Debo confesar que no tenía planeado escribir esta entrada ahora. Hoy, quiero decir. Ni posiblemente hasta dentro de unos días.
Hace apenas unas horas vi en el cine “El árbol de la vida”, la última película del realizador estadounidense Terrence Malick, aplaudida y abucheada por la crítica, vituperada y ensalzada por el público, víctima (sí, creo que ésa es la palabra) de
una de las maniobras comerciales más abyectas de que tengo noticia por parte del gremio de proyeccionistas de cine (una pequeña parte de él, al menos).
“Hace apenas unas horas”, como decía, no es tiempo suficiente para asentar en mi cabeza el carrusel de ideas y sensaciones que la cinta me ha inoculado. Pero he aquí que me meto en cama hace un buen rato, tratando de dormirme cuanto antes para poder aprovechar la mañana de un lunes desde que cante el gallo (metafóricamente hablando, ya me entendéis), y descubro para mi propio espanto que esas mismas
ideas y sensaciones que pretendía ordenar en un futuro próximo me atormentan ya mismo y no me dejan conciliar el sueño ni a tiros.
Es cierto que, para solventar este tipo de inconvenientes, los hombres (los varones, no el género humano en general) tenemos a mano una medida algo drástica pero tremendamente eficaz. Sin embargo, la cinta de Malick también ha debido afectar de alguna manera a mi libido: algo debe haber en sus demiúrgicas visiones cósmicas y en sus subyugantes retratos de lo cotidiano que me ha provocado (espero que sólo temporalmente) una inexplicable y chiclosa indiferencia hacia el pecado de Onán.
Total, que no puedo pegar ojo. Lo cual no deja de ser irónico: la misma película que tantos bostezos ha provocado entre un importante sector del público a mí me produce insomnio. Excluido el auto-amor como método somnífero y siendo consciente de que escuchar música no hará más que aumentar mi desvelo y que contar ovejas siempre me ha puesto de una considerable mala leche, me decido a exorcizar el espíritu de Malick que me tiene poseído apurando la reseña de “El árbol de la vida” aún a sabiendas de que estas primeras impresiones serán demasiado tempranas y posiblemente no se parezcan en absoluto (o tal vez sí, quién sabe) a lo que opinaré mañana al despertarme. O dentro de una semana. O el año que viene.
“El árbol de la vida” es la quinta película dirigida por Terrence Malick, una suerte de J. D. Salinger del celuloide: su carácter profundamente tímido y reservado, su fobia a los flashes y las presentaciones en sociedad y su escueta filmografía (para un tipo que lleva dirigiendo largometrajes desde 1973; con un hiato de veinte años entre “Días del cielo” y “La delgada línea roja”, además) no han logrado sino engrandecer su leyenda de poeta ermitaño, de autor desclasado que navega a contracorriente. Leyenda que posiblemente engorde de forma sustancial gracias a esta inclasificable nueva cinta, que además le ha reportado la codiciada Palma de Oro en el último Festival de Cine de Cannes.
“El árbol de la vida” es puro Malick desatado, la plasmación megalomaníaca de todas sus filias y fobias, de sus tics como realizador; un catálogo exhaustivo y a veces exasperante de sus obsesiones recurrentes. La grandilocuencia de “La delgada línea roja” y “El nuevo mundo”, películas de envergadura sobrecogedora filmadas sin asomo de humildad, abraza en “El árbol de la vida” una dimensión superior. La cinta pretende ejercer de compilación definitiva sobre lo que la vida es. Así, a lo bestia.
Lo milagroso, lo inimaginable, es que por momentos lo consigue.
Pese a que existe un discurso perfectamente reconocible y un atisbo de estructura narrativa convencional (presentación-nudo-desenlace, aunque estos no se desgranen de forma lineal), no es “El árbol de la vida” una película que pueda (ni deba) medirse por el rasero con el que uno analiza el cine que habitualmente llega a nuestras pantallas. No pretendo deslegitimar cualquier posible crítica hacia la película ondeando el consabido “fulano puede hacer lo que quiera porque es fulano” (sustitúyase fulano por Kubrick, Bergman, Tarkovski o cualquier otro cineasta de culto), pero sí es cierto que cada propuesta cinematográfica plantea un diálogo específico con el espectador, según unas reglas y códigos que deben asimilarse de forma voluntaria, y que fuera de ese diálogo es imposible sustraer el mensaje concreto que el realizador propone (o lo que es lo mismo: no se puede desestimar alegremente la validez del cine de David Lynch con la excusa de que a alguien no le gusten las películas en las que se confunden lo real y lo imaginario; si acaso, se puede concluir que esa persona se ha negado a entrar en el juego del canadiense... y tanto peor para ella). Esto no implica, ojo, que dentro de ese idioma compartido entre realizador y espectador, el segundo no pueda sentirse decepcionado, asqueado o aburrido ante lo que el primero le está contando.
