vivir la repetición de la misma secuencia de acontecimientos una y otra vez en una carrera bajo presión por sobrevivir.
Suena, lo sé, a calco de “Atrapado en el tiempo” con unas gotitas de la teleserie “Quantum leap” (yo la veía en la Televisión de Galicia bajo el título “Salto cuántico”, mucho mejor que el castellano “A través del tiempo”) y de aquel inenarrable “Speed” protagonizado por Keanu que-el-proctólogo-me-saque-la-escoba Reeves. Pero aunque este argumento no sea excesivamente original, sí parece lo bastante jugoso como para que un director con una visión personal te lo haga pasar como un enano durante la siguiente hora y media, repartida en lapsos temporales de 8 minutos. Además, siempre me han resultado atractivas esas historias en las que el protagonista se pregunta qué está ocurriendo realmente y si, por ventura, no estará soñando su vida (léase “Dark City”, “Nivel 13”, “Cypher”, “Desafío total” y un largo etcétera).
Al igual que “Moon”, “Código fuente” parece un capítulo estirado de “En los límites de la realidad”. Al igual que aquélla, también, contiene en su segmento central un par de giros de guión que no por predecibles dejan de ser efectivos y, al igual que aquélla, fracasa en su recta final por no saber cerrar la trama principal con esa pizca de ingenio que la haría notable en lugar de simplemente visible. El problema, me temo, reside en este caso en el escaso respeto mostrado por los autores del libreto hacia su propio planteamiento. “Moon” era un ejercicio serio de ciencia-ficción y eso, de algún modo, la honraba. Podía gustarte más o menos el desarrollo de los acontecimientos, pero no hacía trampas, no engañaba al espectador. “Código fuente”, por el contrario, expone sus bases fantacientíficas con timidez para no morder más de lo que puede tragar (un batiburrillo cuántico de difícil digestión) y luego se dedica a saltarse esas mismas bases a la torera para cuadrar un final que huele más a imposición de las altas esferas que aquel paseo en coche por verdes montañas (sobrantes del montaje de “El resplandor” de Kubrick) al final de la primera versión estrenada en cines de “Blade Runner".
“Código fuente” se mueve entre conceptos de ciencia-ficción hardcore con la sensación dudosa de quien pisa arenas movedizas, y al verse incapaz de ofrecer respuestas rigurosas se las inventa a su antojo. Es, en una palabra, deshonesta. Deshonesta como lo fueron “The Matrix” o “Minority Report”, películas que se presumen bien asfaltadas y sin embargo tienen socavones argumentales del tamaño de un cráter lunar. Y eso, en un género que se debe a sí mismo más respeto del que generalmente acaba profesándose, me resulta sencillamente imperdonable.
Tampoco ayuda que los héroes de la velada, Jake Gyllenhaal (ese Harrison Ford de segunda con permanente cara de susto) y Michelle Monaghan (la prima segunda resultona y sin carisma con la que bailas en una boda y a las dos semanas no recuerdas su nombre), se dediquen tras apenas 8 minutos (cuando eran extraños al conocerse) cursis arrumacos de jóvenes americanos bien parecidos ensalzando las bondades del amor moderno; o que Vera Farmiga, talentosa mujer de rompe y rasga, se vea aquí relegada a secundaria sin salero que recita unas líneas de guión que ruborizarían a Eduard Punset sin saber muy bien si el tiempo va o viene y si los universos paralelos se crean y se destruyen (o sólo se transforman); o, peor si cabe, que el protagonista no sea al menos un poquito más listo que el espectador y no descubra el pastel a la segunda o tercera revisión de los 8 minutejos de marras, cuando ya la mitad de la platea es capaz de señalar con el dedo al malvado terrorista con ganas de gritar “por el amor de Dios, Jake Gyllenhaal, ¡fíjate en ese tío!”
Aunque lo parezca, no es mi intención ensañarme: “Código fuente” se deja ver y, pese a su total falta de personalidad, resulta incluso entretenida. Pero sus trampas de guión son tan flagrantes que me impiden valorar con mayor compasión sus aciertos, que también los tiene: buen ritmo, una realización visual sólida con un uso justificado de los efectos especiales y un comienzo que, a base de plantear sugerentes enigmas, consigue mantener al espectador sujeto con fuerza a la butaca. Pena que esos mismos enigmas acaben quedándose en agua de borrajas… Quizás la próxima vez sea tu momento de ganar, Zowie Bowie. Hasta entonces, me temo que seguirás sin poder bailar con los mayores.
No deja de tener su gracia, por cierto, que un servidor haya escrito esta entrada a bordo de un tren mientras recorría, de estación en estación, la línea de ferrocarril que une Santiago de Compostela con Madrid. Lo mejor del trayecto, sin duda, la inesperada proyección de “Toy Story 3”. Otras veces he tenido que tragarme bodriazos protagonizados por Ashton Kutcher o Jennifer Anniston: eso sí es terrorismo ferroviario...
Algo como “Moon”.
“Moon” es una rareza espacial, amalgama entre el “2001” de Kubrick (Hal 9000 incluido) y el cine social de denuncia anticapitalista: la historia de un técnico destinado a la Luna en soledad, durante 3 largos años, para supervisar las excavaciones que un sistema de maquinaria automatizada lleva a cabo en la superficie del satélite. Se trata de una película ambiciosa en su parquedad, que cuenta con un único intérprete (un estupendo Sam Rockwell) y un escenario que luciría igual a estas alturas del siglo XXI que a mediados de los dorados años 70. Funcionaría bastante bien como capítulo de “En los límites de la realidad” o como relato corto de ciencia-ficción alla Philip K. Dick, pero desgraciadamente se empantana un poco en su voluntad de estirarse hasta los 90 minutos de metraje y acaba perdiendo la capacidad de impactar y emocionar en sus convencionales últimos compases. No obstante, Duncan Jones/Zowie Bowie consiguió con ella lo que pretendía: pasar de absoluto principiante a candidato a renovador del cine de ciencia-ficción. Aquello fue, por cierto, a mediados de 2009.
En ésas andábamos, a la expectativa, cuando hace unas semanas Zowie volvió a las andadas con un segundo largometraje, “Código fuente”, que prometía llevar un poco más lejos su visión de un género profundamente necesitado de nuevas historias que contar y nuevos talentos que nos las cuenten.
El argumento de “Código fuente” parece, a priori, lo suficientemente complejo como para que uno acuda al cine con las expectativas medianamente altas: un soldado americano que sirve en Afganistán despierta dentro de un cuerpo que no es el suyo en un tren con destino a Chicago que explotará en 8 minutos. Cuando el tren estalle, su consciencia se verá nuevamente transportada al lugar y momento en que despertó, 8 minutos antes, para vivir la repetición de la misma secuencia de acontecimientos una y otra vez en una carrera bajo presión por sobrevivir.
