Chandler: ¿No leíste “El Señor de los Anillos” cuando
estabas en el instituto?
Joey: No. En el instituto tenía sexo.
Uno de los carteles publicitarios de "El Hobbit: Un viaje inesperado".
Vaya por delante que, al igual que Joey Tribbiani, un servidor
no ha leído en su vida una sola palabra escrita por J.R.R. Tolkien. Lo cual no
impidió que en su momento disfrutase como un cochino en un lodazal con la
trilogía del anillo que Peter Jackson estrenó en cines entre 2001 y 2003. “La Comunidad del Anillo”, “Las Dos Torres” y, sobre todo, “El Retorno del Rey”, me
parecen inmensas cintas de evasión y fantasía, paradigmáticas junto a los
episodios IV, V y VI de “Star Wars”, la primera trilogía de Indiana Jones y la
más reciente “Avatar”, de lo que debería ser el cine espectáculo para el gran
público.
Una ilustración de John Howe, ¿no?
Encumbrado tras su (muy lucrativa) hazaña anular, Peter
Jackson, un director hasta entonces poco conocido en el circuito comercial
(provenía del gore de serie Z y
apenas había filmado un título con vocación de trascendencia, “Criaturas
celestiales”), se convirtió de la noche a la mañana en uno de los niños bonitos
de la industria, lo cual le permitió afrontar con gran libertad creativa y aún
mayores presupuestos la materialización de dos films tan olvidables como el último
remake de “King Kong” y la traslación al celuloide de la novela “The lovely
bones”.
Pese a que en un primer momento Jackson se mostró reacio a dirigir
personalmente la inevitable adaptación de “El Hobbit” (primera narración de
Tolkien ambientada en el universo de “El Señor de los Anillos”), la espantada
del realizador mejicano Guillermo del Toro (que finalmente se decantaría por la
prometedora “Pacific Rim”) obligó al guionista y productor neozelandés a sentarse
de nuevo en la silla de director para filmar lo que en principio serían dos nuevas
entregas (precuelas, en realidad) de la franquicia.
Enanos, enanos everywhere...
La asimilación de la estereoscopia como condición sine qua non del blockbuster actual (desmentida hace poco por el rotundo éxito comercial
del último y bidimensional Batman de Christopher Nolan) y el empeño de Jackson por impulsar
la implantación en las salas de los 48 frames por segundo obtuvieron
rápidamente todas las atenciones por parte de los medios especializados y los
fans ansiosos de noticias sobre el proyecto, dando quizás por sentado que
serían sólo estos aspectos técnicos los que podrían empañar el resultado final. Cuando el
realizador declaró, apenas unos meses antes del estreno de su primera entrega (“Un
viaje inesperado”), que “El Hobbit” no serían dos películas sino tres, muchos comenzaron a preguntarse cómo lograrían convertirse apenas 300 páginas de libro
(menos de las que contaba cada una de las tres novelas que componen “El Señor
de los Anillos”) en más de 8 horas de metraje, despertando otro tipo de dudas que nada tenían que ver con la tecnología y mucho con la estructura del relato.
Vista por fin la primera película de esta nueva trilogía (en
2D y a 24 fps, pues como dice el famoso meme…),
la conclusión me parece evidente: “El Hobbit: Un viaje inesperado” es una cinta desmesurada
en todos sus aspectos, desde su exagerada duración (le sobra prácticamente una
hora) hasta su hiperbólica grandilocuencia narrativa.
Sus primeros 45 minutos sirven como enlace con la trilogía
del anillo, como prólogo para la nueva/vieja aventura de Bilbo Bolsón y como soporífera
presentación de una pandilla de enanos apátridas fastidiosamente cantarines de
los cuales apenas dos o tres parecen tener trascendencia en el devenir
dramático de la historia. Jackson se regodea en los detalles al describir su venerado
universo de ficción y mueve la cámara con una soltura mareante, trazando al
vuelo planos-secuencia imposibles, mientras el excelente compositor Howard Shore
sale del paso con una banda sonora que recicla partituras de hace diez años sin
aportar nada especialmente memorable al nuevo film.
-¡No puedes pasar, final boss!
Visualmente apabullante (hasta la saturación, me temo), la
película deriva a partir de ahí en una sucesión de escenas a modo de episodios
deslavazados (ahora unos trolls del bosque, ahora una pelea entre gigantes de
piedra) aquejadas de un infantilismo inédito en las entregas precedentes de la
saga. No sólo el personaje de Radagast el Pardo, montado en un trineo tirado
por liebres (?), parece recién salido del armario de C.S. Lewis, sino
que caracteres ya conocidos como Gandalf muestran el lado más cómico y naïf de
su personalidad. Poco me importa que estas flaquezas vengan heredadas del
material a adaptar (cosa que sólo puedo suponer): lo que funciona en un medio (el literario) no tiene por qué
funcionar en otro (el cinematográfico), mientras que lo que antes sí funcionaba
(la épica de espada y brujería, el drama consistente) tiende a adulterarse
cuando se diluye entre chascarrillos ingenuos e innecesarios momentos
musicales.
Radagast de Narnia.
Tanto es así que apenas he sentido que esta cinta
perteneciese al mismo universo mitológico que “El Señor de los Anillos” en una
sola escena: la de la espléndida reaparición del carismático Gollum. El
portador del Anillo Único es el Leo Messi de la Tierra Media; la clase de estrella
que en un partido olvidable puede de pronto lucirse con una jugada individual
de quitarse el sombrero y darle la vuelta al marcador. Así, esos estupendos 10-15
minutos de acertijos en la oscuridad (casi) consiguen compensar todo el aburrimiento
previo y todo el agotamiento posterior, y suponen el único oasis de magia y
excitación genuinas en 165 interminables minutos plagados de cameos improcedentes (¿de verdad era
necesario recuperar a Elijah Wood o a Christopher Lee para esto?) y de secuencias
de acción importadas de la última entrega del videojuego “Diablo”.
Smeagol: balón de oro 2012.
“El Hobbit: Un viaje inesperado” es una decepción en toda
regla. Una película aquejada de elefantiasis, que le deja a uno las meninges
fatigadas y el corazón impertérrito. Y todavía quedan otras dos…