Uno ha de aprender a vivir
con sus propias contradicciones. Supongo.
A veces se da el caso de que una obra (sea una película, un tebeo, una novela o un disco) genera en el
abajo firmante toda suerte de sentimientos encontrados e, incluso,
aparentemente irreconciliables. También me pasa con algunas personas pero, como diría Michael Ende, "ésa es otra historia que deberá ser contada en otro momento". El último esfuerzo discográfico del
grupo jienense Supersubmarina (¿no es su propio nombre, con esos
prefijos antitéticos, un oxímoron en toda regla?) trae de nuevo
aparejada esta sensación de incongruencia que ya me habían
despertado su primer álbum, “Electroviral”, y el posterior EP
“Realimentación”.
Supersubmarina es, de
entrada, un grupo que no debería gustarme. Porque suenan a
refrito (Lori Meyers + Vetusta Morla +
un-no-sé-qué-de-radiofórmula-que-me-recuerda-a-El-Canto-del-Loco),
porque sus letras son bochornosas, porque sus melodías son de una
sencillez alarmante y porque cuando quieren “ponerse sociales”
(lo intentaban en “Electroviral” con “XXI” y lo vuelven a
intentar ahora, con cierto tufo coyuntural, con “El baile de los muertos”) me parece estar escuchando a esos niños que salen en la tele explicando cosas que no terminan de comprender para que los
adultos puedan reírse a gusto de su inocencia.
Y, aún así, no puedo negar
que la escucha de “Santacruz” me produce una clase de vergonzante
satisfacción musical que me lleva a preguntarme seriamente cuáles
son los méritos reales de Supersubmarina. El más obvio es su
capacidad adictiva: la mitad de las canciones incluidas en este
segundo álbum es tan pegajosa como un chicle en la suela del zapato; como una esquirla de palomita de maíz adherida al velo del paladar.
La propuesta de los andaluces es apreciable en las distancias cortas:
temas breves y enérgicos con estribillos que se asimilan a la
primera escucha; un buen puñado de singles potenciales que darían
para un nuevo EP tan convincente como el previo “Realimentación”
(que funcionaba, precisamente, por su contundente brevedad).
Las iniciales “Canción de guerra”, “Santacruz”, “Hermética” y “En mis venas”
forman un cuarteto que se disfruta alegremente del tirón, pese a sus
evidentes carencias líricas (en “Hermética” les faltaron
“diabética”, “osmótica” y “helvética”
para llevarse la muñeca chochona). Estas cuatro primeras, ya digo, me
gustan bastante. Luego la cosa comienza a torcerse con “Tu saeta”,
que baja las revoluciones permitiendo al oyente rascarse el paladar
para quitarse el cuerpo extraño que nota al tragar, y en esas dudas
el hechizo se rompe y uno se da cuenta de que quizás ya va siendo
hora de cambiar de banda sonora y ponerse algo realmente alimenticio.
Poco ayuda que la inmediatamente posterior “Para dormir cuando no estés” suene tan descaradamente a Vetusta Morla que uno se
pregunte si no se habrá descargado comprado el disco del grupo equivocado.
Pasada la vergüenza ajena
de la mentada “El baile de los muertos” (el epítome de la
canción protesta del nuevo siglo: ¡qué malos son los mercados y
las hipotecas!) llega “De las dudas infinitas”, una de esas
baladas pastelosas que me daría repelús si no fuese porque,
inesperadamente, consigue ponerme más tierno que el pan Bimbo sin
corteza. Lo sé, yo tampoco me lo explico. Con “Cometas” me pasa
como con esa muchacha de aspecto interesante que de pronto se echa un
eructo poniendo cara de gorila y pierde de golpe todo su sex-appeal.
En este caso, una imaginativa conjugación del verbo “converger”
me saca de la canción desde su segunda estrofa y luego ya no puedo
tomármela en serio por más que el contagioso estribillo se esfuerce
por traerme de vuelta al redil.
Contra todo pronóstico, el
último tercio del disco aún guarda dos sorpresas positivas.
Mientras “Hogueras” ejerce de estimulante cierre con aires funkies (y unos lalalás finales que pueden dar mucho de sí en el
directo), “Tecnicolor” se revela desde la primera escucha como el
auténtico hit del LP. Da igual que la letra sea otra parida marca de la casa (con un extraviado “joder” que no
suena ni la mitad de macarra de lo que probablemente pretendían
los supersubmarinos): el estribillo es tan rematadamente bailongo
y buenrollista que a uno casi se le olvidan los acantilados musicales
que ha tenido que escalar para llegar hasta estas alturas de
“Santacruz”.
Se repiten punto por punto,
entonces, las sensaciones generadas hace un par de años por “Electroviral”: las canciones de Supersubmarina que no me
ruborizan me hacen estúpidamente feliz. Y lo cierto es que a día de hoy sigo sin decidirme
entre ubicarlos en la parcela del subamor o desterrarlos al ámbito
del superodio. Pedazo de guilty pleasure, en todo caso.