jueves, agosto 29, 2013

Monarquía neolítica

Fuimos muchos los que conocimos a Queens of the Stone Age gracias a la labor radiofónica del disc-jockey Hector Bonifacio Echevarría Cervantes de la Cruz Arroyo Rojas. “Songs for the deaf”, disco imprescindible de la pasada década, puso en el mapa musical al grupo fundado por el guitarrista Josh Homme tras su marcha de la formación Kyuss. Con el tiempo, lo que empezó como un intento de alejarse del stoner rock acabaría mutando hasta lo inclasificable (rock alternativo, lo llaman) en un proyecto tan ecléctico como, pese a todo, reconocible. Una suerte de cajón de sastre en el que al riff más salvaje podía sucederle un tema descaradamente pop sin solución de continuidad. A “Songs for the deaf” le habían precedido un homónimo LP inaugural y el admirable “Rated R”, y le seguirían los más experimentales “Lullabies to Paralyze” y “Era Vulgaris”. Entre este último y “…Like Clockwork” han pasado nada menos que seis años, tiempo suficiente para que la banda se haya convertido en una institución para sus hambrientos fans, y para que Homme haya tenido tiempo de cocinar diez nuevos temas (el tracklist más corto en un disco de Queens of the Stone Age hasta la fecha) que despertasen toda clase de desmedidas expectativas. Expectativas que, hasta cierto punto, parecen haberse satisfecho.
 

Al igual que en anteriores trabajos del grupo, la lista de invitados en “…Like Clockwork” es de las que quitan el hipo: Mark Lanegan (actualmente puliendo su inminente álbum de versiones, y a estas alturas casi un miembro de Queens of the Stone Age por derecho propio), Trent Reznor (padre, hijo y espíritu santo en Nine Inch Nails, también con disco a la vuelta de la esquina), Dave Grohl (baterista de Nirvana, fundador de los incombustibles Foo Fighters y compañero de Homme en el super-grupo Them Crooked Vultures), Alex Turner (líder de los Arctic Monkeys, otros que también publican nuevo trabajo en unas semanas), Jake Shears (vocalista de las Scissor Sisters) o el mismísimo Sir Elton John (quien declaró que lo único que le faltaba a la banda era una auténtica reina como él) se pasean por el sexto LP de los californianos aportando su granito de arena sin ensombrecer nunca el protagonismo del pelirrojo Homme.


 “…Like Clockwork” es con toda probabilidad el disco más convencional de Queens of the Stone Age. Pero, precisamente por ello, posiblemente sea también el más equilibrado y asequible para todo tipo de públicos, sin rechazar las señas de identidad que han hecho de la banda una referencia dentro del rock internacional. En los 45 minutos de “…Like Clockwork” no hay espacio para boutades como “Six Shooters”  o miniaturas como “Quick and to the pointless”. Han desaparecido el humor macarra, la lírica petarda y aquella esquizofrenia que hacía de “Songs for the deaf” un adorable collage de excentricidades, y se han instalado los medios tiempos, las baladas y las letras con trasfondo existencial. Un disco de madurez, que dirían algunos. Otros, echando de menos el “sexo, drogas y rock’n’roll” de tiempos pasados, pensarán que Homme se ha vuelto un blando y un aburrido.


A mí “…Like Clockwork” me ganó desde la primera escucha hace más de cuatro meses y, pese a la ausencia de singles más o menos evidentes (con la excepción del melocotonazo “My god is the sun”), desde entonces no ha hecho sino confirmarse como mi álbum preferido de la banda y uno de mis discos favoritos del 2013, en dura pugna por el oro con el espléndido “The Next Day” de David Bowie.

martes, agosto 20, 2013

Los exoesqueletos son para el verano

En el siglo XXII, la humanidad vive dividida entre la Tierra, campamento de chabolas de escala planetaria, y Elysium, una mega-construcción orbital situada a miles de kilómetros en el espacio y reservada a las clases pudientes. Cuando Max, obrero en una fábrica de robots, se vea accidentalmente expuesto a una dosis mortal de radiación, intentará por todos los medios (exoesqueleto de combate mediante) entrar ilegalmente en Elysium, paraíso sanitario donde todas las enfermedades tienen cura.


