viernes, marzo 30, 2012

El caballo de hierro (revisited)

El western es un género con tantos admiradores como detractores. El problema es que los primeros son cinéfilos extemporáneos o nostálgicos con más pasado que futuro y los segundos son quienes realmente mueven, hoy por hoy, la industria del entretenimiento. En el contexto actual, un enfrentamiento entre dos rudos pistoleros que se baten a las puertas de un saloon suena como algo que alegraría la tarde a tu padre en una reposición inesperada por parte de una cadena autonómica o local, pero no como la prioridad ociosa de tus amigos, esa muchachada que prefiere sentirse representada por los vampiros adictos al sexo de “True Blood” o los jóvenes poligoneros con super-poderes de “Misfits”.

El western ya no vende. Maldita sea.

Fue precisamente por eso que la prestigiosa cadena norteamericana HBO ("Los Soprano" bla bla bla "Six Feet Under" bla bla bla "The Wire" bla bla bla) tuvo que cancelar en 2006 su maravillosa serie “Deadwood” sin poder ofrecer un final a las historias entrecruzadas de sus carismáticos protagonistas. Maldita sea (one more time).


Para mi sorpresa (una muy agradable, debo añadir), ahora es AMC, responsable de éxitos catódicos como “Mad Men”, “Breaking Bad” y “The Walking Dead”, quien pretende convencer al respetable de que el western no está muerto. Lo hace presentando una producción ambientada en los Estados Unidos de la década de 1860, con la construcción del primer ferrocarril transcontinental como telón de fondo. La serie se titula “Hell on Wheels” y su protagonista, Josey Wales John Marston Cullen Bohannon, es un antiguo terrateniente sudista que busca venganza tras un trágico episodio sucedido durante la Guerra de Secesión. Su personal ajuste de cuentas lo llevará hasta el asentamiento itinerante Hell on Wheels, donde el empresario Thomas C. Durant dirige la construcción de una vía férrea para su compañía Union Pacific. Allí, Bohannon entablará relaciones con el peligroso jefe de seguridad conocido simplemente como El Sueco, con el mestizo Elam Ferguson y con la viuda del topógrafo de confianza de Durant, Lilly Bell. Sacerdotes, prostitutas y buscavidas de todo pelaje y condición (los sospechosos habituales, vamos) se pasearán también por los 10 capítulos que componen esta primera temporada de la serie.


Al contrario que “Deadwood”, que partía de un contexto histórico semejante pero hacía caso omiso de los clichés del género, “Hell on Wheels” es un western canónico que cuenta con su ración de tiroteos, persecuciones a caballo, indios en pie de guerra y tipos duros que primero disparan y luego preguntan. Lo cual reduce bastante las posibilidades de sorprender al conocedor del género en el terreno argumental, claro, pero como compensación le ofrece la satisfacción de disfrutar de esos lugares comunes que tanto ha echado de menos en los últimos años.


Personajes, tramas y situaciones tienen el inconfundible aroma de lo visto una y mil veces, pero el conjunto funciona gracias a su ausencia de complejos o aspiraciones (más allá de ofrecer, precisamente, una historia del Oeste de las de toda la vida) y al impecable trabajo de producción llevado a cabo por los responsables de atrezzo, vestuario, iluminación y demás. El aspecto visual que “Hell on Wheels” luce en pantalla es magnífico, lo cual ayuda a transmitir la rudeza y la suciedad del entorno hostil e incivilizado por el que deambulan sus protagonistas. Unos protagonistas que se benefician de un trabajo de casting tremendamente acertado en cuanto a fisionomías, y algo más discreto en cuanto a aptitudes interpretativas. Anson Mount, el rapero Common, Eddie Spears y Dominique McElligott cumplen sin aspavientos en sus respectivos roles, dejando que sea Colm Meaney (uno de esos secundarios siempre eficientes a los que estás cansado de ver pero cuyo nombre nunca llegaste a conocer) quien se responsabilice de dotar a la serie de auténtica enjundia dramática. Cada vez que su personaje, el maquiavélico Sr. Durant, aparece en pantalla, el espectador lo agradece.


Carente de la sutileza de las mejores series de la HBO, la naturaleza de “Hell on Wheels” es más la de un ameno divertimento que la de una obra trascendental. Sus ambiciones están lejos de las de un “Deadwood” o un “Boardwalk Empire”, series más redondas pero también más densas y reposadas. Es por ello que “Hell on Wheels” corre el riesgo de malograr una interesantísima primera temporada convirtiéndose en un folletín en continuo cliffhanger, más preocupado por atrapar la atención del espectador que por dotar a la trama de un verdadero rigor narrativo. De todos modos, acusarla de tales defectos sería sin duda pecar de suspicaces y adelantarnos a los acontecimientos. Por lo de pronto, si le perdonas a su guión ciertos subrayados innecesarios es muy posible que disfrutes como un enano con esta primera remesa de episodios concluida hace apenas unas semanas.

Siempre y cuando, claro, tú no seas uno de esos desgraciados alérgicos al western. Maldita sea.

miércoles, marzo 28, 2012

Cloud Nothings: poco pasado/mucho futuro

Hace unos días descubrí al grupo musical Cloud Nothings. Pese a tener otros dos álbumes en el mercado, ha sido su tercer LP, “Attack on Memory”, el que les ha llevado a cosechar críticas elogiosas por parte de unas cuantas cabeceras (nacionales e internacionales) del periodismo musical. Picada la curiosidad y disfrutado este último trabajo de la banda, me sorprendo al comprobar que sus referencias previas no son nada del otro mundo. Dos álbumes de pop-rock lo-fi muy discretos en los que despunta momentáneamente algún single bienintencionado. Y ya. Centrémonos pues en su celebrada última creación, que poco tiene que ver en tono y forma con sus predecesores.


El disco se abre con “No future/No past”, una escalada de agresividad que empieza como el “Sit down/Stand up” de Radiohead para terminar cerca del “Rape me” de Nirvana. Desde luego, algo hay del santo Cobain en la manera en que el cantante Dylan Baldi se desgañita y evoca ese angst típicamente grunge que recorre las letras de “Attack on Memory”. Le sigue “Wasted days”, el corte estrella del álbum: un trallazo de punk-rock directo a la boca del estómago que incluye además un fragmento instrumental en progresión que quita el hipo. Son en total nueve minutos de frustración vital resumidos en una frase: “I though I'd be much more than this”; y también el zenit de un LP que, lejos de desinflarse, ya no volverá a sorprender como en sus primeros compases.

