Lo cierto es que este año no pensaba hacer referencia a los Oscar de Jólibud porque son unos premios que, a estas alturas, me importan casi lo mismo que los Goya o los Grammy Latinos: prácticamente nada. La Academia USAmericana ha demostrado insistentemente que los méritos cinematográficos de una película son muy relativos a la hora de ser premiada en la fiesta del cine por antonomasia, y servidor no cree que este año vaya a ser una excepción. No obstante, en los comentarios de una entrada reciente mi amiga Noe me reclamaba mi quiniela para esta edición y como por un lado a ella me resulta difícil negarle nada y como por el otro estas predicciones terriblemente falibles vienen siendo una especie de tradición en El Abismo desde que éste empezó su andadura, un año más dejo constancia de las nominadas que creo que ganarán en cada categoría y también de las que me gustaría que ganasen (aunque no confíe demasiado en que lo hagan).
Nominaciones a mejor película:
-”Cisne negro”
-”The Fighter”
-”Inception”
-”Los chicos están bien”
-”El discurso del rey”
-”127 horas”
-”La red social”
-”Toy Story 3”
-”Valor de ley”
-”Winter's bone”
Seguimos con la manía de las diez nominadas (de las que he visto siete y seis han tenido su correspondiente reseña, a la espera de que me ponga al día con “Valor de ley”). Teniendo en cuenta que “Inception”, "127 horas", “Toy Story 3” y “Los chicos están bien” no tienen absolutamente ninguna opción (y "Winter's bone" apenas), yo sigo preguntándome qué sentido tiene hacer este paripé (salvo por la cuestión mercantil, claro). Ganará “El discurso del rey”... pero yo preferiría que ganase “La red social”.
Nominaciones a mejor actor:
-Javier Bardem (“Biutiful”)
-Jeff Bridges (“Valor de ley”)
-Jesse Eisenberg (“La red social”)
-Colin Firth (“El discurso del rey”)
-James Franco (“127 horas”)
Ganará Colin Firth, pero yo se lo daría a Javier Bardem. Es que el tío está inmenso en “Biutiful”.
Nominaciones a mejor actor de reparto:
-Christian Bale (“The fighter”)
-John Hawkes (“Winter's bone”)
-Jeremy Renner (“The town”)
-Mark Ruffalo (“Los chicos están bien”)
-Geoffrey Rush (“El discurso del rey”)
Ganará, merecidamente, Christian Bale. Aunque Rush sería una segunda opción francamente sólida.
Nominaciones a mejor actriz:
-Anette Benning (“Los chicos están bien”)
-Nicole Kidman (“Rabbit hole”)
-Jennifer Lawrence (“Winter's bone”)
-Natalie Portman (“Cisne negro”)
-Michelle Williams (“Blue valentine”)
De las nominadas sólo puedo juzgar la interpretación de Natalie Portman (las otras no las he visto aún), que está de lujo en “Cisne negro”. Además, es la clara favorita. Y quiero verla llorando mientras recoge el premio. Que ésta echa el moco fijo.
Nominaciones a mejor actriz de reparto:
-Amy Adams (“The fighter”)
-Helena Boham Carter (“El discurso del rey”)
-Melissa Leo (“The fighter”)
-Hailee Steinfeld (“Valor de ley”)
-Jacki Weaver (“Animal kingdom”)
No lo tengo muy claro: puede que Jacki Weaver dé la sorpresa. Aunque mi favorita es Melissa Leo.
Nominaciones a mejor película de animación:
-”Cómo entrenar a tu dragón”
-”Toy Story 3”
-”El ilusionista”
Ganará “Toy Story 3”. No he visto “El ilusionista” y lo cierto es que “Cómo entrenar a tu dragón” me parece una peli estupenda, pero Pixar es Pixar...
Nominaciones a mejor dirección artística:
-”Alicia en el País de las Maravillas”
-“Harry Potter y bla bla bla”
-”Inception”
-”El discurso del rey”
-”Valor de ley”
Ganará “El discurso del rey” (porque la Academia no es muy original), aunque yo creo que en justicia debería llevarse el premio “Alicia en el País de las Maravillas”.
Nominaciones a mejor fotografía:
-”Cisne negro”
-”Inception”
-”El discurso del rey”
-”La red social”
-”Valor de ley”
Ganará “Inception”, creo que merecidamente, aunque cualquiera de las nominadas es una buenísima opción.
Nominaciones a mejor diseño de vestuario:
-”Alicia en el País de las Maravillas”
-”Yo soy el amor”
-”El discurso del rey”
-”La tempestad”
-”Valor de ley”
Ganará “El discurso del rey”, aunque yo se lo daría a “Valor de ley”.
Nominaciones a mejor dirección:
-Darren Aronofksy (“Cisne negro”)
-David O. Russell (“The fighter”)
-Tom Hooper (“El discurso del rey”)
-David Fincher (“La red social”
-Joel & Ethan Cohen (“Valor de ley”)
Espero que se lo lleve Fincher. Aunque sólo sea por lo vergonzoso que resulta que Danny Boyle tenga más oscars que él. Como segunda opción personal, me quedo con Aronofsky, que está magnífico en “Cisne negro”.
Nominaciones a mejor largometraje documental:
-”Exit through the gift shop”
-”Gasland”
-”Inside job”
-”Restrepo”
-”Waste land”
Me encantaría que subiese (o no) a recogerlo Banksy (por "Exit through the gift shop"), pero sospecho que se lo llevará “Inside job” (no la he visto, pero suena como favorita).
Nominaciones a mejor corto documental:
-”Killing in the name”
-”Poster girl”
-”Strangers no more”
-”Sun come up”
-”The warrios of Quigang”
Ni la más remota idea, aunque “Killing in the name” me trae recuerdos de un tema muy majo de Rage against the machine. Para ella, pues.
Nominaciones a mejor montaje:
-”Cisne negro”
-”The fighter”
-”El discurso del rey”
-”127 horas”
-”La red social”
Aquí no debería haber dudas: “La red social”. Sólo espero que no se lo lleve “127 horas”.
Nominaciones a mejor película de habla no inglesa:
-”Biutiful”
-”Canino”
-”In a better world”
-”Incendies”
-”Hors-la-loi”
Sólo he visto “Biutiful” (que en mi opinión es lo peor que ha firmado Iñarritu hasta la fecha) y “Canino”, una de mis películas favoritas del 2010. Así que me gustaría que se lo llevase la griega. Aunque parece cantado que será para “In a better world”.
Nominaciones a mejor maquillaje:
-”Barney's version”
-”Camino a la libertad”
-”El hombre lobo”
Se lo llevará “The wolfman”. Por lo poquísimo que he visto (trailers y affiches), parece que se lo merece. Se me hace raro que no esté nominada la última de Harry Potter...
Nominaciones a mejor banda sonora original:
-”Cómo entrenar a tu dragón” (John Powell)
-”Inception” (Hans Zimmer)
-”El discurso del rey” (Alexandre Desplat)
-”127 horas” (A.R. Rahman)
-”La red social” (Trent Reznor y Atticus Ross)
Si no se lo llevan Trent Reznor y Atticus Ross es para prenderle fuego al Kodak Theatre. Eso sin contar la ausencia de Daft Punk por su potentísimo score para “Tron: Legacy” (¿será que la carta con la invitación a la gala llegó por error al domicilio de The Third Twin?)
Nominaciones a mejor canción original:
-”Country song” ("Coming home")
-”Enredados” ("I see the light")
-”127 horas” ("If I rise")
-”Toy Story 3” ("We belong together")
La categoría más inexplicable del año. ¿Dónde está el “Stick & stones” de Jónsi? Me recuerda al año en que "se olvidaron" de nominar (y premiar) a Bruce Springsteen por "The wrestler". Por mí que se lo lleve cualquiera. Aunque creo que será para “Enredados” (Disney volviendo a hacer un musical de corte clásico y tal...)
Nominaciones a mejor corto animado:
-”Day & night”
-”The Gruffalo”
-”Let's Pollute”
-”The lost thing”
-”Madagascar, carnet de voyage”
Sin haber visto el resto (imperdonable, lo sé), voy a aventurarme a decir que dudo mucho que ninguno esté a la altura de “Day & night”. Lo decía más arriba: Pixar es Pixar...
Nominaciones a mejor cortometraje:
-”The confession”
-”The crush”
-”God of love”
-”Na weve”
-”Wish 143”
Ni repajolera idea, mireusté. “God of love” tiene un título chulo. O algo. Pues para ése.
Nominaciones a mejor edición de sonido:
-”Inception”
-”Toy Story 3”
-”Tron: Legacy”
-”Valor de ley”
-”Imparable”
Ésta es una de esas categorías técnicas en las que “Inception” debería imponerse.
Nominaciones a mejor mezcla de sonido:
-”Inception”
-”El discurso del rey”
-”Salt”
-”La red social”
-”Valor de ley”
Ídem de lienzo.
Nominaciones a mejores efectos especiales:
-”Alicia en el País de las Maravillas”
-”Harry Potter y la madre que lo parió”
-”Más allá de la vida”
-”Inception”
-”Iron man 2”
Otro más para “Inception” (aunque sea sólo por la escena del hotel con gravedad cambiante).
Nominaciones a mejor guión adaptado:
-”127 horas”
-”La red social”
-”Toy Story 3”
-”Valor de ley”
-”Winter's bone”
Ésta parece cantada: “La red social”. Sorkin se lo merece. Mucho.
Nominaciones a mejor guión original:
-”Another year”
-”The fighter”
-”Inception”
-”Los chicos están bien”
-”El discurso del rey”
Se lo llevará “El discurso del rey”, pero yo personalmente preferiría que fuese a parar a manos de Christopher Nolan por “Inception”.
Y hasta aquí mi quiniela. En unas horas sabremos cuántas categorías he acertado. Eso sí, no esperéis que me quede despierto para descubrirlo...
domingo, febrero 27, 2011
sábado, febrero 26, 2011
Para qué mentir
“(...)
Estoy triste, para qué mentir.
Haré que el sol salga mañana desde aquí
y por una vez seré la más bella ciudad
y seré ballena en alta mar
y seré la noche al descender.
Por una vez seré una luz y una canción
y seré la esfera de un reloj
que no tiene agujas
(...)”
En lo que respecta a Nacho Vegas, podéis considerarme un fan. Creo que Vegas compensa su falta de voz con buen gusto compositivo y el esperpéntico (y a veces antipático) personaje que se ha construido con algunas de las mejores letras escritas en nuestro idioma en la última década. Lo cual no significa que me guste necesariamente todo lo que hace, pero sí que todo lo que hace me interesa. Por eso le tenía echado el ojo a su reciente álbum “La zona sucia”, que además es el primero que edita bajo su flamante nuevo sello Marxophone. Aunque el asturiano supone para mí una (relativa) garantía de calidad, dudo que “La zona sucia” vaya a convertirse en uno de mis álbumes predilectos de su discografía. Pese a las acertadas “Cuando te canses de mí”, “La gran broma final” (claramente inspirada en el casposo despliegue mediático que acompañó a su relación con Christina Rosenvinge), “Perplejidad”, “El mercado de sonora” y “Reloj sin manecillas” (a la que pertenecen los versos de ahí arriba y mi favorita del disco, creo; con un estribillo que, y esto va a sonar raro, me recuerda a Duncan Dhu sin producirme arcadas), echo en falta en este nuevo cancionero uno de esos temas desgarradores que tan bien le habían salido anteriormente al cantautor culomollao. No hay aquí un “Ángel Simón”, un “Tercer día” o un “Morir o matar”. Tampoco un “...Michi Panero”, ya puestos. Y, aún resultándome bastante apreciable, este último trabajo no deja de parecerme un Vegas a medio gas, menos sucio de lo que auspiciaba su título.
Estoy triste, para qué mentir.
Haré que el sol salga mañana desde aquí
y por una vez seré la más bella ciudad
y seré ballena en alta mar
y seré la noche al descender.
Por una vez seré una luz y una canción
y seré la esfera de un reloj
que no tiene agujas
(...)”
