miércoles, agosto 25, 2010

Recomendaciones femeninas IX: "Los renglones torcidos de Dios"

Debo comenzar esta nueva entrega de la serie “recomendaciones femeninas” pidiendo disculpas por duplicado. Primero, a aquellas recomendadoras que llevan ya un tiempo esperando a que servidor dé cuenta de los títulos por ellas sugeridos: no es mi intención desdeñar ninguna recomendación en particular y el criterio que sigo para afrontar cada nueva lectura depende únicamente de mi estado de ánimo y de lo que más me apetezca leer en el momento concreto de abrir un nuevo libro. En segundo lugar, toca aclarar que la novela de Torcuato Luca de Tena me vino recomendada por varias personas a un tiempo (la Tentadora, la Srta. Imantada y mi compadrito Lync, que no es mujer pero tiene, en su infinita virilidad, tan buen gusto literario como la más exquisita de mis recomendadoras, e incluso más). A todas estas personas pido también disculpas porque si hay alguien a quien atribuir esta entrada es sin duda a la chica que me regaló el libro un buen día (bueno de verdad) y sin previo aviso. Podría escribir sobre ella un blog entero, así que mejor será obviar detalles por esta vez y entrar en materia; que no es poco, precisamente, lo que se puede comentar sobre el libro en sí mismo.

A ella, simplemente: gracias.


Empecemos por el principio: “Los renglones torcidos de Dios” posee uno de los títulos más memorables de que servidor tiene constancia. Reconoceréis que hay títulos que por sí solos suenan a gran literatura: “Cien años de soledad”, “Por quién doblan las campanas”, “El ruido y la furia”, “Rojo y negro”, “Crimen y castigo”, “Orgullo y prejuicio”... (todos aquellos que responden a la fórmula “algo y algo” funcionan maravillosamente bien, ¿verdad?). Uno los lee o los escucha y piensa “¡novelón, fijísimo!”. La frase “Los renglones torcidos de Dios” tiene algo de ominoso, algo de sacrílego y mucho de poético. Más aún cuando se asocia con el argumento del libro: Alice Gould de Almenara ingresa en un hospital psiquiátrico aparentemente diagnosticada de una elaboradísima paranoia según la cual se cree una sagaz detective privada. No obstante, la forma en que Alice (también conocida en el sanatorio como Alicia, la Rubia, la de Almenara o la Detective) conversa y razona, sus modales, sus elevadísimas sensibilidad y cultura y, sobre todo, su constante afirmación de que ella fue ingresada en el hospital por voluntad propia para investigar un asesinato cometido por uno de los internos, conseguirán que tanto el personal médico como los pacientes duden de si está realmente loca o, por el contrario, tiene a todo el mundo completamente engañado.

Publicada por primera vez en 1979, “Los renglones torcidos de Dios” es una de las novelas más célebres de Luca de Tena, franquista moderado (si es que eso existe, claro), miembro de la Real Academia de la Lengua y director del diario “ABC” cuando éste aún no había visto su (monárquico) prestigio apolillado por el inevitable transcurrir del tiempo (y todas las evoluciones sociales y de pensamiento que consigo trae).

Dejando a un lado la política y regresando al terreno de la psiquiatría, resulta inevitable destacar la encomiable labor de documentación realizada por Luca de Tena de cara a escribir la novela, que lo llevó a internarse voluntariamente en un psiquiátrico (en contra del consejo de su amigo Juan Antonio Vallejo-Nágera, prologuista de la edición que obra en mi poder) para experimentar en primera persona el día a día de los médicos, enfermeros, celadores y pacientes. Se destila también de la lectura de “Los renglones torcidos de Dios” una laboriosa investigación en el aspecto teórico de la medicina psiquiátrica, buscando siempre distinguir con claridad las diferentes tipologías y particularidades de los enfermos que conviven en un hospital de este tipo. Todo ello le otorga un plus de interés y credibilidad a la novela; credibilidad que se pierde, en parte, cuando son los propios personajes los que abordan el tema médico y, sobre todo, la trama de intriga que hilvana los acontecimientos relatados.


Espero que no se me malinterprete: ello no me parece en absoluto un defecto. Simplemente constato que los protagonistas del libro, sobre todo la propia Alice Gould, discurren y dialogan con una claridad reflexiva y expositiva totalmente artificial, próxima a las deducciones de la Sra. Fletcher en “Se ha escrito un crimen”, los personajes del manga “Death Note” o, si se prefiere, el celebérrimo Sherlock Holmes de Conan Doyle (por concederle un poco de glamour y prestigio literario al trabajo de Luca de Tena). Esto le confiere a la novela un tono de ficción evidente que acentúa por un lado el componente puramente lúdico y disminuye, por el otro, la posible identificación entre lector y personaje.

Por suerte, “Los renglones torcidos de Dios” se reserva algunos momentos dramáticos de cierto impacto (sobre todo en lo relativo a los pacientes más afectados por la demencia) y consigue que, si bien no lleguemos a creernos del todo a los caracteres que desempeñan roles principales en el argumento, el plantel de secundarios nos cautive sin remisión, más profundamente cuanto más tristes e incurables sean los males que sufran. Además, el estilo literario es tan sencillo, ameno y directo y el desarrollo de la intriga detectivesca tan rematadamente adictivo que apenas tendrá uno tiempo para reflexionar sobre lo leído hasta el momento mismo en que cierre definitivamente las tapas del libro.

Se me ocurre, entonces, que si bien “Los renglones torcidos de Dios” no figurará entre el selecto grupo de Grandes Novelas que Cambiaron mi Vida (tampoco era eso a lo que un servidor aspiraba cuando comenzó a leerla), como vehículo de disfrute y evasión se trata de una de las experiencias literarias más plenas que he tenido en mucho tiempo.

Ya están...

...aquíííííííííííííííííííííí...

viernes, agosto 20, 2010

Números redondos

Mucho que celebrar.

Lo menos importante, desde luego, es que ésta sea mi entrada número 700 en El Abismo. Pero, aunque sólo sea por lo mucho que me gustan los números redondos, hagámoslo constar.

Shyamalan, caído en desgracia

Hacía mucho tiempo que no salía cabreado del cine.