Suena, lo sé, a calco de “Atrapado en el tiempo” con unas gotitas de la teleserie “Quantum leap” (yo la veía en la Televisión de Galicia bajo el título “Salto cuántico”, mucho mejor que el castellano “A través del tiempo”) y de aquel inenarrable “Speed” protagonizado por Keanu que-el-proctólogo-me-saque-la-escoba Reeves. Pero aunque este argumento no sea excesivamente original, sí parece lo bastante jugoso como para que un director con una visión personal te lo haga pasar como un enano durante la siguiente hora y media, repartida en lapsos temporales de 8 minutos. Además, siempre me han resultado atractivas esas historias en las que el protagonista se pregunta qué está ocurriendo realmente y si, por ventura, no estará soñando su vida (léase “Dark City”, “Nivel 13”, “Cypher”, “Desafío total” y un largo etcétera).
Al igual que “Moon”, “Código fuente” parece un capítulo estirado de “En los límites de la realidad”. Al igual que aquélla, también, contiene en su segmento central un par de giros de guión que no por predecibles dejan de ser efectivos y, al igual que aquélla, fracasa en su recta final por no saber cerrar la trama principal con esa pizca de ingenio que la haría notable en lugar de simplemente visible. El problema, me temo, reside en este caso en el escaso respeto mostrado por los autores del libreto hacia su propio planteamiento. “Moon” era un ejercicio serio de ciencia-ficción y eso, de algún modo, la honraba. Podía gustarte más o menos el desarrollo de los acontecimientos, pero no hacía trampas, no engañaba al espectador. “Código fuente”, por el contrario, expone sus bases fantacientíficas con timidez para no morder más de lo que puede tragar (un batiburrillo cuántico de difícil digestión) y luego se dedica a saltarse esas mismas bases a la torera para cuadrar un final que huele más a imposición de las altas esferas que aquel paseo en coche por verdes montañas (sobrantes del montaje de “El resplandor” de Kubrick) al final de la primera versión estrenada en cines de “Blade Runner".
“Código fuente” se mueve entre conceptos de ciencia-ficción hardcore con la sensación dudosa de quien pisa arenas movedizas, y al verse incapaz de ofrecer respuestas rigurosas se las inventa a su antojo. Es, en una palabra, deshonesta. Deshonesta como lo fueron “The Matrix” o “Minority Report”, películas que se presumen bien asfaltadas y sin embargo tienen socavones argumentales del tamaño de un cráter lunar. Y eso, en un género que se debe a sí mismo más respeto del que generalmente acaba profesándose, me resulta sencillamente imperdonable.
Tampoco ayuda que los héroes de la velada, Jake Gyllenhaal (ese Harrison Ford de segunda con permanente cara de susto) y Michelle Monaghan (la prima segunda resultona y sin carisma con la que bailas en una boda y a las dos semanas no recuerdas su nombre), se dediquen tras apenas 8 minutos (cuando eran extraños al conocerse) cursis arrumacos de jóvenes americanos bien parecidos ensalzando las bondades del amor moderno; o que Vera Farmiga, talentosa mujer de rompe y rasga, se vea aquí relegada a secundaria sin salero que recita unas líneas de guión que ruborizarían a Eduard Punset sin saber muy bien si el tiempo va o viene y si los universos paralelos se crean y se destruyen (o sólo se transforman); o, peor si cabe, que el protagonista no sea al menos un poquito más listo que el espectador y no descubra el pastel a la segunda o tercera revisión de los 8 minutejos de marras, cuando ya la mitad de la platea es capaz de señalar con el dedo al malvado terrorista con ganas de gritar “por el amor de Dios, Jake Gyllenhaal, ¡fíjate en ese tío!”
Aunque lo parezca, no es mi intención ensañarme: “Código fuente” se deja ver y, pese a su total falta de personalidad, resulta incluso entretenida. Pero sus trampas de guión son tan flagrantes que me impiden valorar con mayor compasión sus aciertos, que también los tiene: buen ritmo, una realización visual sólida con un uso justificado de los efectos especiales y un comienzo que, a base de plantear sugerentes enigmas, consigue mantener al espectador sujeto con fuerza a la butaca. Pena que esos mismos enigmas acaben quedándose en agua de borrajas… Quizás la próxima vez sea tu momento de ganar, Zowie Bowie. Hasta entonces, me temo que seguirás sin poder bailar con los mayores.
No deja de tener su gracia, por cierto, que un servidor haya escrito esta entrada a bordo de un tren mientras recorría, de estación en estación, la línea de ferrocarril que une Santiago de Compostela con Madrid. Lo mejor del trayecto, sin duda, la inesperada proyección de “Toy Story 3”. Otras veces he tenido que tragarme bodriazos protagonizados por Ashton Kutcher o Jennifer Anniston: eso sí es terrorismo ferroviario...
domingo, mayo 08, 2011
800 entradas (mirándome directamente al ombligo)
Ya sabéis cuánto me gusta celebrar los números redondos en El Abismo. Cada vez que sumo otro centenar de entradas publicadas, me dedico un pequeño homenaje. Como éste, que coincide con la número 800.
Sé que 800 entradas no parecen demasiadas para cuatro años y medio de andadura (la primera miradita al Abismo data de septiembre de 2006). Existen otras bitácoras que en la mitad de tiempo ya llevan publicados el doble o el triple de posts. Aunque suene a excusa barata, debo señalar que nunca he creído en los beneficios de la cantidad por encima de la calidad. Cada entrada del Abismo ha sido, en su momento, lo mejor que servidor creía poder ofrecer sobre ese tema en concreto. De hecho, confieso haber descartado algunas reseñas ya escritas por no considerarlas óptimas para su publicación, y no haber aludido a ciertos discos, películas o tebeos por ser consciente de que su correspondiente entrada sería mero trámite, más obligación que inspiración. No quiero que El Abismo se convierta en una imposición. Es una afición que me alegra el tiempo de ocio y que durará sólo hasta que deje de apetecerme sentarme ante la pantalla y teclear mis opiniones sobre esto o lo otro. Por suerte, ese día parece aún bastante lejano (aunque nunca se sabe...)
Seguro que, de escribirlas hoy, muchas de estas 800 entradas no se parecerían en absoluto a cómo quedaron en su momento. Quiero pensar que serían mejores. No obstante, sí hay algunas que, cuando las releo, me hacen sentir una pizca de orgullo. Igual toda la entrada me parece buena. Igual sólo es una frase. O incluso ese juego de palabras algo tonto del título. Pero, por alguna razón, esos posts me parecen mejores que el resto y hacen que crea que esto de escribir un blog sigue mereciendo la pena.