Ésta es, grosso modo, la sinopsis de “Elysium”, segundo largometraje del realizador Neill Blomkamp, quien fuera recibido como una de las mayores promesas del cine fantástico actual gracias a su previa “District 9”, brillante alegoría alienígena sobre el apartheid. Resulta curioso leer ahora la reseña que en su día dediqué a la ópera prima de Blomkamp, pues todos los posibles errores que aquélla fintaba para constituirse en una película valiente y carismática, “Elysium” los comete uno tras otro hasta echar por tierra lo que podría haber sido un interesantísimo film de ciencia-ficción con tintes sociales.


No es que la idea de una ciudad en las alturas, situada sobre un vertedero gigante y destinada a la aristocracia económica, sea especialmente original (si no estás pensando en “Gunnm / Alita: ángel de combate” de Yukito Kishiro es que no has leído/visto suficiente manga/anime), pero su evidente lectura sociológica se merecía un desarrollo acorde con la (supuesta) profundidad del planteamiento. Y más viniendo de un director que ya había demostrado que se podía hacer algo parecido de modo satisfactorio y con un presupuesto muy inferior. El problema, o uno de ellos, es que cuanto mayor sea la inversión económica en la producción de una película, más concesiones debe hacer su guión al gran público, ese ente indeterminado (¿soy yo “gran público”? ¿lo eres tú?) que prefiere lo fácil, lo irreflexivo, lo tonto, antes que el compromiso, lo autoral, los cojones.


Decía en aquella entrada, hace cuatro años, que “si el guión de “District 9” hubiese caído en malas manos (la maquinaria hollywoodiense, básicamente) tendríamos a Will Smith (o peor, Tom Cruise) protagonizando una cinta apta para mayores de 7 años (por eso de hacer taquilla), prácticamente exenta de humor negro (gracietas a lo “Men in black” y poco más) y con un final redentor en el que el muy comprensivo presidente negro de los EE.UU. (me valen tanto Morgan Freeman como Danny Glover) cerraría el Distrito 9 para que el tribunal de La Haya juzgase a sus responsables por crímenes contra la no-humanidad.” Vista “Elysium”, esas palabras resuenan casi como una premonición.


La estrella de la función es aquí Matt Damon (¡Matt Damon!), actor mediocre por el que siento simpatía tras la estupenda trilogía de Bourne, reducido para la ocasión al tópico de héroe-global-a-su-pesar que suele acompañar a los mencionados Smith y Cruise, y que dice mucho del tipo de película ante el que nos encontramos. Le acompañan en el reparto una desaprovechada Jodie Foster ejerciendo de villana-burócrata-aleatoria (cansados no, lo siguiente, de ver malos cortados por ese patrón) y un esforzado Sharlto Copley, actor fetiche de Blomkamp, como sociópata-cacho-de-carne con el que el protagonista pueda curtirse en los minutos finales. Diego Luna es el amigo-del-chico-con-los-días-contados y Alice Braga su amor-imposible-que-inspire-redención. El ratio de clichés por minuto se dispara a medida que “Elysium” se aproxima a sus compases finales, y sólo se ve superado por los disparates de un libreto que hace de la casualidad más inverosímil su principal herramienta de construcción.


El tercio final de la nueva película de Blomkamp es tan blando, tan mainstream y tan descafeinado que uno prácticamente se olvida de las evidentes virtudes del film: una dirección sólida, un vistoso diseño de producción, unos efectos especiales alucinantes y un ritmo frenético que te tiene con los ojos pegados a la pantalla durante las casi dos horas de proyección. Persisten incluso algunos destellos de ese sano “verhoevenismo” (de Verhoeven, Paul) en la chatarrera imaginería visual y en el retrato, bastante explícito, de la violencia. Pero es un fugaz espejismo que apenas le distrae a uno de la frustración constante de estar viendo una película que aspiraba a las grandes ligas del cine fantástico con mensaje y que se queda, por cobarde, comercial y complaciente, en una decepcionante tierra de nadie.

