Supongo que creo en los flechazos. De hecho, en varias ocasiones con sólo un primer vistazo ya supe que aquello acabaría en amor. Recuerdo que me pasó en el primer día de instituto y me pasé los 4 años siguientes prendado de la dama en cuestión. Me pasó justo antes de empezar la carrera, y el asunto también trajo cola hasta muchos años después (y además con réplicas, como los terremotos). Una vez más, viví un auténtico flechazo en los jardines de Dolmabahçe, en pleno corazón de Constantinopla, pero la distancia se impuso y hoy no quedan de aquello más que unas sonrisas fotografiadas y 8 cartas en un cajón. Y me ocurrió, claro está, con “Lost”.
Siendo estrictos, yo ya conocía “Lost” antes de enamorarme de ella perdidamente (atención, astuto lector, al intencionado juego de palabras). Mientras preparaba el teórico del carnet de conducir, mi hermano vio algunos capítulos sueltos cuando la empezó a emitir TVE y me dijo que aquello tenía muy buena pinta. Yo, más preocupado por mi futuro automovilístico, eché un vistazo a la pantalla, vi a unos fulanos corriendo por la selva y luego, con el más absoluto de los desprecios, seguí haciendo tests sobre límites de velocidad y tonelajes de camiones.
Un año después, no recuerdo exactamente por qué razón (juraría que fue por las efusivas recomendaciones de algunos colegas de Pontevedra), mi hermano y yo decidimos adquirir “vía equina” la primera temporada completa, para verla de un tirón y descubrir si aquella serie era tanta cosa como por ahí se decía.
Fue entonces cuando vi mi primer episodio completo de “Lost” (el piloto, obviamente). Y fue entonces, claro, cuando se produjo el flechazo.
Durante el mes siguiente, mi hermano y yo comimos y cenamos a diario con Jack, Kate, Sawyer, Locke y compañía, y a la primera temporada le siguió, inmediatamente después, la segunda. A ésta, tras una larga y desquiciante espera, le sucedió la espectacular tercera temporada. Recientemente he podido ver la cuarta, también del tirón, y el caso es que, como en las buenas relaciones de amor, el flechazo inicial ha dado paso a la confianza, el cariño, el respeto, la admiración y la fidelidad. Y no parece, por el momento, que la cosa vaya a decaer.
Para poner en situación a los despistados, el argumento es el siguiente: un vuelo comercial entre Sydney y Los Angeles sufre un accidente mientras sobrevuela el océano y cae sobre una isla aparentemente deshabitada. Los supervivientes, al comprobar que nadie va a venir a rescatarlos, deberán esforzarse por recuperar el control de sus vidas, mantener la cordura y sobrevivir a los misterios que aguardan en el interior de la frondosa selva que cubre su nuevo hogar. Y ya no digo más, que la cago…
De todo cuanto he visto en material televisivo (no soy precisamente un devorador de rayos catódicos, pero siempre me han gustado las series y estoy bastante al día en la materia, aunque inevitablemente se me escape alguna), “Lost” es, sin ningún género de dudas, mi serie favorita. Quizás no sea, en términos objetivos, mejor que “A dos metros bajo tierra” o “Los Soprano”, pero por cojonudas que sean éstas, “Lost” siempre me ha hecho disfrutar ese “poco más” que separa lo genial de lo divino.
En mi humilde opinión, “Lost” es redonda. Obviamente, estamos hablando de una serie todavía inconclusa (si las afirmaciones de sus creadores son ciertas, faltan por ver un par de temporadas más y se especula con una posible película como colofón final) y que, debido a su extensión, inevitablemente tendrá episodios mejores y episodios peores (que, no obstante, serían los mejores en otras series de supuesto prestigio e indudable éxito de audiencia), o subtramas que agraden más o menos al espectador dependiendo de sus simpatías hacia tal o cual personaje o de sus filias y fobias personales.