Casi tanto como vuestros comentarios. No es que escriba el blog esperando mareas de respuestas en cada entrada, pero es agradable saber que hay alguien leyendo al otro lado de la pantalla, y más agradable aún saber que le ha gustado lo que un servidor ha escrito. Como diría Sidney Waterman en “Scoop”, queridos lectores, “sois unos seres humanos increíbles y un ejemplo para vuestras razas”.
Y ahora, sin más preámbulos, os dejo con 10 entradas del Abismo de las que, por un motivo u otro, estoy especialmente satisfecho (sí, ya sé que todos odiamos esos capítulos de las sit-coms en los que se recopilan escenas de episodios anteriores sin contar nada nuevo, pero 800 entradas no se cumplen todos los días):
1- Receta para un ser pseudo-humano: de Diógenes a Calvin (pasando por Rob Fleming)
2- Recomendaciones femeninas VI: "El amor en los tiempos del cólera"
3- Morir como mujer
4- Uno
5- Relámpago y locura
6- Mayúscula
7- Bloggerdammerüng: una despedida en 3 partes
8- El kebab del diablo
9- David Fincher y el mundo de las ideas
10- Jimmy McNulty y el día en que murió el cine
Sé que 800 entradas no parecen demasiadas para cuatro años y medio de andadura (la primera miradita al Abismo data de septiembre de 2006). Existen otras bitácoras que en la mitad de tiempo ya llevan publicados el doble o el triple de posts. Aunque suene a excusa barata, debo señalar que nunca he creído en los beneficios de la cantidad por encima de la calidad. Cada entrada del Abismo ha sido, en su momento, lo mejor que servidor creía poder ofrecer sobre ese tema en concreto. De hecho, confieso haber descartado algunas reseñas ya escritas por no considerarlas óptimas para su publicación, y no haber aludido a ciertos discos, películas o tebeos por ser consciente de que su correspondiente entrada sería mero trámite, más obligación que inspiración. No quiero que El Abismo se convierta en una imposición. Es una afición que me alegra el tiempo de ocio y que durará sólo hasta que deje de apetecerme sentarme ante la pantalla y teclear mis opiniones sobre esto o lo otro. Por suerte, ese día parece aún bastante lejano (aunque nunca se sabe...)
Seguro que, de escribirlas hoy, muchas de estas 800 entradas no se parecerían en absoluto a cómo quedaron en su momento. Quiero pensar que serían mejores. No obstante, sí hay algunas que, cuando las releo, me hacen sentir una pizca de orgullo. Igual toda la entrada me parece buena. Igual sólo es una frase. O incluso ese juego de palabras algo tonto del título. Pero, por alguna razón, esos posts me parecen mejores que el resto y hacen que crea que esto de escribir un blog sigue mereciendo la pena.
Casi tanto como vuestros comentarios. No es que escriba el blog esperando mareas de respuestas en cada entrada, pero es agradable saber que hay alguien leyendo al otro lado de la pantalla, y más agradable aún saber que le ha gustado lo que un servidor ha escrito. Como diría Sidney Waterman en “Scoop”, queridos lectores, “sois unos seres humanos increíbles y un ejemplo para vuestras razas”.
Y ahora, sin más preámbulos, os dejo con 10 entradas del Abismo de las que, por un motivo u otro, estoy especialmente satisfecho (sí, ya sé que todos odiamos esos capítulos de las sit-coms en los que se recopilan escenas de episodios anteriores sin contar nada nuevo, pero 800 entradas no se cumplen todos los días):
1- Receta para un ser pseudo-humano: de Diógenes a Calvin (pasando por Rob Fleming)
2- Recomendaciones femeninas VI: "El amor en los tiempos del cólera"
3- Morir como mujer
4- Uno
5- Relámpago y locura
6- Mayúscula
7- Bloggerdammerüng: una despedida en 3 partes
8- El kebab del diablo
9- David Fincher y el mundo de las ideas
10- Jimmy McNulty y el día en que murió el cine
jueves, mayo 05, 2011
El esperado regreso de Vetusta Morla
"Voy a hacer en tu honor
inventarios de pánico..."
("El hombre del saco", Vetusta Morla)
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Han querido los hados que este mes de mayo vean la luz las continuaciones de tres discos de sendos músicos/grupos españoles que me alegraron la vida en el año 2008. En los próximos días, si todo va bien, tendremos noticia de los nuevos trabajos de Extremoduro y Russian Red. La segunda se quedó fuera de mi top 10 musical de 2008 por muy poquito con su disco “I love your glasses”, mientras que Iniesta (Roberto, que no el dulce Andrés) y los suyos se quedaron a las puertas del número 1, por un pelo, con el admirable “La ley innata”.
“Un día en el mundo”, carta de presentación de la banda de rock madrileña Vetusta Morla, fue mi disco preferido aquel año. También fue uno de mis álbumes favoritos de la pasada década. Y luego, en perspectiva, uno de los mejores debuts de los que he tenido constancia y uno mis discos nacionales favoritos de todos los tiempos. Casi nada, vamos. Descubrí el grupo por recomendación de mi cousin Mike (que en realidad no se llama Mike, pero así son las cosas entre primos) cuando aún no habían dado el pelotazo, y me pasé los meses siguientes promoviendo el boca-oreja entre mis conocidos. En cierto modo, me siento un poco (aunque muy poco) partícipe del éxito que Vetusta Morla alcanzó a lo largo del año siguiente, recibiendo premios, elogios de la prensa especializada y las primeras críticas amargas por parte de la modernez hipster que los acusaba de vendidos y falsos indies (porque nadie debería aspirar a triunfar con su primer disco y renunciar así a una vida en la más desoladora pero atractivamente bohemia mendicidad...)
Tres conciertos, entre diciembre de 2008 y agosto de 2009, vinieron a confirmarme que el directo de Vetusta Morla era uno de los más precisos, entregados y divertidos del actual panorama musical patrio, y terminaron por consolidar el flechazo: me convertí en la groupie loca de una banda con sólo un LP, un puñado de demos y un EP ("Mira") en su haber. Sin duda, el segundo larga duración sería una durísima prueba de fuego, escrutada con lupa por público y crítica, que confirmaría a Vetusta Morla como “el grupo español que hay que escuchar” o lo hundiría en los lodos del efecto “el primero era mejor”. Mientras se gestaba, otros grupos intentaron cubrir el hueco dejado por los vetustos, buscando la aceptación del mismo nicho de mercado con fórmulas parecidas. Tal vez no sea lícito hablar de imitadores, teniendo en cuenta que precursores de Vetusta Morla como Standstill o Love of Lesbian ya mandaban en el indie rock nacional antes de la irrupción de los de Tres Cantos, pero sí parece claro que existe cierta tendencia musical que se ha visto fortalecida por el éxito de "Un día en el mundo" y a la que unos cuantos no han dudado en adherirse.