En lo que respecta a Nacho Vegas, podéis considerarme un fan. Creo que Vegas compensa su falta de voz con buen gusto compositivo y el esperpéntico (y a veces antipático) personaje que se ha construido con algunas de las mejores letras escritas en nuestro idioma en la última década. Lo cual no significa que me guste necesariamente todo lo que hace, pero sí que todo lo que hace me interesa. Por eso le tenía echado el ojo a su reciente álbum “La zona sucia”, que además es el primero que edita bajo su flamante nuevo sello Marxophone. Aunque el asturiano supone para mí una (relativa) garantía de calidad, dudo que “La zona sucia” vaya a convertirse en uno de mis álbumes predilectos de su discografía. Pese a las acertadas “Cuando te canses de mí”, “La gran broma final” (claramente inspirada en el casposo despliegue mediático que acompañó a su relación con Christina Rosenvinge), “Perplejidad”, “El mercado de sonora” y “Reloj sin manecillas” (a la que pertenecen los versos de ahí arriba y mi favorita del disco, creo; con un estribillo que, y esto va a sonar raro, me recuerda a Duncan Dhu sin producirme arcadas), echo en falta en este nuevo cancionero uno de esos temas desgarradores que tan bien le habían salido anteriormente al cantautor culomollao. No hay aquí un “Ángel Simón”, un “Tercer día” o un “Morir o matar”. Tampoco un “...Michi Panero”, ya puestos. Y, aún resultándome bastante apreciable, este último trabajo no deja de parecerme un Vegas a medio gas, menos sucio de lo que auspiciaba su título.
jueves, febrero 24, 2011
Aronofsky: abismos y obsesiones
“(...)
You have tried your best to please everyone
But it just isn't happening
No, it just isn't happening
And it's fucked up, fucked up
(...)”
Thom Yorke, “Black Swan”
...
Pareciera que Darren Aronofsky esté empeñado en hacer una y otra vez la misma película: la historia de una persona obsesionada (con un número, con una adicción, con vencer a la muerte o con su propia autodestrucción) que es derrotada por las circunstancias. Y ya.
Si uno busca una película que plantee un discurso intelectual, con Aronofsky lo lleva crudo. El realizador estadounidense (de ascendencia polaca) parece rehuir conscientemente los argumentos intrincados y apenas sí maneja cuatro o cinco personajes por film, sin arrojar al espectador más que un par de ideas en las que reincide constantemente. Su talento es casi exclusivamente audiovisual, de ahí que sus detractores lo acusen (no sin cierta razón) de estético y efectista. Pero a mí me vuelve loco. En más de un sentido.
Sucede con Aronofsky que, de un modo algo infantil, lo considero un director como de la familia. He visto todas sus películas por orden (“Pi”, “Réquiem por un sueño”, “La fuente de la vida”, “El luchador” y ahora “Cisne negro”), lo he ido siguiendo a cada nuevo paso que daba (incluso en su breve escarceo con el comic) y, como en el caso de David Fincher o Christopher Nolan (otros a los que siempre me he mantenido atento), me he alegrado con la consecución de sus logros y el reconocimiento de su estatus de autor (que es algo imprescindible si se quieren hacer películas personales y con cierto presupuesto en Hollywood).
Las películas de Aronofsky son enormes pedradas para los sentidos. Se trata de un cine sensorial, más experiencia que narración, que funciona únicamente por el cómo, no por el qué. Si no llega a ser por la celebérrima banda sonora de Clint Mansell, el montaje milimétrico y esos disparatados encuadres paranoicos (también por una magnífica Ellen Burstyn, cierto), “Réquiem por un sueño” habría pasado sin pena ni gloria por los expositores de los videoclubs (a la sombra de “Trainspotting”) y no se habría convertido en esa cinta de culto que aparece citada en la mitad de los perfiles de Blogspot y de los usuarios de Facebook. Lo mismo, más o menos, podría decirse de sus otros largometrajes. Incluido “Cisne negro”.
No se me malinterprete, por favor: “Cisne negro” me parece un peliculón. Quizás la mejor obra hasta la fecha de su realizador. El cual, por cierto, cada vez dirige mejor (esas brutales escenas de baile resueltas en un solo plano), cada vez tiene más claro el efecto psicológico que su cóctel de sonido e imágenes produce en la mente del espectador y cada vez se preocupa menos por la coherencia argumental. Claro que “Cisne negro” vuelve a ser, como la filmografía previa de Aronofsky, la germinación de una idea terriblemente simple (la presión a la que se ve sometida una bailarina que debe representar el doble papel protagonista del ballet “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky) engalanada con un acabado formal que quita el aliento y unas interpretaciones sencillamente sublimes. Asumiendo que Natalie Portman, que carga con el mayor peso actoral del film, cosechará (merecidamente) todos los aplausos y ovaciones de crítica y público, me gustaría reivindicar también la labor en segundo plano de Vincent Cassel, Barbara Hershey, la recuperada Winona Ryder y una arrebatadoramente carnal Mila Kunis, todos ellos perfectos en sus roles de acompañamiento.
Como decía, “Cisne negro” no es una película complicada, aunque a veces pueda aparentarlo. Todo el meollo se reduce, a la postre, a la obsesión con la perfección de Nina Sayers, esa bailarina presionada por la rivalidad con sus compañeras de profesión, por una madre sobreprotectora que proyecta en ella los sueños que no alcanzó por sí misma y por un director escénico que la fuerza a escarbar en su lado oscuro para lograr interpretar con convicción al cisne negro que da título al film. Todo lo demás (el constante recurso a la dualidad en forma de colores y espejos, la metamorfosis alla Cronenberg, el rollito lésbico alla Lynch y los terrores irracionales alla Polanski) forman parte del cómo. Efectista, si se quiere, pero francamente efectivo. Porque un servidor (y me consta que no he sido el único) se asustó, se excitó y sufrió lo indecible de la mano de esta frágil y virginal Nina Sayers que, a la manera de una Carrie vestida con tutú y zapatillas de ballet, se asomó al abismo para entonar su canto del cisne y se lo trajo de vuelta consigo para devolvernos su espantosa mirada.
“Cisne negro” es una película aterradora como hacía tiempo que no veía una. No es especialmente intelectual ni emotiva, no te hará mejor persona ni te contagiará con ideas nuevas y originales. Pero probablemente te seduzca, te penetre por los ojos y los oídos y termine por enamorarte y volverte rematadamente loco.
En más de un sentido.
You have tried your best to please everyone
But it just isn't happening
No, it just isn't happening
And it's fucked up, fucked up
(...)”
Thom Yorke, “Black Swan”
...
Pareciera que Darren Aronofsky esté empeñado en hacer una y otra vez la misma película: la historia de una persona obsesionada (con un número, con una adicción, con vencer a la muerte o con su propia autodestrucción) que es derrotada por las circunstancias. Y ya.
Si uno busca una película que plantee un discurso intelectual, con Aronofsky lo lleva crudo. El realizador estadounidense (de ascendencia polaca) parece rehuir conscientemente los argumentos intrincados y apenas sí maneja cuatro o cinco personajes por film, sin arrojar al espectador más que un par de ideas en las que reincide constantemente. Su talento es casi exclusivamente audiovisual, de ahí que sus detractores lo acusen (no sin cierta razón) de estético y efectista. Pero a mí me vuelve loco. En más de un sentido.
Sucede con Aronofsky que, de un modo algo infantil, lo considero un director como de la familia. He visto todas sus películas por orden (“Pi”, “Réquiem por un sueño”, “La fuente de la vida”, “El luchador” y ahora “Cisne negro”), lo he ido siguiendo a cada nuevo paso que daba (incluso en su breve escarceo con el comic) y, como en el caso de David Fincher o Christopher Nolan (otros a los que siempre me he mantenido atento), me he alegrado con la consecución de sus logros y el reconocimiento de su estatus de autor (que es algo imprescindible si se quieren hacer películas personales y con cierto presupuesto en Hollywood).
Las películas de Aronofsky son enormes pedradas para los sentidos. Se trata de un cine sensorial, más experiencia que narración, que funciona únicamente por el cómo, no por el qué. Si no llega a ser por la celebérrima banda sonora de Clint Mansell, el montaje milimétrico y esos disparatados encuadres paranoicos (también por una magnífica Ellen Burstyn, cierto), “Réquiem por un sueño” habría pasado sin pena ni gloria por los expositores de los videoclubs (a la sombra de “Trainspotting”) y no se habría convertido en esa cinta de culto que aparece citada en la mitad de los perfiles de Blogspot y de los usuarios de Facebook. Lo mismo, más o menos, podría decirse de sus otros largometrajes. Incluido “Cisne negro”.
No se me malinterprete, por favor: “Cisne negro” me parece un peliculón. Quizás la mejor obra hasta la fecha de su realizador. El cual, por cierto, cada vez dirige mejor (esas brutales escenas de baile resueltas en un solo plano), cada vez tiene más claro el efecto psicológico que su cóctel de sonido e imágenes produce en la mente del espectador y cada vez se preocupa menos por la coherencia argumental. Claro que “Cisne negro” vuelve a ser, como la filmografía previa de Aronofsky, la germinación de una idea terriblemente simple (la presión a la que se ve sometida una bailarina que debe representar el doble papel protagonista del ballet “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky) engalanada con un acabado formal que quita el aliento y unas interpretaciones sencillamente sublimes. Asumiendo que Natalie Portman, que carga con el mayor peso actoral del film, cosechará (merecidamente) todos los aplausos y ovaciones de crítica y público, me gustaría reivindicar también la labor en segundo plano de Vincent Cassel, Barbara Hershey, la recuperada Winona Ryder y una arrebatadoramente carnal Mila Kunis, todos ellos perfectos en sus roles de acompañamiento.
Como decía, “Cisne negro” no es una película complicada, aunque a veces pueda aparentarlo. Todo el meollo se reduce, a la postre, a la obsesión con la perfección de Nina Sayers, esa bailarina presionada por la rivalidad con sus compañeras de profesión, por una madre sobreprotectora que proyecta en ella los sueños que no alcanzó por sí misma y por un director escénico que la fuerza a escarbar en su lado oscuro para lograr interpretar con convicción al cisne negro que da título al film. Todo lo demás (el constante recurso a la dualidad en forma de colores y espejos, la metamorfosis alla Cronenberg, el rollito lésbico alla Lynch y los terrores irracionales alla Polanski) forman parte del cómo. Efectista, si se quiere, pero francamente efectivo. Porque un servidor (y me consta que no he sido el único) se asustó, se excitó y sufrió lo indecible de la mano de esta frágil y virginal Nina Sayers que, a la manera de una Carrie vestida con tutú y zapatillas de ballet, se asomó al abismo para entonar su canto del cisne y se lo trajo de vuelta consigo para devolvernos su espantosa mirada.
“Cisne negro” es una película aterradora como hacía tiempo que no veía una. No es especialmente intelectual ni emotiva, no te hará mejor persona ni te contagiará con ideas nuevas y originales. Pero probablemente te seduzca, te penetre por los ojos y los oídos y termine por enamorarte y volverte rematadamente loco.
En más de un sentido.
martes, febrero 22, 2011
viernes, febrero 18, 2011
Z is for Zombie
“O vivo o muerto, no hay otra forma.” (Proverbio hindú)
“Los muertos no se levantan.” (Friedrich Von Schiller)
“Nosotros somos los muertos vivientes.” (Rick Grimes)
...
Si los jueves son los nuevos sábados (en lo que a vida nocturna respecta), entonces los zombies son los nuevos vampiros. Están de moda, vaya. Para comprobarlo no tienes más que entrar en una librería y fijarte en cuántos libros contienen la palabra que empieza por z en su título. En ocasiones basta sólo con la misma letra z y en otras incluso no hay ninguna z y sí un “apocalipsis” bien gordo en la portada. Cuenta, si quieres, el número de películas de temática zombie que se han estrenado en los últimos años, más o menos desde la frenética “28 días después” de Danny Boyle (lo sé: no eran zombies, eran infectados). Cuando un sub-género se hace merecedor de su propia parodia jolibudiense (la divertida, a rachas, “Zombieland”) es que efectivamente algo se cuece.