Una cosa es salir decepcionado: acudes a ver una película con unas expectativas previas que finalmente no se cumplen e, inevitablemente, la experiencia te deja una sensación de vacío instalada en el cuerpo. Otra, esa resignada indiferencia que a uno le sobreviene tras ver una película de la que a priori no se esperaba nada y que termina siendo, directamente, mala (algo parecido a lo que me sucedió con la reciente “El equipo A”). Lo menos habitual es, ya digo, que un servidor salga del cine cabreado. Para eso hace falta algo más que decepcionarme o dejarme indiferente. Es preciso que me sienta, de algún modo, insultado. Michael Night Shyamalan lo ha conseguido.


Siempre he defendido a Shyamalan. Incluso en el caso de sus films menos afortunados (“El bosque” y “El incidente”, en mi nada modesta pero siempre discutible opinión), era perfectamente perceptible su condición de autor antes que artesano; la impresión de que ese señor hacía las cosas lo mejor que sabía y que, si a uno al final acababan por no gustarle del todo, se debía a las decisiones conscientes del realizador (que, siendo perfectamente legítimas, no tienen por qué coincidir con las preferencias del espectador) y no a su incapacidad artística. Ahora bien: nunca imaginé, ni en mis más pesimistas predicciones, que Shyamalan pudiese destrozar una película del modo en que lo ha hecho con “Airbender: el último guerrero”. De ahí mi cabreo.


“Airbender”, basada en una serie televisiva de dibujos animados, parte de una premisa sencillita pero con muchas posibilidades: un universo fantástico plagado de elementos mágicos y artes marciales donde cada uno de los cuatro grandes pueblos que lo habitan puede manipular uno de los cuatro elementos (en efecto: agua, tierra, aire y fuego). Para mantener el equilibrio entre estas tribus existe desde tiempos inmemoriales la figura del Avatar (nada que ver con el film de James Cameron), una suerte de Dalai Lama capaz de valerse a un tiempo de estos cuatro elementos. Pero cuando el último Avatar se niega a cumplir con su destino y desaparece durante cien años, este equilibrio entre clanes se rompe, llegando el desastre a sus últimas consecuencias cuando el Reino del Fuego comienza una salvaje campaña de conquista que pretende someter bajo su autoridad todo el mundo conocido.


El problema, como decía, no parte de la base argumental del relato, que si bien es algo tópica, con un tratamiento adecuado podría haber dado lugar a una gran historia épica de proporciones semejantes a las de “Star Wars” o “El Señor de los Anillos” (dos magníficas sagas cinematográficas que, admitámoslo, tampoco parten de premisas mucho más intrincadas). Tampoco puede quejarse Shyamalan de que se haya escatimado en gastos para llevar este proyecto a la pantalla: los datos no oficiales hablan de, al menos, 150 millones de dólares presupuestados. Con unas cifras semejantes, Christopher Nolan acaba de desencajar la mandíbula de gran parte del público cinéfilo gracias a algunas secuencias de acción y efectos especiales rotundamente deslumbrantes (acompañadas, eso sí, de una buena historia que contar).


El gran bache insalvable, el auténtico motivo por el que “Airbender” es un fracaso artístico total, es que la película tiene uno de los peores desarrollos que he visto en mucho, mucho, muchísimo tiempo: personajes ridículos a los que uno coge tirria nada más asomar en pantalla, diálogos que provocan vergüenza ajena, cargantes voces en off que cuentan la historia en lugar de permitir que ésta se muestre naturalmente en imágenes, un casting sencillamente espantoso (los dos niños de la aldea del agua que acompañan al protagonista en su aventura dan auténtica grima y, para colmo de males, el vomitivo doblaje no contribuye en absoluto a que podamos empatizar ni un poquito con ellos), un diseño de producción digno de un Grandes Relatos de Telecinco (ya sabéis, esas fantasiosas producciones para televisión de cuatro horas de duración que se emiten los fines de semana y que generalmente dan ganas de abrirse las venas) y, finalmente, uno de los montajes más lamentables que recuerdo (y no exagero, lo juro) en toda mi vida. Aunque eso, asumo, no ha sido cosa tanto del director como de las presiones ejecutivas para recortar de algún modo la duración de la película. Si no, no me lo explico.


Y yo me cabreo, claro, porque no se trata de una cinta firmada por Roland Emmerich, Michael Bay o Uwe Boll, sino por M. Night Shyamalan, un tipo que hasta ahora había sabido construirse una filmografía atractiva y con una auténtica voz propia narrativa; un tipo que me había soprendido con “El sexto sentido” y “Señales”, deslumbrado con “El protegido” y sobrecogido con “La joven del agua” (sí, yo soy uno de esos raritos a los que la peli protagonizada por Bryce Dallas Howard y Paul Giamatti les satisfizo plenamente); un tipo que además tenía en sus manos un material de partida que, de haberse tratado con mimo, podría haber dado de sí una de las películas más estimulantes de este 2010. Y que, desgraciadamente, es un mojón de tomo y lomo.


Qué bajo has caído, Shyamalan.

Sfar y Blain, amigos de los animales

De entre los autores franceses que han popularizado la llamada nouvelle bd, sin duda el más mediático (aunque quizás no el más meritorio) es Joann Sfar. En parte por sus indudables capacidades como guionista y dibujante de tebeos, mas también por su condición de moderno “hombre del Renacimiento”: no sólo sus obras tebeísticas, ya sean de autoría total o compartida, demuestran un amplio conocimiento sobre historia, arte, filosofía, religión o música, sino que además recientemente ha dado el salto al cine firmando un biopic sobre el cantatutor galo Serge Gainsbourg basado en uno de sus propios comics. A la espera de poder verla, conviene señalar que la película ha acumulado toda suerte de críticas, desde las más duras hasta las más elogiosas; motivo de más para interesarse por la cinta.


Como lector parcial de su obra (su producción, feliz víctima de su incontinencia creativa, es ya innumerable), confieso sentir grandes simpatías hacia la visión que Sfar ofrece de la naturaleza humana a través de los ojos de los animales. Buscando un punto de vista objetivo a partir del cual poder analizar las motivaciones y flaquezas del hombre, Sfar cuenta entre sus más celebrados personajes con el felino parlante protagonista de la serie “El gato del rabino”, donde da buena cuenta de las tradiciones judías (etnia a la que el propio autor pertenece, ya sea por parte de su padre Sefardí o de su madre Ashkenazi), y el perro (parlante también) cuyas aventuras se nos narran en la que tal vez sea mi serie predilecta de cuantas ha escrito Sfar: “Sócrates el semi-perro”.