El esperadísimo (al menos por mí) segundo disco de Vetusta Morla ha tardado tres años en ver la luz. Para una formación que aún no está plenamente asentada tal vez sea una maniobra arriesgada, aunque parece poco tiempo si se compara con los nueve años que tardó en concretarse el primero. “Mapas” se hizo público el pasado 3 de mayo en la web oficial del grupo, donde puede escucharse en streaming al completo. A partir de mañana (día 6) estará a la venta en formato digital, mientras que la edición física aún tardará algo más en llegar a las tiendas. Una maniobra que los acerca a Radiohead casi tanto como su música, que sigue de cerca el sonido que Yorke, Greenwood y compañía esgrimían en sus primeros discos. Incluso tienen un miembro calvo al que sólo le falta una pegatina que diga "soy el Philip Selway de Vetusta Morla" pegada en la camisa (o quizás sea el observador de "Fringe"...)
“Mapas” se abre con la bellísima “Los días raros”, donde se hace patente la principal novedad en el sonido de la banda: se pierde la inmediatez que caracterizaba a “Un día en el mundo” para ganar en densidad sonora. Esto no es necesariamente bueno, pues precisamente una de las mayores virtudes del debut era su capacidad para enganchar a la primera a casi cualquier tipo de oyente, desde admiradores de Jeff Buckley hasta fans chillonas de Pereza. “Los días raros” es uno de los puntos álgidos del álbum, quizás el corte más rotundo, que culmina con un crescendo plagado de lirismo, redobles épicos de percusión y profusión de coros, cercano en intenciones a los canadienses Arcade Fire y sucedáneos.
Le siguen “Lo que te hace grande” y “En el río”: la primera, un medio tiempo que tras una escéptica primera escucha ha ido creciendo exponencialmente en cada nueva revisión hasta ganarme totalmente; la segunda, filtrada semanas antes como (idóneo) adelanto, es enérgica y terriblemente adictiva pese a una letra algo críptica. Una de las grandes carencias del grupo, en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, es la sensación de que la parte literaria de sus canciones es, en el fondo, un batiburrillo de palabras grandilocuentes y referencias culturetas sin demasiada coherencia. Para que luego digan de Bunbury...
“Baldosas amarillas” es la “Copenhague” (una de las composiciones más bonitas de “Un día en el mundo”) de “Mapas”. Ocupa también la cuarta pista del álbum y posee un doble estribillo que se queda grabado a fuego en la memoria y que, seguro, será coreado de forma entusiasta por el público en futuros shows en vivo.
“Boca en la tierra” es uno de los temas ya conocidos que la banda ha recuperado para darle una oportunidad en el estudio. El otro es “Maldita dulzura”, que desgraciadamente pierde parte de la fuerza que ya en directo la había convertido en una de mis composiciones favoritas de los vetustos. Se ha quedado fuera "Los buenos", otra canción que a mí personalmente me gusta mucho y que tendrá que esperar a una futura ocasión para ser grabada en condiciones en estudio.
“El hombre del saco” es el corte más inmediato del conjunto. Tiene ritmo, una percusión hipnótica y un estribillo altamente pegadizo, convirtiéndose en candidato perfecto para un futurible segundo single (el primero será, al parecer, “Lo que te hace grande”, cuyo vídeo-clip saldrá a la luz en breve). Sin duda, uno de mis momentos favoritos de "Mapas".
“Cenas ajenas” es la canción que más claramente me recuerda a Radiohead. Tanto, que incluso podríamos hablar de plagio; no de una melodía concreta, pero sí de un sonido absolutamente característico. Las guitarras alla Greenwood dirigen una composición donde el vocalista Pucho, al más puro estilo Thom Yorke, borda el falsete una vez más (su particular voz, que a nadie deja indiferente, es una de las marcas de identidad de la banda) y que da paso al tema titular del disco, un “Mapas” que mira sin disimulo a Interpol o Editors para convertirse en el equivalente a “La cuadratura del círculo” del nuevo disco.
El suave piano de “Canción de vuelta” equilibra el balance rápido-lento que casi a la misma altura de “Un día en el mundo” imponía “Año nuevo”, demostrando que ambos discos tienen una estructura muy semejante, minimizando la capacidad de sorpresa del oyente. La sensación general que a estas alturas planea sobre “Mapas” es que se trata de un “si-algo-no-está-roto-no-hay-necesidad-de-arreglarlo” respecto al álbum de debut. Sensación que “Escudo humano”, que juega sobre seguro con un estribillo pegadizo y un gran acompañamiento de percusión marca de la casa, no pretende discutir.
Y así llegamos al último corte, “Mi suerte”, otro cierre sosegado (como lo era “Al respirar”) que pone punto y final a un pepinazo de álbum que, no obstante, se ve ligeramente ensombrecido por la ¿injusta? pero ¿inevitable? comparación con su imbatible predecesor. “Un día en el mundo” puso el listón en la estratosfera. Un listón que “Mapas” defiende sin grandes sorpresas ni decepciones, quizás del modo menos valiente (el que no arriesga, el continuista) pero con indiscutible buen resultado. Ahora resta comprobar cómo lo trata el paso del tiempo, que es quien habitualmente concede a cada disco su merecido lugar en la trayectoria de una banda de rock. Yo, por lo de pronto, vuelvo a darle al play para regalarme otra feliz escucha.
La portada, eso sí, me parece más fea que pegarle a un padre con un calcetín sudado...
P.D.: el texto puesto en boca de Plasta no es de mi autoría. Lo escribió un comentarista de Jenesaispop, El hombre del antero, en esta entrada. Creo que define muy bien el espíritu crítico "objetivo" de mi mandril gafapasta...
inventarios de pánico..."
("El hombre del saco", Vetusta Morla)
-
Han querido los hados que este mes de mayo vean la luz las continuaciones de tres discos de sendos músicos/grupos españoles que me alegraron la vida en el año 2008. En los próximos días, si todo va bien, tendremos noticia de los nuevos trabajos de Extremoduro y Russian Red. La segunda se quedó fuera de mi top 10 musical de 2008 por muy poquito con su disco “I love your glasses”, mientras que Iniesta (Roberto, que no el dulce Andrés) y los suyos se quedaron a las puertas del número 1, por un pelo, con el admirable “La ley innata”.