Sin ánimo de dármelas de rebelde, confieso que a mí las modas no me apasionan. De hecho, el hipster que habita en mi interior frecuentemente me previene de todo lo que huela a best-seller y, sobre todo, de todos aquellos productos derivados del éxito de un primero. Paso olímpicamente de la serie negra escandinava, jamás he leído una sola novela de niños con poderes mágicos (Tim Hunter quiere que le devuelvas su lechuza, Harry) y no perdonaría a Federicco Moccia ni aunque me fuera la vida en ello. Dentro de cinco o diez años, cuando el huracán zombie haya pasado de largo, pocos (prácticamente ninguno) de los títulos que ahora abarrotan las librerías y videoclubs serán recordados, ni siquiera por la gente que en su día los disfrutó. Pero yo voy a poner la mano en el fuego por uno y sólo uno: “Los muertos vivientes”.
“Los muertos vivientes” (“The walking dead” en su versión original) es un tebeo estadounidense publicado por Image Comics (editorial que ha ganado mucho en prestigio y calidad desde los tiempos fundacionales de “Spawn”, “WildC.A.T.s” y “Youngblood”), escrito por Robert Kirkman (el mismo que también me sulibeya entrega tras entrega con su incombustible “Invencible”) y dibujado con solvencia en su primer arco argumental por Tony Moore y en los sucesivos por Charlie Adlard. “Los muertos vivientes” también es una de las mejores series regulares (sin atender a denominaciones de origen) que el lector puede echarse a los ojos en la actualidad. Después de 12 tomos publicados en nuestro país por Planeta de Agostini (recopilando 72 números de la cabecera americana), resulta insólito que la colección no haya decaído ni un ápice en interés, dramatismo y desarrollo de personajes. Ha, si acaso, concretado una evolución a la que es difícil ponerle “peros”, eludiendo constantemente cualquier forma de predictibilidad sin traicionar jamás la psicología inherente a cada uno de sus protagonistas.
El argumento es poco o nada original: Rick Grimes, policía de una zona rural de Kentucky, es abatido a tiros por un delincuente a la fuga. Cae en coma y despierta un tiempo después para descubrir que la civilización se ha ido al tacho y que los muertos caminan por las calles y campos de Norteamérica abalanzándose sobre los escasos supervivientes para alimentarse de sus vísceras. Es, como diría Trent Reznor, el día en que el mundo entero se fue al garete. Tras sobreponerse al shock inicial, Rick comenzará la desesperada búsqueda de su esposa Lori y su hijo Carl. Todo muy manido y muy George A. Romero. No obstante, en cuanto el tono de la narración se estabiliza un poco (no así el status quo de los personajes, que en cada arco argumental avanza un paso más hacia el abismo), uno advierte que “Los muertos vivientes” no es, como pudiera parecer en un principio, una historia sobre zombies. De hecho, los zombies son sólo el contexto para desarrollar una desgarradora tragedia que pone el foco en los seres humanos.
Y lo que en un principio parecía una amalgama entre la mentada “28 dias después” y cualquiera de las muchas entregas de la saga romeriana (si tengo que elegir sólo una me quedo con “La noche de los muertos vivientes”, dirigida en 1990 por Tom Savini) deriva en una escalofriante novela río con poso alla Cormac McCarthy que no parece tener visos de concluir en breve. Lo cual es una buena noticia, porque el gran valor añadido por “Los muertos vivientes” a las obras del sub-género que la precedieron (y que casi siempre adolecían de una conclusión simplista que restaba impacto al conjunto) es precisamente su longevidad ad aeternum. El tebeo de Kirkman, Moore y Adlard es, de por sí, el amanecer, el día, el atardecer y la noche de los muertos vivientes. Aquí no hay finales apresurados para escurrir el bulto, sino que a cada nueva situación le sigue otra derivada de la anterior y así sucesivamente, logrando que el lector empatice profundamente con los personajes, los comprenda en sus cada vez más censurables e incivilizadas conductas y sufra lo indecible por los numerosos reveses que les depara un destino que se vuelve día a día más oscuro y, sin embargo, inevitable: “nosotros somos los muertos vivientes”, dice Rick en una de las frases más redondas de la serie. O, como lo expresaría el protagonista de “El club de la lucha”: “si el tiempo vivido es largo, el índice de supervivencia tiende a cero”. ¿Moraleja? No te encariñes demasiado con ninguno de los protagonistas: podría estar muerto al pasar la página.
Precisamente la inexistencia de un final a la vista era lo que convertía a estos “Muertos vivientes” en un material de difícil traslación a la gran pantalla y en una oportunidad de oro para la pequeña. Fue todo un alivio, en lo que a mí respecta, descubrir que era Frank Darabont (artífice de una de las mejores películas de terror del último lustro, la infravalorada “La niebla”, con muchos puntos en común con la obra de Kirkman) quien se había interesado por el tebeo para adaptarlo en forma de serie televisiva bajo el paraguas de la emergente cadena AMC (a la cual debemos, entre otras, la celebrada “Mad men”).
Tras meses de rumores, confirmaciones de casting (recibidas con más o menos dudas por parte de los walkies; sí, me acabo de inventar un término análogo a trekkies y losties, difundidlo ahora por la red si sois tan amables) y especulaciones sobre los derroteros argumentales que seguiría la producción, el 31 de octubre de 2010 se emitió el episodio piloto, “Days gone bye” (el mismo título que el primer recopilatorio del comic), que presentaba a los neófitos una serie a tener muy en cuenta en las próximas semanas y regalaba a los conocedores del original una pequeña gran satisfacción al comprobar que todo estaba más o menos en su sitio (añadiendo incluso nuevos elementos que aportaban matices inexistentes en la versión en viñetas) y que, más importante aún, el espíritu del original parecía mantenerse intacto.
“Los muertos no se levantan.” (Friedrich Von Schiller)
“Nosotros somos los muertos vivientes.” (Rick Grimes)
...
Si los jueves son los nuevos sábados (en lo que a vida nocturna respecta), entonces los zombies son los nuevos vampiros. Están de moda, vaya. Para comprobarlo no tienes más que entrar en una librería y fijarte en cuántos libros contienen la palabra que empieza por z en su título. En ocasiones basta sólo con la misma letra z y en otras incluso no hay ninguna z y sí un “apocalipsis” bien gordo en la portada. Cuenta, si quieres, el número de películas de temática zombie que se han estrenado en los últimos años, más o menos desde la frenética “28 días después” de Danny Boyle (lo sé: no eran zombies, eran infectados). Cuando un sub-género se hace merecedor de su propia parodia jolibudiense (la divertida, a rachas, “Zombieland”) es que efectivamente algo se cuece.
Sin ánimo de dármelas de rebelde, confieso que a mí las modas no me apasionan. De hecho, el hipster que habita en mi interior frecuentemente me previene de todo lo que huela a best-seller y, sobre todo, de todos aquellos productos derivados del éxito de un primero. Paso olímpicamente de la serie negra escandinava, jamás he leído una sola novela de niños con poderes mágicos (Tim Hunter quiere que le devuelvas su lechuza, Harry) y no perdonaría a Federicco Moccia ni aunque me fuera la vida en ello. Dentro de cinco o diez años, cuando el huracán zombie haya pasado de largo, pocos (prácticamente ninguno) de los títulos que ahora abarrotan las librerías y videoclubs serán recordados, ni siquiera por la gente que en su día los disfrutó. Pero yo voy a poner la mano en el fuego por uno y sólo uno: “Los muertos vivientes”.
“Los muertos vivientes” (“The walking dead” en su versión original) es un tebeo estadounidense publicado por Image Comics (editorial que ha ganado mucho en prestigio y calidad desde los tiempos fundacionales de “Spawn”, “WildC.A.T.s” y “Youngblood”), escrito por Robert Kirkman (el mismo que también me sulibeya entrega tras entrega con su incombustible “Invencible”) y dibujado con solvencia en su primer arco argumental por Tony Moore y en los sucesivos por Charlie Adlard. “Los muertos vivientes” también es una de las mejores series regulares (sin atender a denominaciones de origen) que el lector puede echarse a los ojos en la actualidad. Después de 12 tomos publicados en nuestro país por Planeta de Agostini (recopilando 72 números de la cabecera americana), resulta insólito que la colección no haya decaído ni un ápice en interés, dramatismo y desarrollo de personajes. Ha, si acaso, concretado una evolución a la que es difícil ponerle “peros”, eludiendo constantemente cualquier forma de predictibilidad sin traicionar jamás la psicología inherente a cada uno de sus protagonistas.
El argumento es poco o nada original: Rick Grimes, policía de una zona rural de Kentucky, es abatido a tiros por un delincuente a la fuga. Cae en coma y despierta un tiempo después para descubrir que la civilización se ha ido al tacho y que los muertos caminan por las calles y campos de Norteamérica abalanzándose sobre los escasos supervivientes para alimentarse de sus vísceras. Es, como diría Trent Reznor, el día en que el mundo entero se fue al garete. Tras sobreponerse al shock inicial, Rick comenzará la desesperada búsqueda de su esposa Lori y su hijo Carl. Todo muy manido y muy George A. Romero. No obstante, en cuanto el tono de la narración se estabiliza un poco (no así el status quo de los personajes, que en cada arco argumental avanza un paso más hacia el abismo), uno advierte que “Los muertos vivientes” no es, como pudiera parecer en un principio, una historia sobre zombies. De hecho, los zombies son sólo el contexto para desarrollar una desgarradora tragedia que pone el foco en los seres humanos.
Y lo que en un principio parecía una amalgama entre la mentada “28 dias después” y cualquiera de las muchas entregas de la saga romeriana (si tengo que elegir sólo una me quedo con “La noche de los muertos vivientes”, dirigida en 1990 por Tom Savini) deriva en una escalofriante novela río con poso alla Cormac McCarthy que no parece tener visos de concluir en breve. Lo cual es una buena noticia, porque el gran valor añadido por “Los muertos vivientes” a las obras del sub-género que la precedieron (y que casi siempre adolecían de una conclusión simplista que restaba impacto al conjunto) es precisamente su longevidad ad aeternum. El tebeo de Kirkman, Moore y Adlard es, de por sí, el amanecer, el día, el atardecer y la noche de los muertos vivientes. Aquí no hay finales apresurados para escurrir el bulto, sino que a cada nueva situación le sigue otra derivada de la anterior y así sucesivamente, logrando que el lector empatice profundamente con los personajes, los comprenda en sus cada vez más censurables e incivilizadas conductas y sufra lo indecible por los numerosos reveses que les depara un destino que se vuelve día a día más oscuro y, sin embargo, inevitable: “nosotros somos los muertos vivientes”, dice Rick en una de las frases más redondas de la serie. O, como lo expresaría el protagonista de “El club de la lucha”: “si el tiempo vivido es largo, el índice de supervivencia tiende a cero”. ¿Moraleja? No te encariñes demasiado con ninguno de los protagonistas: podría estar muerto al pasar la página.
Precisamente la inexistencia de un final a la vista era lo que convertía a estos “Muertos vivientes” en un material de difícil traslación a la gran pantalla y en una oportunidad de oro para la pequeña. Fue todo un alivio, en lo que a mí respecta, descubrir que era Frank Darabont (artífice de una de las mejores películas de terror del último lustro, la infravalorada “La niebla”, con muchos puntos en común con la obra de Kirkman) quien se había interesado por el tebeo para adaptarlo en forma de serie televisiva bajo el paraguas de la emergente cadena AMC (a la cual debemos, entre otras, la celebrada “Mad men”).
Tras meses de rumores, confirmaciones de casting (recibidas con más o menos dudas por parte de los walkies; sí, me acabo de inventar un término análogo a trekkies y losties, difundidlo ahora por la red si sois tan amables) y especulaciones sobre los derroteros argumentales que seguiría la producción, el 31 de octubre de 2010 se emitió el episodio piloto, “Days gone bye” (el mismo título que el primer recopilatorio del comic), que presentaba a los neófitos una serie a tener muy en cuenta en las próximas semanas y regalaba a los conocedores del original una pequeña gran satisfacción al comprobar que todo estaba más o menos en su sitio (añadiendo incluso nuevos elementos que aportaban matices inexistentes en la versión en viñetas) y que, más importante aún, el espíritu del original parecía mantenerse intacto.