“Fall in” recuerda a los primeros Green Day, “Stay useless” esconde una rutilante melodía pop bajo un adecuado (des)aliño lo-fi y “No sentiment” aporta una nueva dosis de rabia (en una búsqueda de anestesia emocional) que “Our plan” rebajará a continuación. En medio se cuela un estupendo tema instrumental, “Separation”, que no habría desentonado en aquel maravilloso “Bossanova” de los Pixies. Cierra los 33 fugaces minutos de “Attack on Memory” la crónica de una relación violenta y destructiva, “Cut you”, que recuerda una vez más a Black Francis y cía. y cuyos alegres acordes chocan con una letra que deja poco margen a la interpretación del oyente: “I miss you 'cause I like damage / I miss something I can hurt”.


Es una lástima que la diferencia entre algunos cortes de este “Attack on Memory” sea tan notoria, porque la sensación general que me transmite es la de un gran álbum seriamente descompensado. Algo que no debería ocurrir en un disco que apenas supera la media hora de duración. Claro que uno siempre puede entender este trabajo como el paso previo a ese LP redondo que tal vez nos esté esperando a la vuelta de la esquina. Llamadme optimista.

lunes, marzo 26, 2012

Políticos por vocación, idealistas por convicción y cínicos por falta de opciones

Nadie puede adoptar la política como profesión y seguir siendo honrado.”

(Louis McHenry Howe, asesor del presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt)


No soy una persona militante en el sentido político. Ninguno de los partidos nacionales o autonómicos de España representa mi ideología de una forma compacta e integral. Podría decirse, sin embargo, que tengo una visión de la sociedad parecida a la del protagonista de “Los idus de marzo”, la última película de George Clooney como realizador, recientemente estrenada en los cines de nuestro país. En ella, el cada vez más reconocido Ryan Gosling (al que en 2011 pudimos disfrutar en la divertida comedia “Crazy Stupid Love” y en el drama retro-neo-noir “Drive”) da vida a Stephen Meyers, uno de los asesores de campaña del candidato a las primarias del Partido Demócrata Mike Morris. La diferencia entre el protagonista de la película y un servidor es que el idealismo de Meyers cristaliza en su reverencia hacia Morris, al que ve como la gran promesa presidencial de la izquierda norteamericana; el tipo que resarcirá a los Estados Unidos de sus pecados pretéritos y guiará al país hacia un brillante futuro lleno de esperanza. Ojalá yo descubriese en España a un líder político al que poder respetar y seguir del modo en que el personaje de Gosling respeta y sigue al hombre al que Clooney representa. No me considero un auténtico cínico, sino un consumidor potencial deseoso de encontrar un producto que no existe en el mercado.


No obstante, para que haya película debe haber conflicto, y en "Los idus de marzo" éste llegará cuando un inesperado giro de los acontecimientos obligue a Meyer a tomar una serie de decisiones que pondrán a prueba su integridad individual y su sentido de la lealtad. La cinta refleja los pormenores de una campaña electoral dibujando por el camino una clase política maquiavélica (en el sentido primigenio de la palabra) capaz de traicionar a su colaborador más próximo y de tender la mano a su rival más odiado con tal de alcanzar el éxito electoral. Lo hace además reflejando un conflicto en el seno de un único partido, el Demócrata, y centrando su atención en quienes escriben el argumento de la farsa detrás del telón, fuera del alcance de los flashes fotográficos. Los protagonistas del film son los responsables de comunicación, los redactores que formulan los discursos que conmueven a las masas, los estrategas que deciden el próximo paso de la campaña para conseguir un escaño, un voto más que el rival.


“Los idus de marzo” es una película políticamente comprometida que, sin embargo, no se casa con nadie. En su sobriedad, plantea preguntas que escapan de posibles respuestas binarias (sí/no, bien/mal) y deja que sea el espectador quien decida dónde ha cruzado la raya de lo aceptable (lo moralmente aceptable, por un lado; lo políticamente aceptable, por el otro) cada uno de los personajes que integran su sólido argumento. Un argumento que, sin embargo, no supone ningún tipo de innovación o vuelta de tuerca a conceptos que el cine de tintes políticos lleva décadas ofreciéndonos. “Los idus de marzo” no es especialmente original, pero por suerte tampoco necesita serlo.


A mí me basta con su narrativa visual clásica y precisa (de la que Clooney ya había dado ejemplo en su estupendo debut tras las cámaras, “Buenas noches y buena suerte”); con su guión audaz, repleto de diálogos verosímiles y réplicas propias de la clase de hombres y mujeres, inteligentes y ambiciosos, que la cinta retrata; con el excelente trabajo interpretativo de todo el reparto, con un mastodóntico Gosling bien flanqueado por secundarios de la talla de Paul Giamatti, Marisa Tomei o el siempre brillante Phillip Seymour Hoffman.


“Los idus de marzo” es la clase de película que podría haberse escrito, dirigido y estrenado hace 30 ó 40 años y nadie notaría una diferencia sustancial. Y lo digo en el mejor de los sentidos. Quizás por eso a muchos, acostumbrados a entender lo novedoso o postmoderno como sinónimo de calidad, acabe sabiéndoles a poco; y a otros directamente les importe un rábano tanto su discurso (que carga las tintas en lo introspectivo y entra sólo de refilón en el terreno del thriller) como su formulación audiovisual. A mí me ha hecho reflexionar, me ha demostrado que la faceta de Clooney como director es sin dudas la que más me interesa de su carrera cinematográfica y me ha convencido de que Ryan Gosling es uno de los intérpretes más talentosos de su generación.

Por todo ello, “Los idus de marzo” se ha ganado mi voto. Al menos alguien o algo lo ha hecho.