Pero hasta ahora, repito, “Lost” me parece redonda. Desde su estructura (cada capítulo está dedicado a uno de los personajes principales y contiene, además de la acción en tiempo presente, un flashback explicativo sobre el pasado del individuo en cuestión) hasta su impresionante fotografía, pasando por los inteligentes diálogos (que funcionan igualmente bien tanto en los momentos dramáticos como en los cómicos), la soberbia música de Michael Giacchino, el increíble trabajo de planificación argumental (no me cansaré de decirlo: los guionistas de “Lost” son lo más parecido a dioses del “cliffhanger” que existe) y las increíbles interpretaciones de todos los actores (dando un nivelazo impresionante y haciendo suyos a los personajes hasta tal punto que, desgraciadamente para los implicados, no creo que jamás puedan sacarse de encima el encasillamiento al que se verán sometidos una vez termine la serie), todo en “Lost” funciona como un reloj suizo, marcando siempre la hora correcta.
Por si eso fuera poco, algunas escenas concretas de la serie forman ya parte de los “greatest hits” de mi imaginario particular con la misma fuerza que otros momentos frikis memorables, como el discurso final de Roy Batty en “Blade Runner”, la pelea del número 15 de “Miracleman”, el diálogo Vader/Skywalker en la conclusión de “El Imperio Contraataca”, el número 16 de “The Authority” (posiblemente el tebeo que más veces me haya llevado al retrete –para leerlo, se entiende, no para limpiarme el culo con él-) o el éxtasis del oro de “El bueno, el feo y el malo”.
Concretamente, el final del cuarto episodio de la primera temporada (que siempre, siempre, siempre hace que se me ericen los pelillos de la nuca), los primeros minutos de la segunda temporada (porque me dejaron de piedra en su momento y aún sigo sintiendo un cosquilleo cuando pienso en ello), el final del episodio sexto de la tercera y, sobre todo, el capítulo 23 (y último) de la susodicha (para un servidor, posiblemente el mejor episodio de una serie en toda la historia de la televisión).
Y luego están los personajes. Todos ellos. Si tuviera que elegir solo a uno, sería incapaz de decidirme. Dependiendo del día, la hora y el pie con el que me levantase esa mañana, podría quedarme con Jack (el referente moral, el líder al que todos querríamos parecernos, pero sin dejar de ser tan humano como cualquiera), o con Sawyer (calavera y socarrón, irónico, divertido, pero con un lado oscuro siempre a flor de piel), o con Locke (el soñador, el idealista, el hombre de fe que a veces es necesario ser para no rendirse ante aquello que parece superarnos), o con Sayid (que perdió totalmente la inocencia y tiene demasiado de lo que arrepentirse, pero que sin embargo no abandona la esperanza de redimirse y, quizás, encontrar algún día la felicidad), o con Eko (su peor enemigo a su pesar, y uno de esos personajes más grandes que la vida), o con Juliet (ambigua, dura pero justa, sólida incluso a pesar de sus innumerables fisuras), o con Ben (de quien no diré mucho para no meter la pata, tan solo que lo admiro profundamente a pesar de no ser un personaje especialmente simpático), o con Kate (inestable, siempre huyendo de sí misma, incapaz de afrontar sus propias decisiones, pero al mismo tiempo llena de determinación y con un envidiable sentido de la lealtad), o con Hugo (adorable, simpático y bonachón, y con una inteligencia emocional, un conocimiento de las relaciones sociales y una capacidad de empatía sorprendentes)… y así podría continuar hasta citarlos a todos.
Porque, como habréis podido comprobar, “Lost” es mi serie. Si la has visto, probablemente ya sabrás lo mucho que pueden dar de sí estos 42 minutos semanales de ficción, aventuras e impredecibles giros argumentales. Y si no, dale una oportunidad al amor. Lo dijo Jesucristo, lo cantaron los Beatles y, aún entre mofas, lo corroboró Woody Allen en “Annie Hall”: el amor es la respuesta.
Nos vemos en la isla.