Neill Blomkamp, tú antes molabas.

domingo, agosto 18, 2013

Lección de anatomía política

“El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago”.

Woody Allen


Uno de los principales síntomas (y a la vez consecuencias) del ascenso del medio catódico al trono audiovisual que tradicionalmente había venido ocupando el cine es la apuesta por parte de muchos actores de prestigio por papeles protagonistas en producciones para la pequeña pantalla. A casos paradigmáticos como los de Gabriel Byrne en “En terapia”, Ron Perlman en “Sons of Anarchy”, Jessica Lange en “American Horror Story” o Jeff Daniels en “The Newsroom” se une ahora el del doblemente oscarizado Kevin Spacey en la serie estandarte de la plataforma Netflix, “House of Cards”.


Tras triunfar en los años 90 con sus aportaciones a títulos fundamentales como “Sospechosos habituales”, “Seven”, “L.A. Confidential”, “Medianoche en el jardín del bien y del mal” o “American Beauty” y alcanzar un status privilegiado dentro del star system hollywoodiense, durante la década de los 2000 el nombre de Kevin Spacey fue paulatinamente desapareciendo de los carteles de las producciones más destacadas. Por suerte, “House of Cards” viene a demostrar que Spacey mantiene intacto su talento interpretativo, sirviéndole en bandeja un personaje complejo y atractivo: el maquiavélico congresista estadounidense Francis Underwood.


La versión 2013 de “House of Cards” es el remake norteamericano de la miniserie británica del mismo nombre emitida en 1990 por la BBC, que a su vez adaptaba la novela de Michael Dobbs. Cambiando el parlamento londinense por el epicentro político de Washington, “House of Cards” sigue de cerca las oscuras maquinaciones de Underwood y de su esposa Claire (Robin Wright: elegantísima, contenida, sublime), responsable de una ONG dedicada a la excavación de pozos de agua en países subdesarrollados. Como quien “juega a los tronos” en “el ala oeste de la Casa Blanca”, Underwood utilizará cualquier medio y a cualquier persona, aliados o rivales, con el fin de alcanzar los objetivos marcados en su agenda secreta. En su camino se cruzarán la joven y ambiciosa periodista Zoe Barnes (Kate Mara, vista en la primera temporada de “American Horror Story” y hermana de la última Lisbeth Salander, Rooney Mara) y el congresista Peter Russo (Corey Stoll, muy lejos del Ernest Hemingway al que daba vida en “Midnight in Paris”), cuya carrera política podría terminar ahogada entre escándalos y alcohol.


Con éstas y otras piezas (la jefa de personal de la Casa Blanca Linda Vasquez, el vicepresidente Jim Matthews, el taimado representante de la industria del gas Remy Danton y el mismísimo presidente de los EE.UU.), Underwood jugará su particular partida de ajedrez, cuyo premio sólo parece claro para el propio Underwood y para su confidente y mano derecha Doug Stamper (Michael Kelly, secundario en la reciente “El hombre de acero”).


Produce la serie, entre otros, mi admirado David Fincher, quien dirige además los dos primeros capítulos, imponiendo su libro de estilo al resto de realizadores que tomarán el relevo en posteriores entregas (y entre los que se encuentra, para mi sorpresa, el peor enemigo de Batman: Joel Schumacher). Los milimétricos movimientos de cámara, el montaje preciso y la fotografía en tonos fríos que caracterizan los últimos trabajos del realizador de "La red social" definen el aspecto visual y el estilo narrativo de los trece episodios de que consta "House of Cards". Habrá quien la acuse de lentitud por ser una serie basada en la descripción de personajes y en los diálogos audaces, pero el ritmo es siempre brioso y cada capítulo se devora en un suspiro. Está claro que no es una serie que haga excesivas concesiones al espectador, pero eso estaría en las antípodas de sus intenciones más elementales.