domingo, marzo 25, 2012

Socializando

Ayer recibí un comentario anónimo lamentando que El Abismo sea un blog al que sus lectores no se pueden suscribir. Confieso que no tengo ni idea de cuál es el proceso por el que una persona se suscribe a un blog. Básicamente, porque yo no estoy suscrito a ninguno. Lo que leo a diario es lo que me voy encontrando en el blogroll de la columna de la derecha (en esa sección titulada “Is there anybody out there?”). Ni uso Google Reader ni sé qué demonios significan las siglas RSS (aunque tengo entendido que algo tienen que ver con el tema de marras). Lo cierto es que, pese a llevar tanto tiempo alimentando diariamente esta página con mis divagaciones, soy un auténtico ignorante acerca de los pormenores técnicos del blogging. No obstante, y como creo que es mi deber ponerle las cosas fáciles a quien desinteresadamente decide pasar su rato de ocio leyendo mis trapalladas (que diría alguna), he decidido hacer unos pequeños cambios destinados a solucionar este inconveniente. Desde ahora podéis encontrar dos nuevas herramientas en la misma columna de la derecha que antes mentaba. Una, con el nombre de “Tell all the people”, ofrece los botones que (asumo; ya digo que no sé muy bien de qué va la cosa) permiten al usuario hacer un seguimiento del blog empleando diversos proveedores de servicios web (Atom, Google, Yahoo) que le avisarán de cuándo se cuelga una nueva entrada. Inmediatamente a continuación aparece en la columna otro gadget, “Tangled up in blue”, que dirige al navegante a la nueva y flamante página de Facebook del Abismo. Allí, quienes estén dados de alta en la red social patentada por Mark Zuckerberg podrán pulsar el botón de “me gusta” y estar desde ese momento a la última sobre todo lo que vaya ocurriendo en esta humilde bitácora. La iniciativa, inspirada en la maniobra llevada a cabo por otros blogueros vecinos (como éste, ésta y este otro), pretende además permitir al usuario de Facebook opinar sobre lo que aquí se vaya aireando sin necesidad de hacerse una cuenta de Blogger o introducir molestas palabras de verificación (que son lo más parecido a un coitus interruptus que uno se puede encontrar cuando navega por internet). Espero que los cambios sean bien recibidos.

sábado, marzo 24, 2012

Epifanía electrónica

Existen una serie de álbumes capaces de superar las etiquetas y atraer a esos melómanos no demasiado afines a determinados géneros que, generalmente por desconocimiento, cuentan con un handicap previo. El jazz, el flamenco o el hip-hop son terrenos tan amplios como, a veces, difíciles de abordar. Por eso un servidor, que le da más que nada al pop y al rock, agradece la existencia de LP's como “A love supreme”, “La leyenda del tiempo” o “My beautiful dark twisted fantasy”; porque le hacen sentir que, si la puerta de entrada es la adecuada, no hay género musical inabordable. En el caso de la electrónica, gente como Daft Punk, Justice o Burial ha publicado en el pasado discos que han servido de puente para que muchos legos en la materia nos hayamos interesado por un tipo de música que cuenta con unos importantes prejuicios por parte de los amantes de “lo orgánico”. A esta casta de evangelistas de la electrónica se suma ahora el catalán John Talabot, que a principios de año publicó su primer largo con el título de “ƒin”.






“ƒin” es uno de esos álbumes que atrapan desde la primera escucha. El ambiente selvático de “Depak Ine”, primer corte del disco, es una rítmica invitación imposible de rechazar, a la que sigue un pepinazo como “Destiny”: pegadiza, hipnótica y elegante, se trata de una canción prácticamente perfecta. Lo que viene detrás no es para menos. Desde temas atmosféricos como “El Oeste” (con ecos del gran Philip Glass) u “Oro y sangre” (otro instrumental mesmerizante) hasta ritmos más festivos como “Journeys” (junto al cantante de Delorean) o la retro/ochentera “When the past was present”, “ƒin” ofrece un lienzo de evocaciones y sentimientos pintado con beats y sintetizadores.


El debut de John Talabot es un disco que se disfruta del tirón sin que ningún corte se haga especialmente duro al oído poco entrenado y sin caer tampoco en la obviedad de la repetición por la repetición en que a veces (creo que) incide la música del ramo. Un trabajo inmenso, más allá de su adscripción a géneros y categorías.

Enemigos de la electrónica, aquí tenéis vuestra epifanía.

miércoles, marzo 21, 2012

Nublado y con probabilidad de metaficciones

Hay palabras que, inevitablemente, me ponen. “Metalenguaje” es una. “Inadaptable”, otra. Si las descubro aplicadas al libro que servirá de sustento narrativo para una próxima película dirigida a seis manos por los hermanos Wachowski y Tom Tykwer, la consecuencia obvia es que un servidor se sienta impelido a leer el libro antes del estreno del film, porque las probabilidades de que los responsables de “The Matrix” (y sus inenarrables secuelas) y “Corre, Lola, corre” logren capturar el espíritu de la obra son bastante escasas. Si Andy y Lana no fueron capaces en el caso de un tebeo tan apto para el salto al celuloide como es “V de Vendetta” (cuya adaptación escribieron y produjeron), ¿cómo podrían conseguirlo con “El atlas de las nubes”?

Portada de una de las ediciones en inglés de "El atlas de las nubes".

La novela del escritor inglés David Mitchell responde a una peculiar estructura antológica con historias dentro de historias que se interrelacionan al ser leídas/vistas/oídas las unas por los protagonistas de las otras. Con la particularidad, además, de que cada una de las ficciones se interrumpe a la mitad para dar paso a una nueva narración situada en un peldaño de existencia superior (en tanto que contiene a la anterior) y que a su vez se interrumpirá también en su ecuador para ser asimilada por el siguiente nivel en este juego de muñecas matrioskas literarias. Luego, como si de un bumerán se tratase, a partir de un eje de simetría que coincide con el sexto círculo concéntrico de estas metaficciones, las distintas historias serán retomadas donde habían quedado y alcanzarán su conclusión en el orden inverso al que fueron presentadas.

El autor, David Mitchell.

Precisamente es uno de los protagonistas del libro, el compositor Robert Frobisher, quien lo explica con una cabriola metalingüística en la que el propio Mitchell se permite bromear sobre lo pretencioso de su propuesta: “He pasado estas dos semanas en la sala de música, reelaborando los fragmentos de este año para integrarlos en un “sexteto para solistas que se solapan”: piano, clarinete, chelo, flauta, oboe y violín, cada uno en su clave, escala y timbre. En la primera parte, cada solo se ve interrumpido por el siguiente; en la segunda, se retoma cada interrupción, en orden inverso. ¿Idea revolucionaria o efectismo insustancial?”

Una de las ilustraciones conceptuales para la adaptación a cargo de los hermanos Wachowski y Tom Tykwer.