Tal vez por eso algunos no hayan sabido perdonarle a “The walking dead” (en España se ha estrenado manteniendo el título original, algo que no debe haber gustado mucho a Planeta de Agostini) que el piloto haya sido precisamente el mejor episodio de esta primera y breve (sólo seis capítulos) temporada. No hay que llevarse las manos a la cabeza: si bien las entregas segunda y tercera bajan considerablemente el listón, el cuarto capítulo recupera las mejores sensaciones de la versión impresa con un final demoledor que tendrá dramáticas consecuencias en el quinto y dejará a los personajes a punto de caramelo para una season finale algo apresurada pero que viene a confirmar que toda esta primera remesa de episodios no ha sido más que el gran prólogo de lo que está por venir. Que puede llegar a ser, con el tiempo, tan bueno como su homólogo tebeístico, con el valor añadido de nuevas subtramas y personajes que mantendrán la atención de quienes ya lleven un tiempo felizmente aterrorizados con la versión de Kirkman, Moore y Adlard.
Así pues, aún manteniéndose cualitativamente a cierta distancia del material de partida, “The walking dead” es una serie no imprescindible pero sí recomendable que tiene muchas papeletas para avanzar en la dirección correcta y establecerse finalmente como otra de esas producciones de la caja no-tan-tonta que uno no puede dejar escapar. Yo apuesto por ello.
jueves, febrero 17, 2011
¿Quién lo hace mejor que nosotros?
“(…)
Who does it better than we do
Them sopranos in Andy Diamond's choir
Woah, nobody knows
I've been crazy for so long without you
.
Just, baby, who sings the rythm and the blues
So sad, so slow
Like I do, like I do
And, oh, ain't just like you always wanted to
Yes, yes, yes
Every night waiting
So long without you
(...)”
.
.
“American slang”, tercer álbum de estudio de la banda de punk-rock de New Jersey The Gaslight Anthem, llegó a mi disco duro muy recomendado por dos bloggers afines: el incombustible (pese a sus actuales obligaciones paternales) Charlie Furilo y el exquisito Fran G. Lara. Proviniendo dicha recomendación de uno solo de estos caballeros, servidor podría haberse decantado por un acercamiento más o menos superficial (y si no gusta, a otra cosa mariposa), pero la alineación de tales astros exigía una minuciosa investigación por mi parte. “American slang” suena a rock clásico macerado en un arrebato de modernidad. Confluyen en sus canciones casi todos los Springsteens anteriores a 1985, los U2 de “The Joshua Tree” y el Van Morrison más desenfadado, con una aceleración punk y una producción transparente que lo contextualiza claramente en el nuevo milenio. Y si por momentos (como en el tema titular) parece que escuchemos a un Brandon Flowers al que por fin le hayan bajado los huevos y cambiado la voz (The Killers podrían haber aspirado a esto si no hubieran desaprovechado la senda abierta por “Sam's town”), parece claro que “We did it when we were young” es un intento de alcanzar el “With or without you” de Bono, The Edge y cía. (¿alguien recuerda cómo se llaman los otros dos?), que “Orphans” es la apuesta frenética con las miras puestas en el punk tabernario de unos Titus Andronicus dulcificados y que “The diamond church street choir” (a la que pertenecen las líneas de ahí arriba y mi favorita en un disco disfrutable de cabo a rabo) es una suerte de “Brown eyed girl” cantada por el Boss de finales de los 70. Todo esto (y algo más) cabe en “American slang”, un álbum que engancha, crece y se revela más valioso a cada nueva escucha.
Who does it better than we do
Them sopranos in Andy Diamond's choir
Woah, nobody knows
I've been crazy for so long without you
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Just, baby, who sings the rythm and the blues
So sad, so slow
Like I do, like I do
And, oh, ain't just like you always wanted to
Yes, yes, yes
Every night waiting
So long without you
(...)”
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“American slang”, tercer álbum de estudio de la banda de punk-rock de New Jersey The Gaslight Anthem, llegó a mi disco duro muy recomendado por dos bloggers afines: el incombustible (pese a sus actuales obligaciones paternales) Charlie Furilo y el exquisito Fran G. Lara. Proviniendo dicha recomendación de uno solo de estos caballeros, servidor podría haberse decantado por un acercamiento más o menos superficial (y si no gusta, a otra cosa mariposa), pero la alineación de tales astros exigía una minuciosa investigación por mi parte. “American slang” suena a rock clásico macerado en un arrebato de modernidad. Confluyen en sus canciones casi todos los Springsteens anteriores a 1985, los U2 de “The Joshua Tree” y el Van Morrison más desenfadado, con una aceleración punk y una producción transparente que lo contextualiza claramente en el nuevo milenio. Y si por momentos (como en el tema titular) parece que escuchemos a un Brandon Flowers al que por fin le hayan bajado los huevos y cambiado la voz (The Killers podrían haber aspirado a esto si no hubieran desaprovechado la senda abierta por “Sam's town”), parece claro que “We did it when we were young” es un intento de alcanzar el “With or without you” de Bono, The Edge y cía. (¿alguien recuerda cómo se llaman los otros dos?), que “Orphans” es la apuesta frenética con las miras puestas en el punk tabernario de unos Titus Andronicus dulcificados y que “The diamond church street choir” (a la que pertenecen las líneas de ahí arriba y mi favorita en un disco disfrutable de cabo a rabo) es una suerte de “Brown eyed girl” cantada por el Boss de finales de los 70. Todo esto (y algo más) cabe en “American slang”, un álbum que engancha, crece y se revela más valioso a cada nueva escucha.
martes, febrero 15, 2011
Cuando éramos reyes
“Hermano de un príncipe y amigo de un mendigo siempre que sea digno”
La primera nos transporta a la corte británica de finales de los años 30 del siglo pasado para presentarnos al príncipe Albert, duque de York, hijo del rey Jorge V y segundo en la línea sucesoria al trono por detrás de su hermano, el disoluto Edward. Albert es un hombre de regios principios y carrera militar, fiel al protocolo y con la firme iniciativa de cumplir sus obligaciones oficiales con la mayor de las diligencias. Sin embargo, sufre desde la infancia un tartamudeo que le impide hablar ante su pueblo sin avergonzarlo y avergonzarse a sí mismo, lo cual deriva en una enorme frustración personal. Buscando una solución a su problema, su esposa Elizabeth contratará los servicios de un particular experto en problemas de dicción que hará lo posible para que Albert, a quien los acontecimientos pondrán en el punto de mira de toda la nación, llegue a convertirse en el carismático orador que Gran Bretaña necesita. Sobre todo ante la amenaza de una Alemania beligerante que parece dispuesta a poner Europa patas arriba con su Blitzkrieg Bop (que dirían The Ramones).
..
“El discurso del rey” no presenta a la figura del monarca como un líder épico imbuido de sabiduría y autoridad, sino más bien como un pobre hombre que vive prisionero de la desproporcionada responsabilidad que le ha tocado cargar sobre sus hombros. Uno no puede menos que sentir cierta lástima hacia ese Albert, magníficamente interpretado por un Colin Firth al que es menester disfrutar en versión original, que teme más que nada en el mundo enfrentarse al hecho de que, si su hermano no consigue resistir la presión del cargo, se verá obligado a convertirse en el representante último del imperio británico. En un momento, además, en que se ha dado el salto de la monarquía a la criptocracia (que dirían los muchachos de Triángulo de Amor Bizarro) y los reyes ya no son los dirigentes del mundo, sino unos actores con una escoba atravesada en su sistema digestivo que sólo pueden (quieran o no) lucir galones y saludar desde el palco.
..
El contrapunto a la triste figura de Albert lo pone el excéntrico logopeda (autodidacta y fanático de Shakespeare) Lionel Logue, encarnado por un Geoffrey Rush que devora la pantalla en cada plano (lo cual no debe sorprender a quien lo haya visto en “Shine”, “Quills” o incluso en las intrascendentes tres entregas de “Piratas del Caribe”). Porque, ante todo, “El discurso del rey” es una película de actores. Sin desdeñar la elegante e imaginativa dirección de Tom Hooper (curtido en producciones televisivas como la miniserie “John Adams” de la HBO), que se desmarca de una aburrida (aunque impecable) puesta en escena palaciega con algunos tiros de cámara realmente inesperados; la sólida labor compositiva de un Alexandre Desplat que cede el protagonismo musical del clímax a un Ludwig van Beethoven que ni ahora ni nunca ha necesitado de mis calificativos, o una fotografía perfecta en su elegante (otra vez la palabra) sobriedad, el gran valor de “El discurso del rey” reside en un plantel actoral de lujo. Además de los sobresalientes Firth y Rush, actores de talento como el siempre estimable Guy Pearce, los decanos Derek Jacobi y Michael Gambon o una desconocida (por contenida y hasta entrañable) Helena Bonham Carter dan lo mejor de sí mismos y logran que a un republicano convencido como yo (los únicos reyes por los que siento simpatía son Elvis Presley, Edson Arantes do Nascemento y el Rey Misterio) no sólo le interese lo que se muestra en pantalla, sino que le divierta e, incluso, le conmueva.
..
Por su parte, y alejada de la cortesana elegancia (sí, ya van tres) de “El discurso del rey”, “The fighter” nos lleva hasta la deprimida Lowell (Massachusetts) de los años 90 para presentarnos a Micky Ward, peso welter de boxeo entrenado por su hermano mayor (hijo de distinto padre) Dicky Eklund, antiguo príncipe del cuadrilátero y rey del vecindario convertido en delincuente menor y adicto al crack que se dirige hacia su propia autodestrucción como un conductor suicida (que diría Joaquín Sabina). Sometido a las decisiones que su madre (al mismo tiempo su mánager) toma sobre su carrera pugilística, con la presión de mantener económicamente a seis hermanas prototípicas de la white trash norteamericana (aquí les llamaríamos “princesas de barrio” y les concederíamos el prime-time televisivo) y orientado sobre el cuadrilátero por un Dicky que a duras penas puede mantenerse lúcido y en pie, Micky comenzará a plantearse su situación personal a raíz de entablar una relación sentimental con la camarera Charlene. Y es que tal vez Lowell sea una ciudad de perdedores y Micky deba largarse de allí para ganar (que diría Bruce Springsteen).
..
Cuando una película no posee un solo gramo de originalidad ni en su planteamiento argumental ni en su forma de trasladarlo a la pantalla, debemos decidir entre dos palabras para referirnos a ella: si la película no nos ha gustado, el término es “vulgaridad”. Si, por el contrario, la cinta nos ha parecido muy recomendable, debemos decantarnos por “clasicismo”. Por consiguiente, “The fighter” es, en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, un drama deportivo de impecable clasicismo, dirigido con solvencia por David O. Russell (cuyo trabajo más llamativo hasta la fecha era la irregular “Tres reyes”). Y si funciona, con todos sus lugares comunes, es nuevamente gracias a un reparto acertadísimo, capitaneado por el camaleónico Christian Bale, que aparece aquí en auténtico estado de gracia.
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Más allá de llamar la atención por otra de sus célebres transformaciones físicas (recordemos las barrabasadas que el actor cometió para rondar los cincuenta kilos en “El maquinista”, justo después de interpretar al apolíneo Patrick Bateman de la infravalorada “American Psycho” e inmediatamente antes de ponerse como un gorila para el “Batman Begins” de Christopher Nolan), la composición de Bale como el marginal y egocéntrico Dicky Eklund impacta en las retinas del espectador como un tren de mercancías desde la primera secuencia. Su mirada desubicada, su expresivo lenguaje corporal, su fraseo acelerado pero al mismo tiempo ausente definen al personaje en apenas unos segundos, logrando que uno se olvide durante los siguientes 115 minutos de que a quien tiene delante es, en efecto, el mismo actor que con unos cuantos años menos se emocionaba con el vuelo rasante de un Mustang P-51 en la estupenda “El imperio del sol” de Steven Spielberg.
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Apenas un pequeño peldaño por debajo, Melissa Leo interpreta con antipática convicción a la madre de Micky y Dicky (apuesto a que se lleva el Oscar a mejor actriz de reparto) y Amy Adams consigue, discretamente y sin aspavientos, seducirnos con su limpia mirada de chica triste que te hace reír (que diría Enrique Bunbury). Sólo Mark Wahlberg, que encarna al (supuesto) protagonista del relato, Micky Ward, parece algo perdido entre una plantilla de actores que le llevan unas cuantas cabezas de ventaja en la carrera del talento. O eso cree uno hasta que ve una entrevista con los Micky y Dicky reales y piensa que, interpretación o no, el antiguo Marky Mark parece exactamente igual de tímido y sencillo (siendo eufemísticos) que el tipo al que interpreta en pantalla.
