jueves, diciembre 31, 2009

Donde vive la infancia

Si hace unos días sacaba a colación dos pelis dirigidas por españoles y protagonizadas por convictos y ex-convictos, hoy el asunto va de cine internacional protagonizado por niños. No es que yo decida estas cosas, sino que a veces en cartelera coinciden así de bien, lo prometo. ¿"Avatar", decís? Pues en esa no sé si salen niños porque aún no la he visto. Pero tranquilos, ya llegará.

Las dos cintas que traigo hoy tienen un punto de partida muy semejante: la vida en una familia disfuncional vista a través de los ojos de un niño.


En el primer caso, el del film “Yuki y Nina”, el argumento nos presenta a una cría de 9 años, Yuki, cuyos padres (un francés y una nipona) deciden separarse tras llegar a ese punto en que la vida en pareja resulta insoportable. La familia vive en París, pero la ruptura propiciará que la madre de Yuki decida mudarse a su Japón natal llevándose a su hija consigo. Esto entrará en conflicto con los planes de la propia Yuki y de su mejor amiga, Nina (quien hace años ya vivió en sus carnes la separación de sus padres), las cuales no quieren distanciarse por nada del mundo. Será entonces cuando las dos pequeñas decidan poner a trabajar toda su imaginación e inventiva para impedir que los padres de Yuki terminen divorciándose.

“Yuki y Nina” funciona estupendamente como reflejo no sólo del trauma que supone para un niño la disgregación familiar, sino también como muestra de los mecanismos de asimilación, reflexión y actuación propios de dos mentes de 9 años. Los diálogos, las discusiones y las conclusiones que comparten las pequeñas protagonistas de la película (magníficamente interpretadas por Noë Sampy y Arielle Moutel) son perfectamente verosímiles, mientras que las explicaciones que les ofrecen sus respectivos padres son tan reales que más de uno reconocerá esas situaciones casi como propias (como por ejemplo el momento en que la madre de Nina explica a las niñas por qué a veces los adultos se separan).

Pero quizás el mayor acierto (y al tiempo error) de “Yuki y Nina” no tenga que ver con la caracterización de personajes o el propio argumento de la cinta, sino con su condición de obra-puente entre sensibilidades cinematográficas de distintas nacionalidades. Dirigida a cuatro manos por un realizador francés (Hippolyte Girardot, que además se reserva el papel de padre de Yuki) y otro japonés (Nobuhiro Suwa, cuya obra gira, en términos globales, en torno a la desintegración de las estructuras familiares y de pareja), “Yuki y Nina” propone en una sola película dos concepciones del cine arraigadas a la tradición geográfica de cada uno de sus responsables. Así, la parte de la película que transcurre en Francia tiene el sello inconfundible del cine de aquellos lares (ausencia total de artificios, preeminencia de la caracterización sobre la ambientación y un estilo narrativo casi dogma) mientras que lo acontecido en el país del sol naciente adopta el lirismo y el tono de ensoñación con que habitualmente asociamos al cine de procedencia nipona.


Es este desajuste calculado, este enfrentamiento entre dos formas tan diferentes de hacer cine, lo que consigue que “Yuki y Nina” sea una película tan interesante (no empleo la palabra de forma imprecisa, pues precisamente “interés” es lo que despierta su particularidad) y, al mismo tiempo, tan difícil de asimilar en un primer visionado. La escena del bosque que sirve como bisagra entre la parte francesa y la parte japonesa me dejó en su momento totalmente fuera de juego, con un impredecible “¿pero qué carajo...?” en la punta de la lengua y la sensación de que el film se había echado a perder precisamente por modificar tan bruscamente sus pretensiones y su tono. Analizada un tiempo después de su visionado, me descubro pensando que sin ese giro de timón hacia Oriente estaríamos ante otra película más de cinema verité, mientras que la decisión tomada por Suwa y Girardot me parece ahora providencial, pues consiguió por sí sola que “Yuki y Nina”, sin haber llegado a deslumbrarme, perviva en mi memoria.