En este caso, como en muchos otros, Sfar delega la parte gráfica de la obra en otro dibujante. Se trata de Christophe Blain, autor de la fantástica “Isaac el pirata” (y también de la celebrada “Gus”, que aún no he tenido el gusto de leer) y artista más capacitado incluso que Sfar para la narración gráfica. Su trazo de dinámica soltura y expresividad apabullante se combina con un magnífico uso del color para lograr una plasmación visual aparentemente simple y/o feísta que se revela sublime en cuanto uno profundiza un poco bajo su superficie.


La historia, desarrollada hasta ahora en tres álbumes (el último de los cuales, “Edipo en Corinto”, ha sido publicado en nuestro país a principios de 2010), sigue las andanzas de Sócrates, el perro filósofo del héroe mitológico Heracles, autodenominado semi-perro en cuanto que su amo no es un simple mortal, sino un semi-dios. De la mano del hijo de Zeus, Sócrates descubrirá las bajezas de las compulsiones humanas, haciendo especial hincapié en la sexualidad y la violencia, abordadas siempre desde un prisma cómico que pretende hacer una lectura paródica de la mitología griega desde el punto de vista sociológico actual. Así, el monólogo interior de Sócrates lanza sus dardos envenenados contra la nobleza y el estamento militar, la superstición religiosa, los tabúes sexuales o la educación, siempre desde una perspectiva filosófica, ya sea claramente dialéctica o puramente sofística (vías del pensamiento de las cuales Sócrates es plenamente consciente).


La fina ironía que impregna todas las páginas de esta obra la aleja de ser un tebeo, diríamos, tronchante. “Socrates el semi-perro” busca antes la sonrisa cómplice que la carcajada incontenible. Su humor queda reservado para los amantes de la sutileza, no siendo en absoluto una lectura recomendable más que para lectores adultos y, aún diría más, mínimanente competentes en cuanto al conocimiento de la mitología en que la serie se inspira.

Si eres tú uno de tales, vaya contigo mi más rotunda recomendación.

miércoles, agosto 11, 2010

La arquitectura de los sueños

[AVISO: esta entrada no contiene spoilers, por lo que AGRADECERÍA ENORMEMENTE que, si alguien tiene pensado hacer en los comentarios un destripe de la película, lo advierta antes con el consabido “CUIDADO SPOILERS” de rigor. No es mucho pedir, creo.]

Y ahora, al trapo:



Sostiene el crítico cinematográfico de “El País” Jordi Costa que “Inception” (título que me gusta bastante más que su traducción española, "Origen") es una suerte de híbrido entre el “Atraco perfecto” de Stanley Kubrick y “The Matrix” de l@s herman@s Wachoswki. No seré yo quien le lleve la contraria, aunque también podría entenderse, por cuestiones de estilo, como una reformulación en clave de ciencia-ficción del “Heat” de Michael Mann (esa influencia que también se manifestaba con claridad en el anterior film de Nolan, “El caballero oscuro”) bajo el improbable prisma de las teorías psiquiátricas de Carl Gustav Jung. Sea como fuere, lo que parece claro es que el director y guionista británico ha tomado los elementos más reconocibles de las “heist movies” (películas de grandes golpes a lo “Ocean’s eleven”) para ajustarlos a los resortes del género fantástico en una superproducción de dudosa comercialidad e indudable calidad técnica.


El argumento de la cinta nos presenta a un equipo de ladrones que trabaja sobre un terreno ciertamente abstruso: los sueños. Mercenarios del mundo onírico que se introducen en el subconsciente de una persona (un científico, un empresario, un creativo) para apropiarse de sus ideas o descubrir sus secretos más ocultos. El cabecilla de estos profesionales de la extracción de conceptos es Dom Cobb, un hombre atormentado por sus demonios personales que se verá obligado a aceptar, para recuperar la vida que un día tuvo, un último y muy arriesgado trabajo.


No obstante, despachar el argumento de “Inception” con este breve párrafo introductorio sería como afirmar que “Blade Runner” trata, simplemente, sobre un poli retirado que debe capturar a unos androides fugados. No es mentira, vaya, pero desde luego poca justicia le hace a lo que la película finalmente ofrece. Tampoco sería ecuánime acometer una reseña de “Inception” resaltando, sobre sus deliciosas particularidades, sus indudables (aunque en ocasiones muy tenues) aspectos en común con cintas que la precedieron como “Dark City”, “Días extraños”, “eXistenZ”, “La celda”, la mentada “The Matrix” o “Paprika”. El cine fantástico ya ha deambulado en numerosas ocasiones por el sendero de los sueños y las realidades impostadas, y a estas alturas me parece más importante el “cómo” que el ya conocido “qué”. Al fin y al cabo, a David Lynch no se le recuerda cada vez que estrena una cinta lo mucho que le debe su cine a los esfuerzos surrealistas, muy anteriores, de Buñuel.


No lo tenía fácil el realizador Christopher Nolan para mantener el tipo después del rotundo éxito (tanto de crítica como de público) de “El caballero oscuro” y el enorme hype (término éste tan querido en el redil internetero) que “Inception” arrastraba consigo desde las primeras noticias de su existencia como proyecto cinematográfico. Podría decirse que, tras la división de opiniones que supuso la mastodóntica “Avatar” de James Cameron, todos los ojos (de la industria, de la crítica, de los frikis) estaban clavados en el cogote de Nolan, aguardando la “Gran Película Fantástica de la Década” (que a mí me suena igual de chorra que llamarle “el Partido del Siglo” a cada nuevo derbi Madrid-Barça) o el estrepitoso primer fracaso de una carrera que parecía imparable y que, por pura estadística, algún día tenía que resbalar. Ya se sabe la tirria que le coge el personal a esos directores infalibles supuestamente tocados por la mano de Dios.