Con todo, uno de los mayores aciertos de “House of Cards” es el hecho de que Underwood rompa constantemente la cuarta pared y hable directamente al espectador mirando a cámara, al más puro estilo Alvy Singer (“Annie Hall”) o Robert Gordon (“Alta fidelidad”). Es un recurso arriesgado, pues reduce la sensación de realismo del show, pero en este caso sirve para un doble propósito: el primero, permitirnos conocer los pensamientos íntimos de Underwood y así lograr una suerte de complicidad/admiración hacia tan cuestionable personaje; el segundo, conseguir el efecto de estar presenciando una clase magistral de manipulación política impartida por un catedrático en la materia.


Al fin y al cabo, eso es en mayor o menor medida “House of Cards”: la misma telaraña de favores, chantajes, mentiras y extorsiones que vemos a diario en las noticias. Con la diferencia, nada sutil, de que “House of Cards” es irónica, elegante y refinada. Ya podían nuestros corruptos aprender de Francis Underwood: seguirían dándonos por el culo, pero al menos lo harían con clase.

miércoles, agosto 14, 2013

怪獣総進撃

Cuando tenía 6 ó 7 años, la cadena autonómica gallega de televisión (la TVG o, como cariñosamente la llamamos en el fogar de Breogán, “telegaita”) emitió una película titulada “A invasión dos monstruos” (“Invasión extraterrestre” en castellano). Mi padre, sabedor de las filias fantásticas de sus hijos, la grabó en una cinta VHS para que J. (mayúscula) y yo pudiésemos verla tantas veces como quisiéramos. El film presentaba a la plana mayor de monstruos gigantes nipones, capitaneados por el icónico Godzilla, enzarzados en una lucha contra la humanidad, contra una raza alienígena que pretendía conquistar la Tierra y (ya de paso) entre ellos mismos. Hace décadas que no la veo, pero en su día me hizo inmensamente feliz y, por consiguiente, guardo un estupendo recuerdo de ella. Sin embargo a día de hoy, recién cruzado el Rubicón de la treintena, existen dos poderosas razones para no revisionarla:

1) Que posiblemente haya envejecido fatal.

2) Que ahora existe algo llamado "Pacific Rim".

 

La nueva cinta de Guillermo del Toro, realizador con aureola de culto capaz de imprimir su personal sello de autor al más comercial de los proyectos, es una celebración en toda regla de una tradición cinematográfica tan particular como es el cine japonés de monstruos (denominado kaijû eiga), hibridado con los conceptos más asentados del anime de mechas: robots de combate dirigidos por pilotos humanos.


El planteamiento de la película, explicado a bocajarro en los cinco primeros minutos de metraje a través de la voz en off de uno de sus personajes, presenta un futuro inminente en el que una raza de invasores de otro mundo abre una brecha interdimensional en las profundidades del océano Pacífico a través de la cual enviar gigantescas bestias lovecraftianas para azote de las principales ciudades del planeta. En sus esfuerzos por repeler a estos kaijus (“monstruos”, en japonés), las naciones de la Tierra se unirán (ya lo decía Adrian Veidt…) en la fabricación de unos mega-titanes metálicos denominados EVAs jaegers (“cazadores”, en alemán). Para pilotar cada uno de estos robots será necesaria la unión de dos mentes humanas coordinadas, pues el vínculo psíquico con el jaeger es demasiado intenso para que un solo piloto pueda dirigirlo sin que se le fría el cerebro en el proceso.