Mucho más entusiasta es mi veredicto sobre “Donde viven los monstruos”, la película de Spike Jonze que adapta el estupendo cuento infantil escrito e ilustrado en 1963 por Maurice Sendak.


Tras su excelente debut en “Cómo ser John Malkovich” y su perfecta confirmación como director de culto en “Adaptation: el ladrón de orquídeas”, Jonze se libera de las directrices impuestas por la burbujeante imaginación del guionista Charlie Kaufman (artífice de los libretos de las dos cintas antes mentadas y, en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, el mejor guionista del cine norteamericano actual) y se embarca en un proyecto más personal, pese a ser, precisamente, una adaptación.

El argumento sigue a pies juntillas lo establecido en el cuento de Sendak: un niño, Max, castigado por su madre sin cenar, viaja desde su casa hasta un mundo poblado por gigantescas criaturas peludas que, impresionadas por sus supuestas habilidades mágicas, lo coronarán rey de los monstruos.

Pese a estar férreamente ligado al original literario (tanto los acontecimientos narrados como el aspecto visual están abordados con un respeto y una fidelidad encomiables) y estar éste considerado como un producto eminentemente infantil, “Donde viven los monstruos” supone una extraordinariamente lúcida visión del mundo interior de Max y, por extensión, de cualquier niño que sufre las consecuencias de un hogar desestructurado. Es probable que algunos espectadores pasen por alto las (por otro lado) evidentes connotaciones psicoanalíticas de la película y se queden en una lectura superficial de su mensaje, o que se quejen del hecho (infrecuente en el cine comercial familiar) de que en sus más de 100 minutos de metraje no pasen demasiadas cosas a nivel argumental. Pero eso sería una injusticia para con la nueva propuesta audiovisual del señor Jonze.


Porque resulta que “Donde viven los monstruos” no es una cinta de clara vocación infantil o familiar (pese a que puede ser disfrutada, asumo, tanto por niños como por padres y abuelos), ni narra una historia en el sentido convencional al que el cine mainstream nos tiene acostumbrados. No conviene olvidar que Spike Jonze no es un realizador cualquiera, un mero artesano del cine o un mercenario del estudio de turno, sino un genuino artista audiovisual que no se conforma con ofrecer horita y media de entretenimiento o conseguir unos números resultones de recaudación.

Y es precisamente por ese algo más que Jonze se exige como director y guionista que “Donde viven los monstruos” se atreve a mirar sin pudor en el interior de la mente de un niño de verdad, sin edulcorar de cara al abotargado espectador bienpensante (olvidaos del estereotipo de niño bueno, inteligente y cariñoso de Disney), con frustraciones reales (una hermana adolescente que ya no le dedica su atención, una madre que pretende rehacer su vida sentimental, la soledad) y un mundo interior tan bullicioso y efervescente como el que todos tuvimos a su edad (o al menos yo; y quiero creer que tú también). Y es también por esa mirada alocada, juguetona y divertida, pero al mismo tiempo sincera, certera y por momentos cruel del terreno de la infancia, que “Donde viven los monstruos” se erige como una película referencial en lo que respecta a la psicología de los niños, más allá de ser un espectáculo visual realmente gozoso y de contener algunos de los momentos más evocadoramente emotivos que nos ha regalado el cine en los últimos doce meses. A tal respecto, resulta sorprendente comprobar cómo un monstruo peludo de 2 metros y medio puede llorar con más sinceridad y convicción que casi cualquier actor de los que últimamente he visto desfilar por la gran pantalla.


“Donde viven los monstruos” es una película que destila sensibilidad sin sensiblería, humor surrealista, emoción, imaginación y, sobre todo, un olvidado sentido casi mágico de la maravilla. Es cine hecho para trascender y generar culto... pero como esto se alarga, concluyo mi reseña con dos pequeñas menciones a tener, no obstante, muy en cuenta:

Una primera a la excelente banda sonora compuesta para la cinta por Karen O (vocalista del grupo Yeah Yeah Yeahs): si la señora no se hace con el Oscar a mejor canción por “All is love” y se lo lleva, por ejemplo, Leona Lewis por su insulso “I see you”, juro por Kirby que 2010 será el último año en que servidor le preste un mínimo de atención a los sobrevaloradísimos premios de la Academia (con el “asunto Slumdog” estuve a punto de renegar, advirtiendo de que ésa era la última vez que transigía con semejante despropósito).

