martes, mayo 21, 2013

Todas las fiestas del ayer

No sabría decir si la consideración más o menos generalizada de que “El gran Gatbsy” de Francis Scott Fitzgerald es una de las mejores novelas del siglo XX es merecida. Yo la leí hace unos meses a tenor de la entonces aún futura versión fílmica a cargo de Baz Luhrmann, por esa manía personal de no permitir que una adaptación cinematográfica me estropee el disfrute de un clásico literario. Se deduce de esto, claro, que tampoco conozco los otros Gatsbys interpretados por Alan Ladd y Robert Redford.


Intentando ser breve, de la novela puedo decir que me pareció un librito primorosamente escrito, aunque algo aburrido por momentos. No sé si fue el hecho de intercalarlo entre tomo y tomo de la monumental “Los Miserables” de Victor Hugo o simplemente que tardé demasiado en conectar con esa alta sociedad neoyorkina frívola e inconsciente que lo protagoniza, pero lo cierto es que sólo en sus últimos compases me sentí realmente inmerso en la narración y conseguí encariñarme con ese triste Trimalción llamado Jay Gatsby.

Sobre el nuevo film de Luhrmann, siendo un poco más extenso, puedo decir que es la manifestación definitiva del luhrmannismo, para lo bueno y para lo malo.


El realizador de “Moulin Rouge!” siempre ha sabido rodearse de repartos atractivos para el espectador, y “El gran Gatsby” no es la excepción: Tobey Maguire (el Peter Parker/Spider-Man de Raimi, pero también el protagonista de “Las normas de la casa de la sidra” y “Jóvenes prodigiosos”) encarna a Nick Carraway, un joven aspirante a escritor que se traslada a Nueva York para probar fortuna como vendedor de bonos. Al llegar a la ciudad conocerá una insólita vida de lujo y vanidad en el matrimonio formado por su prima segunda Daisy (Carey Mulligan, rostro femenino de moda tras su participación en “An education”, “Drive” y “Shame”) y el marido de ésta, Tom Buchanan (Joel Edgerton, visto en “La noche más oscura” y en la fascinante “Warrior”). Esta percepción de la riqueza y sus posibilidades quedará sin embargo eclipsada por las bacanales sin medida que cada noche se celebran en casa del vecino de Nick en el West Egg: el misterioso Jay Gatsby interpretado por un superlativo Leonardo DiCaprio, estrella absoluta de la función que a estas alturas no necesita presentación (o eso creía yo hasta que, comenzados los créditos finales, dos señoras sentadas a nuestra derecha en el cine se preguntaron: “DiCaprio era Jay, ¿no?”).


El romance trágico ideado en 1925 por Fitzgerald se convierte en manos de Luhrmann en una celebración del exceso amenizada y en ocasiones engullida por una banda sonora tan ecléctica y extemporánea como su realizador ya nos tiene acostumbrados: de Jay Z a The XX pasando por Florence + the Machine o Lana del Rey, e incluyendo versiones insólitas de canciones célebres como esa “Crazy in love” cantada por Emeli Sande en compañía (o eso parece) de los músicos de la cantina de Mos Eisley. Es una decisión arriesgada que entusiasmará a unos y horrorizará a otros, pero que comulga plenamente con los pilares autorales sobre los cuales el realizador australiano ha ido construyendo su filmografía.


Su narrativa barroca y exhibicionista engulle presupuesto de producción en cada vertiginoso y gratuito movimiento de cámara, amenazado por la textura digital de unos años 20 infográficos que lucirán ridículamente viejos dentro de una década. Decía Oscar Wilde que no hay “nada tan peligroso como ser demasiado moderno. Corre uno el riesgo de quedarse súbitamente anticuado”. Ése es mi pronóstico para el cine de Luhrmann; del que sobrevivirán, sin embargo, sus agradecidos apuntes cómicos (la escena del reencuentro entre Jay y Daisy es un éxito, aunque el mérito lo tiene en su mayor parte el estupendo trabajo actoral) y el calado trágico de algunos de sus personajes. Cuando “El gran Gatsby” se olvida de epatar al espectador con su epiléptico frenesí videoclipero y se centra en los sentimientos de su atormentado protagonista, la película consigue ofrecer emociones auténticas con las que uno puede empatizar. El resto del tiempo, que es mucho (140 minutos que podrían haber sido 100 perfectamente), no es más que un carísimo carnaval que postula a Luhrmann como el idóneo organizador del próximo desfile del día del orgullo gay.