Las distintas narraciones contenidas en “El atlas de las nubes” responden a modelos literarios diferentes y siguen además una dirección espacio-temporal concreta. El libro se abre con “El diario del Pacífico de Adam Ewing”, una historia de marineros con ecos de Melville y Conrad contextualizada en las islas de Oceanía a mediados del siglo XIX. Le sigue “Cartas desde Zedelghem”, narración epistolar atribuida al músico bisexual Robert Frobisher, un cazafortunas inglés que recala en la Bélgica de los años 30. “Vidas a medias: el primer misterio de Luisa Rey” es una novelita de suspense ubicada en los años 70 californianos sobre periodistas heroicas y conspiraciones en el ámbito de la energía nuclear. La siguiente parada, “El tremendo calvario de Timothy Cavendish”, nos lleva a la Inglaterra del momento actual, donde un cínico editor literario deberá esconderse de unos furiosos acreedores en el lugar más insospechado de la campiña británica. “La antífona de Sonmi-451” traslada la acción a una Corea ultra-capitalista claramente inspirada en las distopías futuristas de Philip K. Dick, y “El cruce de Sloosha y toda la vaina” culmina el ascenso por la escalera de ficciones en un Hawai post-apocalíptico donde la civilización ha retrocedido miles de años hasta una organización social primitiva y tribal. Pese a que uno pueda detectar ecos de Alessandro Baricco o de Italo Calvino en su planteamiento, “El atlas de las nubes” posee una personalidad propia que deriva de referentes muy distintos a los que manejan los escritores italianos antes mentados.

Otro concept art para la versión cinematográfica de "El atlas de las nubes".

Mitchell consigue que cada una de las historias tenga peso específico no sólo desde la perspectiva argumental, sino también desde un punto de vista estilístico. El diario de Ewing está escrito de un modo radicalmente distinto al relato oral de Zachry (protagonista de la última narración) y no tiene tampoco nada que ver con el estilo seco y directo del interrogatorio al que la replicante Sonmi-451 es sometida por las orwellianas autoridades de Nea So Copros. Pese a todo ello, resulta que “El atlas de las nubes” es un libro de fácil lectura, muy entretenido y con un alto poder de enganche. La riqueza de detalles, guiños y referencias de unas historias a otras hace de esta novela una obra que se presta a la revisión, pudiendo variar además el orden de lectura: ora siguiendo la numeración de las páginas del libro (dejando en hiato las distintas narraciones hasta que sean retomadas en la segunda vuelta), ora atacando cada una en su totalidad para disfrutar sin interrupciones de sus particularidades intrínsecas. Sólo gracias a una lectura minuciosa podrá uno ahondar en el mensaje global del texto, en el concepto que unifica todos sus fragmentos: el respeto a la naturaleza, a la vida y a la dignidad humana, ya sea en el caso de un esclavo del hombre blanco en el siglo XIX, en el de un anciano maltratado en un asilo de principios del siglo XXI o en el de un clon diseñado para servir mesas en un restaurante de comida rápida de mediados del XXII.

Cubierta de la edición española de "El atlas de las nubes" para la colección Tropismos de Ediciones Témpora.

Desgraciadamente, resulta difícil encontrar en las librerías una traducción española de “El atlas de las nubes”. La edición que yo tengo, única hasta la fecha, data de 2006 y es obra de Ediciones Témpora. La conseguí gracias a la inestimable ayuda de la Srta. Imantada, profunda conocedora de las posibilidades literarias de la red de redes, y es sin duda una de las lecturas más inspiradoras e imaginativas que he disfrutado en los últimos tiempos. Con suerte, la próxima adaptación cinematográfica llevada a cabo por Tykwer y los Wachowski traerá consigo una nueva edición española de la novela, subsanando así su incomprensible ausencia en las estanterías de las librerías de nuestro país.

lunes, marzo 19, 2012

Nocturnos de Marte

El prolífico guitarrista Omar Rodríguez-López y el cantante Cedric Bixler-Zavala son dos funambulistas suspendidos sobre la delgada línea que separa la genialidad de la locura. En toda su trayectoria como The Mars Volta jamás han publicado un álbum fácil de digerir y su nuevo LP “Noctourniquet”, que se pone a la venta el próximo 27 de marzo, no va a ser la excepción.


Resulta tentador calificar el séptimo trabajo de estudio de la banda de El Paso como el disco de baladas de The Mars Volta, pero eso sería tan equívoco como asegurar que “Frances the Mute” era su disco latino u “Octahedron” su álbum acústico. También es cierto que a The Mars Volta las etiquetas se le quedan pequeñas y que los referentes de los que bebe su sonido denso y barroco son tan amplios como aparentemente irreconciliables. Como la crítica musical es muy dada a definirlo y compartimentarlo todo, el grupo está adscrito por convención al impreciso terreno del rock progresivo, una categoría en la que caben (porque en algún sitio hay que meterlas) formaciones tan dispares como King Crimson o Tool. Antes que con cualquier otra banda de rock, yo compararía la escucha de The Mars Volta con la experiencia de mirar a través de un caleidoscopio en pleno colocón de cubensis mexicanas. Por ejemplo.


Como en cada álbum anterior, Rodríguez-López y Bixler-Zavala intentan en “Noctourniquet” explorar nuevos registros y experimentar con elementos inéditos en su discografía. Si hay una palabra que desde siempre ha definido el trabajo de esta pareja de músicos, ésa es “inquietud”. Así, los sonidos electrónicos adquieren una presencia relevante en canciones como “In Absentia” o la que da título al álbum, ecos del estilo compositivo de Tom Waits se conjugan con los fragmentos más teatrales del “The Wall” de Pink Floyd en “The Malkin Jewel” y abigarrados ritmos de percusión cercanos al jazz impregnan cortes tan abracadabrantes como “Dyslexicon”. Aunque la presencia de los potentes riffs de guitarra sobre los cuales en el pasado se erigían canciones como “Inertiatic ESP” o “Wax Simulacra” se ve mermada en “Noctourniquet” en favor de una atmósfera más intimista y sosegada (siempre dentro de los particulares parámetros que maneja The Mars Volta), temas como “Aegis”, “Molochwalker” y “Zed and Two Naughts” todavía evocan lejanamente el currículum hardcore de Rodríguez-López y Bixler-Zavala en su anterior formación At the Drive-In.

La parte lírica del asunto no se queda atrás en cuanto a extravagancia: el disco, según han afirmado sus responsables, es una obra conceptual inspirada en el villano de DC Comics Solomon Grundy (“nacido un lunes”) y en el mito griego de Jacinto. ¿Y por qué no?


Más próximo a la calma psicodélica de “Octahedron” que a la furiosa e inaccesible excentricidad de “The Bedlam in Goliath”, “Noctourniquet” se presenta como un álbum en el que resulta complicado penetrar, pero del que una vez dentro es imposible salir. Una nueva muestra de locura y genialidad firmada por dos de los músicos más impredecibles e inclasificables del actual panorama rock.

domingo, marzo 18, 2012

Farolillo rojo

Qué rápido nos ilusionamos los aficionados al cine con la savia nueva.