Hasta la fecha, Nolan parecía seguir un interesantísimo patrón en su filmografía, alternando películas más personales (psicológicamente densas y plagadas de giros argumentales imprevisibles, como las sobresalientes “Memento” y “El truco final”) con blockbusters menos exigentes con la mollera del espectador y más centrados en la acción y el corazón de los personajes (como su acertadísima reinvención del icono superheroico en “Batman begins” y su muy superior secuela, la mentada “El caballero oscuro”). Ambas vertientes creativas compartían multitud de elementos que remitían indudablemente a una misma identidad autoral, pero no ha sido hasta esta “Inception” que hoy nos ocupa que Nolan ha conseguido reunir en un solo título todas las facetas que hasta el momento se habían venido presentando en su obra de forma más o menos irreconciliable. Si esto ha sido así es, sin duda, porque el éxito alcanzado con la saga del hombre murciélago le ha otorgado al director la posibilidad de realizar una cinta sin límite presupuestario ni interferencias artísticas por parte de productores y distribuidores, alcanzando una libertad creativa que muy pocos realizadores han atesorado en la historia del cine comercial estadounidense. ¿Se recompensará esa capacidad de libre decisión y la ingente inversión económica con un rotundo éxito de público? Lo dudo (y ojalá me equivoque).

“Inception” está llamada a ser una película de esas que comúnmente denominamos “de culto”. Al contrario que la citada “Avatar”, que transitaba por territorios más que conocidos precisamente para ser popular y fácilmente digerible (y así recuperar la elevadísima inversión que su producción supuso), “Inception” exige por parte del espectador una atención y una capacidad de interpretación insólitas en el cine comercial reciente. Mientras los protagonistas de la película se internan cada vez más profundamente en el juego de muñecas matrioskas que conforma los distintos niveles del subconsciente humano, las líneas argumentales se despliegan de forma superpuesta en un sofisticado ejercicio de encaje de bolillos cinematográfico que hace del montaje en paralelo (nunca esta técnica narrativa había tenido tanto sentido) y la cámara lenta (no como efectista recurso estético sino como herramienta argumental perfectamente legítima) sus mejores aliados. Si a ello le sumamos la desbordante cantidad de información que el espectador debe siempre tener en cuenta para no verse superado por a) la lógica interna, con numerosas reglas y excepciones, del proceso de invasión del subconsciente; b) la situación exacta, tanto en el mundo de la vigilia como en los sucesivos niveles oníricos, de cada personaje, y c) las motivaciones emocionales y las posibles desviaciones dramáticas que estos tomen de acuerdo a sus impulsos subconscientes, podemos concluir que “Inception” requiere de un enorme grado de implicación por parte del espectador (y, en la medida de lo posible, de un segundo visionado que servidor se dará el lujo de experimentar en rigurosa versión original en cuanto ponga de nuevo un pie en los madriles).


Curiosamente, no creo que “Inception” sea una película especialmente difícil de entender. Es compleja, sí, pero no del modo en que pudieran serlo las obras de David Lynch o aquel galvánico “Primer” de Shane Carruth. Si uno está atento a la pantalla no le costará demasiado hacerse una idea general de todas las ramificaciones de su argumento y de todos y cada uno de los giros de guión (que no son pocos) que la película contiene. Su estructura narrativa (“su arquitectura” parece aquí un término de lo más apropiado) es lo suficientemente precisa y está todo lo bien articulada que la trama requiere para que uno salga del cine con ganas de volver a verla, pero no porque no haya entendido un carajo, sino porque intuye que aún existen más niveles de comprensión a los que sólo las sucesivas revisiones le podrían conducir. Por eso y, por supuesto, porque “Inception” es una película jodidamente entretenida.


No todo el mérito debe ser atribuido a un solo hombre. Buena parte del estupendo funcionamiento de la película proviene de un grupo de actores tan eficiente como bien escogido. Encabezando el reparto tenemos a un espléndido Leonardo DiCaprio (consecutivamente después de aquella lección de interpretación que brindó al público en la magnífica “Shutter Island” de Scorsese), que da vida, con complejidad y convicción, al personaje sobre el que recae prácticamente todo el peso dramático de la cinta. Si hace años dudé de sus capacidades como intérprete por no verlo más que como el rostro de una pegatina en la carpeta de una quinceañera, hoy me trago alegremente mis palabras para concederle el reconocimiento que se merece como uno de los mejores actores de su generación.

La réplica se la ofrece una también excelente Marion Cotillard (musa de mis desvelos cinéfilos), que se enfrenta al reto interpretativo de dar vida a algo más y algo menos que un personaje al uso. El resto del reparto, desplegado en pantalla no tanto por sus vicisitudes dramáticas sino por su funcionalidad dentro del gran golpe que actúa como leit motiv de la película, incluye las poderosas fisionomías de Joseph Gordon-Levitt (por el que siento debilidad desde que lo viera en “Brick”; debilidad que se elevó a la enésima potencia tras su deslumbrante interpretación en “(500) days of Summer”), Tom Hardy (aquel animal carcelario de “Bronson” que sigue comiéndose la pantalla con su sola presencia física) o Ken Watanabe (desgraciadamente perjudicado por un pésimo doblaje al castellano), amén de una encantadora Ellen Page que, si bien no se enfrenta a un auténtico desafío dramático en esta “Inception”, cumple sobradamente con su cometido y establece un necesario vínculo didáctico con el espectador.


Si en el apartado musical nos encontramos con un sorprendente Hans Zimmer (por esforzado y poco dado, por una vez, al más descarado autoplagio), en el aspecto visual no puedo menos que deshacerme en elogios ante la portentosa fotografía y la sobria, impecable y elegantísima puesta en escena. Si tuviera que ponerle un “pero” a la película, sin duda lo encontraría en uno de los puntos débiles de la narrativa de Christopher Nolan: las escenas de acción. “Inception” contiene, paradójicamente, potentísimas secuencias de persecuciones y combate cuerpo a cuerpo (la escena protagonizada por Gordon-Levitt en un entorno de gravedad cambiante es de una plasticidad arrolladora) para caer, casi a continuación, en una serie de excesos pirotécnicos no justificados y cierta ilegibilidad visual que hacen de la escena en la fortaleza nevada uno de los pocos factores de duda en un conjunto que, más allá de estas pequeñas asperezas, consigue unificar como nadie ha logrado hasta la fecha la ciencia-ficción en su versión más hardcore con el cine de acción palomitero de toda la vida.


Por si todo ello pareciera poco, en su inolvidable (por persistente e icónico) último plano, “Inception” siembra en nuestro cerebro, casi de propina, una de las imágenes más enigmáticas en toda la historia del cine fantástico, compitiendo con el unicornio de origami de “Blade Runner” y el feto de luz danzando entre las estrellas al ritmo de la música de Strauss antes del fundido a negro de “2001: una odisea en el espacio” (a la que reserva además un reconocible guiño, compartido con un sentido homenaje a “Ciudadano Kane”), abriendo toda una miríada de interpretaciones y reinvenciones argumentales que a estas horas son objeto de tesis y debate en infinidad de foros y portales sobre cine y ciencia-ficción. ¿Acaso se le puede pedir más a 150 minutos de celuloide?