Y finalmente una segunda mención al soberbio trabajo del niño actor Max Records (capaz de sacarme de quicio o resultarme irresistiblemente encantador dependiendo de las intenciones concretas de cada escena del film) y a la magnética presencia de Katherine Keener, actriz fetiche de Jonze, que consigue resumir lo que significa ser madre con una sola mirada. Chapeau, señora mía.

Nollywood

“He estado trabajando en Nigeria, y durante estos últimos años más en África del oeste. Mientras viajaba por esa zona se me hizo imposible no ver esas películas nigerianas. Dondequiera que uno fuera –en el hotel, un bar, un restaurante, una estación de policías- la gente estaba viendo estas películas todo el tiempo, con el sonido a todo volumen. Al principio me parecieron molestosas, porque los personajes gritaban todo el tiempo –los altavoces crujían-; no podía entender por qué la gente quería ver este intenso, transgresivo, confrontacional y mal hecho cine todo el tiempo. Primero pensé que eran telenovelas, pero luego fui enterándome de que tenían algo muy interesante, pues se trataba de un gran ejemplo de la propia auto-representación contemporánea africana. Se trata de películas hechas por africanos y para africanos, con sus propias historias y sus propios actores. Es toda una industria.”




“Nollywood tiene una muy corta y curiosa historia. En menos de veinte años se ha transformado en la tercera industria cinematográfica mundial, después de Hollywood y Bollywood (de la India, con sede en Bombay): en los últimos quince años se estima un promedio de 600 películas al año, con un record de cerca de 2000 títulos el año pasado. Pero la estrategia de los productores es muy distinta a la que conocemos nosotros, rodeada de publicidad, elegancia, multisalas e inversiones descomunales. En Nigeria las películas se ruedan con cámara digital en mano, se venden en los mercadillos o en la calle y no se consumen en el cine, sino en casa, en formato DVD; el precio oficial de las películas ronda los 5 dólares, pero también es muy fácil encontrarlas pirateadas a un precio mucho menor”.






(Las declaraciones en cursiva pertenecen al fotógrafo Pieter Hugo. Las que están simplemente entrecomilladas forman parte del texto de presentación a la entrevista que le hacen en el número 10 de la estupenda revista chilena “Joia Magazine” a propósito de su serie NOLLYWOOD. Gracias de nuevo, Eva.)

martes, diciembre 22, 2009

Desde la J a la S

“Siempre voy a tenerte que agradecer
Que hayas sido conmigo tan embustera
Y me hayas enseñado lo que es querer
Bailar mientras rodamos por la escalera.

Has despejado mis dudas
Y has logrado que aprendiese
A ser un perfecto Judas
Desde la J a la S.

Contigo he aprendido que la humedad
Es algo que se seca y se olvida.
Gracias a ti he sabido que la verdad
Es sólo un cabo suelto de la mentira.

Por eso sé que perderte
No era quedarme sin nada.
La muerte es sólo la suerte
Con una letra cambiada.
(…)”


[Sostiene mi hermano (sí, suena a título de Antonio Tabucchi) que esta “Embustera” bien podría ser una letra dedicada por Joaquín Sabina a mi persona. Yo, que soy más romántico que él, digo que tampoco será para tanto y que quizás me peguen más los versos de la titulada “Virgen de la amargura”. Lo que sí es impepinable es que el genio de Úbeda ha vuelto a las andadas con un disco menos genial de lo que algunos hubiéramos deseado. Bien es cierto que esto no es novedad: por buenas que hayan sido algunas canciones editadas con posterioridad (me vienen a la mente “Peces de ciudad” o “La canción más hermosa del mundo”), Sabina no publica un disco realmente imponente desde aquel “19 días y 500 noches” que lo encumbró, por ventas, trascendencia y calidad, como uno de los más grandes artistas pop (en el sentido más amplio del término) de nuestro país. “Vinagre y rosas”, su último álbum, es un trabajo que no avanza ni un centímetro en los esquemas musicales del cantautor (lo más destacable es la doble aportación de Pereza, tanto en esta “Embustera” como en el single “Tiramisú de limón”), pero que cuenta de nuevo con su buen hacer literario, más estético y menos visceral que en otras ocasiones (debido, supongo, a su condición de trabajo a cuatro manos junto a su amigo Benjamín Prado). No es tampoco un mal disco, ojo. Es, simplemente, uno más de Sabina. Venderá una barbaridad, seguro; conllevará una exitosa gira por España entera y parte de Sudamérica y le permitirá otros 5 años de excesos y putas (o tranquilidad y jubilación, según se rumorea); pero será olvidado en menos que canta un gallo. O un poeta jiennense.]