..
“The fighter” no deja de ser, al fin y al cabo, una película más sobre otro boxeador en busca del sueño por antonomasia (la victoria en el ring por un lado, la felicidad personal por el otro), que recuerda por momentos, inevitablemente, a films precedentes como “Toro salvaje” (el púgil caído en desgracia), “Million dollar baby” (la familia como impedimento para encontrar la realización personal) o la sempiterna “Rocky” (el chico de barrio con pocas luces que se enfrenta a sus miedos sobre -y fuera de- el cuadrilátero); pero también es una película más que correcta en el apartado técnico, que cuenta con algunas interpretaciones memorables y que además conecta con las emociones del espectador (con las mías, al menos) de un modo que otras cintas, indudablemente más sofisticadas e innovadoras, no alcanzan siquiera a vislumbrar. Como esas canciones a las que les tomas la medida desde el primer compás y sabes cuándo viene el estribillo y cuándo el solo de guitarra, sí, pero que igualmente tensan tus nervios, elevan tu ánimo y hacen que te apetezca mover un poco las caderas.
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Tal vez sea sólo rock'n'roll... (que dirían los Stones).
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Rudyard Kipling, “El hombre que pudo reinar”
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...
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Al Séptimo Arte le gustan las historias de superación personal. Y si están basadas en hechos reales, más. Como espectadores, no sólo nos da un gustito enorme descubrir cómo el héroe improbable finalmente se impone a la adversidad gracias a su tenacidad, su ingenio y/o una pequeña ayuda de sus amigos (que dirían los Beatles), sino que nos llena de optimismo y esperanza el saber que eso ocurrió de verdad. Que si otros pueden, ¿por qué no nosotros? Es por eso mismo que los biopics suelen tirar hacia lo sensiblero y tergiversar la verdad histórica bajo la licencia de “hacerla cinematográfica”. Y es también por eso mismo que a mí no suele convencerme este tipo de películas.
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Curiosa coincidencia, pues, que se proyecten ahora mismo en las salas de nuestro país dos cintas que cumplen ambos requisitos (superación personal + hechos reales) y que sí me han gustado. Me refiero a “El discurso del rey” y “The fighter”.
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Al Séptimo Arte le gustan las historias de superación personal. Y si están basadas en hechos reales, más. Como espectadores, no sólo nos da un gustito enorme descubrir cómo el héroe improbable finalmente se impone a la adversidad gracias a su tenacidad, su ingenio y/o una pequeña ayuda de sus amigos (que dirían los Beatles), sino que nos llena de optimismo y esperanza el saber que eso ocurrió de verdad. Que si otros pueden, ¿por qué no nosotros? Es por eso mismo que los biopics suelen tirar hacia lo sensiblero y tergiversar la verdad histórica bajo la licencia de “hacerla cinematográfica”. Y es también por eso mismo que a mí no suele convencerme este tipo de películas.
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Curiosa coincidencia, pues, que se proyecten ahora mismo en las salas de nuestro país dos cintas que cumplen ambos requisitos (superación personal + hechos reales) y que sí me han gustado. Me refiero a “El discurso del rey” y “The fighter”.
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La primera nos transporta a la corte británica de finales de los años 30 del siglo pasado para presentarnos al príncipe Albert, duque de York, hijo del rey Jorge V y segundo en la línea sucesoria al trono por detrás de su hermano, el disoluto Edward. Albert es un hombre de regios principios y carrera militar, fiel al protocolo y con la firme iniciativa de cumplir sus obligaciones oficiales con la mayor de las diligencias. Sin embargo, sufre desde la infancia un tartamudeo que le impide hablar ante su pueblo sin avergonzarlo y avergonzarse a sí mismo, lo cual deriva en una enorme frustración personal. Buscando una solución a su problema, su esposa Elizabeth contratará los servicios de un particular experto en problemas de dicción que hará lo posible para que Albert, a quien los acontecimientos pondrán en el punto de mira de toda la nación, llegue a convertirse en el carismático orador que Gran Bretaña necesita. Sobre todo ante la amenaza de una Alemania beligerante que parece dispuesta a poner Europa patas arriba con su Blitzkrieg Bop (que dirían The Ramones).
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“El discurso del rey” no presenta a la figura del monarca como un líder épico imbuido de sabiduría y autoridad, sino más bien como un pobre hombre que vive prisionero de la desproporcionada responsabilidad que le ha tocado cargar sobre sus hombros. Uno no puede menos que sentir cierta lástima hacia ese Albert, magníficamente interpretado por un Colin Firth al que es menester disfrutar en versión original, que teme más que nada en el mundo enfrentarse al hecho de que, si su hermano no consigue resistir la presión del cargo, se verá obligado a convertirse en el representante último del imperio británico. En un momento, además, en que se ha dado el salto de la monarquía a la criptocracia (que dirían los muchachos de Triángulo de Amor Bizarro) y los reyes ya no son los dirigentes del mundo, sino unos actores con una escoba atravesada en su sistema digestivo que sólo pueden (quieran o no) lucir galones y saludar desde el palco.
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El contrapunto a la triste figura de Albert lo pone el excéntrico logopeda (autodidacta y fanático de Shakespeare) Lionel Logue, encarnado por un Geoffrey Rush que devora la pantalla en cada plano (lo cual no debe sorprender a quien lo haya visto en “Shine”, “Quills” o incluso en las intrascendentes tres entregas de “Piratas del Caribe”). Porque, ante todo, “El discurso del rey” es una película de actores. Sin desdeñar la elegante e imaginativa dirección de Tom Hooper (curtido en producciones televisivas como la miniserie “John Adams” de la HBO), que se desmarca de una aburrida (aunque impecable) puesta en escena palaciega con algunos tiros de cámara realmente inesperados; la sólida labor compositiva de un Alexandre Desplat que cede el protagonismo musical del clímax a un Ludwig van Beethoven que ni ahora ni nunca ha necesitado de mis calificativos, o una fotografía perfecta en su elegante (otra vez la palabra) sobriedad, el gran valor de “El discurso del rey” reside en un plantel actoral de lujo. Además de los sobresalientes Firth y Rush, actores de talento como el siempre estimable Guy Pearce, los decanos Derek Jacobi y Michael Gambon o una desconocida (por contenida y hasta entrañable) Helena Bonham Carter dan lo mejor de sí mismos y logran que a un republicano convencido como yo (los únicos reyes por los que siento simpatía son Elvis Presley, Edson Arantes do Nascemento y el Rey Misterio) no sólo le interese lo que se muestra en pantalla, sino que le divierta e, incluso, le conmueva.
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Por su parte, y alejada de la cortesana elegancia (sí, ya van tres) de “El discurso del rey”, “The fighter” nos lleva hasta la deprimida Lowell (Massachusetts) de los años 90 para presentarnos a Micky Ward, peso welter de boxeo entrenado por su hermano mayor (hijo de distinto padre) Dicky Eklund, antiguo príncipe del cuadrilátero y rey del vecindario convertido en delincuente menor y adicto al crack que se dirige hacia su propia autodestrucción como un conductor suicida (que diría Joaquín Sabina). Sometido a las decisiones que su madre (al mismo tiempo su mánager) toma sobre su carrera pugilística, con la presión de mantener económicamente a seis hermanas prototípicas de la white trash norteamericana (aquí les llamaríamos “princesas de barrio” y les concederíamos el prime-time televisivo) y orientado sobre el cuadrilátero por un Dicky que a duras penas puede mantenerse lúcido y en pie, Micky comenzará a plantearse su situación personal a raíz de entablar una relación sentimental con la camarera Charlene. Y es que tal vez Lowell sea una ciudad de perdedores y Micky deba largarse de allí para ganar (que diría Bruce Springsteen).
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Cuando una película no posee un solo gramo de originalidad ni en su planteamiento argumental ni en su forma de trasladarlo a la pantalla, debemos decidir entre dos palabras para referirnos a ella: si la película no nos ha gustado, el término es “vulgaridad”. Si, por el contrario, la cinta nos ha parecido muy recomendable, debemos decantarnos por “clasicismo”. Por consiguiente, “The fighter” es, en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, un drama deportivo de impecable clasicismo, dirigido con solvencia por David O. Russell (cuyo trabajo más llamativo hasta la fecha era la irregular “Tres reyes”). Y si funciona, con todos sus lugares comunes, es nuevamente gracias a un reparto acertadísimo, capitaneado por el camaleónico Christian Bale, que aparece aquí en auténtico estado de gracia.
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Más allá de llamar la atención por otra de sus célebres transformaciones físicas (recordemos las barrabasadas que el actor cometió para rondar los cincuenta kilos en “El maquinista”, justo después de interpretar al apolíneo Patrick Bateman de la infravalorada “American Psycho” e inmediatamente antes de ponerse como un gorila para el “Batman Begins” de Christopher Nolan), la composición de Bale como el marginal y egocéntrico Dicky Eklund impacta en las retinas del espectador como un tren de mercancías desde la primera secuencia. Su mirada desubicada, su expresivo lenguaje corporal, su fraseo acelerado pero al mismo tiempo ausente definen al personaje en apenas unos segundos, logrando que uno se olvide durante los siguientes 115 minutos de que a quien tiene delante es, en efecto, el mismo actor que con unos cuantos años menos se emocionaba con el vuelo rasante de un Mustang P-51 en la estupenda “El imperio del sol” de Steven Spielberg.
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Apenas un pequeño peldaño por debajo, Melissa Leo interpreta con antipática convicción a la madre de Micky y Dicky (apuesto a que se lleva el Oscar a mejor actriz de reparto) y Amy Adams consigue, discretamente y sin aspavientos, seducirnos con su limpia mirada de chica triste que te hace reír (que diría Enrique Bunbury). Sólo Mark Wahlberg, que encarna al (supuesto) protagonista del relato, Micky Ward, parece algo perdido entre una plantilla de actores que le llevan unas cuantas cabezas de ventaja en la carrera del talento. O eso cree uno hasta que ve una entrevista con los Micky y Dicky reales y piensa que, interpretación o no, el antiguo Marky Mark parece exactamente igual de tímido y sencillo (siendo eufemísticos) que el tipo al que interpreta en pantalla.
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“The fighter” no deja de ser, al fin y al cabo, una película más sobre otro boxeador en busca del sueño por antonomasia (la victoria en el ring por un lado, la felicidad personal por el otro), que recuerda por momentos, inevitablemente, a films precedentes como “Toro salvaje” (el púgil caído en desgracia), “Million dollar baby” (la familia como impedimento para encontrar la realización personal) o la sempiterna “Rocky” (el chico de barrio con pocas luces que se enfrenta a sus miedos sobre -y fuera de- el cuadrilátero); pero también es una película más que correcta en el apartado técnico, que cuenta con algunas interpretaciones memorables y que además conecta con las emociones del espectador (con las mías, al menos) de un modo que otras cintas, indudablemente más sofisticadas e innovadoras, no alcanzan siquiera a vislumbrar. Como esas canciones a las que les tomas la medida desde el primer compás y sabes cuándo viene el estribillo y cuándo el solo de guitarra, sí, pero que igualmente tensan tus nervios, elevan tu ánimo y hacen que te apetezca mover un poco las caderas.
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Tal vez sea sólo rock'n'roll... (que dirían los Stones).
viernes, febrero 11, 2011
Once upon a crime in America
Desconozco si existe una sociedad más enamorada de su propio crimen organizado que la estadounidense, pero lo dudo.
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Desde el ascenso al poder de Michael Corleone en “El Padrino”, incontables veces hemos visto la figura del gángster representada con cierta nobleza, heroicidad o canallesca simpatía. Siendo el jefe mafioso, por definición, el elemento a desterrar de un sistema social regido por una ley común, resulta curioso comprobar cómo el cine, la literatura o los tebeos han contribuido a engordar esta perspectiva romántica del criminal, llegando al extremo de sentir el espectador/lector más empatía por individuos de la ralea de Tony Montana, Neil McCauley o Lincoln "Cuervo Rojo" que por los agentes de la ley encargados de meterlos entre rejas.