Toca ahora mostrarse compasivo ante quienes aguardaban ansiosamente ese estrepitoso fracaso en la trayectoria como director de Christopher Nolan. Mientras la plana mayor de la cinefilia aguarda expectante su definitiva incursión en el lóbrego universo de Gotham, su leyenda de creador de ficciones continuará creciendo imparable mientras el eco de “Inception” no se decida a abandonar los recovecos de nuestro subconsciente, como una poderosa idea aferrada a la materia de nuestros sueños.

lunes, agosto 09, 2010

Dirás que soy un soñador

“(...)
Imagine there's no countries
It isn't hard to do
Nothing to kill or die for
And no religion too
Imagine all the people
Living life in peace...
You may say I'm a dreamer
But I'm not the only one
I hope someday you'll join us
And the world will be as one
(...)”


[Seguro que no necesitáis que identifique la canción cuyos versos dan comienzo a esta entrada. Se trata de una de esas celebérrimas composiciones mil y una veces escuchadas por prácticamente todo el mundo y que, a fuerza de repetirla en la radio, la tele o la televisión, ya no requiere presentación. No hace falta ser un gran seguidor de John Lennon para comprender por qué este tema marcó un antes y un después en su carrera y para poder apreciar, ya sea a un nivel estrictamente musical o desde un punto de vista lírico, sus muchas virtudes (a mí personalmente la letra, con su contundencia y sencillez, me parece absolutamente maravillosa). De todos modos, por lo manoseada y aburrida que está, no la sacaría a colación si la situación no mereciese realmente la pena. Pero lo merece: resulta que Antony & the Johnsons, apenas un par de meses antes de la salida de su cuarto LP de estudio, “Swanlights”, ha sorprendido a propios y extraños con la publicación de un EP titulado “Thank you for your love” que incluye esta particular versión del clásico de Lennon. El resultado es tan original y está tan imbuido por una superlativa sensibilidad como podría esperarse del Sr. Hegarty. Y, si bien no superará a la versión primigenia de 1971 (porque, básicamente, no se puede), es un muy buen ejemplo del potencial que cualquier composición (ya sea ésta o el “Crazy in love” de Beyonce Knowles, por poner dos ejemplos de lo más dispares) puede adquirir en manos de este genio de la música moderna, así como un tentempié de lo más agradable mientras aguardamos la salida de su próximo larga duración.]

Cerebus ¿Cerebus? ¡Cerebus!

Hace más o menos una década, pensar en la posibilidad de adquirir un volumen de “Cerebus” en lengua castellana no pasaba de ser una utopía editorial. Su creador, guionista, dibujante y editor en la versión americana, Dave Sim, se negaba categóricamente a la impresión de su obra en cualquier otro idioma que no fuera el suyo propio, aduciendo que la traducción conllevaría una pérdida total de la intención original del tebeo (personalmente siempre he creído que, si se puede traducir a James Joyce y a Grant Morrison, se puede traducir lo que sea.)


Por consiguiente, durante mucho tiempo se vio obligado el lector hispanohablante a recurrir a la edición original de “Cerebus”, soñando con una aparentemente imposible traducción a la lengua de Cervantes. No han debido irle muy bien las cosas a Dave Sim, sin embargo, cuando hace poco decidió no sólo vender los derechos de su obra para su explotación en castellano, sino además mostrarse pletórico de satisfacción con el hecho de que la niña de sus ojos fuera por fin a poner en práctica un fructífero (en términos económicos) don de lenguas.

En abril de 2010 llegó a las tiendas, finalmente, el primer volumen de la tan ansiada edición española de “Cerebus” a cargo de Ponent Mon, comenzando no por el (aparentemente) lógico primer recopilatorio de la colección, sino por el segundo, “Alta sociedad”. La razón de esta decisión la encontramos en la naturaleza puramente paródica del primer volumen, que da paso en el segundo a un argumento de mayor envergadura y a un tono y un estilo narrativo perfectamente definidos. Además, resulta que no es estrictamente necesario conocer los hechos previos a “Alta sociedad” para disfrutar plenamente de lo que en él se nos narra y, caso de que alguien desease saber un poco más sobre los primeros pasos de su protagonista, el tomo incluye en sus páginas iniciales un breve resumen que pondrá al recién llegado al día de los detalles más relevantes.

Pero, antes de adelantar acontecimientos, conviene responder a una pregunta fundamental: ¿qué y quién es “Cerebus”?



Desde el punto de vista de la industria del comic norteamericano, “Cerebus” es un hito: una serie limitada de 300 (¡300!) números, autopublicada por el propio Sim con periodicidad mensual (salvo los primeros ejemplares, de cadencia bimestral) entre los años 1977 y 2004. Casi nada, vamos.

Desde el punto de vista argumental, Cerebus es un cerdo hormiguero que habita (al menos en un principio) un universo claramente inspirado en las grandes sagas de fantasía heroica (con “Conan el bárbaro” a la cabeza). Y, si bien sus primeros pasos en la serie siguen el sendero del género fantástico (con tintes humorísticos), posteriormente protagonizará toda suerte de aventuras políticas, religiosas, cósmicas e incluso metalingüísticas, así como multitud de experimentos narrativos destinados a destruir los cimientos de todo aquello que pueda ser considerado “canon” del comic-book norteamericano.



Atendiendo a esto, ¿qué puede uno esperar de este primer recopilatorio, “Alta sociedad”? Veamos: sin haber leído absolutamente nada más de la propia serie en sí misma, pero conociendo al menos una docena de opiniones de aquellos que la han disfrutado en su totalidad, me arriesgaré a decir que “Alta sociedad” supone tan sólo un primer paso en la maduración de una obra que, como ya se ha dicho, tardó 27 años en gestarse. Durante semejante espacio de tiempo, la colección de “El teniente Blueberry” evolucionó desde los titubeantes comienzos del álbum “Fort Navajo” hasta la culminación de la irrepetible etapa capitaneada por Jean-Michel Charlier en el brillante “Arizona love”. 27 años separan también al primerizo (aunque prometedor) Alan Moore de la revista “2000 A.D.” del guionista perfectamente consciente de los resortes del medio que podemos encontrar en “Lost girls” o “Promethea” (y que por el camino nos fue regalando joyas como “Miracleman”, “La Cosa del Pantano” o “From Hell”).