lunes, diciembre 21, 2009

Ex-convictos, convictos y carceleros

Mientras medio mundillo internetero se quema las yemas de los dedos aporreando su teclado para divinizar, destrozar o simplemente recomendar tímidamente el mega-hype cinematográfico de la década, esa película que ha costado ¿300? ¿400? millones de dólares y que responde al nombre de “Avatar” (y si no sabéis de lo que hablo probablemente sea porque habéis estado sumidos en un profundo coma durante los últimos doce meses), servidor se lía la manta a la cabeza para hablar de cine español. Que ya sé que esta semana no es lo que toca, que el personal preferiría leer algo sobre James Cameron o Spike Jonze, pero me temo que para eso habrá que esperar un poco.

Dos películas traigo hoy, dos.


La primera es el “esperado” (¿de verdad? ¿después de “El embrujo de Shanghai”?) regreso de Fernando Trueba al largometraje de ficción. La cinta se titula “El baile de la Victoria” y está protagonizada por el magnífico intérprete argentino Ricardo Darín (al que vimos hace poco en la sobresaliente “El secreto de sus ojos”) y los desconocidos (al menos para un servidor) Abel Ayala y Miranda Bodenhofer.

La acción nos traslada al Chile del resurgir democrático, en plena amnistía general para todos los presos sin delitos de sangre. Es entonces cuando Nicolás Vergara (Darín), un célebre ladrón de bancos que pretende regresar a una plácida vida con su mujer (breve participación de Ariadna Gil) y su hijo, y Ángel Santiago (Ayala), un joven criador de caballos enamorado de una muchacha sin techo que aspira a ser bailarina (Bodenhofer, la Victoria del título), cruzarán sus caminos en su recién estrenada libertad.


Si bien la película arranca de forma más o menos prometedora, no es preciso avanzar mucho en el metraje para descubrir que de nuevo Fernando Trueba se ha hecho la picha un lío y ha entregado una cinta que, se la mire por donde se la mire, no tiene ni pies ni cabeza: pretenciosa, ridículamente profunda, mal estructurada y peor escrita (algunos diálogos son, directamente, de vergüenza ajena). Y aún no me he quedado a gusto, no.

Posiblemente el peor defecto de “El baile de la Victoria”, mayor incluso que su orgiásticamente pedante banda sonora (la cabalgada nocturna por las montañas es de antología del disparate), sea su vocación de obra total, arrastrando sus carencias por casi todos los géneros por los que los entusiastas guionistas (el mismo Trueba y su hijo Jonás, sobre la novela original de Antonio Skármeta, quien se reserva un pequeño cameo) hacen deambular a sus sufridos personajes. Hay en la cinta momentos de cine negro, realismo mágico, simbolismo poético, drama romántico, crónica socio-política, thriller, comedia naïf y hasta un par de arranques de danza y musical. Imaginando la futurible edición en DVD no dejo de elucubrar acerca de unas escenas descartadas del metraje final que contengan una persecución automovilística llena de tiros y explosiones a lo Michael Bay o una coreografía de artes marciales. Si os soy sincero, visto lo visto, tampoco creo que empeorasen demasiado el resultado final.