Cuando directores consagrados tropiezan en sólo una de tantas producciones que llevan su firma, nos apresuramos a bajarlos del pedestal y soltar el consabido “sobrevalorado” que adorna la mitad de las reseñas de la bloguesfera. No obstante, cuando un joven desconocido ofrece, por talento o serendipia, una buena película que cuenta con el valor añadido de lo inesperado, nos llenamos rápidamente la boca con elogios y lo elevamos a lo más alto de nuestros rankings particulares. Hacen falta varios títulos para poder calibrar el trabajo de un director de cine; para saber si Tarantino es un genio o un oportunista, si Nolan es un visionario o un vendedor de humo o si Fincher es el mejor realizador del mundo o sólo un artesano más al que la endeble coyuntura cinematográfica ha destacado del pelotón. Ni siquiera el otrora intocable Francis Ford Coppola resultó estar a salvo de caer en el olvido... y sin embargo qué precipitadamente apuntamos algunos a Rodrigo Cortés en nuestra lista de imprescindibles, de realizadores a seguir allá donde vaya. Su anterior trabajo, “Buried (Enterrado)”, me pareció en su momento un film fabuloso: un thriller tenso, absorbente e imaginativo. Todo lo que su nueva película no es.


Vuelve ahora el ourensano a las carteleras internacionales con una co-producción a caballo entre ambos lados del Atlántico; una cinta de suspense que cuenta con el gancho de un reparto atractivo (la decana Sigourney Weaver, el siempre inquietante Cillian Murphy y el celebérrimo y decadente Robert De Niro) y unas bases argumentales prometedoras: la Dra. Matheson y el Dr. Buckley (Weaver y Murphy) recorren Norteamérica desacreditando supuestos fenómenos paranormales debidos realmente a la superstición de los ignorantes y a la poca vergüenza de los oportunistas que se aprovechan de aquéllos. El regreso a bombo y platillo de Simon Silver (De Niro), un famoso vidente, mentalista y sanador retirado de los focos desde hace décadas, supondrá una oportunidad de oro para desbaratar la creencia popular en misterios que escapen a una explicación científica. Sin embargo, pese a la insistencia de Buckley, la Dra. Matheson se mostrará reacia a investigar las supuestas habilidades paranormales de Silver.


Efectista y estéticamente impoluta, “Luces rojas” es una película interesante en su primera mitad, la que presenta situaciones y personajes y define un tono narrativo que recuerda poderosamente al cine de M. Night Shyamalan. A nadie se le escapará que Cortés ejerce aquí más de copycat que de autor con un ideario propio, pero la puesta en escena, el trabajo competente del reparto y el hilo del que tira el misterio que vertebra la trama (¿es Simon Silver un farsante o un auténtico hombre-milagro?) consiguen mantener la atención del espectador predispuesto a pasar por alto la escasa sutileza de los diálogos (todo se verbaliza, nada se deja a la intuición del público) y el innecesario subrayado de algunas escenas (ese De Niro quitándose las gafas de sol para volvérselas a poner 5 segundos después sólo para que podamos ver que, en efecto, es ciego).


Pasado el ecuador del metraje la cosa se descontrola: las escenas de susto (puro artificio de montaje y sonido) se agolpan una tras otra de forma caprichosa, los personajes se desdibujan y la suspensión de la incredulidad comienza a ser más exigente de lo aconsejable. Como todo está encaminado hacia un inevitable final sorpresa, uno hace de tripas corazón y decide no condenar al film hasta saber cuál es el as que se guarda en la manga de sus últimos compases. Desgraciadamente, el problema de “Luces rojas” no es que su conclusión sea subjetivamente cuestionable (unos tragarán, otros no; eso depende de cada espectador), sino que echa por tierra el castillo de naipes que el libreto había estado construyendo hasta ese momento. Porque lo cierto es que, a la vista de sus minutos finales, “Luces rojas” se revela como una película tramposa, incoherente y que, simple y llanamente, toma al espectador por idiota.


Son responsabilidad directa de Cortés tanto los puntos a favor del film (atmósfera, dirección) como sus deméritos (un guión que arranca con corrección y acaba despeñándose por el abismo de lo inadmisible), pero estos últimos son tan obvios y abultados que ninguna de sus virtudes consigue salvar a la película de la quema. La decepción es inevitable: ni Cortés es esa gran esperanza del cine nacional que algunos soñamos tras ver “Buried (Enterrado)” ni “Luces rojas” merece más atenciones que cualquier otro subproducto hollywoodiense al uso.

viernes, marzo 16, 2012

Sobre el humor y el aburrimiento

¿Sabes? Nunca pensé que estaría en un cementerio con un albornoz de spa hablando con un hermoso travesti a la luz de la luna.”

Ray Hueston (Zack Galifianakis)


El humor, al igual que el voto electoral, es algo personal e intransferible. Yo reconozco que mi sentido del ídem es más bien particular, y que lo que a algunos les hace reír a carcajadas a mí me parece una estupidez. Una estupidez de las que no me hacen gracia, se entiende. No soy de los que se ríen con cualquier cosa, y tengo por válida aquella máxima de Erasmo de Rotterdam que dice que “reírse de todo es propio de tontos, pero no reírse de nada lo es de estúpidos”. El 75% (cifra improvisada y seguramente hiperbólica) de las comedias que veo me parecen un rollo patatero. También es cierto que veo pocas porque, precisamente, la mayoría me aburren soberanamente. Me río mucho con los Monty Python, con los hermanos Marx, con “Los Simpson”... pero más bien poco (o nada) con “Cómo conocí a vuestra madre”, “Modern family” y “Me llamo Earl”. Por eso me parece tan complicado recomendar una comedia: conozco gente aparentemente sana a la que “La vida de Brian” no les hizo esbozar siquiera una sonrisa y que sin embargo se lo pasan pipa con la saga “Torrente”. “Chacun son cinéma”, non?


Todo esto, por cierto, viene a cuento de que hoy no voy a recomendar a nadie el visionado de “Bored to Death”, una teleserie que la cadena HBO comenzó a emitir en 2009 para cancelarla finalmente en 2011 tras tres temporadas de ocho capítulos. Lo que voy a hacer es dejar caer (como quien no quiere la cosa) por qué a mí en particular me gusta este programa. Y luego que cada uno obre a su antojo: si lo que leáis en esta entrada os seduce, tal vez queráis darle una oportunidad a la serie; si no, pues a seguir con “The Big Bang Theory”, que tampoco está tan mal.


