“Prefiero intentar tocar la luna que adivinar los pensamientos de una puta”.
Al Swearengen
Confieso que nunca me habría acercado a la serie de televisión “Deadwood” si no fuera por dos razones de peso: 1) que tengo que documentarme para una historieta ambientada en el oeste que estoy intentando escribir, lo cual me ha llevado a lanzarme sobre cualquier película o tebeo enmarcado en dicha época “cual mosca sobre enorme montón de maloliente mierda” (como diría Zapp Brannigan); y 2) que Javier Marías, uno de los más exitosos y talentosos escritores españoles de nuestro tiempo, le dedicó un artículo de esos que escribe para “El País Semanal” a “Wild” Bill Hickok, uno de los personajes principales de la serie.
Frustrados todos mis intentos de hacerme con ella “vía equina” (es una serie realmente difícil de descargar por Internet), me decidí a comprarla en DVD (circunstancia poco habitual en mí, tratándose de una serie de la que no había visto ni el episodio piloto) confiando únicamente en el presumible buen gusto cinematográfico del señor Marías y en el prestigio de la HBO, cadena de televisión con una media de calidad fuera de toda duda gracias a producciones como “Los Soprano”, “Six feet under”, “Roma”, “Sexo en Nueva York” o la reciente “In treatment”.
Vista la primera temporada, la única conclusión posible es que mereció la pena correr el riesgo y comprarla prácticamente a ciegas porque “Deadwood” es de lo mejorcito que he visto en cuanto a series de TV (¿cuántas veces habré dicho esta frase en los últimos dos años? En algún momento va a empezar a sonar a trola, lo sé...)
La acción se sitúa en 1876 en la reserva india de Black Hills, dos semanas después de la última acción del general Custer. La fiebre del oro ha provocado que una gran muchedumbre marchara en busca de mejor suerte a un lugar sin ley fuera de los límites políticos de los Estados Unidos de América. Allí se establece el campamento de Deadwood, un lugar peligroso donde la vida vale menos que una mierda de caballo en la suela de las botas.
Entre los habitantes del campamento están Seth Bullock, sheriff retirado que pretende abrir una ferretería junto a su socio Sol; el citado Bill Hickok, legendario pistolero que viaja en compañía de sus inseparables amigos Charlie Utter y Calamity Jane; los Garrett, un matrimonio adinerado de Nueva York que pretende incrementar su fortuna gracias a la extracción de oro, o Al Swearengen, auténtico protagonista y alma de la serie, propietario del salón “The Gem”, proxeneta e intrigante y uno de los bastardos más carismáticos jamás vistos en la pequeña pantalla. Hay muchos más personajes (un doctor, un periodista, muchas prostitutas, una tullida, un par de yonkis, un reverendo, varios niños, un buen puñado de variopintos bastardos e incluso algún indio salido de entre la vegetación como por arte de magia) y todos pululan por el argumento de “Deadwood” con una naturalidad pasmosa, como si narrar las vidas de los habitantes de un pueblo fuera un juego de niños para unos guionistas que hacen de los diálogos uno de los puntos fuertes de la serie (mención especial para la oratoria de Swearengen, repleta de bilis y mala baba).
El nivel interpretativo está altísimo, gracias a rostros semi-conocidos del cine como Timothy Olyphant (secundario en “La vecina de al lado”, protagonista en “Hitman” y villano en “La jungla 4.0”), Keith Carradine (antaño co-protagonista junto a Harvey Keitel de “Los duelistas” de Ridley Scott), Brad Dourif (quien fuera Grima Lengua de Serpiente en “El señor de los anillos” de Peter Jackson), William Sanderson (J.F.Sebastian en “Blade Runner”) o Powers Boothe (el poli con cara de mala gente en “Escalofrío”, de Bill Paxton). Todos ellos vienen a demostrar que un actor puede ser tan bueno como el reto que suponga su personaje (y vista “Hitman”, créanme cuando digo que yo no daba un duro por las habilidades interpretativas de Timothy Olyphant; pues aquí, fíjense qué cosas, lo borda). Pero el premio gordo es para Ian McShane (visto recientemente en la fantasía familiar “Los seis signos de la luz”), que interpreta a Swearengen y a quien a buen seguro se le escatimó algún Emmy por culpa de esa bestia parda que era el Tony Soprano de James Gandolfini.
Por otro lado, y como ya viene siendo habitual en las producciones de la HBO, “Deadwood” no tiene el aspecto de una serie de televisión al uso sino el de una dignísima producción de cine emitida por capítulos. Técnicamente, desde la fotografía y el montaje hasta el vestuario y los decorados, nada desmerece a los westerns que durante años pudimos ver en la gran pantalla. De hecho, “Deadwood” es bastante más realista que muchos de éstos, pues consigue capturar la suciedad, la miseria y la dudosa moralidad del Salvaje Oeste mejor que la mayoría de ejemplares del género. Abreviando, podría decirse que se acerca más al aspecto crudo y mugriento de “Sin perdón” o “Grupo salvaje” que a la interpretación más o menos aséptica y poco creíble que ofrecían los clásicos de Anthony Mann o John Ford, donde todo el mundo tenía la camisa limpia y las prostitutas no sufrían picores en la entrepierna.
Poco más resta añadir sobre una serie que se merece todas las alabanzas posibles; que ha corrido el riesgo de acercarse a un género que estaba de capa caída en el cine y conseguir resultados mucho mejores que aquellos a los que las salas de proyección nos habían acostumbrado desde aquel glorioso William Munny encarnado por Clint Eastwood.
Mi recomendación es que la vean. Que la vean todos y cada uno de los que estén leyendo esto. Y que la vean, por supuesto, en gloriosa versión original, disfrutando de la riqueza de acentos de los personajes, del farfulleo de Calamity Jane, de la maravillosa interpretación de Geri Jewell (que da vida a Jewel, la tullida que limpia el burdel), de la expresiva ironía que apuñala el aire con cada frase que esgrime la lengua de Al Swearengen. Y de esa palabra malsonante a la que se hace necesario erigir un monumento: “cocksucker!”.
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