Pero que nadie se lleve a engaño: “Pacific Rim” no es una película protagonizada por humanos que pilotan robots, sino que los auténticos protagonistas son los jaegers, y los humanos que los conducen no son más que el nexo necesario entre invasores tentaculares y engendros mecánicos para establecer un contexto/excusa en que ambos puedan zurrarse de lo lindo. De ahí que, aunque cumplidor, el elenco actoral resulte puramente anecdótico, a excepción de ese dechado de carisma y presencia que es Idris “Stringer Bell” Elba, y de la agradecida aparición de Ron Perlman, actor fetiche del director de “Hellboy”. Charlie Hunnam (a años luz del Jax Teller de “Sons of Anarchy”) y Rinko Kikuchi (descubierta para el mercado internacional en “Babel” de Alejandro González Iñarritu) apenas ofrecen la imagen estereotipada de los clásicos héroes shonen: jóvenes, guapos y más planos que el papel higiénico. Charlie Day y Burn Gorman ponen la nota geek (en una película que ya es una orgía geek per se) encarnando a dos científicos locos al servicio de la más delirante ciencia-ficción, y cierto amiguete autóctono se reserva un cameo que no pasará de la nota a pie de página.


Lo dicho: en “Pacific Rim” los robots y los monstruos son las estrellas de la función. De ahí, por supuesto, el evidente mimo con el que éstos han sido diseñados. Cada jaeger y cada kaiju emanan una personalidad propia a través de su fascinante aspecto visual y de su particular forma de moverse, y contemplarlos repartiendo estopa en pantalla es un placer estético que le acelera a uno el corazón, le desencaja la mandíbula y le retrotrae a sus días de infancia, jugando con sus muñecos articulados favoritos y viendo por enésima vez cómo Godzilla le lee la cartilla a King Ghidorah en los compases finales de “A invasión dos monstruos”.


Esa sensibilidad puramente lúdica, esa locura mágica que sólo puede contemplarse a través de los ojos de un niño (aunque sea uno de cuarenta y tantos años como el propio del Toro, o uno de treinta como un servidor), es lo que eleva a “Pacific Rim” por encima de sus innegables carencias dramáticas. Carencias que, por otro lado, el propio film se pasa por el forro sin contemplaciones. También yo: no le añadiría ni un solo segundo más de diálogo e introspección a “Pacific Rim” si ello supusiese robárselo a cualquiera de las colosales batallas entre kaijus y jaegers, auténtica razón de ser de una película vibrante, técnicamente soberbia y con un diseño de producción que se merece todas las alabanzas posibles. Para el abajo firmante, estamos ante la mejor película en la filmografía de Guillermo del Toro, y ante una cinta paradigmática de lo que el cine-espectáculo debería ser: un puñetazo de cincuenta megatones de diversión.

lunes, agosto 12, 2013

Blockbuster Z

En la era de la falta de ideas cinematográficas, donde la inmensa mayoría de las películas con vocación comercial son adaptaciones de a) comics (conocidos o rotundamente desconocidos, incluso para aquéllos que leemos comics), b) juguetes y c) sagas literarias juveniles, cualquier temática que se ponga súbitamente de moda corre el riesgo de ser inmediatamente asimilada por la maquinaria de producción hollywoodiense.

¿Qué los niños mago funcionan? Toma dos tazas.

¿Que los super-héroes venden? Hasta el Hombre Hormiga tendrá su propio film.

¿Zombies?


Que un subgénero a priori tan encerrado en el ghetto de la serie B como es la temática zombie haya motivado una super-producción del tamaño de “Guerra Mundial Z” es algo que hace una década hubiera resultado impensable. Gran parte del mérito lo tiene, claro, una cadena de televisión llamada AMC; pero también Max Brooks, hijo de Mel Brooks y de la mismísima Sra. Robinson, y responsable del libro en que se inspira (muy levemente) la película protagonizada por Brad Pitt.