El protagonista de “Bored to Death” es Jonathan Ames, un joven escritor que, tras una ruptura sentimental y en pleno bloqueo creativo, decide poner un anuncio en internet ofreciendo sus servicios como detective privado. Sin licencia y con la única experiencia profesional que puedan haberle aportado las novelas de Raymond Chandler y Dashiel Hammett, Jonathan comenzará a investigar los casos más surrealistas que un paródico anti-héroe noir pueda aceptar en Nueva York. Lo hará ayudado por sus dos mejores amigos: George Christopher, mujeriego editor de una revista cultural, y Ray Hueston, autor de un comic protagonizado por una versión super-heroica de sí mismo.


Aunque cada episodio de “Bored to Death” dura algo menos de media hora, la serie no puede ser considerada una sit-com al uso. Para empezar, no tiene risas en off (lo cual siempre es un acierto: no me gusta que me digan cuándo debo reír y cuando no). Tampoco está eternamente anclada a esos tres o cuatro escenarios recurrentes (Central Perk/piso de Joey y Chandler/piso de Monica y Rachel) siempre filmados con los mismos tiros de cámara. Además, sus temporadas tienen un hilo conductor bien definido y no existe un statu quo permanente al que superponer la trama de turno en cada nuevo capítulo. Es decir, que en cuanto a formato está más cerca de “Californication” que de “Frasier”. Lo que pasa es que se trata de una comedia pura, sin concesiones al melodrama. El humor del que hace gala “Bored to Death” es, hasta donde llega mi experiencia catódica, algo único en televisión: una mezcla improbable entre el Woody Allen de “Misterioso asesinato en Manhattan”, el cine para modernillos (como yo) de Wes Anderson y el blockbuster escatológico alla “Resacón en Las Vegas”; un desvarío surrealista que maneja referentes culturales (más o menos) elitistas sin renunciar por ello al slapstick de toda la vida.


Los personajes que pueblan la Gran Manzana de “Bored to Death” son tipos patéticos, egoístas, algo esquizofrénicos y terriblemente entrañables. La clase de protagonistas que se ganarán inmediatamente el corazón de algunos y sacarán sin remisión de sus casillas a otros tantos (o quizás a muchos más). Que la responsabilidad de dar vida a semejantes tarados recaiga en tres actores con una vis cómica titánica no hace sino magnificar sus personalidades y hacerlos todavía más extremos: Jason Schwartzman, el chico para todo de Wes Anderson, borda a un Jonathan Ames despistado, enamoradizo y acomplejado; Zack Galifianakis compone un Ray Hueston inmaduro, compulsivo y totalmente dependiente; pero es sin duda Ted Danson quien se lleva el premio gordo por su interpretación de George Christopher, millonario excéntrico, ególatra y bon vivant que roba inmediatamente cada plano en el que planta su sonrisa de alucinado galán politoxicómano.


La puesta en escena de aires vintage, la estupenda selección de temas musicales (que van desde The Ides of March hasta Titus Andronicus pasando por The Chemical Brothers) y los maravillosos títulos de crédito (apoyados en un tema cantado por el propio Schwartzman) no hacen sino redondear una serie que, sin embargo, no será del agrado de todo el mundo: si su particular sentido del humor no aleja a la mayor parte de eso que llamamos “gran público”, sus constantes referencias a la literatura y al cine clásico acabarán por conseguir que el resto arquee la ceja y se decida a probar suerte en otro canal.

Yo, ya digo, paso olímpicamente de recomendárosla...

(...no como hizo conmigo el blogger vecino Kike Morales. Gracias, Kike.)

miércoles, marzo 14, 2012

Buenrollismo prefabricado

En épocas de crisis, al arte popular le da por ofrecer al público un respiro de sus presiones y padeceres cotidianos presentando historias tremendas con finales felices que le digan por un lado: “tu vida no es tan mala” y por el otro: “todo va a salir bien”. En el caso del cine, artefactos como “Slumdog millionaire” o “Larry Crowne” confirman esta tendencia, en plena debacle económica de Occidente, a sobrevolar temas espinosos para pintarlos de rosa y ponerles un enorme lazo de complacencia.


“Intocable” es la nueva sensación de la comedia francesa. Su argumento presenta a dos personajes antagónicos, un millonario tetrapléjico de exquisita educación y un inmigrante africano recién salido de prisión, condenados a entenderse desde el momento en que el segundo se convierte en cuidador del primero. La amargura del erudito incapacitado irá progresivamente contagiándose de la arrolladora vitalidad y el omnipresente buen humor del asistente proveniente de la racaille parisienne, y lo que en principio se anunciaba como una relación repleta de cómicas tiranteces terminará convirtiéndose en una de esas amistades bigger than life que tanto gustan al Séptimo Arte.


Que “Intocable” apesta a buenrollismo prefabricado es algo público y notorio. Está claro, y más siendo una comedia, que no hacía falta en esta ocasión asomarse a la tristeza lírica de “La escafandra y la mariposa” (por el lado del tetrapléjico) o al tremendismo machacón de “Biutiful” (por el del inmigrante desfavorecido), pero lo cierto es que ni el guión de “Intocable” hace esfuerzo alguno por escarbar en las profundidades de la condición personal de sus protagonistas ni éstos deben hacer frente a lo largo del metraje a grandes sobresaltos dramáticos. La banlieue de París es una jovial comunidad multicultural donde se puede aplacar la ira de un gangster con una palabra amable; la alta sociedad francesa es un colectivo de estirados que se desvivirán por la (aburridísima) ópera y el (desproporcionado valor económico del) arte hasta que un chico de barrio venga a devolverles la sonrisa y el romanticismo. Sólo de la fusión de ambos mundos, de bailar Earth,Wind & Fire vestido de etiqueta y de hacer garabatos abstractos en pleno colocón de marihuana puede surgir el auténtico calor humano que derribe las barreras sociales.


Por suerte, este híbrido para neuronas en hibernación entre “Esencia de mujer” (ya sé, la de Pacino es un remake, pero cómo me gusta ese vídeo de YouTube) y “El príncipe de Bel-Air” contiene la suficiente chispa en sus diálogos como para que uno sienta que, pese al despropósito argumental, la experiencia no está siendo del todo improductiva. “Intocable” funciona en pequeñas dosis, en parte gracias a su pareja protagonista (Omar Sy es un humorista con carisma, François Cluzet es un actor de los inmóviles pies a la cabeza) y en parte gracias a sus inspirados apuntes cómicos. También contribuyen a endulzar el conjunto la hermosa banda sonora a cargo del pianista Ludovico Einaudi y la ligereza general de la película, que no exige ningún tipo de sesuda reflexión a posteriori por parte del espectador. Lo menos que se le puede pedir a la comida rápida es que su digestión sea fácil, ¿no?


