Uno de mis mejores amigos es abogado. Una vez me contó un chiste que dice así:
“Se abre el telón y aparece un abogado metido en una pila de mierda que le llega hasta el cuello. Se cierra el telón. Pregunta: ¿qué es lo que falta en la escena? Respuesta: más mierda.”
Si menciono esto es porque hace poco terminé de ver la serie de televisión “Damages”, una historia de procesos judiciales que se emitió en EE.UU. durante el pasado año, con gran éxito entre la crítica. Yo supe de su existencia gracias a
Hernán Casciari y su estupendo blog, y vistas sus alabanzas (si leéis
sus palabras ya podéis saltaros mi entrada de hoy y lanzaros directamente al eMule) no dudé en darle un tiento. Ahora que ya la he visto, espero que pronto llegue a España y que se edite convenientemente en DVD para que los fetichistas como yo podamos hacernos con ella de forma honesta y canónica (nunca mejor dicho).
Supongo que al pensar en una serie de abogados, lo primero que se viene a la cabeza de todos son títulos como “El guardián”, “El abogado”, “Shark” o “Ally McBeal”, series cortadas por un patrón más o menos común: abogado protagonista, que cuenta además con la simpatía del público, se enfrenta en cada capítulo a un caso diferente (todos ellos de hondo calado humano y conclusión más o menos gratificante) mientras en cada temporada se establece una tenue línea argumental principal (normalmente relativa a la vida personal/sentimental de los protagonistas) con la que vertebrar el conjunto.
Pues bien. Olvidémonos de todo esto y partamos de cero.
Diez primeros minutos del episodio piloto de “Damages”: una joven cubierta de sangre sale del ascensor de un lujoso edificio. Su nombre es Ellen Parsons.
Fundido a negro.
Rebobinamos hasta seis meses atrás: la llegada de una joven y prometedora abogada, la misma Ellen Parsons de antes (interpretada por Rose Byrne, la esclava enamorada de Brad Pitt en “Troya”), a la plantilla de Hewes y asociados, una puntera firma de representantes legales de la ciudad de Nueva York dirigida con puño de hierro por Patty Hewes, una zorra salida del infierno a la que pone rostro y maestría interpretativa Glenn Close. En la actualidad, Hewes y asociados representa a los 5.000 curritos que de la noche a la mañana se han quedado sin trabajo y con lo puesto a causa de un presunto fraude bursátil cometido por su patrón, el multimillonario empresario Arthur Frobisher (un Ted Danson muy lejos de su simpaticote barman en “Cheers”). Es el juicio del siglo, y los medios tienen toda su atención puesta en él.
Decimotercer y último episodio de la primera temporada: el espectador está exhausto. La sangre le late en las sienes y ya no le quedan uñas de las manos ni de los pies. Ha visto de todo: corrupción, mentiras, sexo, muerte, fraude, obsesión, odio, traición, miseria, drogas, dolor (mucho dolor), familias rotas y, sobre todo, abogados cubiertos de mierda, arrojándose más y más mierda unos a otros a enormes paladas.
Y todo dentro del mismo caso Frobisher, enlazando los acontecimientos transcurridos a lo largo de los últimos seis meses (quizás David E. Kelley no sabía que los juicios duran más de dos días), sin que nunca nos veamos obligados a presenciar uno de esos insufribles alegatos finales ante un jurado compuesto por honrados trabajadores y padres de familia americanos.
En “Damages” no hay lugar para los Atticus Finch de tercera. Lo que hace avanzar la trama (y consigue enganchar al espectador) son las apelaciones, las ofertas de pacto, las investigaciones, interrogatorios, escrutinios y alianzas necesarias para conseguir cada mísera prueba, y, sobre todo, las innumerables traiciones perpetradas constantemente por unos y otros. Nadie está libre de ser un perro traidor, o un traidor con principios, pero un traidor al fin y al cabo.
“Damages” es intensa, brutal, cerebral. No te encariñes con los personajes. Prácticamente ninguno merece la pena (humanamente hablando), y además puede que tu favorito en el capítulo 1 no llegue vivo (o con la dignidad intacta) al capítulo 3.
Pero, sobre todo, desconfía de los guionistas. Esta gente es hábil. Te embaucará, te hará creer que sabes lo que pasa y, de pronto, te dará un derechazo en la mandíbula y te pondrá las cosas de nuevo patas arriba. Manejan un montón de personajes con soltura sin que uno pueda ver los andamiajes del argumento, sólo personas creíbles con algunas luces y muchas sombras en medio de un complicado entramado de intereses económicos (olvidaos de las conspiraciones de “Expediente X”, “100 Balas” o “Prison Break”, la corrupción en las altas esferas es esto). No hay nada al azar. No hay apariciones milagrosas de testigos que salven el día. Conoces el pedigrí de todos ellos, sus motivaciones, las presiones que sobre ellos se ejercen por ambas partes litigantes. Sabes de dónde vienen, y, al final, también a dónde van (o dónde se quedan). Y todo encaja perfectamente y, lo que es más difícil, sin hacer trampas. La historia está ahí desde el principio, pero tú no podrás entenderla en su conjunto hasta el último minuto del último episodio. Como debe ser.
Por el camino nos encontramos con unas actuaciones sobresalientes (todas ellas y sin excepción, aunque es cierto que la protagonista del cotarro es esa señora con tablas y elegancia que responde al nombre de Glenn Close), unos diálogos fabulosos, un montaje inteligentísimo y unos acabados visuales de cine (no lo digo como elogio metafórico, sino porque realmente parece una lustrosa producción cinematográfica pensada para la exhibición en salas). Incluso hay cierto sentido del humor negro y mucha mala baba política (empezando por el primer plano de la bandera americana y llegando al momento en que Frobisher le dice a un corrupto que “personas como usted son las que han hecho grandes a nuestro hermoso país”).
Así que si después de esta reseña creéis tener una idea más o menos aproximada de lo que os espera al ver “Damages”, haced un pequeño esfuerzo mental y añadidle a la imagen que ahora tenéis en mente de esta estupenda serie de televisión un último ingrediente: más mierda.
Y ratifico
lo dicho hace unas semanas: son buenos tiempos para la caja (ya no tan) tonta.