Larga, aburrida y hasta cierto punto previsible, “El baile de la Victoria” tiene su factor más inexplicable en el hecho de que un actor de la talla de Ricardo Darín (cuya contribución al film, lánguida y con el piloto automático puesto, no menguará la maravillosa imagen que servidor tiene de su talento) haya decidido, leído el guión, embarcarse en semejante proyecto. Debe ser que Juan José Campanella estaba de vacaciones y, ya se sabe, hay que buscarse el garbanzo.

Cambiando de tercio tenemos, compartiendo cartel con la obra de Trueba, un ejemplo diametralmente opuesto de lo que el cine patrio puede traer a nuestras retinas y oídos.


“Celda 211” es el cuarto largometraje del otrora crítico de cine Daniel Monzón (durante años afiliado a la redacción de la revista “Fotogramas”), y si bien su filmografía previa (“El corazón del guerrero”, “El robo más grande jamás contado” y “La caja Kovac”) no auspiciaba un producto de primera categoría, no resulta exagerado sentenciar que este thriller carcelario resulta modélico y ejemplarizante de lo que un acercamiento apropiado al cine de género puede dar de sí. Incluso en España.

El argumento de la cinta, basado en la novela homónima de Francisco Pérez Gandul, presenta a Juan (dubitativo por momentos, finalmente convincente Alberto Ammann), un joven funcionario de prisiones que se persona en su puesto de trabajo un día antes de lo convenido para dar buena impresión a sus compañeros y superiores y tiene la desgracia de verse atrapado en un motín organizado por el violento, carismático y aguardentoso convicto Malamadre (sublime Luis Tosar). Sin acreditación de ningún tipo y encerrado en la celda que hasta poco antes ocupaba un preso suicida, Juan se hará pasar por un condenado recién llegado al módulo y buscará la manera, mediante mentiras y manipulaciones, de salir con vida de semejante infierno.


Además de con los citados Ammann y Tosar (reincido: una interpretación para enmarcar), el reparto se completa con un sorprendente Luis Zahera (llamado a ser secundario de lujo de nuestro cine), un sólido Antonio Resines (con menos cara de Serrano de lo habitual), los cumplidores Carlos Bardem, Marta Etura y Manuel Morón y con el algo más flojo Fernando Soto (por alguna razón no acabo de creerme sus intervenciones).

Si bien la película parte de lugares comunes más o menos transitados con anterioridad, el guión consigue sortear con inteligencia (y, no vamos a negarlo, cierto efectismo) sus limitaciones a priori para, sobrepasado el ecuador del metraje, plantar sobre la mesa una hipertrofiada bolsa escrotal (entiéndase desde un punto de vista metafórico) y zarandear de ahí en adelante y a su antojo las expectativas y sentimientos del espectador. Esto se consigue no sólo gracias a un guión bien rematado que comprende perfectamente cuál es su margen de error y de suspensión de la credulidad, sino también merced a un ritmo milimétrico, una ambientación verosímil y una caracterización de personajes brillante. Al final, como suele ser la norma, son los personajes y sus motivaciones, anhelos y miedos los que ejercen como motor de un buen argumento, y Daniel Monzón (co-guionista además de director) parece tener bien aprendida la lección al respecto.


Sin ser perfecta, “Celda 211” es una película prácticamente redonda (conceptos ambos que no conviene confundir). Sus 110 minutos pasan en un suspiro agridulce y se disfrutan con pasión y entrega. En un mundo algo más cuerdo esta cinta ejercería de representante española en la ceremonia de entrega de los Oscar de 2010 y tendría opciones (aunque quizás no tantas como “La cinta blanca” de Haneke) de alzarse con la estatuilla.

Pero claro, nuestro mundo no anda sobrado de cordura, precisamente. Y, puestos a derrocharla, el ámbito del cine no sería mi primera opción.