Con todo, no deja de ser mosqueante que una grabación de las personas reales en cuya historia se inspira la película aparezca en los títulos de crédito para descubrirnos que el tal Driss (el senegalés de sonrisa amable al que interpreta Sy) se llama en realidad Abdel y es musulmán. Ya sabéis lo mal que dan los moritos en pantalla: mejor poner a un negro de metro noventa y sonrisa radiante que baile funky como un profesional. Total, lo único que importa es poder anunciar el consabido “basado en hechos reales” justo al principio de la película para que el público de las multisalas pueda luego salir del cine con la certeza de que su vida no es tan mala y de que todo va a salir bien. Faltaría plus.

viernes, marzo 09, 2012

Fanfarlo caminan hacia la luz

Escribía un servidor, hace relativamente poco, sobre el culicanguis que le debe entrar a las grandes promesas de la música en el momento de publicar su segundo disco. La actualidad me lleva hoy a mentar el caso de Fanfarlo, quinteto londinense que besó el santo nada más llegar desplegando un sonido a medio camino entre la instrumentación de raíces balcánicas de Beirut y el pop-rock épico de Arcade Fire. Su debut, “Reservoir”, fue una de las joyas de la cosecha melómana del 2009: uno de esos álbumes que puedes reescuchar docenas de veces sin encontrarle más defecto que el elevadísimo listón al que sometería a las futuras creaciones de sus responsables.


Los muchachos de Fanfarlo regresan tres años después con “Rooms filled with light” dispuestos a deconstruir la fórmula de su éxito para rearmarla de un modo totalmente distinto. La banda pone todo su empeño en huir del “más de lo mismo” y se decide a crear atmósferas antes que a facturar hits; a hacer su propio “Neon Bible” circulando en el sentido inverso: mientras Win Butler y compañía se alejaban de “Funeral” asomándose a oscuros abismos, Fanfarlo prefiere orientar su mirada hacia la luz.


Los primeros cortes de “Rooms filled with light” son sin duda los mejores. Los nerviosos violines de “Replicate” recuerdan a la precisión matemática de las bandas sonoras de Michael Nyman. La sombra de David Byrne planea insistentemente sobre “Lens life” (mi favorita del disco) y “Shiny things”, primer single extraído del álbum, posee un pegadizo estribillo que nos recuerda que, pese al nuevo rumbo, estos cinco chavales son los mismos que antaño compusieron “The walls are coming down”. Me consta que “Tanguska” es una de las canciones de “Rooms filled with light” que mejor recepción ha tenido entre los fieles del grupo, pero a mí me resulta ligeramente anodina. Por suerte, “Tightrope” no tarda demasiado en quitarme el agridulce sabor de boca con uno de los mejores estribillos del LP. A continuación, el xilófono juguetón y los coros de Régine Chassagne Cathy Lucas hacen de “Feathers” un tema especialmente seductor, en contraste con la sosa tríada (“Bones”, “Dig” y “A flood”) encargada de despedir el álbum. Más preocupados en redondear un disco que en recopilar canciones, el grupo incluye además un interludio y un breve epílogo instrumentales que no aportan nada especialmente relevante al conjunto. Lo cierto es que suenan más a capricho conceptual que a composiciones con auténtico peso específico, y ahondan en la sensación general de que “Rooms filled with light” va progresivamente de más a menos, habiendo aparcado los temas más apetecibles en su primera mitad y reservando para la segunda los más densos y farragosos.


El nuevo disco de Fanfarlo tiene canciones más que suficientes para demostrar el talento de sus responsables, pero su renuncia tajante a acomodarse en la fórmula de éxitos precedentes lo priva de la espontaneidad y el sentido de la maravilla que “Rerservoir” destilaba en cada surco de vinilo. De ahí que alguno pueda sentirse decepcionado ante este irregular trabajo al que las comparaciones le harán poca o ninguna justicia.

miércoles, marzo 07, 2012

La (re)invención de Scorsese

Nuestro invento no es para venderlo. Puede ser explotado algún tiempo como curiosidad científica, pero no tiene ningún interés comercial” (Auguste Lumière)

Que todo en la vida es cine, y los sueños cine son” (Luis Eduardo Aute)

La solución a este problema está en el corazón de la humanidad... De haberlo sabido, me habría hecho relojero.” (Albert Einstein)



Dicen por ahí que cuando uno está al borde de la muerte, toda su vida pasa como una exhalación por delante de sus ojos. Me alegro de no poder corroborarlo: lo más cerca que he estado de descubrir si “existe un Dios” (como decía Miércoles Addams) ha sido una terrible experiencia causada por la ingestión de alimentos en mal estado. En el caso del cine, somos los espectadores quienes estamos viendo pasar sus más de 100 años de historia ante nuestros ojos gracias a la fiebre nostálgica que en los últimos meses ha desembarcado con fuerza en las carteleras internacionales. ¿Se trata de un mero ejercicio de revisionismo, de una voluntad concreta de volver a tiempos pasados o de una elegía fúnebre?


Martin Scorsese, una leyenda viva del medio, se propuso en “La invención de Hugo” (título español a medio camino entre el “Hugo” de la versión en inglés y “La invención de Hugo Cabret” del original literario, debido a Brian Selznick) una doble tentativa: filmar su primera película con vocación claramente familiar y realizar un sentido homenaje a los orígenes del Séptimo Arte.

La historia sigue de cerca a un niño llamado Hugo Cabret que vive clandestinamente en una estación de ferrocarril en el París de los años 30. Allí, Hugo se dedica al mantenimiento de los relojes del edificio empleando los conocimientos adquiridos de su padre, el cual le dejó al morir un autómata averiado que Hugo pretende reparar utilizando piezas robadas a un vendedor de juguetes mecánicos de la estación.


“La invención de Hugo” es una película para niños y mayores que no trata como idiotas a los primeros ni se resiste a asaltar el corazón a los segundos. Resulta cándida sin ser superficial y no escatima en referencias a temas (digamos) adultos como la guerra o la muerte, abordándolos sin regodearse en la desgracia. La cuestión que la cinta plantea sobre el lugar que cada uno ocupamos en el mundo me parece perfectamente válida tanto para un niño de 10 años como para un adulto de 50, y su defensa de la fantasía como cura contra la tristeza del mundo real resulta tan admirable en el contexto histórico de los años 30 (con el amargo sabor de la Primera Guerra Mundial todavía en el paladar de Europa) como en los albores del tercer milenio (supongo que no hace falta que enumere razones para deprimirnos hoy en día: que cada uno escoja la que prefiera).