Teniendo esto en cuenta, resulta razonable esperar que, a poco que “Cerebus” continúe una línea de calidad ascendente (la misma que tan claramente se manifiesta entre las primeras y las últimas páginas de “Alta sociedad”), nos encontremos ante una obra capital del Noveno Arte que no debe ser juzgada únicamente por el primer peldaño de su escalera. Como libro más o menos autoconclusivo, “Alta sociedad” es un tebeo notable, algo disperso por momentos y también brillante en ocasiones, estupendamente dibujado y fantásticamente narrado, pleno de una ambición que quizás resulte contraproducente en las distancias cortas pero que puede suponer un acicate para la genialidad en los restantes 250 números de colección.

Quizás “Alta sociedad” no constituya, por sí misma, la mejor lectura del año, pero es igualmente posible que “Cerebus” acabe siendo, en su conjunto, el mejor tebeo que se publique esta década en nuestro país. Con esa esperanza en mente, aguardo impaciente la aparición del siguiente tomo recopilatorio: “Iglesia y estado”.

La madre de las ucronías

No suelo leer novelas de ciencia-ficción.


Reconozco que esto se debe, en parte, a ciertos prejuicios hacia el género, mas sólo en su faceta literaria. No porque piense que la ciencia-ficción no es una temática tan capaz de albergar alta literatura como cualquier otra (siendo “1984” mi novela favorita, por cierto), sino porque, al igual que me ocurre con los tebeos de super-héroes, sospecho que se trata en ambos casos de géneros que atraen, por sus características más superficiales, a una cantidad insólita de patanes artísticos y juntapalabras de poca monta.

Por otro lado, sufro de cierta saturación de ciencia-ficción en el cine y los comics, donde el género me hace disfrutar de lo lindo (en breve os aburriré con un señor tocho a colación de la fantasía onírica de “Origen”), y cuando abro un libro busco, de algún modo, compensar esa sobreexposición a la irrealidad con otro tipo de argumentos que enriquezcan mi abanico particular de ocio. Es una opción personal que a muchos les parecerá algo tonta, lo sé, pero supongo que lo que a uno le apetece o no leer depende únicamente de ese uno y de nadie más.

Con todo, soy perfectamente consciente de que la ciencia-ficción novelada alberga no pocas obras maestras (más allá de géneros y denominaciones) que uno debe conocer si aspira a estar un poco al día en materia literaria. De todos los grandes autores que han tratado asiduamente el género, uno de los más destacados, tanto por obra como por influencia posterior, es Philip K. Dick.



Suele decirse que Dick estaba un poco (o bastante) majareta. Que afirmaba haber tenido experiencias paranormales de todo tipo, siendo una de ellas el haber atravesado el velo entre universos y haber visitado una realidad alternativa a la nuestra, parte (al igual que nuestro plano de existencia) de un multiverso mayor. De esa vivencia surgió, al parecer, la idea en que se asienta su novela ganadora del premio Hugo en 1963, “El hombre en el castillo”.

En “El hombre en el castillo” nos encontramos con uno de los más famosos ejemplos de ucronía, subgénero que consiste en reinterpretar la historia de la humanidad de acuerdo a un cambio puntual que desencadena una realidad distinta a la que actualmente conocemos. Así, en la novela que nos ocupa, el presidente de EE.UU. Franklin D. Roosevelt fue asesinado en el año 1933, iniciando un sucesión de acontecimientos que llevó a la derrota de los aliados en la II Guerra Mundial y al reparto del mundo por parte de las fuerzas del Eje. Lo que nosotros conocemos como EE.UU. queda entonces dividido en tres grandes zonas: los Estados Americanos del Pacífico, gobernados por autoridades japonesas; los Estados Unidos de América, propiedad del Reich alemán, y los Estados de las Montañas Rocosas, zona neutral entre ambos imperios.



“El hombre en el castillo” está planteada como una historia coral centrada principalmente en ciudadanos anónimos. Estos están esencialmente interconectados por la lectura de un libro titulado “La langosta se ha posado” (escrito por un misterioso hombre, Hawthorne Abdensen, del que se dice que vive en una fortaleza inexpugnable) y por el uso, muy arraigado entre los habitantes de la zona japonesa, del “Libro de los cambios” o “I-Ching”, oráculo milenario que permite a su usuario vislumbrar la decisión más ventajosa ante una encrucijada vital. Y es precisamente en el “I-Ching” donde finalmente se centra la atención de la novela; la cual, según declaraciones del propio Philip K. Dick, se escribió de acuerdo a las determinaciones que el propio libro iba dictándole, incluso cuando éstas contradecían las preferencias del autor.

No conviene desvelar mucho más acerca del argumento de la obra, pues se trata de una historia conceptualmente compleja que admite múltiples interpretaciones y que debe ser descubierta por cada lector, pues sus enigmas y misterios bien compensan el (por otro lado) escaso esfuerzo que supone su lectura. “El hombre en el castillo” es una novela corta, escrita de forma directa y amena, haciendo hincapié en el aspecto puramente narrativo, más allá de elaboradas descripciones. Además, elude con rotundidad los habituales clichés de la ciencia-ficción más arquetípica (olvidaos de coches voladores, especies alienígenas y demás parafernalia fururista; aquí todo es bastante mundano y terrenal) y pone el foco en la psicología de personajes y el factor socio-político.

Sin estar destinada a figurar entre mis novelas de cabecera, “El hombre en el castillo” supone uno de esos escasos acercamientos al género fantástico que, de tanto en tanto, sacuden con fuerza mis prejuicios literarios y me animan a indagar más profundamente en un terreno en el que, toca reconocerlo, aún tengo muchas alegrías por descubrir.

viernes, agosto 06, 2010

En el hoyo

“When you walk through the garden
You gotta watch your back
Well I beg your pardon
Walk the straight and narrow track
If you walk with Jesus
He’s gonna save your soul
You gotta keep the devil
Way down in the hole
(…)”