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Desde el ascenso al poder de Michael Corleone en “El Padrino”, incontables veces hemos visto la figura del gángster representada con cierta nobleza, heroicidad o canallesca simpatía. Siendo el jefe mafioso, por definición, el elemento a desterrar de un sistema social regido por una ley común, resulta curioso comprobar cómo el cine, la literatura o los tebeos han contribuido a engordar esta perspectiva romántica del criminal, llegando al extremo de sentir el espectador/lector más empatía por individuos de la ralea de Tony Montana, Neil McCauley o Lincoln "Cuervo Rojo" que por los agentes de la ley encargados de meterlos entre rejas.
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También la televisión comparte esta fascinación por la delincuencia organizada. La HBO, estandarte de la edad de oro catódica que actualmente vivimos, contribuyó de forma capital a entender la psicología y el modus operandi del criminal moderno gracias a series de inmenso prestigio como “Los Soprano” y “The Wire”, arrebatándole al cine la corona que hasta entonces (y desde la irrupción de los Coppolas, Scorseses y De Palmas) ostentaba en el reino del género negro. Ahora, la misma cadena ha afianzado un nuevo clavo en el ataúd del Séptimo Arte (lo decía hace poco: el cine está muerto y aún no lo sabe) con la emisión de “Boardwalk Empire”, cuya primera temporada (doce espléndidos capítulos) ha concluido hace apenas unas semanas.
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La serie sitúa al espectador en la Atlantic City de los años 20 (del siglo pasado, claro), al comienzo de la prohibición de la venta de alcohol, y se centra principalmente en el entorno del tesorero de la ciudad Enoch “Nucky” Thompson, al que da vida un inspirado Steve Buscemi (secundario de lujo que por fin da el salto hacia ese rol protagonista al que asociar, en lo sucesivo, su expresivo rostro de batracio), y en su protegido, el joven y problemático ex-combatiente de la I Guerra Mundial James Darmody, encarnado en el polivalente Michael Pitt (mezcla de Leonardo DiCaprio y Marlon Brando, capaz de resultar entrañable en “Soñadores”, patético en “Hedwig and the angry inch” y terrorífico en “Funny Games U.S.”).
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Nucky Thompson es un cargo corrupto que gobierna la ciudad de un modo prácticamente feudal gracias a su vasta red de contactos, que lo sitúan en una posición privilegiada tanto en las altas esferas políticas como en los arrabales de la delincuencia local. Siempre a la caza de nuevas oportunidades para expandir su negociado, ha encontrado en la Ley Seca el perfecto marco para vertebrar una red de importación y destilación clandestina de alcohol. Pero los planes de Nucky se complicarán cuando Darmody, cansado de quedarse con las migajas que caen del plato de su benefactor, decida abrirse camino en la vida, a golpe de pistola, siguiendo los consejos de su nuevo y brutal amigo Al (Stephen Graham, en un rol muy alejado del que ejercía en la divertida “Snatch” de Guy Ritchie), que no es otro que un joven Capone, años antes de convertirse en némesis de Eliott Ness. Más allá de sus asuntos extra-legales (que incluyen una investigación por parte de un agente del FBI psicológicamente inestable), la vida de Nucky se verá inevitablemente trastocada, en el terreno sentimental, por la irrupción de una joven inmigrante irlandesa, sufragista y miembro de la liga femenina contra el alcohol, llamada Margaret Schroeder (interpretada por la dulce Kelly MacDonald), la cual dudará entre sus sentimientos hacia el maquiavélico tesorero y su profundo sentido de la moralidad.
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Deambulan por esta docena de episodios un buen montón de secundarios, muchos basados en personajes reales (Arnold Rothstein, Charles “Lucky” Luciano, Johnny Torrio e incluso un presidente de EE.UU., Warren G. Harding), que amplían y enriquecen una narración coral profusa en subtramas que indagan en los pormenores de un momento social complejo y lleno de contradicciones: mientras las mujeres se movilizan por conseguir el derecho al voto y la radio comienza sus emisiones en abierto, el Ku Klux Klan continúa siendo una organización legal y la población afroamericana malvive en un estatus de esclavitud velada.
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Es en ese contexto, inevitablemente, donde reside uno de los atractivos más inmediatos de “Boardwalk Empire”. Contando con los medios técnicos y económicos de una gran producción cinematográfica, la recreación de la época resulta sencillamente irreprochable, haciendo creíble todo cuanto se muestra en pantalla y apuntillando el buen resultado visual con una selección musical (del vodevil cabaretero a los albores del jazz) de quitarse el sombrero. Con todo, quizás lo más destacable del conjunto, a nivel técnico, sea la excelente colección de realizadores que dejan su elegante impronta en el acabado formal de la serie. Nombres de relumbrón como Tim Van Patten (hombre de confianza de la cadena, curtido en títulos como “Roma”, “The Wire”, “Los Soprano”, “Deadwood” o “The Pacific”), Allen Coulter (quien también ha firmado capítulos de “Los Soprano”, “Roma”, “Expediente X” y “A dos metros bajo tierra”) o el mismísimo Martin Scorsese (que despacha el episodio piloto con el sobrado buen hacer tras la cámara al que ya nos tiene acostumbrados) aseguran la solidez narrativa de la producción, regalándonos en ocasiones algunos planos y movimientos de cámara que hacen que uno realmente lamente haber pagado 8 euros por ver “Predators” en una sala de cine mientras esta serie debe conformarse con las 15 pulgadas de la pantalla de mi portátil.
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Nada de esto tendría validez, no obstante, si “Boardwalk Empire” no fuese una serie realmente entretenida, disfrutable más allá de su carísimo y tentador envoltorio. Como todo buen guionista debe saber, el mejor o peor funcionamiento de un relato reside en el corazón de sus personajes, y por suerte los de esta serie son tan complejos, profundos y definitivamente humanos como el esfuerzo de producción se merece. Al final, más allá del rigor en el vestuario o de las anotaciones históricas a pie de fotograma, con lo que uno se queda tras visionar cada capítulo de “Boardwalk Empire” es con las complicadas relaciones entre sus protagonistas. Con los secretos y conspiraciones urdidos por Nucky Thompson, las tribulaciones de la Sra. Schroeder y las pesadillas bélicas de Jimmy Darmody. Con el drama de Richard Harrow, el hombre de hojalata que no soporta su reflejo en el espejo; el desquiciado fervor religioso del agente Van Alden, que ve pecado y blasfemia allí donde posa la mirada (pero no “la viga en el ojo propio”, que dice el refrán) y con el complejo de inferioridad de Elias “Eli” Thompson, perfecto ejemplo de nepotismo político. También con el ninguneo constante al que se ve sometido el fiel mayordomo germano Eddie Kessler, con la frívola estupidez de la despampanante Lucy Danziger y, como no podía ser de otro modo, con la envidiable chulería de Chalky White (bisabuelo, o algo así, de mi añorado Omar Little).
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Por todo ello, y más allá de comparaciones algo caprichosas (se hablaba de ella como unos "Sopranos de los años 20", aunque yo la veo más próxima a “Deadwood”) e influencias inevitables (ecos de la trilogía de “El Padrino”, “Los intocables de Eliott Ness” o “Érase una vez en América”), “Boardwalk Empire” se revela, con apenas una temporada en su haber, como una serie imprescindible (otra más, lo siento por vuestra agenda ociopática) y con entidad propia, alma y encanto, fantásticamente realizada, estupendamente interpretada y magníficamente escrita. Un nuevo y estimulante capítulo en el largo y fructífero romance entre el crimen organizado y la cultura popular, a la altura de la mejor HBO.
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Canela fina, vamos.
jueves, febrero 03, 2011
Un tal Juan
La verdad es que no tengo ni idea de jazz.
Conozco de oídas algunos de esos nombres que tanto se repiten entre los melómanos de altos vuelos y que parecen ser el súmmum del buen gusto musical (Chick Corea, Coleman Hawkins, Duke Ellington, Dizzy Gillespie, Thelonius Monk…) y apenas habré escuchado un par de discos de Miles Davis y Weather Report y alguno más de Nina Simone (a la que tengo en altísima estima). A Charlie Parker lo sitúo por la película “Bird” de Clint Eastwood y el relato “El perseguidor” de Julio Cortázar pero os juro que, si tuviera que ponerle rostro, mi mente no dudaría en sacar a colación a un joven Forest Whitaker y se quedaría tan ancha. La cuestión es que hasta hace muy poco, tal y como antes me pasaba con el flamenco, el jazz era un género por el que no sentía ningún tipo de curiosidad. ¡Ay, ojalá fuera tan rico como ignorante!
“Esto no puede ser”, me dije un día, hará cosa de un año. “Tienes que escuchar algo de jazz. Un poquito aunque sea, hombre, porque no puede ser que hagas oídos sordos a algo con tan buena prensa, que gusta tanto a tipos y tipas más puestos en la materia que tú. ¿Qué diría Horacio Oliveira si te viese ahí, tumbado en cama, volviendo a escuchar ooootra vez tus viejos álbumes de Metallica como si no existiese nada más en el mundo? ¿Y si estuvieras pasando por alto, sin saberlo, a unos Beatles, unos Floyd, unos Zeppelin, unos Queen? ¡Imperdonable! ¡Ponte a ello, muchacho!”
Y a ello me puse.
“¿Por dónde empiezo?”, me dije. Lo bueno de internet es que puedes teclear en Google algo tan tonto como “mejores discos jazz” y seguro que te salen unas cuantas respuestas interesantes. Pateando un poco la red de redes acabé recopilando una docena de títulos que invariablemente se repetían en las bitácoras de los (supuestos) entendidos del género y decidí que empezaría por el que me diera mejores vibraciones. Si os soy sincero, lo que me llevó a decantarme por “A love supreme” de John Coltrane no fueron las muchas reseñas cantando sus alabanzas o las interminables loas por parte de músicos de “reconocido prestigio” (recuerdo citas muy entusiastas a cargo de Moby y de Bono –el de U2, no el de Castilla-La Mancha–); sino la portada del disco. Así de básico y primitivo soy, qué le vamos a hacer. Había algo en el gesto del saxofonista, una seguridad en sí mismo, una mueca de “soy el mejor en lo que hago” impresa sobre las facciones de un Denzel Washington bohemio y proletario, que me convenció de que aquella podía ser una casilla de salida tan buena como cualquier otra.
Debo decir, llegados a este punto, que aún no me he decidido a escuchar el segundo disco de esa docena que recogí en mis pesquisas por internet. Y no porque “A love supreme” me haya decepcionado, precisamente. La verdad es que desde que lo puse a sonar por primera vez no he sentido la necesidad de indagar más en el jazz. Sé que algún día querré continuar con esa búsqueda musical hacia nuevos sonidos previamente inimaginados, pero “A love supreme” es un disco tan inabarcable, tan milagrosamente autorrenovable, que me parece pronto para dejarlo reposar. Cada vez que lo escucho (y ya van unos cuantos meses sin darle más de un par de días de descanso entre reproducción y reproducción) siento que la música se reconfigura en algo nuevo, parecido a la escucha anterior pero con más niveles, más capas, más detalles, como si después de todo este tiempo servidor hubiese desarrollado nuevos sentidos (sub-sentidos, en todo caso) que le permitiesen profundizar en una arquitectura sonora para cuya comprensión última se precisa toda una vida de dedicación y aprendizaje. Después de más de dos décadas acostumbrando mi oído a los principios básicos del pop-rock, apenas unos cuantos álbumes del ramo me han proporcionado esa sensación de “esto es más grande que la vida” que me embarga cada vez que suena “A love supreme”. A la altura del “Wish you were here” de Pink Floyd o de “La leyenda del tiempo” de Camarón (el que fuera mi afortunado primer paso en los senderos del flamenco), la obra maestra de Coltrane es uno de esos milagros musicales que hay que experimentar (escuchar se me queda corto) todas las veces que se pueda antes de morir.
La perfección existe y es un tal Juan tocando el saxo.
