Que Terrence Malick se merece su propio celebrities de Muchachada Nui es algo que me parece
indiscutible.
Errático, místico y más alérgico a las comparecencias públicas
que J.D. Salinger, el realizador de “La delgada línea roja” es uno de los
personajes más curiosos del cine actual, y uno de los directores de culto que
más dividen a la platea. No hay más que echar un vistazo al recibimiento que
unos y otros profesaron a su película más ambiciosa hasta la fecha: la densa,
poética y pretenciosa hasta el paroxismo “El árbol de la vida”. Cinta que a mí,
dicho sea de paso, me pareció en su día un melocotonazo cinematográfico de primera categoría.
Contra todo pronóstico, pues el hombre es capaz de pasarse
décadas sin estrenar película sin que eso parezca preocuparle lo más mínimo,
Malick regresa a la cartelera menos de dos años después de su arbórea odisea cósmico-metafísica
con un título que engrandecerá más todavía el abismo que separa a sus
apologistas de sus detractores: “To the wonder”.
El nuevo film reproduce a pies juntillas el libro de estilo
del cineasta, plagando sus dos horas de duración de profundos monólogos
interiores, planos de gente de espaldas a cámara caminando hacia la línea del horizonte y bellísimas piezas de música clásica
en sinergia con un trabajo de fotografía apabullante. Que de ahí salga una
buena película ya es otro cantar.
En un arriesgado ejercicio de libertad creativa (o de
soberbia, según se mire), el bueno de Malick decidió escribir el libreto de “To
the wonder” durante el proceso de montaje del film, añadiendo tantas líneas de
voz en off como fuese preciso para verbalizar aquello que sus imágenes
pretenden transmitir al espectador. Quizás así se explique la sensación
generalizada de que los intérpretes nunca sepan realmente qué demonios están
haciendo y por qué. La pluscuamperfecta Olga Kurylenko, habitualmente resignada
a papeles en los que sólo importa su cara bonita, da vida con convicción a una
joven madre francesa que reencuentra el amor en un técnico medioambiental
estadounidense encarnado por el torpe e inexpresivo Ben Affleck, flamante
ganador del Oscar a mejor película por la efectiva (aunque sobredimensionada)
“Argo”. Rachel McAdams y Javier Bardem también aparecen un rato en pantalla, y
su presencia se me antoja tan desaprovechada que me cuesta recordar qué
pintaban sus personajes en todo esto.
Dirán los defensores del film que “To the wonder” trata
sobre la naturaleza esquiva y caprichosa del amor en sus múltiples facetas:
amor de pareja, amor de madre (sí, como el tatuaje), amor a Dios. No deja de
ser cierto, pero lamento decir que a mí la película sólo me ha despertado un
pequeño atisbo de síndrome de Stendhal (algo que hasta la fecha Malick siempre
había conseguido transmitirme plenamente en cada uno de sus films) en sus
primeros compases, cuando su innegable impacto audiovisual no había sido
engullido aún por una de las propuestas cinematográficas más pedantes y
soporíferas que recuerdo haber visto en un cine en mucho tiempo (Isabel Coixet aparte). “To the wonder” me ha parecido larga y reiterativa; un ejercicio
estético primoroso al servicio del más absoluto vacío narrativo, camuflado bajo
las reflexiones pseudopoéticas de un cineasta convencido de su propia infalibilidad.
Un auténtico coñazo, vaya.