[La semana pasada terminé de ver la cuarta temporada de “The Wire”. Hace un tiempo escribí una reseña de la primera y debo admitir que, pese al carro de halagos que allí se podían encontrar, ahora sé que me quedé francamente corto. Es por eso que hoy no voy a marcarme una crítica al uso: aún me queda otra temporada más por paladear y no veo el sentido a estar repitiendo cada X tiempo lo maravillosa que es esta producción de la HBO. Si ya la habéis visto (me consta que alguno de los habituales del blog lo ha hecho), no hará falta que os diga nada. Si no, creedme, ya estáis tardando. Tal vez “The Wire” sea la mejor serie que servidor haya visto jamás. Si no lo digo con más rotundidad es, en efecto, por esa temporada que todavía me falta por disfrutar y porque sería injusto valorarla ahora, en pleno subidón post-season finale, cuando en el pasado otras series como “Los Soprano”, “Hermanos de sangre” o “Six feet under” me parecieron también, justo al terminar de verlas, lo más increíble que había salido alguna vez de la caja tonta. Os estaréis preguntando (tal vez no) que, si no voy a glosar las innumerables virtudes de “The Wire”, ¿a qué viene esta entrada? Bien, pues voy a glosar sólo una: el tema musical de sus openings; siempre la misma canción, “Way down to the hole”, pero en una versión distinta en cada temporada. La primera corresponde a The Blind Boys of Alabama; la segunda, a su compositor, Tom Waits (espectacular en directo, por cierto); la tercera, a The Neville Brothers; la cuarta, muy pegadiza, a Domaje, y la quinta a Steve Earle. Como podréis comprobar el tema es sencillamente fabuloso y cada versión aporta un matiz distinto, con muchísima clase y totalmente acorde con el espíritu de la serie. También existe, por cierto, una versión bastante marciana (como no podía ser de otro modo) a cargo de M.I.A. y Blaqstarr, que poco o nada tiene que ver con el tono de las cinco que aparecen en las cabeceras de “The Wire”. La reinterpretación que hace un tal Citizen Cope (ni idea de quién es este tipo, me lo he encontrado en YouTube de casualidad) es algo más respetuosa con el material original pero está, igualmente, a años luz de las estupendas versiones de la serie…]

El plan salió rana

Supongo que hay que ser realmente inocente (o estúpidamente nostálgico) para esperar que, a estas alturas del negocio cinematográfico, pudiera llegarnos desde Hollywood una adaptación/remake/precuela de la serie más recordada de la televisión de los años 80, “El equipo A”, que resultase mínimamente decente. El inocente nostálgico, claro, soy yo.


Tampoco es que todo sea horrible en esta película: el casting está más o menos bien resuelto (Quinton “Rampage” Jackson no tiene absolutamente nada que hacer en comparación con el M.A. Baracus original, pero Sharlto Copley hace lo posible por sacar adelante un Murdock tan mal escrito que ni siquiera Dwight Schultz hubiese conseguido reflotar y Liam Neeson y Bradley Cooper cumplen sobradamente como los nuevos Hannibal Smith y Templeton “Fénix” Peck), el gasto en producción es elevado e incluso alguno de los momentos humorísticos consigue que esbocemos una tímida sonrisa de divertida vergüenza ajena. Con los mismos mimbres se podía haber logrado algo muy superior.



El problema estriba, básicamente, en los dos aspectos que, a la postre, determinan con mayor rotunidad el acierto o el fracaso de una cinta: guión y dirección. Así, por un lado, tenemos un libreto terriblemente plano y convencional en lo que respecta al retrato de personajes (no es que la serie original fuese un sesudo ejercicio de psicoanálisis, lo sé), pero inexplicablemente abigarrado a la hora de exponer un argumento que no debería dar demasiados quebraderos de cabeza: una unidad de operaciones especiales del ejército de EE.UU. destinada en Irak (no Vietnam, que de esa guerra ya no se acuerda nadie) es traicionada con motivo de la recuperación de unas planchas que permiten la falsificación de dólares americanos. Se les hace pasar por los malos, se les realiza un juicio militar y se les condena a prisión. Luego, por supuesto, escapan y buscan limpiar su nombre y recuperar su rango destapando la verdad detrás de una conspiración que involucra al ejército, a la CIA y a una organización de mercenarios claramente inspirada en el grupo Blackwater y que responde al originalísimo nombre de “Blackforest” (blanco y en botella: ¡leche!). En medio de tanto lío habrá tiempo, como no podía ser de otro modo, para que Fénix se reencuentre con su ex-novia Charisa, encarnada por Jessica Biel (muchacha que, salta a la vista en la imagen que a continuación adjunto, se ha hecho un hueco en el mundo del cine gracias, exclusivamente, a sus indudables virtudes interpretativas). Todo muy... convencional, digamos.



Pero, por alguna razón que no alcanzo a imaginar, el desarrollo de la trama resulta totalmente arrítmico y, peor aún, confuso por momentos. A veces uno se pierde un poco y no logra discernir quién ha dado qué orden a quién, en qué consiste tal o cuál traición ni, más importante, cómo esperaban los escritores de semejante despropósito que el espectador medianamente inteligente no detectase desde el primer momento dónde y cómo iban a producirse unos muy evidentes giros de guión.



Si no fuera suficiente con todo ello, el realizador Joe Carnahan (leo en Filmaffinity que ha sido también el responsable de “Narc” y “Ases calientes”, dos pelis que, ya seguro, no veré) lo embarulla todo aún más con una narrativa videoclipera alla Michael Bay fraguada a base de medio segundo por plano y que estropea totalmente el principal atractivo de esta clase de producciones: las escenas de acción.


Lo único que podría haber salvado de la quema a esta “El equipo A” hubiese sido una planificación inteligente de las coreografías y pirotecnias que decoran buena parte de su metraje. Jamás habría sido una gran película, pero podría haber funcionado como un pasatiempo infantilmente entretenido al más puro estilo “Wanted” o “Ninja assassin” (que son malas, sí, pero le alegran a uno una tarde de palomitas y coca-colas).

“El equipo A” representa esa clase de blockbuster sobrado de dólares y rácano en talento que, triunfando en taquilla, perpetuará una forma de entender el cine de acción que separa, cada vez más, el entretenimiento del arte.

Destruida totalmente mi inocencia y asesinadas (casi) todas mis expectativas en lo que respecta al cine de acción actual, ya sólo me resta hacer un llamamiento desesperado al más puro estilo Princesa Leia: “ayúdame, Christopher Nolan, eres mi única esperanza.”

lunes, agosto 02, 2010

Te deseo

"Te deseo primero que ames,
y que amando, también seas amado.
Y que, de no ser así, seas breve en olvidar
y que después de olvidar, no guardes rencores.
Deseo, pues, que no sea así, pero que si es,
sepas ser sin desesperar.