Resulta curioso que una cinta tan fiel al texto original de Fitzgerald haya caído en el mismo error que los personajes que la habitan: celebrar una enorme orgía de ruido y furia que oculte las verdaderas intenciones del corazón humano.

lunes, mayo 13, 2013

Oscuros ritos de madurez

Siguiendo la estela de realizadores asiáticos como Wong Kar Wai o Hideo Nakata, que debutaron en sus respectivos países de origen para dar luego el salto al mercado angloparlante, y dado el éxito global de sus trabajos previos (especialmente “Old Boy”, una de mis películas favoritas del siglo XXI), parecía inevitable que la industria estadounidense acabase tentando al cineasta surcoreano Park Chan-wook con un proyecto protagonizado por estrellas de proyección internacional. Personalmente, un servidor jamás habría imaginado mientras veía “Sympathy for Lady Vengeance” que una actriz como Nicole Kidman acabaría poniéndose un día a las órdenes de un director con un sentido tan personal de la estética, la narrativa postmoderna y la lírica de la violencia. Pero hete aquí que “Stoker”, la cinta con la que el protagonista de la serie “Prison Break”, Wentworth Miller, debuta como guionista (otra noticia inesperada, sin duda), supone el desembarco de Park en Hollywood a través de la productora Scott Free (fundada por Ridley Scott y su difunto hermano Tony) y la distribuidora Fox Searchlight (filial indie de la 20th Century ídem).


Había una inmensa curiosidad, al menos por mi parte, en descubrir si este cambio de latitud supondría una rendición por parte de Park al conservadurismo y la mansedumbre de los estándares norteamericanos de cine comercial. No ha sido así, por suerte, y “Stoker” no solamente conserva la desbordante capacidad creativa de su artífice en términos estrictamente plásticos, sino también su predilección por la violencia física y psicológica, las atmósferas malsanas y la alegre transgresión de una buena cantidad de tabúes sociales. Tal vez no al nivel de algunos de sus films previos, pero sí lo suficiente como para considerar esta nueva película una rara avis dentro del panorama cinematográfico USAmericano.


El argumento del film presenta a India Stoker, una introvertida adolescente con una amplificada percepción sensorial del mundo que sufre la muerte de su padre en un accidente de tráfico en el día de su decimoctavo cumpleaños. La tragedia propiciará la aparición en la casa familiar, que ahora India comparte sólo con su madre y el ama de llaves, de un misterioso tío cuya existencia desconocía hasta la fecha. A medida que este inesperado nuevo miembro del clan Stoker se vaya integrando en el día a día del desestructurado núcleo familiar, India comenzará a formularse ciertas preguntas incómodas acerca de su árbol genealógico y de su propia naturaleza.


Pese a lo manido del planteamiento inicial, el clásico psycho-thriller con “el enemigo en casa” que tantas veces hemos padecido en las sobremesas de fin de semana de las cadenas de televisión nacional, Park se alía con su habitual director de fotografía Chung Chung-hoon y con el espléndido compositor Clint Mansell (seguro que has escuchado esto un centenar de veces) para tomar esta sinopsis propia de un vulgar telefilm de Antena 3 y darle alas audiovisuales que la eleven hasta el firmamento. Hay tanto que celebrar en la caligrafía visual de Park, en su atrevido uso de los recursos de montaje y sonido y en sus deliciosas transiciones entre plano y plano, que al final del film uno apenas consigue recordar los numerosos convencionalismos en los que cae el libreto de Miller de tanto en tanto. “Stoker” es previsible, sí, y casi nunca (o nunca, directamente) verosímil, pero la potencia cinematográfica con que el realizador de “Thirst” y del segmento más extremo de Three... extremes envuelve esta oscurísima fábula sobre los ritos de madurez (con ecos de “Carrie”, “Dexter” e incluso del cine de David Cronenberg) justifican no sólo el precio de la entrada, sino también su condición inmediata de película de culto dispuesta a dividir visceralmente al público. El cómo devora completamente al qué, pero también mastica y deglute las expectativas del espectador en cada nuevo plano y escena, hipnotizando por completo al respetable y encadenando 100 fugaces minutos repletos de hallazgos formales e instantáneas para el recuerdo. Qué demonios: ya sólo por la sublime escena del dueto al piano merecería la pena la existencia de esta película.


Si a todo ello le sumamos una acertada selección de temas musicales (desde el gran Philip Glass hasta la no-menos-grande Nancy Sinatra) y un trabajo actoral de relumbrón, destacando por encima de Kidman y del algo afectado Matthew Goode (inapropiado Ozymandias en el “Watchmen” de Zack Snyder) la poderosa interpretación de mi admirada Mia Wasikowska (“En terapia”, “Alicia en el País de las Maravillas”, “Jane Eyre”), obtendremos uno de los platos cinéfilos más estimulantes del presente 2013, pese a que no vaya a ser del gusto de todos los paladares.