Que la cinta que dirige Marc Forster, realizador del montón que tanto te hace “Descubriendo Nunca Jamás” como “Quantum of Solace”, esté tan alejada de los parámetros habituales del subgénero en que teóricamente se enmarca tampoco es una sorpresa. El cine de zombies es, por definición, terreno incómodo para el espectador de blockbuster y multisalas: situaciones psicológicamente turbadoras, hectolitros de violencia explícita y una tendencia más o menos inevitable a la desesperanza y el fatalismo son sus señas de identidad. El auténtico apocalipsis no muerto haría que se te atragantasen las palomitas, y la meca del cine no puede permitirse una inversión (estimada) de 170 millones de dólares en un proyecto que revuelva las tripas de las amas de casa con hambre de Pitt y deje fuera de la sala a los menores de 18 años.


Más cerca de “Misión Imposible” que de “Amanecer de los muertos”, “Guerra Mundial Z” es la película que más zombies ha mostrado jamás en pantalla simultáneamente, y curiosamente la que menos atención le presta a éstos durante todo su metraje. Ni una gota de sangre, ni una sola víscera en plano, empañarán la cuidada fotografía de Ben Seresin, colaborador en los últimos films de Tony Scott y Michael Bay. Los humanos no sufrirán más de lo estrictamente necesario y, si puede ser, morirán fuera de plano y sin rechistar demasiado.


Una vez asumido esto, resulta que el film es un thriller de lo más efectivo, que nunca alcanza el punto de ebullición dramática pero que consigue mantenerte entretenido durante dos horas trepidantes que sólo se desploman en un epílogo rancio con sabor a episodio piloto. El ritmo lo es todo: si la cinta se para un segundo, el espectador tendrá tiempo para reflexionar sobre lo que ha visto y descubrirá que no hay regalo dentro del papel de colores. El secreto está en entrar en la sala de montaje y podar la cinta hasta el mínimo indispensable para ir de A (Filadelfia) a D (Cardiff) pasando por B (Camp Humphries, Corea del Sur) y por C (Jerusalén, el mejor tramo de la película); si por el camino se pierden la participación de Matthew “we have to go back” Fox (en segundo plano en tres o cuatro tomas) o un personaje tan prometedor como el virólogo Andrew Fassbach, ¿a quién le importa? Ya lo dice el cartel en letras bien gordas: BRAD PITT.


“Guerra Mundial Z” está excesivamente calculada para agradar a todos los públicos, incluso en una banda sonora cuyo tema central es uno de los cortes instrumentales compuestos por los rockeros mesiánicos Muse para “The 2nd Law”. Una maniobra de mercadotecnia casi perfecta a la que le sobra técnica y le falta una pizca de alma. Como esas citas impecables que te dejarán en el portal de tu casa con una sonrisa inocente y un beso en la mejilla, “Guerra Mundial Z” es la película de zombies que le gustaría a tu madre. Yo prefiero que Robert Kirkman me ponga a cuatro patas y me haga aullar como un travesti de Bangkok.

sábado, agosto 10, 2013

Donde sobra corazón

No me siento especialmente cómodo haciendo reseñas teatrales en el blog. Básicamente porque no tengo ni idea de cómo analizar con rigor (o método, si se prefiere) una representación sobre las tablas. Más allá del “me ha gustado/no me ha gustado” que todos, en mayor o menor medida, podemos enunciar cuando cae el telón, carezco de una serie de recursos analíticos que sí creo tener (y perdonad la ausencia de modestia) en otros campos como son el cine, los tebeos o, en menor medida, la música.
 

Con todo, no me gustaría dejar pasar la ocasión de dedicarle unas líneas a la versión de “¡Ay, Carmela!” que hasta hace unos días se representaba en el Teatro Reina Victoria de Madrid y que a partir de septiembre saldrá de gira por distintas ciudades de la geografía española. La función, que adapta al género musical la obra original de José Sanchís Sinisterra, y que fuera en su día llevada al cine por Carlos Saura, está interpretada por Inma Cuesta (la novia de “Águila Roja” para muchos, aunque yo la asociaba hasta hora con un espléndido topless en la divertida “Primos” de Daniel Sánchez Arévalo), Javier Gutiérrez (también habitual en el reparto de la serie del espadachín español) y Marta Ribera (a la que no conocía de nada y me ha dejado boquiabierto con su talento interpretativo y su espectacular voz), además de un escueto elenco de secundarios que personifican distintos aspectos socio-políticos (ejército, iglesia, fascismo) del contexto en que se enmarca el argumento de la obra. Éste nos traslada a los días de la Guerra Civil española, y concretamente a las andanzas de Carmela y Paulino, una pareja de cómicos ambulantes que sobrevive, en compañía del deficiente Gustavete, animando a las tropas republicanas con su espectáculo de variedades “a lo fino”.


