Tengo un cuelgue
importante con “Orange is the new black”, la serie que emite en
streaming Netflix, empresa californiana de difusión de contenidos
audiovisuales en internet, y que en España puede verse a través de
Canal + o, lógicamente, de tu página favorita de descargas o
visionado online. Aprovechando mis vacaciones (en septiembre, cuando
casi todos habéis vuelto ya al trabajo... si es que lo tenéis, que
ya sabemos lo bien que está el tema), me estoy pegando un importante
atracón con los 26 episodios emitidos hasta el momento,
distribuidos en dos temporadas de 13 capítulos cada una.
Comencé a ver “Orange
is the new black” por dos razones:
1) Para comprobar si la
altísima calidad de “House of Cards”, la única serie de Netflix
que había visto hasta la fecha, era algo casual o podíamos estar
ante el ascenso de otra plataforma con capacidad para competir
cualitativamente con HBO, AMC y (en menor medida) Showtime. Pero
sobre todo porque
2) David Simon (a.k.a. El
creador de la mejor serie de la historia de la TV y si no piensas
igual es porque aún no has visto “The Wire”) dijo que "hay una serie ahora en Netflix llamada "Orange is the new black" que es genial. Es de Jenji Kohan y la verdad es que ella hace un trabajo genial, es muy inteligente". Y si lo dice David Simon hay que verla. Indeed.
Kohan,
creadora de “Weeds”, se inspiró en la novela autobiográfica de
Piper Kierman para narrar la historia de su homóloga catódica,
Piper Chapman, prototipo de neoyorkina WASP de buena familia que
acaba entre rejas, apenas unos meses antes de su boda con el
bienintencionado y pusilánime Larry, como consecuencia de ciertas
actividades ilegales cometidas durante una “época
loca”
al terminar la universidad: para sorpresa de su prometido y de las
familias de ambos, Piper tuvo en su momento un apasionado romance
lésbico con una narcotraficante para la que ejerció puntualmente de
mula.
Posiblemente
la trama relativa a Piper sea la más predecible y genérica en
“Orange is the new black”. Quizás porque su personaje es un poco
cargante al principio, con sus aires de Reese Witherspoon sabelotodo,
o porque su familia y amigos, los que se han quedado fuera siguiendo
con sus vidas, son una panda de gilipollas egoístas. Gente bastante
normal, en realidad, pero que cae mal porque sus problemas son pura
chuminada comparados con los de las reclusas de la penitenciaría de
Litchfield. Que el episodio piloto no desanime a nadie: en cuanto la
serie termina con las presentaciones preliminares y comienza a
indagar en el funcionamiento interno de la prisión, el protagonismo
se difumina y “Orange is the new black” se convierte en un
divertidísimo fresco sobre el día a día en un centro correccional
femenino.
La
estructura narrativa de los capítulos, con flashbacks dedicados al
pasado de las reclusas (al más puro estilo “Lost”), refuerza la
sensación de coralidad y consigue que uno empatice rápidamente con
las compañeras de presidio de Piper. Sus tragedias personales, que
rara vez tienen una relación directa con el delito por el que
cumplen condena, unidas a su inagotable voluntad para buscar la
felicidad incluso tras las rejas, son el auténtico motor de la
serie. El contrabando, la segregación racial, las relaciones
sexuales entre convictas, la maternidad en prisión, las dinámicas
de poder e incluso el culto religioso son algunos de los temas
abordados por Kohan y sus guionistas; siempre desde un punto de vista
humorístico, a veces kafkiano, aunque sin perder de vista la
humanidad de sus personajes y el drama, muy serio, que representa su
vida en presidio. Pero no sólo las reclusas son protagonistas de la
acción: los carceleros, habitualmente más brutales y despóticos
que las propias internas (pero “también
personas”,
como le gusta recordar al asistente de alcaide Caputo), son una parte
fundamental de la ecuación que convierte a “Orange is the new
black” en una mezcla tan exitosa.
Hay
en ella un equilibrio muy delicado entre la risa y la emoción, entre
el culebrón más adictivo y la sociología más ilustrativa, todo
ello presentado de una forma muy amena y ligera que facilita que uno
pueda ver dos o tres capítulos seguidos sin empacharse o sentirse
fatigado, pese a que la serie proponga muchas ideas con bastante más
enjundia de lo que inicialmente aparenta. Un equilibrio que hace de
“Orange is the new black” una recomendación infalible para casi
cualquier tipo de espectador... siempre que uno no tenga reparos en
contemplar un par de escenas explícitamente lésbicas por capítulo
o en saber a ciencia cierta que sus responsables son gente tirando a
liberal, con muy poco aprecio por los fanatismos religiosos, la
homofobia y el machismo más recalcitrante. Gente inteligente, la
llamo yo.