Es lo que tiene la comida exótica.

domingo, mayo 12, 2013

El rockero tímido

Siguiendo el camino más largo y difícil, el del esfuerzo constante y el “paso a paso”, Quique González ha ido convirtiéndose a través de los años en uno de los cantautores más respetables y honrados del panorama nacional. Sin hits especialmente reconocibles, completamente ajeno al glamour y la pose de otras figuras del pop-rock que lucen más por el embalaje que por el contenido del paquete (no, cochinos, no ese paquete), el madrileño ha sabido ganarse a un público muy fiel y cada vez más numeroso tirando únicamente de talento y determinación.


Durante los quince años transcurridos desde su debut en “Personal”, Quique González ha ido alejándose de la figura del músico intimista en solitario bajo lo focos al estilo de Antonio Vega o los hermanos Urquijo para caer en el terreno más rockero de Ryan Adams y el Bob Dylan eléctrico. Su octavo larga duración, el reciente “Delantera mítica”, viene a confirmar su adscripción cada vez más evidente al sonido americana (la mención a Neil Young no es baladí), tirando de instrumentistas estadounidenses para su grabación en los mismos estudios de Nashville, Alex the Great, en los que ya había registrado su inmediatamente anterior “Daiquiri Blues”. Esta evolución, inmensamente positiva a oídos del abajo firmante, se traduce en una integración más satisfactoria entre música y letras, ganando protagonismo el aspecto puramente instrumental y permitiéndose ahora momentos tan brillantes como el solo final de “Tenía que decírtelo”, excelente single de presentación de este último LP.

“Delantera mítica” me parece el disco más redondo de Quique González, aunque eso no implique necesariamente que estos nuevos 11 temas (12 si contamos la traducción directa del “Is your love in vain” de Dylan como corte extra) sean los mejores de su cancionero. Pero como conjunto, ya digo, posiblemente el cantante y guitarrista se haya acercado más que nunca a su techo artístico… y eso que “Daiquiri Blues” ya era un soberbio trabajo de madurez. Ayuda también, en mi caso, esa lírica cada vez más directa, menos pendiente del recurso estilístico de turno y más cercana a mi universo personal en sus referencias extra-musicales: la clase de guiños que le llevan a uno a esbozar una sonrisa cómplice (desde “el gol de Iniesta” hasta “la botella de Jimmy McNulty”). Nada que lamentar, entonces, al comprobar el pasado viernes en la sala La Riviera de Madrid que son estos dos últimos discos los que acaparan la mayor parte del setlist en la gira con la que el músico y su nueva banda recorren actualmente la geografía española.


Con una sobria puesta en escena (con una jaula colgante conteniendo una pantera de atrezzo como único destello de excentricidad) y sin dilatar el concierto con profusiones retóricas, el humilde e incluso tímido Sr. González va directamente al grano desde el minuto uno y llena dos horas de música con canciones prácticamente inéditas en los turbios dominios de la radiofórmula, pero que suenan como auténticos grandes éxitos a oídos de sus fieles. Pasadas por el filtro de su sonido actual, pedradas injustamente desconocidas para el gran público como “La ciudad del viento”, “Miss camiseta mojada”, “Vidas cruzadas”, “Salitre” o el inevitable himno de clausura “Y los conserjes de noche” fueron coreadas por una platea entregada que acudía, en su mayoría, con la lección aprendida.

Reconozco que no fue un concierto especialmente sorprendente, más allá de la aparición sobre el escenario de la vocalista Zahara para interpretar a dúo, y con mucho encanto, las canciones en las que precisamente ya colaboraba en el disco (“Me lo agradecerás” y “Las chicas son magníficas”). Que igual suena un poco obvio, pero yo no me lo esperaba. Por lo demás, un servidor ya había visto a Quique en concierto dos veces en el pasado y las expectativas estaban bastante ajustadas a la satisfacción finalmente obtenida. Lo cual no es en absoluto un demérito. Y, para mi propio orgullo personal, siempre me quedará la satisfacción de saber que una de mis acompañantes, que en su vida había escuchado una sola canción firmada por el autor de “Kamikazes enamorados”, salió del concierto convertida en una fan confesa.

Supongo que ésa es la mejor lectura que se puede hacer del trabajo actual de Quique González: es difícil escucharlo y no quedarse prendado de él.

jueves, mayo 09, 2013

Colaboraciones con ECC Ediciones: "The Unwritten #7" y "Punk Rock Jesus"

Publicado el listado de novedades de ECC Ediciones para el mes de junio, toca por mi parte llamar la atención sobre la aparición de dos tebeos que cuentan con un texto de cierre firmado por un servidor. Se trata, por un lado, de la segunda parte de “Tommy Taylor y la Guerra de las Palabras”, séptimo volumen recopilatorio de la estupenda (y me temo que infravalorada) serie regular “The Unwritten”, escrita por Mike Carey y dibujada por Peter Gross para el sello Vertigo: un volumen que marca un antes y un después en la odisea meta-literaria de Tommy Taylor y sus compañeros de aventuras.