Decir a estas alturas que Scorsese maneja los resortes del medio con maestría roza la perogrullada: no hay más que fijarse en el arranque de “La invención de Hugo” (quizás los mejores diez primeros minutos que he visto en una pantalla grande desde el estreno de “Up”) para cerciorarse de que el director que antaño firmó títulos como “Taxi driver”, “Toro salvaje” o “Uno de los nuestros” sigue siendo uno de los mejores narradores que ha dado el cine. La superlativa planificación de cada escena del film se engrandece aún más con un acabado visual arrebatador: la paleta de azules y dorados que dibuja las luces y sombras del París retratado en “La invención de Hugo” remite tanto a los fotogramas pintados a mano de las películas rodadas por Méliès como a los últimos avances en iluminación y efectos digitales. La estereoscopia aparece aquí (¡por fin!) como una herramienta usada con una auténtica intención narrativa, algo que un servidor sólo había percibido anteriormente en el “Avatar”de James Cameron. No creí que volvería a decirlo, pero ahí va: merece la pena pagar por ver “La invención de Hugo” en 3-D.


Entre un reparto de campanillas donde hasta el personaje con menor presencia en pantalla responde al físico de un actor de primer orden (¿son imaginaciones mías o me ha parecido ver a Michael Pitt encarnando en un plano fugaz a uno de los hermanos Lumière?), Ben Kingsley sobresale por méritos propios ofreciendo una interpretación profunda y emocionante. Los niños cumplen con creces las expectativas (que en mi caso, tratándose de actores preadolescentes, no suelen ser excesivas) y uno sólo puede lamentar que a nombres como Jude Law, Ray Winstone o Sacha Baron Cohen les correspondan personajes tan necesitados de un mayor desarrollo dramático.

Resulta que no todo es perfecto en esta “La invención de Hugo”, y junto a momentos absolutamente maravillosos (la mentada secuencia inicial, los últimos veinte minutos) conviven otros ligeramente anodinos que diluyen considerablemente el síndrome de Stendhal que despiertan las notas altas de la función. Por suerte, el encanto de la película no reside solamente en el uso que su principal responsable hace del cine como vehículo narrativo, sino también en la presencia del Séptimo Arte como un protagonista de peso en la propia historia.


Scorsese ofrece en “La invención de Hugo” una mirada múltiple y al mismo tiempo profundamente personal al mundo del cine. De este modo, el director se transfigura en el niño fascinado por la magia del celuloide (Hugo), en el estudioso académico de la disciplina cinematográfica (el personaje de Rene Tabard) y en el creador de fantasías (el juguetero e ilusionista Papa Georges) como si fuesen tres aspectos de una santísima trinidad: todos ellos son Scorsese. Pero también la perspectiva externa que se reserva en el film el propio realizador al mostrarse (en un cameo mínimo pero significativo) como testigo presencial de los orígenes del estudio cinematográfico como concepto.


“El cine es magia”, nos dice el italoamericano sin rodeos: "lo más cerca que el hombre puede estar de construir un sueño con sus manos y su intelecto". Y a eso precisamente se dedica la segunda mitad de “La invención de Hugo”: a recrear con todo lujo de detalles los sueños de quienes cimentaron la historia del cine. Desde la imagen de un rostro lunar herido por un cohete hasta la maquinaria de ruedas dentadas que trajeron los tiempos modernos, pasando por el minutero del que un cómico mudo pende sobre el vacío o un tren que rompe (literalmente) la cuarta pared al embestir al espectador, la última película de Scorsese es prácticamente un glosario de la iconografía visual que configuró los orígenes del cine, leído desde el otro extremo del camino. El vistazo fugaz a toda una vida como arte, como medio, cristalizado en un saludo cargado de ternura y orgullo.


Lo que no me atrevo a aventurar es si lo que intenta decirnos es "hola" o "adiós".

martes, marzo 06, 2012

Bruce Springsteen y su bola de demolición

Después de tres años sin publicar nuevo material de estudio (“The Promise”, aparecido en 2010, era un disco de rarezas y descartes de la época de “Darkness on the edge of town”), hoy es el día elegido por Bruce Springsteen para regresar a las páginas de actualidad con su último trabajo, “Wrecking ball”. Fiel a su auto-asumida condición de cronista de los tiempos en que vivimos, Springsteen trata de capturar en el nuevo LP el zeitgeist de la actual Norteamérica. Si en el áspero “Magic” la inspiración para el compositor de New Jersey provenía de la gestión gubernamental realizada por George W. Bush y en “Working on a dream” era la elección de Barack Obama como presidente de los EE.UU. la que dominaba un álbum más luminoso y esperanzador, ahora son la crisis económica y sus culpables más visibles quienes se llevan todos los golpes propinados por esta bola de demolición.


Musicalmente, el disco es un copy & paste del antiguo sonido del Boss (cuando el apodo aún significaba algo) y de una serie de influencias heterogéneas (coros al estilo melanesio de “La delgada línea roja”, reminiscencias folkies de las Seeger sessions e incluso ¡una estrofa rapeada!) que no termina de cuajar. Sólo cuando Springsteen regresa al terreno de su identidad musical primigenia puede uno reconciliarse con un artista que ha pasado, con los años, de auténtica deidad rock a simple artesano del ramo. Al menos en lo que respecta a su trabajo de estudio (el directo, literalmente, es otro cantar).

“Wrecking ball” no es un disco particularmente malo, pero no resiste la menor comparación con cualquiera de los álbumes publicados por su autor con anterioridad a 1990. Puestos a buscarle aspectos positivos, yo me quedo con (sólo) dos de sus canciones: el enérgico tema titular y la estupenda “Land of hope and dreams”. Precisamente las dos que ya conocíamos desde hace un tiempo por su inclusión en los shows en vivo de la E Street Band de los últimos años. Y también las dos en cuya grabación estuvo presente (al saxo) el añorado Clarence Clemons.


Tal vez Springsteen debería aplicarse la lección que Tom Waits ha impartido al personal con su reciente “Bad as me”: a ciertas alturas de una carrera profesional como músico, es preferible esperar siete años y lanzar al mercado un álbum de auténtica enjundia a estar publicando medianías cada dos o tres. Seleccionando los cortes más satisfactorios de “Magic”, “Working on a dream” y este “Wrecking ball”, el hipotético último disco del Boss habría sido sin duda un trabajo a la altura de su leyenda.