Conozco de oídas algunos de esos nombres que tanto se repiten entre los melómanos de altos vuelos y que parecen ser el súmmum del buen gusto musical (Chick Corea, Coleman Hawkins, Duke Ellington, Dizzy Gillespie, Thelonius Monk…) y apenas habré escuchado un par de discos de Miles Davis y Weather Report y alguno más de Nina Simone (a la que tengo en altísima estima). A Charlie Parker lo sitúo por la película “Bird” de Clint Eastwood y el relato “El perseguidor” de Julio Cortázar pero os juro que, si tuviera que ponerle rostro, mi mente no dudaría en sacar a colación a un joven Forest Whitaker y se quedaría tan ancha. La cuestión es que hasta hace muy poco, tal y como antes me pasaba con el flamenco, el jazz era un género por el que no sentía ningún tipo de curiosidad. ¡Ay, ojalá fuera tan rico como ignorante!
“Esto no puede ser”, me dije un día, hará cosa de un año. “Tienes que escuchar algo de jazz. Un poquito aunque sea, hombre, porque no puede ser que hagas oídos sordos a algo con tan buena prensa, que gusta tanto a tipos y tipas más puestos en la materia que tú. ¿Qué diría Horacio Oliveira si te viese ahí, tumbado en cama, volviendo a escuchar ooootra vez tus viejos álbumes de Metallica como si no existiese nada más en el mundo? ¿Y si estuvieras pasando por alto, sin saberlo, a unos Beatles, unos Floyd, unos Zeppelin, unos Queen? ¡Imperdonable! ¡Ponte a ello, muchacho!”
Y a ello me puse.
“¿Por dónde empiezo?”, me dije. Lo bueno de internet es que puedes teclear en Google algo tan tonto como “mejores discos jazz” y seguro que te salen unas cuantas respuestas interesantes. Pateando un poco la red de redes acabé recopilando una docena de títulos que invariablemente se repetían en las bitácoras de los (supuestos) entendidos del género y decidí que empezaría por el que me diera mejores vibraciones. Si os soy sincero, lo que me llevó a decantarme por “A love supreme” de John Coltrane no fueron las muchas reseñas cantando sus alabanzas o las interminables loas por parte de músicos de “reconocido prestigio” (recuerdo citas muy entusiastas a cargo de Moby y de Bono –el de U2, no el de Castilla-La Mancha–); sino la portada del disco. Así de básico y primitivo soy, qué le vamos a hacer. Había algo en el gesto del saxofonista, una seguridad en sí mismo, una mueca de “soy el mejor en lo que hago” impresa sobre las facciones de un Denzel Washington bohemio y proletario, que me convenció de que aquella podía ser una casilla de salida tan buena como cualquier otra.
Debo decir, llegados a este punto, que aún no me he decidido a escuchar el segundo disco de esa docena que recogí en mis pesquisas por internet. Y no porque “A love supreme” me haya decepcionado, precisamente. La verdad es que desde que lo puse a sonar por primera vez no he sentido la necesidad de indagar más en el jazz. Sé que algún día querré continuar con esa búsqueda musical hacia nuevos sonidos previamente inimaginados, pero “A love supreme” es un disco tan inabarcable, tan milagrosamente autorrenovable, que me parece pronto para dejarlo reposar. Cada vez que lo escucho (y ya van unos cuantos meses sin darle más de un par de días de descanso entre reproducción y reproducción) siento que la música se reconfigura en algo nuevo, parecido a la escucha anterior pero con más niveles, más capas, más detalles, como si después de todo este tiempo servidor hubiese desarrollado nuevos sentidos (sub-sentidos, en todo caso) que le permitiesen profundizar en una arquitectura sonora para cuya comprensión última se precisa toda una vida de dedicación y aprendizaje. Después de más de dos décadas acostumbrando mi oído a los principios básicos del pop-rock, apenas unos cuantos álbumes del ramo me han proporcionado esa sensación de “esto es más grande que la vida” que me embarga cada vez que suena “A love supreme”. A la altura del “Wish you were here” de Pink Floyd o de “La leyenda del tiempo” de Camarón (el que fuera mi afortunado primer paso en los senderos del flamenco), la obra maestra de Coltrane es uno de esos milagros musicales que hay que experimentar (escuchar se me queda corto) todas las veces que se pueda antes de morir.
La perfección existe y es un tal Juan tocando el saxo.
miércoles, febrero 02, 2011
Top 10: mis tebeos favoritos de 2010
Echando la vista atrás hacia lo leído durante el pasado año, lo primero que se me ocurre es que, al contrario que con la música y el cine, a lo largo de 2010 se han publicado demasiados tebeos que me apetecían y que se me han escurrido (metafóricamente) entre los dedos. Supongo que es inevitable. Detesto leer comics en la pantalla del ordenador y generalmente me opongo a su descarga por internet (salvo en el caso de material imposible de publicar en nuestro país, léase “Miracleman” o, hasta hace nada, “Flex Mentallo”). No me pasa lo mismo con la música, claro, donde además de las consabidas descargas ilegales existe desde hace un tiempo esa maravilla divulgativa (incompleta pero fundamental) que es Spotify. Ni con el cine, donde lo que a uno se le escapa en pantalla grande (a precios cada vez más prohibitivos) siempre puede ser rescatado pagando un mínimo alquiler en el videoclub más cercano (siempre que éste cuente con un buen catálogo de títulos). Además, qué demonios, no me corto un pelo a la hora de bajarme discos y películas (siempre que éstas hayan desaparecido de la cartelera). Pero no comics, ya digo. La conclusión obvia es que la escasez de buenas lecturas tebeísticas a lo largo de 2010 se ha debido, más que a mi incapacidad para encontrar propuestas interesantes, a mi escasa disponibilidad económica. No quiero parecer un quejica que se lamenta por no haber podido comprar todos lo tebeos publicados en España mientras hay por ahí gente que pasa auténtica precariedad a causa de la crisis, ojo (menudo gilipollas, pensaríais). Lo que quiero decir es que si no he leído títulos tan prometedores como “Rebétiko”, “Notas al pie de Gaza”, “El destino del artista”, “Wilson”, “Hervir un oso”, “Los viejos tiempos”, "Operación Muerte" o “Rosalie Blum” (del que sólo pude disfrutar el primero tomo, editado en 2009) no ha sido, desde luego, por falta de ganas.
De todo ello se deduce que la lista que ahora publico es de una caducidad inminente, más acentuada aún que en el caso de la música y el cine. Recoge, en orden de creciente relevancia, mis 10 títulos favoritos de cuantos se han publicado en nuestro país a lo largo del 2010. En algunos casos son series que ya llevan una larga andadura editorial a sus espaldas pero que han visto la aparición de un nuevo episodio en los últimos doce meses. En otros son libros autoconclusivos que, aunque hayan sido publicados con anterioridad en su lugar de origen, por las razones que fuere no han llegado a España hasta el año pasado. Se quedan fuera las reediciones, tanto o más interesantes que las obras de nuevo cuño, pero que tendrían tan poco sentido en esta lista como el “Darkness on the edge of town” de Springsteen, el “Exile on main street” de los Stones o el “Station to station” de David Bowie encabezando la de mis discos favoritos de 2010. Por consiguiente, títulos como “Hicksville”, “Astonishing X-Men”, “Enigma”, “Blanco Humano”, “Predicador”, “The Sandman”, “Los combates cotidianos”, “Astro City”, “Fin de siglo”, “Dr. Slump” o “Born Again” no entran en el saco.
Aclarado todo esto, vayamos sin más dilación a la pomada:
10- RASL
Tras hacer felices a niños y mayores con su espléndido “Bone” (o el cruce perfecto entre “Patoaventuras" y “El señor de los anillos”), Jeff Smith se embarcó en este proyecto de ciencia-ficción para adultos que poco tiene que ver con las aventuras de Fone, Thorn y la abuela Ben. Rasl es un ladrón de arte que salta entre universos gracias a una sofisticada tecnología heredada de Nikola Tesla mientras una misteriosa corporación lo persigue para hacerse con sus secretos. Lo mejor es que el comic mola tantísimo como su premisa argumental, y si lo que está por venir luce al nivel de este primer volumen publicado por Astiberri a finales de año, quedará plenamente demostrado que Smith es bastante más que un one hit wonder.
9- Blacksad: el infierno, el silencio
Cinco años sin las aventuras de mi detective felino favorito son demasiados. Por suerte, el margen de tiempo que Juan Díaz Canales y Juanjo Guarnido se permiten antes de dar por finalizada cada nueva entrega de este fenómeno editorial (más allá de los Pirineos, claro, que aquí la cosa está como está) hace posible que cada álbum de “Blacksad” sea más bonito, si cabe, que el anterior. Guarnido es un dibujante portentoso y un auténtico genio del color, y las páginas de su tebeo rebosan vida y expresividad. Sin menospreciar el trabajo de Díaz Canales (que cumple con los cánones del género negro pero sigue sin ir ese paso más allá que convertiría este comic en una auténtica obra maestra), llenarse los ojos con las acuarelas que recrean la Nueva Orleans en que se desarrolla este “El infierno, el silencio” es un placer absolutamente recomendable.
8- La Liga de los Extraordinarios Caballeros. Century: 1910
Alan Moore retoma uno de sus “mejores comics de América” presentándonos una nueva encarnación de los Extraordinarios Caballeros británicos. Como sucediera con las dos miniseries precedentes, esta “Century” rebosa guiños y homenajes a mil y un personajes y autores de la literatura fantástica de los siglos XIX y XX, esta vez bajo la apariencia de un espectáculo musical repleto de acción, humor y violencia. Para redondear la faena, Kevin O’Neill dibuja mejor que nunca y el Orlando de Virginia Woolf se queda a gusto despachando un chascarrillo detrás de otro. La receta perfecta contra el aburrimiento.
7- Dios en persona
Más antropológico que teológico, más socioeconómico que metafísico, Marc-Antoine Mathieu realiza en este “Dios en persona” un certero retrato de la conducta humana en torno al concepto de divinidad y arroja sus dardos envenenados con ironía y sarcasmo a la yugular de los medios de comunicación, el marketing, la industria literaria, el mercado artístico y el desarrollo tecnológico. Parafreaseando a Woody Allen: “si Dios existe, espero que tenga una buena excusa”.
6-Daytripper
Los gemelos brasileños Gabriel Bá y Fabio Moon abordan en “Daytripper” una propuesta tan ambiciosa como afortunadamente bien resuelta: un fresco integral de la vida de una persona (el aspirante a escritor Brás de Oliva Domingos) a través de sus muchas vidas (y muertes) posibles a lo largo de varias décadas, desde su nacimiento hasta su vejez. Más allá de sus atributos puramente estéticos, “Daytripper” es una experiencia sensible e inspiradora que le reconcilia a uno con la vida y el universo. Y para mí eso vale su peso en oro.
5-Los muertos vivientes
La serie regular más exitosa del sello Image es ahora también una producción para televisión bajo el amparo de la cadena norteamericana AMC. Pero lejos de echar el freno en su versión de papel para dejar paso a su hermana catódica, el título capitaneado por el guionista Robert Kirkman (con la inestimable ayuda del dibujante Charlie Adlard) continúa sorprendiendo y aterrando al lector número tras número sin manifestar síntomas de agotamiento (y hablamos de una colección que va camino de los 80 episodios). Venga lo que venga a partir de ahora, “Los muertos vivientes” ya es, por méritos propios, un clásico moderno del tebeo estadounidense.
4-En mis ojos
Aquí va a haber gresca, lo sé. Visionario para unos, fraude para otros, Bastien Vivès continúa con “En mis ojos” la exploración del enamoramiento adolescente/juvenil que tan buenos resultados le había dado en 2009 con la superlativa “El gusto del cloro”. Ahora, en un retruécano estilístico que identifica a protagonista y lector gracias a una sinestésica narración en primera persona, el jovencísimo autor galo nos sumerge en una anecdótica, sí, pero sentida y veraz trama de chico-conoce-a-chica que le deja a uno el corazón en los huesos y el sentimiento romántico a flor de piel. Un tipo que consigue eso con apenas una docena de lápices de colores se merece todos mis elogios, maldita sea.