“Un día en el mundo”, carta de presentación de la banda de rock madrileña Vetusta Morla, fue mi disco preferido aquel año. También fue uno de mis álbumes favoritos de la pasada década. Y luego, en perspectiva, uno de los mejores debuts de los que he tenido constancia y uno mis discos nacionales favoritos de todos los tiempos. Casi nada, vamos. Descubrí el grupo por recomendación de mi cousin Mike (que en realidad no se llama Mike, pero así son las cosas entre primos) cuando aún no habían dado el pelotazo, y me pasé los meses siguientes promoviendo el boca-oreja entre mis conocidos. En cierto modo, me siento un poco (aunque muy poco) partícipe del éxito que Vetusta Morla alcanzó a lo largo del año siguiente, recibiendo premios, elogios de la prensa especializada y las primeras críticas amargas por parte de la modernez hipster que los acusaba de vendidos y falsos indies (porque nadie debería aspirar a triunfar con su primer disco y renunciar así a una vida en la más desoladora pero atractivamente bohemia mendicidad...)
Tres conciertos, entre diciembre de 2008 y agosto de 2009, vinieron a confirmarme que el directo de Vetusta Morla era uno de los más precisos, entregados y divertidos del actual panorama musical patrio, y terminaron por consolidar el flechazo: me convertí en la groupie loca de una banda con sólo un LP, un puñado de demos y un EP ("Mira") en su haber. Sin duda, el segundo larga duración sería una durísima prueba de fuego, escrutada con lupa por público y crítica, que confirmaría a Vetusta Morla como “el grupo español que hay que escuchar” o lo hundiría en los lodos del efecto “el primero era mejor”. Mientras se gestaba, otros grupos intentaron cubrir el hueco dejado por los vetustos, buscando la aceptación del mismo nicho de mercado con fórmulas parecidas. Tal vez no sea lícito hablar de imitadores, teniendo en cuenta que precursores de Vetusta Morla como Standstill o Love of Lesbian ya mandaban en el indie rock nacional antes de la irrupción de los de Tres Cantos, pero sí parece claro que existe cierta tendencia musical que se ha visto fortalecida por el éxito de "Un día en el mundo" y a la que unos cuantos no han dudado en adherirse.
El esperadísimo (al menos por mí) segundo disco de Vetusta Morla ha tardado tres años en ver la luz. Para una formación que aún no está plenamente asentada tal vez sea una maniobra arriesgada, aunque parece poco tiempo si se compara con los nueve años que tardó en concretarse el primero. “Mapas” se hizo público el pasado 3 de mayo en la web oficial del grupo, donde puede escucharse en streaming al completo. A partir de mañana (día 6) estará a la venta en formato digital, mientras que la edición física aún tardará algo más en llegar a las tiendas. Una maniobra que los acerca a Radiohead casi tanto como su música, que sigue de cerca el sonido que Yorke, Greenwood y compañía esgrimían en sus primeros discos. Incluso tienen un miembro calvo al que sólo le falta una pegatina que diga "soy el Philip Selway de Vetusta Morla" pegada en la camisa (o quizás sea el observador de "Fringe"...)
“Mapas” se abre con la bellísima “Los días raros”, donde se hace patente la principal novedad en el sonido de la banda: se pierde la inmediatez que caracterizaba a “Un día en el mundo” para ganar en densidad sonora. Esto no es necesariamente bueno, pues precisamente una de las mayores virtudes del debut era su capacidad para enganchar a la primera a casi cualquier tipo de oyente, desde admiradores de Jeff Buckley hasta fans chillonas de Pereza. “Los días raros” es uno de los puntos álgidos del álbum, quizás el corte más rotundo, que culmina con un crescendo plagado de lirismo, redobles épicos de percusión y profusión de coros, cercano en intenciones a los canadienses Arcade Fire y sucedáneos.
Le siguen “Lo que te hace grande” y “En el río”: la primera, un medio tiempo que tras una escéptica primera escucha ha ido creciendo exponencialmente en cada nueva revisión hasta ganarme totalmente; la segunda, filtrada semanas antes como (idóneo) adelanto, es enérgica y terriblemente adictiva pese a una letra algo críptica. Una de las grandes carencias del grupo, en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, es la sensación de que la parte literaria de sus canciones es, en el fondo, un batiburrillo de palabras grandilocuentes y referencias culturetas sin demasiada coherencia. Para que luego digan de Bunbury...
“Baldosas amarillas” es la “Copenhague” (una de las composiciones más bonitas de “Un día en el mundo”) de “Mapas”. Ocupa también la cuarta pista del álbum y posee un doble estribillo que se queda grabado a fuego en la memoria y que, seguro, será coreado de forma entusiasta por el público en futuros shows en vivo.
“Boca en la tierra” es uno de los temas ya conocidos que la banda ha recuperado para darle una oportunidad en el estudio. El otro es “Maldita dulzura”, que desgraciadamente pierde parte de la fuerza que ya en directo la había convertido en una de mis composiciones favoritas de los vetustos. Se ha quedado fuera "Los buenos", otra canción que a mí personalmente me gusta mucho y que tendrá que esperar a una futura ocasión para ser grabada en condiciones en estudio.
“El hombre del saco” es el corte más inmediato del conjunto. Tiene ritmo, una percusión hipnótica y un estribillo altamente pegadizo, convirtiéndose en candidato perfecto para un futurible segundo single (el primero será, al parecer, “Lo que te hace grande”, cuyo vídeo-clip saldrá a la luz en breve). Sin duda, uno de mis momentos favoritos de "Mapas".
“Cenas ajenas” es la canción que más claramente me recuerda a Radiohead. Tanto, que incluso podríamos hablar de plagio; no de una melodía concreta, pero sí de un sonido absolutamente característico. Las guitarras alla Greenwood dirigen una composición donde el vocalista Pucho, al más puro estilo Thom Yorke, borda el falsete una vez más (su particular voz, que a nadie deja indiferente, es una de las marcas de identidad de la banda) y que da paso al tema titular del disco, un “Mapas” que mira sin disimulo a Interpol o Editors para convertirse en el equivalente a “La cuadratura del círculo” del nuevo disco.
El suave piano de “Canción de vuelta” equilibra el balance rápido-lento que casi a la misma altura de “Un día en el mundo” imponía “Año nuevo”, demostrando que ambos discos tienen una estructura muy semejante, minimizando la capacidad de sorpresa del oyente. La sensación general que a estas alturas planea sobre “Mapas” es que se trata de un “si-algo-no-está-roto-no-hay-necesidad-de-arreglarlo” respecto al álbum de debut. Sensación que “Escudo humano”, que juega sobre seguro con un estribillo pegadizo y un gran acompañamiento de percusión marca de la casa, no pretende discutir.