domingo, diciembre 20, 2009

Imantación

Boris Grushenko. “Shine on you crazy diamond”. La casa voladora de “Up”. Las albóndigas de mi madre. Leer de gratis en la FNAC.
Los desvanes. El ojo sano de John Ford. La horchata. Las sudaderas de capucha.
Los Coronas. Los dedos arrugados al salir de la ducha. El ajedrez. Los viernes por la noche.
Alphonse Mucha y Caspar David Friedrich. Las ficciones de Borges. Las cartas.
La palabra “murciélago”. Pánico y Pena en “Hércules”. El “Free Bird” de Lynyrd Skynyrd.
Mi mochila azul y negra. El mar. Las fotos de constelaciones. Gregory Colbert.
El puente de La Barca. La Mezquita Azul.
La leche con miel. Las salas de cine. Los calzoncillos slip.
El comic franco-belga. Los frigo-pies. Las enciclopedias de mitología.
La mirada bicolor de David Bowie. Jaime Gil de Biedma. El poncho de Clint Eastwood en la trilogía del dólar.
Los MU. Ámsterdam. Francia. Pasar el día en pijama.
Chunky Rice. Los samurais. Radiohead. Los relojes de bolsillo. Los chullos peruanos.
Leer en la cama. Los agujeros negros (y si no era eso, Love of Lesbian).
Bob Dylan y Jimi Hendrix. Los pies de los bebés.
El Hidropolivit Mineral en comprimidos masticables. La playa en verano. Las divagaciones del coronel Kurtz.
Los dientes de Freddy Mercury. El “25 and 6 to 4”.
Las pelis de John Cameron Mitchell. El rock sinfónico.
Alan Moore. El Ukiyo-e. Las revistas pulp de los años 20.
Angkor Wat. Las tiras cómicas …y que comenten.
El press banca y las dominadas. Atreyu.
Y Graógraman y Calvin y Hobbes.
Que respeten mis silencios. Hacer listas.
Las entradas cortadas de conciertos. Las toallas recién lavadas. El acento andaluz.
El helado de strawberry cheesecake y los pimientos de Padrón. Los que no pican.
La imagen con aspecto de puzzle de la Wikipedia. Zapp Brannigan y Kiff.
Llenar de agua caliente la bañera (y luego meterme dentro). El día de Reyes. Los carteles gigantes de cine en Callao.
Las sonrisas cómplices. Sufjan Stevens.
“Hierro-3”. Las posturas con nombres de animales del Kung-Fu. Un látigo como el de Indiana Jones.
Entretenerme con diálogos intertextuales.


Como éste.

sábado, diciembre 19, 2009

Mi primer personaje en 3-D

Éste es mi primer intento de modelar un personaje animable con 3DStudio Max. Para tal fin he elegido a uno de mis empleados favoritos de la empresa de transportes intergalácticos Planet Express. Desde luego tiene sus fallos (entre otras cosas cierto baile de vértices en la parte posterior de la cabeza y una disposición algo apurada de los pliegues de la bata a la altura de los codos), pero tratándose del entrañable Doctor Zoidberg seguro que sabremos perdonárselo.

Podéis ver el vídeo del render en 360º pinchando en la imagen.

El día en que el mundo se fue al carajo

“I’d listen to the words he’d say
But in his voice I heard decay
The plastic face forced to portray
All the insides left cold and grey
There is a place that still remains
It eats the fear it eats the pain
The sweetest price he’ll have to pay
The day the whole world went away”


[Uno nunca termina de comprender cuáles son las razones que lo llevan a mantenerse al margen de ciertos intérpretes, grupos o artistas musicales durante un largo tiempo. No tiene que ser necesariamente por desconocimiento, porque un servidor lleva oyendo hablar (y leyendo acerca) de Nine Inch Nails desde hace años, y casi siempre de forma elogiosa y entusiasta. Por consiguiente, no me explico por qué no me había parado a escuchar a Trent Reznor y su banda hasta hace bien poco, cuando me animé a descubrir este “The fragile” que hoy no puedo sino recomendar de modo imperativo. Si empecé precisamente por el cuarto álbum de estudio de los de Cleveland fue porque aquel ya lejano (y en su momento prometedor) trailer de “Terminator: Salvation” contenía una versión remezclada del tema cuyos versos abren esta entrada: “The day the whole world went away”. A partir de esta densa, épica y a la vez íntima canción apocalíptica, mi interés por la banda y su música fue extendiéndose por los 22 restantes cortes del álbum (doble, para más inri) hasta llevarme a uno de esos poco comunes estados de comunión total con letras, voz, instrumentación, producción y, en definitiva, espíritu subyacente en toda obra maestra de la música rock. Si aún no he tenido el arrojo de profundizar con la misma intensidad en ningún otro disco de NIN ha sido por pura cautela: “The fragile” es un álbum al que aún le quedan muchas escuchas y, hasta que no haya agotado todo su maná, no conviene que dé un nuevo paso en esta floreciente y recién estrenada historia de amor.]