Ni conozco la obra de teatro original ni he visto la cinta de Saura con la que mi madre siempre defiende el olvidado talento artístico de Andrés Pajares (“es un actor infravalorado”, me dice, “¿no lo viste en “Ay, Carmela!”?”), por lo que esta nueva versión es mi primer acercamiento real a la historia del cabal y cobarde Paulino y de la enérgica e íntegra Carmela, personaje que otorga a la expresión “mujer de bandera” un nuevo significado. Y no lo digo sólo por los obvios encantos de Inma Cuesta, desgarradora en su apropiación de un personaje que anteriormente había sido defendido por Verónica Forqué y Carmen Maura, sino también por la dimensión política que su figura reviste.


Más allá de la calidad de las canciones (entre las que inevitablemente destaca el himno anarquista “El paso del Ebro”) y del hábil modo en que la comedia se entremezcla sin estridencias con la tragedia más descarnada, me ha parecido especialmente inspirada la manera en que la narración se presenta como un juego de metateatralidad (no sé si existe esa palabra) en el que una maestra de ceremonias (Marta Ribera, narradora omnisciente que además encarna distintos roles a lo largo de la obra) nos presenta, al más puro estilo cabaret, las miserias de unos cómicos que representan a su vez un espectáculo teatral. Una obra dentro de una obra dentro de una obra que convierte a los espectadores en una triple identidad: somos el público real de “¡Ay, Carmela!”, pero también los soldados republicanos o nacionales ante los que Paulino y Carmela interpretan su función, y finalmente un tercer colectivo que es mejor no desvelar en esta reseña. Suena complicado, pero el inteligente montaje del director Andrés Lima, que incluye también un sorprendente uso del telón como elemento alegórico, consigue que la maniobra metadramática funcione a la perfección.


Pese a sus muchas virtudes, no es “¡Ay, Carmela!” una obra recomendable para todos los públicos debido a su feroz republicanismo, visceralmente antifranquista y anticlerical, que a poco que uno se descuide podría confundirse con mero sentido común. Pero si tú, lector/a, al igual que un servidor sólo te inclinas ante Emma Frost, la reina alien y Freddie Mercury, quizás encuentres en esta historia de orgullosos derrotados un conmovedor homenaje a los civiles asesinados por sus principios en la guerra del 36 y un motivo más para reivindicar el regreso a unos valores políticos (¿es eso un oxímoron?) más justos y equitativos.


Vamos, que me ha gustado. Y mucho.

jueves, agosto 01, 2013

Ronin con garras de metal

Tras el profundo traspiés cualitativo supuesto por “X-Men Orígenes: Lobezno”, no las tenía todas consigo la última (hasta la fecha) aventura en la gran pantalla del mutante de las garras de adamantium. “The Wolverine”, traducida al castellano sin el menor gusto como “Lobezno Inmortal”, es una producción a la que muchos seguíamos la pista con una mezcla de curiosidad y temor, por lo que podía suponer para la franquicia, para el personaje y para el amante de los tebeos que algunos llevamos dentro.
 