Y así llegamos al último corte, “Mi suerte”, otro cierre sosegado (como lo era “Al respirar”) que pone punto y final a un pepinazo de álbum que, no obstante, se ve ligeramente ensombrecido por la ¿injusta? pero ¿inevitable? comparación con su imbatible predecesor. “Un día en el mundo” puso el listón en la estratosfera. Un listón que “Mapas” defiende sin grandes sorpresas ni decepciones, quizás del modo menos valiente (el que no arriesga, el continuista) pero con indiscutible buen resultado. Ahora resta comprobar cómo lo trata el paso del tiempo, que es quien habitualmente concede a cada disco su merecido lugar en la trayectoria de una banda de rock. Yo, por lo de pronto, vuelvo a darle al play para regalarme otra feliz escucha.
La portada, eso sí, me parece más fea que pegarle a un padre con un calcetín sudado...
P.D.: el texto puesto en boca de Plasta no es de mi autoría. Lo escribió un comentarista de Jenesaispop, El hombre del antero, en esta entrada. Creo que define muy bien el espíritu crítico "objetivo" de mi mandril gafapasta...
martes, mayo 03, 2011
"If I had a hammer..."
“...
I'd hammer in the morning
I'd hammer in the evening
All over this land
I'd hammer out danger
I'd hammer out a warning
I'd hammer out love between my brothers and my sisters
All over this land
(...)”
[“If I had a hammer”, preferiblemente en la versión de Peter, Paul & Mary, que es la que más se escuchaba en mi casa cuando yo era pequeño.]
-
Las altas expectativas suelen jugarme malas pasadas. Esperando demasiado de una película, un tebeo o un disco, normalmente acabo dándome de bruces con una mediocridad que pone de manifiesto lo mucho que mi ilusión suele superar a las previsiones más realistas. Supongo que soy optimista por naturaleza, y que siempre espero que el resultado final de un proyecto esté a la altura de mis esperanzas. Rara vez ocurre lo contrario (que no esperándome absolutamente nada, una obra me sorprenda positivamente), pero cuando ocurre soy el primero en agradecerlo.
Del “Thor” de Kenneth Branagh, adaptación a la gran pantalla de las andanzas del super-héroe de Marvel Comics creado por Stan Lee y Jack Kirby, servidor se esperaba lo peor. La vi casi por obligación autoimpuesta: la división cinematográfica de Marvel está desplegando un enorme fresco super-heroico, presentando a sus buques insignia en aventuras individuales (“Iron Man”, “El increíble Hulk”, “Iron Man 2”, ahora “Thor” y en unos meses el “Capitán América”) de cara a reunirlos en 2012 en una super-producción que se pretende definitiva, escrita y dirigida por Joss Whedon: “Los Vengadores”. Habiendo visto las precedentes y siendo muy consciente de que en su momento pasaré por caja para ver las venideras, este “Thor” se postulaba como cita ineludible, aunque fuera sólo por una mera cuestión de continuidad. También, qué demonios, porque siento demasiado cariño por el universo Marvel en general y por su vertiente nórdico-asgardiana en particular como para plantearme el esperar al estreno en DVD. Y además porque ahora mismo no hay mucho que ver en la cartelera...
Total, que aprovechando la visita de J. (mayúscula) a Madrid este último fin de semana, ambos nos fuimos al estreno de “Thor” con el nivel de exigencia al mínimo y unas sanas ganas de desconectar el telencéfalo durante un par de horas.
El argumento de la cinta es terriblemente simple, lineal y predecible: Thor (hipertrofiado Chris Hemsworth, cumplidor en lo dramático), hijo de Odín (alimenticio Antohony Hopkins), es un arrogante príncipe con un hambre insaciable de gloria y destrucción. Aconsejado por su maquiavélico hermano Loki (Tom Hiddlestone, algo sosainas para un rol que le viene grande) y haciendo caso omiso de las órdenes dadas por su padre, provocará un conflicto entre su pueblo, los asgardianos, y los gigantes de hielo del reino de Jotunheim. Como castigo, su padre lo desterrará a Midgard (el nombre con el que los habitantes de Asgard se refieren a la Tierra) y lo desposeerá de la fuente de todos sus poderes: el martillo Mjolnir. Una vez en la Tierra, conocerá a la astrofísica Jane Foster, encarnada por Natalie Portman (la típica suerte asgardiana, ya sabéis), que le ayudará (entre otros favores de diversa índole) a recuperar su prodigioso martillo, también arrojado a la Tierra por Odín.
A decir verdad, no hay ninguna sorpresa especialmente destacable en el argumento de la cinta. Su desarrollo, cortado por el patrón que la propia Marvel ha establecido para sus películas-franquicia, no admite sobresaltos ni giros inesperados, incidiendo además en ese sentido del humor algo naïf (aunque bastante resultón) que ya alegraba las aventuras de Tony Stark en la saga “Iron Man”.
El diseño de producción es rematadamente hortera, las escenas de acción no están todo lo bien planificadas que debieran (a saber: montaje atropellado, planos breves y mucho desenfoque de movimiento que impide saber quién está haciendo qué a quién) y los efectos especiales son todo lo decentes que uno esperaría a estas alturas de un blockbuster primaveral. El casting tiene tantos aciertos (Hopkins, Hemsworth o el ascendente Idris “Stringer Bell” Elba como un "sobrebronceado" Heimdall) como flaquezas (ni Jaimie Alexander ni Ray Stevenson recuerdan lo más mínimo a la Lady Sif y el voluminoso Volstagg de la versión en viñetas) y los guiños frikis son los justos para propiciar la complicidad de los conocedores del comic sin perder la atención del espectador lego en la materia. Ni siquiera la presencia del shakespeariano Kenneth Branagh tras las cámaras salva al conjunto del estilo despersonalizado que ya empequeñecía las cintas firmadas por Jon Favreau (las dos de “Iron Man”) o Louis Leterrier (“El increíble Hulk”). Es bastante probable que tampoco “Capitán América”, cuya dirección recae en Joe Johnston (“Rocketeer”, “Jumanji”, “El hombre lobo”), vaya a resultar un prodigio de personalidad autoral (por lo de ahora, ese privilegio parece reservado exclusivamente a Christopher Nolan).