La astucia y el oportunismo de Bryan Lee O'Malley

Es curioso cómo funcionan las modas. No me refiero a un nivel estrictamente comercial (lo que vende) sino a cómo afectan a los propios creadores (cómo se adaptan éstos a lo que vende). El caso de “Scott Pilgrim”, editado originalmente por Oni Press y publicado en su versión española por Random House Mondadori, es un buen ejemplo de ello.


Tal vez consciente de lo difícil que es combinar el ser canadiense, el estar relativamente limitado para el dibujo anatómicamente correcto, el no tener nada nuevo que contar y el aspirar a convertirse en un autor de comics best-seller, Bryan Lee O’Malley ha optado por el camino Wachowsky: ése que dice que si sabes de dónde robar ideas y, más importante aún, si tienes una buena batidora turmix, seguro que llegas a algún lado. Así que O’Malley, ni corto ni perezoso, ha cogido unos cuantos elementos fácilmente reconocibles por la muchachada actual (la música rock, una estética manga-cartoon deudora de Jamie Hewlett, los video-juegos y el argumento de cualquier shojo de baratillo) y se ha plantado como un nombre propio a tener en cuenta en el mercado comiquero actual.

Con un slice of life: tócate los cojones.

Poco importa que su “Scott Pilgrim” no tenga ni por asomo el brío narrativo de un Alex Robinson, ni la gracia de un Manu Larcenet (¡más quisiera!), ni un diseño de personajes a la altura del peor Craig Thompson. Porque “Scott Pilgrim” tiene algo difícilmente identificable que lo convierte en el comic de moda, en lo más cool del momento, sin ser siquiera una lectura claramente convincente: "Scott Pilgrim" conecta.


Las aventuras de este aspirante a estrella del rock que debe batirse en combate (al más puro estilo Dragon Ball y con items RPG’eros de regalo al finalizar la contienda) con los siete malvados ex-novios de su amada Ramona, que convive y comparte cama con un mordaz compañero de piso gay y que debe resolver sus propios problemas con novias pasadas; las aventuras de Scott, decía, tienen la capacidad de enraizarse en algo, llamémosle el sentir generacional o el pensamiento colectivo de una sociedad y una edad concretas, que logrará lo que autores con más talento, ingenio y capacidad para el dibujo jamás han logrado: vender a mansalva y conseguir que gente proveniente de distintos ámbitos (desde el manga más comercial hasta el tebeo underground más alternativo) encuentre un punto de conexión a través del cual, quizás, decida pasarse al otro lado. Si consigue esto, reciba de mi parte la más calurosa de las bienvenidas.

Ahora bien, como tebeo: divertido, graciosete, entretenido sin más.

Por cierto, que ya está en marcha una adaptación cinematográfica dirigida por Edgar Wright (“Shaun of the dead”, “Hot fuzz”) y protagonizada por Michael Cera (el enternecedor noviete pardillo de “Juno”) y Mary Elizabeth Winstead (aquella deliciosa muchacha vestida de cheerleader en “Death Proof”), así como un videojuego desarrollado por Ubisoft que se presupone hará su aparición acompañando a la peli de marras.


No está mal para el amigo O’Malley. Nada mal.

jueves, diciembre 17, 2009

Una de trailers

Pinchando en la imagen, como de costumbre:

[EDITADO: He cambiado la imagen y el enlace de "Clash of the Titans" (ahora se trata de un póster oficial y de un vídeo con más calidad alojado en YouTube). También he añadido carteles y trailers de la prometedora "Gainsbourg (vie héroïque)" de Joann Sfar (podéis ver algunos clips con un aspecto fabuloso aquí) y de la no-tan-prometedora "Prince of Persia: the sands of time" de Mike Newell.]