Te deseo también que tengas amigos,
y que, incluso malos e inconsecuentes
sean valientes y fieles, y que por lo menos
haya uno en quien confiar sin dudar.

Y porque la vida es así,
te deseo también que tengas enemigos.
Ni muchos ni pocos, en la medida exacta,
para que, algunas veces, te cuestiones
tus propias certezas. Y que entre ellos,
haya por lo menos uno que sea justo,
para que no te sientas demasiado seguro.

Te deseo además que seas útil,
más no insustituible.
Y que en los momentos malos,
cuando no quede más nada,
esa utilidad sea suficiente
para mantenerte en pie.

Igualmente, te deseo que seas tolerante,
no con los que se equivocan poco,
porque eso es fácil, sino con los que
se equivocan mucho e irremediablemente,
y que haciendo buen uso de esa tolerancia,
sirvas de ejemplo a otros.

Te deseo que siendo joven no
madures demasiado de prisa,
y que ya maduro, no insistas en rejuvenecer,
y que siendo viejo no te dediques al desespero.
Porque cada edad tiene su placer
y su dolor y es necesario dejar
que fluyan entre nosotros.

Te deseo de paso que seas triste.
No todo el año, sino apenas un día.
Pero que en ese día descubras
que la risa diaria es buena, que la risa
habitual es sosa y la risa constante es malsana.

Te deseo que descubras,
con urgencia máxima, por encima
y a pesar de todo, que existen,
y que te rodean, seres oprimidos,
tratados con injusticia y personas infelices.

Te deseo que acaricies un perro,
alimentes a un pájaro y oigas a un jilguero
erguir triunfante su canto matinal,
porque de esta manera,
sentirás bien por nada.

Deseo también que plantes una semilla,
por más minúscula que sea, y la
acompañes en su crecimiento,
para que descubras de cuantas vidas
está hecho un árbol.

Te deseo, además, que tengas dinero,
porque es necesario ser práctico,
y que por lo menos una vez
por año pongas algo de ese dinero
frente a ti y digas: "Esto es mío",

sólo para que quede claro
quién es el dueño de quién.

Te deseo también que ninguno
de tus afectos muera, pero que si
muere alguno, puedas llorar
sin lamentarte y sufrir sin sentirte culpable.

Te deseo por fin que, siendo hombre,
tengas una buena mujer, y que siendo
mujer, tengas un buen hombre,
mañana y al día siguiente, y que cuando
estén exhaustos y sonrientes,
hablen sobre amor para recomenzar.

Si todas estas cosas llegaran a pasar,
no tengo más nada que desearte."


(“Te deseo”, de Victor Hugo)

El imaginario del Dr. Bilal

Aprovechando unos días de descanso en Galicia, en la casa de mis padres, y cierta intervención odontológica (con su consiguiente ingesta de antibióticos) que me mantendrá alejado de la playa en el futuro más inmediato, he encontrado la excusa perfecta para atrincherarme en la habitación que me vio crecer con una buena cantidad de lecturas pendientes, DVD’s de cine clásico, un ordenador conectado a internet, un disco duro portátil cargado de mp3 de lo más variado y, sobre todo, mucho tiempo libre por delante. Vacaciones, que se dice.


Si empecé a despachar esas lecturas pendientes por la “Tetralogía del monstruo” de Enki Bilal (de la que había leído los dos primeros álbumes hace años) fue porque, teniendo fresca la revisión de “Partida de caza” y “Las falanges del orden negro”, sentía gran curiosidad por descubrir los derroteros seguidos por el penúltimo Bilal (el último, de hace sólo unos meses, es el de “Animal’Z”, que aún no he podido más que hojear en las estanterías de alguna librería especializada).


No es Bilal, como autor completo, un tipo que se lo ponga fácil al lector. Ya en su célebre “Trilogía Nikopol” daba muestras de poseer un imaginario personal tan asombroso como, a veces, indescifrable. Más ilustrador que dibujante, más dibujante que guionista y, sobre todo, más artista que ninguna otra cosa, el Bilal de la “Tetralogía del Monstruo” (compuesta por los álbumes “El sueño del monstruo”, “32 de diciembre”, “Cita en París” y “¿Cuatro?”), propone un relato de ciencia-ficción futurista que emplea los resortes de la memoria, el arte (en su faceta happening/performer), la usurpación de identidades, el control mental, el fanatismo religioso, el deporte como nueva doctrina agnóstica, la colonización espacial y la evocación del conflicto de los Balcanes para trazar un personal retrato del mundo venidero.


No es un combinado de digestión sencilla, pues el Bilal guionista, críptico e impreciso, se deja llevar por su faceta de creador de estampas oníricas, brutales y excesivas, más cómodo en el terreno de las interpretaciones subconscientes que en el de la lógica narrativa tradicional. Así, sus personajes deambulan por la historia sin un destino aparente, tienen diálogos marcianos que no parecen encajar con el contexto de la acción y viven envueltos en un ambiente de opresión onírico-bio-tecnológica que consigue, a costa de marear un poco al lector, ofrecerle un sinfín de impactantes impresiones viscerales, desprovistas de cualquier armadura racional.


El balance final es, por lo tanto, ambiguo. La “Tetralogía del Monstruo” supone un paso adelante en la búsqueda por parte de Bilal de un tono y un estilo propios, más próximos a la concepción del medio como un arte que el lector/espectador debe esforzarse en comprender/estudiar/interpretar que al habitual uso del comic como entretenimiento (de mayor o menor categoría) y vehículo de evasión. Desde un punto de vista estrictamente estético se trata quizás de su trabajo más llamativo, quedando la narrativa y la composición de página tristemente subyugadas a un espectacular trabajo pictórico que se sentirá tan a gusto entre las páginas de un álbum como engalanando las paredes de una galería de arte o un museo.

A mí, fan inamovible del yugoslavo (francés de adopción), me ha gustado bastante, pese a que una vez más me haya dejado inscrita en la cara esa expresión que oscila entre la perplejidad y la fascinación y que normalmente acompaña también a las películas de David Lynch y a los cuadros de Francis Bacon. Tal vez no sea mi Bilal favorito (aquél que ponía en imágenes, más sobrias y también mejor ensambladas, los atinados textos de Pierre Christin), pero un Bilal siempre será un Bilal, con todo lo que ello conlleva.