Pero, ¡sorpresa!, “Thor” me ha parecido una película la mar de entretenida. En un sentido absolutamente kitsch, camp e infantiloide, sí, pero entretenida al fin y al cabo. Posiblemente no me habría divertido ni la cuarta parte si sus protagonistas no fuesen los mismos que los de “La saga de Surtur” guionizada e ilustrada por Walt Simonson a mediados de los 80, o los del introspectivo “Loki” que Robert Rodi escribió para los pinceles de Esad Ribic en el ya-no-tan-cercano año 2004. El cariño a los personajes del comic pesa lo suyo, y no me atrevo a aventurar cuál sería mi opinión sobre “Thor” si el Dios del Trueno y su corte mitológica no formaran parte desde hace tanto tiempo de mi particular imaginario personal. Tómese esta reseña, pues, como la más subjetiva de las opiniones.
Con todo, creo que “Thor” resultará interesante para los seguidores del original viñetístico, para los niños que sueñen despiertos con tener un martillo mágico mata-gigantes y para todos aquellos adultos indulgentes que aún recuerden con cariño los días en que también ellos eran niños borrachos de imaginación... Al resto, en el mejor de los casos, les dejará absolutamente indiferentes.
Un último detalle: como ya viene siendo habitual en las películas del estudio Marvel, tras los créditos finales hay una pequeña escena adicional que prepara el terreno para los acontecimientos que tendrán lugar en nuevas entregas fílmicas de este universo super-heroico. Advertidos quedáis.
I'd hammer in the morning
I'd hammer in the evening
All over this land
I'd hammer out danger
I'd hammer out a warning
I'd hammer out love between my brothers and my sisters
All over this land
(...)”
[“If I had a hammer”, preferiblemente en la versión de Peter, Paul & Mary, que es la que más se escuchaba en mi casa cuando yo era pequeño.]
-
Las altas expectativas suelen jugarme malas pasadas. Esperando demasiado de una película, un tebeo o un disco, normalmente acabo dándome de bruces con una mediocridad que pone de manifiesto lo mucho que mi ilusión suele superar a las previsiones más realistas. Supongo que soy optimista por naturaleza, y que siempre espero que el resultado final de un proyecto esté a la altura de mis esperanzas. Rara vez ocurre lo contrario (que no esperándome absolutamente nada, una obra me sorprenda positivamente), pero cuando ocurre soy el primero en agradecerlo.
Del “Thor” de Kenneth Branagh, adaptación a la gran pantalla de las andanzas del super-héroe de Marvel Comics creado por Stan Lee y Jack Kirby, servidor se esperaba lo peor. La vi casi por obligación autoimpuesta: la división cinematográfica de Marvel está desplegando un enorme fresco super-heroico, presentando a sus buques insignia en aventuras individuales (“Iron Man”, “El increíble Hulk”, “Iron Man 2”, ahora “Thor” y en unos meses el “Capitán América”) de cara a reunirlos en 2012 en una super-producción que se pretende definitiva, escrita y dirigida por Joss Whedon: “Los Vengadores”. Habiendo visto las precedentes y siendo muy consciente de que en su momento pasaré por caja para ver las venideras, este “Thor” se postulaba como cita ineludible, aunque fuera sólo por una mera cuestión de continuidad. También, qué demonios, porque siento demasiado cariño por el universo Marvel en general y por su vertiente nórdico-asgardiana en particular como para plantearme el esperar al estreno en DVD. Y además porque ahora mismo no hay mucho que ver en la cartelera...
Total, que aprovechando la visita de J. (mayúscula) a Madrid este último fin de semana, ambos nos fuimos al estreno de “Thor” con el nivel de exigencia al mínimo y unas sanas ganas de desconectar el telencéfalo durante un par de horas.
El argumento de la cinta es terriblemente simple, lineal y predecible: Thor (hipertrofiado Chris Hemsworth, cumplidor en lo dramático), hijo de Odín (alimenticio Antohony Hopkins), es un arrogante príncipe con un hambre insaciable de gloria y destrucción. Aconsejado por su maquiavélico hermano Loki (Tom Hiddlestone, algo sosainas para un rol que le viene grande) y haciendo caso omiso de las órdenes dadas por su padre, provocará un conflicto entre su pueblo, los asgardianos, y los gigantes de hielo del reino de Jotunheim. Como castigo, su padre lo desterrará a Midgard (el nombre con el que los habitantes de Asgard se refieren a la Tierra) y lo desposeerá de la fuente de todos sus poderes: el martillo Mjolnir. Una vez en la Tierra, conocerá a la astrofísica Jane Foster, encarnada por Natalie Portman (la típica suerte asgardiana, ya sabéis), que le ayudará (entre otros favores de diversa índole) a recuperar su prodigioso martillo, también arrojado a la Tierra por Odín.
A decir verdad, no hay ninguna sorpresa especialmente destacable en el argumento de la cinta. Su desarrollo, cortado por el patrón que la propia Marvel ha establecido para sus películas-franquicia, no admite sobresaltos ni giros inesperados, incidiendo además en ese sentido del humor algo naïf (aunque bastante resultón) que ya alegraba las aventuras de Tony Stark en la saga “Iron Man”.
El diseño de producción es rematadamente hortera, las escenas de acción no están todo lo bien planificadas que debieran (a saber: montaje atropellado, planos breves y mucho desenfoque de movimiento que impide saber quién está haciendo qué a quién) y los efectos especiales son todo lo decentes que uno esperaría a estas alturas de un blockbuster primaveral. El casting tiene tantos aciertos (Hopkins, Hemsworth o el ascendente Idris “Stringer Bell” Elba como un "sobrebronceado" Heimdall) como flaquezas (ni Jaimie Alexander ni Ray Stevenson recuerdan lo más mínimo a la Lady Sif y el voluminoso Volstagg de la versión en viñetas) y los guiños frikis son los justos para propiciar la complicidad de los conocedores del comic sin perder la atención del espectador lego en la materia. Ni siquiera la presencia del shakespeariano Kenneth Branagh tras las cámaras salva al conjunto del estilo despersonalizado que ya empequeñecía las cintas firmadas por Jon Favreau (las dos de “Iron Man”) o Louis Leterrier (“El increíble Hulk”). Es bastante probable que tampoco “Capitán América”, cuya dirección recae en Joe Johnston (“Rocketeer”, “Jumanji”, “El hombre lobo”), vaya a resultar un prodigio de personalidad autoral (por lo de ahora, ese privilegio parece reservado exclusivamente a Christopher Nolan).