Que estuviese inspirada en “Lobezno: Honor”, estupendo comic de los 80 debido al esfuerzo conjunto de Chris “yo reinventé a los mutantes” Claremont y Frank “yo reinventé a los super-héroes” Miller, que contase con un primer borrador de guión escrito por Christopher McQuarrie (“Sospechosos habituales”) y que en principio fuese a dirigirla Darren Aronofsky (“El luchador”, “Cisne negro”) ofrecía plenas garantías de que esta revisitación del viejo Logan sería algo muy diferente a lo visto en cines hasta la fecha. La marcha de Aronofsky durante la preproducción, la consiguiente renuncia de McQuarrie y la sustitución de ambos por el realizador James Mangold (“El tren de las 3:10”) y los guionistas Mark Bomback (“La jungla 4.0”) y Scott Frank (“Minority Report”) fueron un jarro de agua fría que rebajó considerablemente las expectativas en una cinta que ahora debía, además, tender un puente entre el decepcionante final de la trilogía mutante (“X-Men: la decisión final” de Brett Ratner) y el próximo episodio dirigido por Bryan Singer (“X-Men: Days of Future Past”). Demasiados handicaps, pues, para permitir a sus responsables seguir la senda autoral que Aronofsky y McQuarrie parecían prometer en su tratamiento del material (se llegó a hablar de “un Lobezno alla Kurosawa”). Por consiguiente, cuando un servidor acudió al cine lo hizo sin esperanzas de ningún tipo y guiado únicamente por un reclamo tan subjetivo como es la presencia de Hugh Jackman luciendo patillas. Porque el australiano que lo hace todo bien (canta, baila y tiene el aspecto de un auténtico super-hombre) es, lo reconozco, una de mis muchas debilidades cinéfilas.


De ahí mi sorpresa, supongo, al encontrarme en “The Wolverine” con un film que no es una mera excusa para plantar al protagonista en una sucesión de escenas de acción sin sentido (aunque también las haya), sino que trabaja con acierto aspectos psicológicos del héroe canadiense haciéndolo evolucionar dentro de una lógica dramática coherente. Así, el viaje a Japón que sirve como leit motiv de “The Wolverine” enlaza perfectamente con los trágicos hechos narrados en el clímax de “La decisión final” y deja al héroe en un lugar propicio para que Bryan Singer lo retome en su inminente futuro/pasado sin el lastre del nocivo legado de Ratner.


Por el camino, Mangold se las arregla para presentar un eficaz thriller con mucha acción y (algo de) artes marciales, dirigido con oficio e interpretado con convicción, que bebe más del “Yakuza” de Sydney Pollack que del fantasioso espíritu super-heroico de (la por otra parte muy recomendable) “X-Men: Primera Generación”. Cuanto más vulnerable, introspectivo y rodeado de humanos se nos presenta Logan, más fácil es creernos sus inquietudes y traumas. En un mundo donde el espionaje industrial y las aspiraciones políticas cobran más importancia que el plan del super-villano de turno por esclavizar a la humanidad, un ronin hipertrofiado con garras de metal puede ser el equivalente marvelita de Bruce Willis o Clint Eastwood, y la coherencia del conjunto no se verá dañada por los puntuales destellos de ciencia-ficción que salpican, sin molestar, la primera hora y media de metraje.


Es precisamente en los últimos compases, cuando la cinta cede a la presión de integrarse en un universo alocadamente kitsch habitado por samuráis cibernéticos y femmes fatales viperinas, que el conjunto se tambalea peligrosamente. Y, aunque no es suficiente para echar totalmente por tierra el buen trabajo realizado hasta el momento, sí le deja a uno con la sensación de que en este caso (al contrario que en “Los Vengadores” o “El hombre de acero”) la contención hubiera sido el mejor aliado de Mangold.


Al final, nos queda la incertidumbre de no saber jamás lo que Aronofsky y McQuarrie podrían haber sacado de todo esto, pero también (y eso hay que valorarlo) el mejor tratamiento dramático recibido por Lobezno desde los tiempos de “X-2”, el carisma arrollador de un actor que ha hecho suyo un personaje para el que originalmente no estaba predestinado y una escena post-créditos que sabe a gloria en el paladar del conocedor de la mitología mutante. Llamadme conformista si queréis pero, en vista de las bajas expectativas, yo he salido del cine satisfecho.