Si atendemos a su dimensión técnica, no me parece descabellado afirmar que “El árbol de la vida” es, con toda probabilidad, una de las películas más importantes en lo que llevamos del siglo XXI. El trabajo del director de fotografía Emmanuel “El Chivo” Lubezki (colaborador habitual de Alfonso Cuarón, artífice del alucinante aspecto ceniciento de cada fotograma del “Sleepy Hollow”
burtoniano y responsable del fascinante acabado visual del anterior film de Malick, “El nuevo mundo”) sencillamente se sale de las escalas. Tanto es así que me siento tentado a calificar su implicación en la película como co-autoría. Malick y Lubezki capturan la luz y las formas de un modo tan hermoso que resulta inevitable descubrirse hipnotizado ante la arrolladora potencia visual del film. Si a ello le sumamos una portentosa banda sonora que saca el máximo partido al talento compositivo del emergente Alexandre Desplat, sumando su contribución a un repertorio de clásicos y no tan clásicos intachable (piezas de
Preisner,
Smetana o
Couperin), obtendremos una experiencia estética sin parangón: “El árbol de la vida” es belleza destilada.
Contra todo pronóstico (al menos si no se conoce la filmografía previa de Malick), este titánico esfuerzo audiovisual (el cómo) no se supedita a lo que el cineasta tejano nos relata en el argumento del film (el qué). Aquí el cómo es parte indisoluble del qué, porque el tema central de “El árbol de la vida” es la propia belleza del ser; de lo que es, de todo lo que existe. Desde el origen del universo, la formación de galaxias y supernovas y la aparición de los primeros organismos unicelulares, hasta las lágrimas de un niño, el tacto de una brizna de hierba o la textura rugosa del tronco de un árbol, la película desprende eso que los angloparlantes denominan “sense of wonder”. “El árbol de la vida” se recrea en el mismo sentido atávico y panteísta que Malick oponía en “La delgada línea roja” y “El nuevo mundo” a los materialistas y deshumanizados avances de la civilización, aquí representados por un Sean Penn cuyo personaje, un ¿arquitecto? ¿ejecutivo? ¿empresario? de éxito que se siente vacío y alienado en el laberinto urbano de cristal y hormigón, añora la sencilla felicidad de la infancia, por mucho que ésta estuviese contaminada por una aterradora figura paterna encarnada en un sobresaliente Brad Pitt (cada vez más alejado del estereotipo de actor guaperas que cobra por lucir palmito en pantalla). En oposición a este padre perfeccionista y tiránico que representa la lucha constante que impera en el orden natural, el personaje de Penn reencuentra la ternura de su niñez en una presencia materna (conmovedora Jessica Chastain, haciendo doblete en la actual cartelera con la entretenida "La deuda") que personifica la gracia divina (los valores del mundo espiritual) y en la conexión emocional con un hermano menor, fallecido años después en circunstancias desconocidas para el espectador.
La mayor virtud de “El árbol de la vida” es su capacidad para generar diferentes preguntas y reflexiones en el interior de cada persona; provocar un picor emocional que obligará a más de uno a rascarse el alma (o como sea que prefiráis llamar al intangible entramado de sentimientos y vivencias que determinan nuestras alegrías, frustraciones, nostalgias y demás estados de ánimo) en recovecos que quizás no visitaba desde largo tiempo atrás.
Con todo, espero que no se confunda mi innegable entusiasmo con un veredicto absolutamente favorable: la película está casi tan provista de aciertos como de inconsistencias. Así, posee un ritmo errático, un montaje brusco que más parece responder al capricho del director que a un criterio coherente y razonado, bordea el ridículo en ocasiones y resulta reiterativa en otras, le sobran tal vez varios minutos de metraje y además posee un final demasiado new age para mi gusto (aunque supongo que ése es el más subjetivo de los argumentos). Sin embargo, las raíces de este árbol cinematográfico se entierran tan profundamente en los misterios de la existencia y lo hacen con un lirismo tan cautivador que resulta complicado recordar por largo tiempo sus errores sin que la contundencia del conjunto los desdibuje y termine por tornarlos hasta cierto punto irrelevantes. A cada minuto transcurrido desde su visionado, la película crece más y más en mi recuerdo.
Como una sinfonía o un poema abstracto, “El árbol de la vida” puede resultar indescifrable o soporífera para algunos, y no conviene en este caso establecer categorías entre buenos y malos espectadores. Todos aquellos que hayan decidido entrar en el juego de Malick tienen derecho a sentirse fascinados o insultados por su creación. No se trata, pues, de dirimir quién es más gafapasta, quién más sensible y quién está más embrutecido. Todas las opciones son perfectamente válidas, pues “El árbol de la vida” posee la rara virtud de ser una película distinta para cada espectador y, muy probablemente, una película distinta en cada nuevo visionado. A muchos, espero, les resultará deprimente o alentadora, se les revelará condena nihilista de la existencia humana o redentora demostración de los valores de la fe en un algo superior (llámesele Dios, Alá o Gaia), les parecerá que contiene la clave de lo que significa la vida en todas sus facetas o les dejará instalado en el cuerpo un sentimiento de vacío y soledad que les impida conciliar el sueño en una otoñal madrugada de domingo a lunes. Pero les llegará de un modo u otro.
Si tengo que elegir mi postura, prefiero sintetizarla con esta línea de su guión, tan sencilla como rotunda: “la única forma de ser feliz es amar.”
Y ahora, con vuestro permiso, voy a comprobar si puedo por fin volver a izar la mayor.