Pero, ¡sorpresa!, “Thor” me ha parecido una película la mar de entretenida. En un sentido absolutamente kitsch, camp e infantiloide, sí, pero entretenida al fin y al cabo. Posiblemente no me habría divertido ni la cuarta parte si sus protagonistas no fuesen los mismos que los de “La saga de Surtur” guionizada e ilustrada por Walt Simonson a mediados de los 80, o los del introspectivo “Loki” que Robert Rodi escribió para los pinceles de Esad Ribic en el ya-no-tan-cercano año 2004. El cariño a los personajes del comic pesa lo suyo, y no me atrevo a aventurar cuál sería mi opinión sobre “Thor” si el Dios del Trueno y su corte mitológica no formaran parte desde hace tanto tiempo de mi particular imaginario personal. Tómese esta reseña, pues, como la más subjetiva de las opiniones.
Con todo, creo que “Thor” resultará interesante para los seguidores del original viñetístico, para los niños que sueñen despiertos con tener un martillo mágico mata-gigantes y para todos aquellos adultos indulgentes que aún recuerden con cariño los días en que también ellos eran niños borrachos de imaginación... Al resto, en el mejor de los casos, les dejará absolutamente indiferentes.
Un último detalle: como ya viene siendo habitual en las películas del estudio Marvel, tras los créditos finales hay una pequeña escena adicional que prepara el terreno para los acontecimientos que tendrán lugar en nuevas entregas fílmicas de este universo super-heroico. Advertidos quedáis.
lunes, mayo 02, 2011
Vidas fugaces a la orilla del mar
Con cierto retraso, pues fue publicado en nuestro país a finales de 2010, tuve la oportunidad de disfrutar durante la semana santa, en mis breves vacaciones por tierras gallegas, de “Castillo de arena”, tebeo firmado por uno de mis dibujantes actuales favoritos, el suizo Frederik Peeters, en colaboración con el cineasta francés Pierre Oscar Lévy.
Peeters, que ya ha cultivado con éxito el género autobiográfico (“Píldoras azules”), la space-opera (“Lupus”), el policiaco (“RG”), la fantasía infantil (“Koma”) y el misterio surrealista (“Paquidermo”), afronta en “Castillo de arena” un relato de ¿ciencia-ficción? más preocupado por la lectura filosófica del fenómeno fantástico que por ofrecer una explicación coherente al planteamiento que sirve de punto de partida a la narración.
En esta ocasión, el argumento presenta a varios personajes que acuden un domingo a la playa para disfrutar de un día de sol y mar. Una vez allí, sin motivo aparente, su ritmo de envejecimiento se verá súbitamente acelerado, aumentando vertiginosamente su edad a cada hora transcurrida. Mientras teorizan acerca de las causas de tan extraordinario y aterrador fenómeno, deberán hacer frente al hecho de que, si nada pone freno a la situación, todos ellos vivirán lo que les resta de vida antes del próximo amanecer.
En “Castillo de arena”, Peeters y Lévy de desentienden totalmente de ese lector ávido de respuestas fantacientíficas y dirigen sus intenciones hacia ese otro más pendiente del factor emocional y sociológico. “Castillo de arena” es una pequeña fábula, algo obvia, sobre la fugacidad de la vida y la necesidad de experimentarla plenamente. Todos morimos más tarde o más temprano y morir es la parte fácil, parecen querer decirnos los autores. Lo realmente difícil es vivir.
Pese a lo anecdótico del resultado final, “Castillo de arena” encuentra su justo tono y su mejor virtud en el trazo inigualable de Peeters, que una vez más ofrece una lección magistral de narrativa, expresividad, ritmo y composición de página. Sé que me repito (porque ya lo he dicho unas cuantas veces en este mismo blog), pero no me cabe la menor duda de que el suizo es uno de los mejores dibujantes de comic del mundo hoy por hoy, tanto en color como en el blanco y negro que engalana las páginas de este nuevo álbum, estupendamente editado por la gente de Astiberri.
Tal vez “Castillo de arena” no sea uno de sus mejores trabajos (la comparación con sus “obras mayores” es sumamente injusta), pero incluso en los momentos menos brillantes de este autor (que serían inalcanzables para muchos otros profesionales consagrados), siempre es una alegría poder disfrutar de su buen hacer artístico, y más si éste está a disposición de un argumento sugerente capaz de hacernos reflexionar acerca del auténtico valor del tiempo que se nos ha regalado en este mundo.
Peeters, que ya ha cultivado con éxito el género autobiográfico (“Píldoras azules”), la space-opera (“Lupus”), el policiaco (“RG”), la fantasía infantil (“Koma”) y el misterio surrealista (“Paquidermo”), afronta en “Castillo de arena” un relato de ¿ciencia-ficción? más preocupado por la lectura filosófica del fenómeno fantástico que por ofrecer una explicación coherente al planteamiento que sirve de punto de partida a la narración.
En esta ocasión, el argumento presenta a varios personajes que acuden un domingo a la playa para disfrutar de un día de sol y mar. Una vez allí, sin motivo aparente, su ritmo de envejecimiento se verá súbitamente acelerado, aumentando vertiginosamente su edad a cada hora transcurrida. Mientras teorizan acerca de las causas de tan extraordinario y aterrador fenómeno, deberán hacer frente al hecho de que, si nada pone freno a la situación, todos ellos vivirán lo que les resta de vida antes del próximo amanecer.
En “Castillo de arena”, Peeters y Lévy de desentienden totalmente de ese lector ávido de respuestas fantacientíficas y dirigen sus intenciones hacia ese otro más pendiente del factor emocional y sociológico. “Castillo de arena” es una pequeña fábula, algo obvia, sobre la fugacidad de la vida y la necesidad de experimentarla plenamente. Todos morimos más tarde o más temprano y morir es la parte fácil, parecen querer decirnos los autores. Lo realmente difícil es vivir.
Pese a lo anecdótico del resultado final, “Castillo de arena” encuentra su justo tono y su mejor virtud en el trazo inigualable de Peeters, que una vez más ofrece una lección magistral de narrativa, expresividad, ritmo y composición de página. Sé que me repito (porque ya lo he dicho unas cuantas veces en este mismo blog), pero no me cabe la menor duda de que el suizo es uno de los mejores dibujantes de comic del mundo hoy por hoy, tanto en color como en el blanco y negro que engalana las páginas de este nuevo álbum, estupendamente editado por la gente de Astiberri.
Tal vez “Castillo de arena” no sea uno de sus mejores trabajos (la comparación con sus “obras mayores” es sumamente injusta), pero incluso en los momentos menos brillantes de este autor (que serían inalcanzables para muchos otros profesionales consagrados), siempre es una alegría poder disfrutar de su buen hacer artístico, y más si éste está a disposición de un argumento sugerente capaz de hacernos reflexionar acerca del auténtico valor del tiempo que se nos ha regalado en este mundo.
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