“(…)
Fou, fou, l'amour est
fou
Fou comme
toi et fou comme moi
Bleu,
bleu, l'amour est bleu
L'amour
est bleu quand je suis à toi”
“L'amour est bleu”,
presentada en Eurovision en 1967 por Vicky Leandro. Podéis escuchar
una pringosa versión en castellano cantada por Raphael siguiendo
este enlace:
tararirararai.
Para un servidor hay
pocas satisfacciones cinematográficas mayores que encontrarme con
una adaptación que supera en méritos a su referente original.
Normalmente esta categoría de cintas responde a unas inquietudes muy
específicas por parte de un director-autor, la clase de cineasta que
sabe lo que le vale y (más importante aún) lo que no del material
de partida para hacer la obra que tiene en mente. Los casos son
contados y quizás más valiosos, si cabe, por ello. Curiosamente, un
terreno que parece abonado a las buenas adaptaciones es el del
comic de autor, alejado de los estándares mainstream. No
hablo, pues, de los personajes de Marvel y DC, ni de otros exponentes
fantásticos o de ciencia-ficción a los que Hollywood recurre cuando
a sus productores se les acaban sus limitados recursos creativos (sin
desmerecer la validez de algunas de las adaptaciones resultantes),
sino de títulos como “Camino a la Perdición”, “Una historia
de violencia”, “Old Boy” o la última sensación del cine
europeo, “La vida de Adèle”.
Vaya por delante que “El
azul es un color cálido”, tebeo galardonado con el Premio del
Público del Festival de Angoulême en 2011, me parece una lectura
del montón. Su dibujante y guionista, Julie Maroah, retrata el
despertar sexual de Clementine, una estudiante de secundaria que
sufre un flechazo cuando conoce a Emma, universitaria y bohemia, que
vive abiertamente su homosexualidad. La obra se centra
fundamentalmente en la confusión y el rechazo que Clementine
experimenta hacia sus propios sentimientos y en la aceptación y
reivindicación de su lesbianismo por encima de sus propios
prejuicios y los de su entorno más próximo. Pese a las buenas
intenciones, el dibujo mediocre de Maroah y su tendencia al
tremendismo convierten este slice of life de ecos sociales en
una tragedia fatalista difícil de digerir.
Es entonces cuando
aparece, por suerte, el realizador tunecino Abdellatif Kekiche,
tomando el planteamiento inicial de “El azul es un color cálido”
para llevarlo lejos, mucho más lejos, en una película que, para
empezar, ya no está protagonizada por Clementine sino por Adèle y,
más importante aún, ya no está desarrollada a partir de los
diarios que Emma lee tras la muerte de la protagonista. Adiós,
fatalismo adolescente; hola, retrato veraz de las relaciones de
pareja.
Pese a dar cabida a
algunas de las escenas clave del comic, Kekiche desviste su guión
del tono militante y reivindicativo de la obra de Maroah, ofreciendo
una visión universal de sentimientos que no están limitados por la
homosexualidad o heterosexualidad de quienes los experimentan. “La
vida de Adéle” trasciende el subgénero LGTB y le hace un gran
favor al colectivo al mostrar con total naturalidad y sin excesivos
dramas de segregación (más allá de un par de escenas en la primera
mitad de la cinta) todos aquellos aspectos de la vida en pareja que
son comunes a todas las personas, independientemente de su
orientación sexual.
El naturalismo con el que
Kekiche narra la relación entre Emma y Adèle se intensifica con las
dos prodigiosas interpretaciones de las actrices que las encarnan:
Léa Seydoux, vista brevemente en
“Midnight in Paris” y futura Bella en
“La Bella y la Bestia” de Christophe Gans, y la jovencísima y carnal Adèle Exarchopoulos, con una
carrera mínima ante las cámaras. Ambas intérpretes se entregan con
tal intensidad (física y psicológica) a sus papeles que no es de
extrañar que el rodaje haya sido un calvario (tal y como apuntaban
las polémicas declaraciones de las actrices que acompañaron al
estreno del film en Cannes). Por otro lado, quedarse en el aspecto
sexual (explícito y lésbico) del trabajo de Exarchopoulos y Seydoux
me parecería un insulto a su labor como actrices.
Hay sexo en la película,
sí. Y es importante que lo haya, pues es uno de los elementos que
definen en gran medida una relación sentimental entre dos personas.
Que una parte del público pueda escandalizarse ante imágenes de
alto contenido sexual (20 minutos en total, tal vez, en una cinta que
alcanza las 3 horas de duración) sólo demuestra que: a) nos encanta
hablar de sexo, ya sea para bendecirlo o demonizarlo, y b) el gran
público vive sexualmente reprimido. Que aquello fuese lo más de lo
más en los tiempos en que había que cruzar la frontera pirenaica
para ver “El último tango en París” era compresible en el
contexto de la España del aguilucho, pero en pleno siglo XXI el sexo
en pantalla es algo que deberíamos tener totalmente asumido dentro
del cine calificado para mayores de 18 años. Igual que en nuestra
propia vida, claro. Como dijo Woody Allen: "El sexo sólo es sucio si se hace bien".
Decía, entonces, que el
componente erótico de “La vida de Adèle” es sólo una parte del
todo. Importante, al menos tanto como pueda serlo en la vida de
pareja de cualquiera, pero que no debería ser el árbol con tetas
que impidiese ver el bosque de alegrías, descubrimientos, anhelos y
decepciones que se describen en el camino vital de sus protagonistas.
Como tampoco debería, por supuesto, minimizar la importancia de un
apartado técnico mayúsculo, o de una sensibilidad audiovisual que
consigue que los 180 minutos de película no se hagan jamás pesados.
Más bien al contrario: cuando los créditos finales comienzan a
aparecer en pantalla y las luces de la sala se encienden invitándonos
a regresar a nuestras vidas, uno se siente de pronto vacío, como si
acabase de despedirse de dos buenas amigas a las que no volverá a
ver nunca más. Un poco triste. Herido, sin duda.
Y luego la vida sigue,
supongo, aunque sea teñida por un nostálgico tono azul.