3-Asterios Polyp
El comic elevado a tesis sobre la forma y el fondo. El regreso a primera plana de actualidad de David Mazzuchelli (célebre tanto por sus trabajos en el comic mainstream como por sus acertadas aproximaciones al tebeo independiente y experimental) es una obra tan rica en matices como sencilla de leer, tan trascendental como divertida, tan hermosa a la vista como profunda al entendimiento. Formalmente perfecta y merecedora de tantas lecturas como uno esté dispuesto a otorgarle, peca quizás de una indisimulada aspiración al calificativo “obra maestra”. No obstante, es probable que el tiempo acabe dándole la razón…
2-Scalped
Un año más, las desventuras del agente infiltrado Dash “Caballo terco” se superan a sí mismas en una curva de crecimiento cualitativo que parece no conocer límites. En compañía del hábil dibujante R.M.Guerá, el escritor Jason Aaron continúa enrevesando la vida de los habitantes de la reserva Paerie Rose al tiempo que ofrece escalofriantes escenas de violencia, odio, traición, amores destructivos y rencillas familiares. Por decadente que se muestre en la actualidad el sello Vertigo de DC Comics, mientras “Scalped” continúe regalándonos lecturas tan absorbentes, trepidantes y rematadamente adictivas como “Triste y solo” o “Roído”, servidor no perderá la fe en el que antaño fuera bastión del comic mainstream de calidad.
1-Planetary
Después de una década pendiente de las andanzas de Elijah Snow, Jakita Wagner y The Drummer, servidor tenía las expectativas por las nubes respecto a la conclusión de la serie (fantásticamente) escrita por Warren Ellis y (maravillosamente) ilustrada por John Cassaday. Por suerte dichas expectativas no sólo fueron plenamente cubiertas sino ampliamente superadas en el segundo recopilatorio publicado hace apenas dos meses por Norma Editorial que ponía fin de la mejor manera posible a una de las series capitales de la década 2000. Para el abajo firmante, “Planetary” no es sólo el comic del año. Es, también, uno de los comics de su vida.
Pese a que en un top 10, como su nombre indica, sólo hay sitio para 10 títulos, me gustaría aprovechar la ocasión para destacar otras lecturas que han quedado fuera de la lista por poco y que, no obstante, me parecen absolutamente recomendables. Me refiero a los últimos tomos del “Invencible” de Robert Kirkman y Ryan Ottley, “Sócrates el semi-perro: Edipo en Corintio” de Joann Sfar y Christophe Blain, “Alta sociedad” de Dave Sim, “The Umbrella Academy: Dallas” de Gerard Way y Gabriel Bá, “Powers” de Brian Michael Bendis y Michael Avon Oeming, “Criminal” de Ed Brubaker y Sean Phillips, el crossover “La noche más oscura” de Geoff Johns e Ivan Reis o el alocado “Scott Pilgrim” de Bryan Lee O’Malley.
Por el bando de las decepciones, cabe mencionar una muy notoria, “Ultimate Vengadores” de Mark Millar, Carlos Pacheco y Leinil Yu, y otra relativa, el hermosísimo pero gélido (en más de un sentido) “El invierno del dibujante”. Me apena no haber encontrado en él esa obra maestra (casi) sin discusión de la que (casi) todo el mundo habla, pero a mí personalmente es un tebeo que no me ha transmitido nada desde el punto de vista emocional. Con lo que me gusta Paco Roca…
De todo ello se deduce que la lista que ahora publico es de una caducidad inminente, más acentuada aún que en el caso de la música y el cine. Recoge, en orden de creciente relevancia, mis 10 títulos favoritos de cuantos se han publicado en nuestro país a lo largo del 2010. En algunos casos son series que ya llevan una larga andadura editorial a sus espaldas pero que han visto la aparición de un nuevo episodio en los últimos doce meses. En otros son libros autoconclusivos que, aunque hayan sido publicados con anterioridad en su lugar de origen, por las razones que fuere no han llegado a España hasta el año pasado. Se quedan fuera las reediciones, tanto o más interesantes que las obras de nuevo cuño, pero que tendrían tan poco sentido en esta lista como el “Darkness on the edge of town” de Springsteen, el “Exile on main street” de los Stones o el “Station to station” de David Bowie encabezando la de mis discos favoritos de 2010. Por consiguiente, títulos como “Hicksville”, “Astonishing X-Men”, “Enigma”, “Blanco Humano”, “Predicador”, “The Sandman”, “Los combates cotidianos”, “Astro City”, “Fin de siglo”, “Dr. Slump” o “Born Again” no entran en el saco.
Aclarado todo esto, vayamos sin más dilación a la pomada:
10- RASL
Tras hacer felices a niños y mayores con su espléndido “Bone” (o el cruce perfecto entre “Patoaventuras" y “El señor de los anillos”), Jeff Smith se embarcó en este proyecto de ciencia-ficción para adultos que poco tiene que ver con las aventuras de Fone, Thorn y la abuela Ben. Rasl es un ladrón de arte que salta entre universos gracias a una sofisticada tecnología heredada de Nikola Tesla mientras una misteriosa corporación lo persigue para hacerse con sus secretos. Lo mejor es que el comic mola tantísimo como su premisa argumental, y si lo que está por venir luce al nivel de este primer volumen publicado por Astiberri a finales de año, quedará plenamente demostrado que Smith es bastante más que un one hit wonder.
9- Blacksad: el infierno, el silencio
Cinco años sin las aventuras de mi detective felino favorito son demasiados. Por suerte, el margen de tiempo que Juan Díaz Canales y Juanjo Guarnido se permiten antes de dar por finalizada cada nueva entrega de este fenómeno editorial (más allá de los Pirineos, claro, que aquí la cosa está como está) hace posible que cada álbum de “Blacksad” sea más bonito, si cabe, que el anterior. Guarnido es un dibujante portentoso y un auténtico genio del color, y las páginas de su tebeo rebosan vida y expresividad. Sin menospreciar el trabajo de Díaz Canales (que cumple con los cánones del género negro pero sigue sin ir ese paso más allá que convertiría este comic en una auténtica obra maestra), llenarse los ojos con las acuarelas que recrean la Nueva Orleans en que se desarrolla este “El infierno, el silencio” es un placer absolutamente recomendable.
8- La Liga de los Extraordinarios Caballeros. Century: 1910
Alan Moore retoma uno de sus “mejores comics de América” presentándonos una nueva encarnación de los Extraordinarios Caballeros británicos. Como sucediera con las dos miniseries precedentes, esta “Century” rebosa guiños y homenajes a mil y un personajes y autores de la literatura fantástica de los siglos XIX y XX, esta vez bajo la apariencia de un espectáculo musical repleto de acción, humor y violencia. Para redondear la faena, Kevin O’Neill dibuja mejor que nunca y el Orlando de Virginia Woolf se queda a gusto despachando un chascarrillo detrás de otro. La receta perfecta contra el aburrimiento.
7- Dios en persona
Más antropológico que teológico, más socioeconómico que metafísico, Marc-Antoine Mathieu realiza en este “Dios en persona” un certero retrato de la conducta humana en torno al concepto de divinidad y arroja sus dardos envenenados con ironía y sarcasmo a la yugular de los medios de comunicación, el marketing, la industria literaria, el mercado artístico y el desarrollo tecnológico. Parafreaseando a Woody Allen: “si Dios existe, espero que tenga una buena excusa”.
6-Daytripper
Los gemelos brasileños Gabriel Bá y Fabio Moon abordan en “Daytripper” una propuesta tan ambiciosa como afortunadamente bien resuelta: un fresco integral de la vida de una persona (el aspirante a escritor Brás de Oliva Domingos) a través de sus muchas vidas (y muertes) posibles a lo largo de varias décadas, desde su nacimiento hasta su vejez. Más allá de sus atributos puramente estéticos, “Daytripper” es una experiencia sensible e inspiradora que le reconcilia a uno con la vida y el universo. Y para mí eso vale su peso en oro.
5-Los muertos vivientes
La serie regular más exitosa del sello Image es ahora también una producción para televisión bajo el amparo de la cadena norteamericana AMC. Pero lejos de echar el freno en su versión de papel para dejar paso a su hermana catódica, el título capitaneado por el guionista Robert Kirkman (con la inestimable ayuda del dibujante Charlie Adlard) continúa sorprendiendo y aterrando al lector número tras número sin manifestar síntomas de agotamiento (y hablamos de una colección que va camino de los 80 episodios). Venga lo que venga a partir de ahora, “Los muertos vivientes” ya es, por méritos propios, un clásico moderno del tebeo estadounidense.
4-En mis ojos
Aquí va a haber gresca, lo sé. Visionario para unos, fraude para otros, Bastien Vivès continúa con “En mis ojos” la exploración del enamoramiento adolescente/juvenil que tan buenos resultados le había dado en 2009 con la superlativa “El gusto del cloro”. Ahora, en un retruécano estilístico que identifica a protagonista y lector gracias a una sinestésica narración en primera persona, el jovencísimo autor galo nos sumerge en una anecdótica, sí, pero sentida y veraz trama de chico-conoce-a-chica que le deja a uno el corazón en los huesos y el sentimiento romántico a flor de piel. Un tipo que consigue eso con apenas una docena de lápices de colores se merece todos mis elogios, maldita sea.
3-Asterios Polyp
El comic elevado a tesis sobre la forma y el fondo. El regreso a primera plana de actualidad de David Mazzuchelli (célebre tanto por sus trabajos en el comic mainstream como por sus acertadas aproximaciones al tebeo independiente y experimental) es una obra tan rica en matices como sencilla de leer, tan trascendental como divertida, tan hermosa a la vista como profunda al entendimiento. Formalmente perfecta y merecedora de tantas lecturas como uno esté dispuesto a otorgarle, peca quizás de una indisimulada aspiración al calificativo “obra maestra”. No obstante, es probable que el tiempo acabe dándole la razón…
2-Scalped
Un año más, las desventuras del agente infiltrado Dash “Caballo terco” se superan a sí mismas en una curva de crecimiento cualitativo que parece no conocer límites. En compañía del hábil dibujante R.M.Guerá, el escritor Jason Aaron continúa enrevesando la vida de los habitantes de la reserva Paerie Rose al tiempo que ofrece escalofriantes escenas de violencia, odio, traición, amores destructivos y rencillas familiares. Por decadente que se muestre en la actualidad el sello Vertigo de DC Comics, mientras “Scalped” continúe regalándonos lecturas tan absorbentes, trepidantes y rematadamente adictivas como “Triste y solo” o “Roído”, servidor no perderá la fe en el que antaño fuera bastión del comic mainstream de calidad.
1-Planetary
Después de una década pendiente de las andanzas de Elijah Snow, Jakita Wagner y The Drummer, servidor tenía las expectativas por las nubes respecto a la conclusión de la serie (fantásticamente) escrita por Warren Ellis y (maravillosamente) ilustrada por John Cassaday. Por suerte dichas expectativas no sólo fueron plenamente cubiertas sino ampliamente superadas en el segundo recopilatorio publicado hace apenas dos meses por Norma Editorial que ponía fin de la mejor manera posible a una de las series capitales de la década 2000. Para el abajo firmante, “Planetary” no es sólo el comic del año. Es, también, uno de los comics de su vida.
Pese a que en un top 10, como su nombre indica, sólo hay sitio para 10 títulos, me gustaría aprovechar la ocasión para destacar otras lecturas que han quedado fuera de la lista por poco y que, no obstante, me parecen absolutamente recomendables. Me refiero a los últimos tomos del “Invencible” de Robert Kirkman y Ryan Ottley, “Sócrates el semi-perro: Edipo en Corintio” de Joann Sfar y Christophe Blain, “Alta sociedad” de Dave Sim, “The Umbrella Academy: Dallas” de Gerard Way y Gabriel Bá, “Powers” de Brian Michael Bendis y Michael Avon Oeming, “Criminal” de Ed Brubaker y Sean Phillips, el crossover “La noche más oscura” de Geoff Johns e Ivan Reis o el alocado “Scott Pilgrim” de Bryan Lee O’Malley.
Por el bando de las decepciones, cabe mencionar una muy notoria, “Ultimate Vengadores” de Mark Millar, Carlos Pacheco y Leinil Yu, y otra relativa, el hermosísimo pero gélido (en más de un sentido) “El invierno del dibujante”. Me apena no haber encontrado en él esa obra maestra (casi) sin discusión de la que (casi) todo el mundo habla, pero a mí personalmente es un tebeo que no me ha transmitido nada desde el punto de vista emocional. Con lo que me gusta Paco Roca…
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