 
Por otro lado, se publica la miniserie autoconclusiva “Punk Rock Jesus”, escrita y dibujada por Sean Murphy (“Joe el bárbaro”, “American Vampire: Selección Natural”), quien se descubre aquí como un autor completo muy a tener en cuenta, capaz de mezclar con acierto la crítica a los mass media con el fanatismo religioso, el terrorismo independentista, la angustia adolescente y la música combativa. Tanto es así que me atrevería a decir que, con permiso de la superlativa última entrega de “Scalped” (el que fuera mi tebeo favorito de, al menos, los últimos dos años), “Punk Rock Jesus” es el comic que más me gusta de cuantos han contado hasta la fecha con una de mis colaboraciones para la editorial que ostenta los derechos de DC Comics y su sello Vertigo en nuestro país.

Ciudadano Stark

Que a estas alturas del negocio super-heroico una película pueda dividir tanto a su público objetivo como lo ha hecho “Iron Man 3” no puede entenderse sino como un éxito. Un éxito no sólo comercial, pues el film va camino de ser uno de los grandes taquillazos del año en curso, sino también un triunfo de cara a la percepción popular, porque la tercera ¿y última? entrega de las aventuras en solitario del vengador dorado ha conseguido generar reacciones de lo más polarizadas en el termómetro más fiable para medir la percepción del público: internet.
"Metamos todo lo que quepa": un clásico de los carteles para blockbusters.

La arrolladora repercusión generada por “Los Vengadores”, cinta que logró contentar a (casi) todo el mundo, ponía el listón por las nubes de cara a un cierre de trilogía cuya responsabilidad pasaba de las competentes (aunque despersonalizadas) manos del actor/director Jon Favreau a las del semi-debutante guionista/director Shane Black, cuyo único título como realizador hasta el momento había sido la comedia neo-noir de culto “Kiss Kiss Bang Bang”. Black, no obstante, gozaba de cierto reconocimiento en la industria audiovisual tras haber firmado los libretos de la saga “Arma letal” y de otros films de acción con chispa como “El último boy scout” y “El último gran héroe”, y su elección de cara a dotar a la franquicia protagonizada por Robert Downey Jr. de una cierta personalidad autoral (por restrictivas que sean las directrices que un gran estudio como Disney/Marvel pueda imponer a sus carísimos proyectos cinematográficos) bien podría ser un eco del “efecto Whedon” que tan bien sentó a la puesta de largo del super-grupo marvelita.

Pose molona ligeramente gratuita.

Vista la frialdad generada por “Iron Man 2”, cinta que encuentro más entretenida que la mayoría de mis conocidos pero que no dejaba de ser un puente demasiado evidente entre la primera entrega y la aventura conjunta de los Héroes Más Poderosos de la Tierra, parecía evidente que lo que la saga del hombre de hierro (no confundir metales, por favor) necesitaba eran ideas frescas y un poco de pensamiento “outside the box”, como dicen los yankis. Ha sido precisamente este salirse de lo establecido lo que ha encolerizado a buena parte del fandom, indignada (que hay que ver las cosas por las que se indignan algunos habida cuenta de la coyuntura socio-político-económica en la que nos encontramos) con algunos giros de guión que traicionan los casi 50 años de andadura editorial del personaje.

Tony Stark pasa más tiempo fuera que dentro de la armadura. Qué más da: funciona.

Así, la web se inunda estos días con las quejas del talibán marvelita que lamenta el escaso tiempo en pantalla en que vemos enfundado en la armadura metálica que da título al film a Tony Stark (pletórico Downey Jr., encarnando por tercera vez a un personaje que ya nadie se imagina con otro rostro). También se queja este mismo marvel zombie del juego de engaños profundamente nolaniano (de Nolan, Christopher, a.k.a. el-tipo-que-logró-que-olvidases-al-Batman-de-Schumacher) al que el villano de la función, un iconoclasta Mandarín encarnado por el siempre espléndido Ben Kingsley, somete al héroe protagonista. Argumenta el geek al-pie-de-la-letra que al científico/filántropo/millonario/playboy no le sienta bien la angustia existencial derivada de su traumática experiencia en los apocalípticos compases finales de “Los Vengadores”, para al segundo siguiente arremeter contra la ligereza cómica que “Iron Man 3” destila durante la mayor parte de su metraje.

El Mandarín. Pero no como te lo habías imaginado.

Pataletas todas del mismo fan caprichoso que en su día arremetió contra la telaraña orgánica del “Spider-Man” de Raimi o el destino trágico de cierto telépata de nivel omega en la fallida “X-Men: la Decisión Final”, pasando por alto que aquellos films (y muchos otros susceptibles de no respetar al 100% las siempre contradictorias y habitualmente inadaptables cinco décadas de continuidad marvelita) no eran buenas o malas películas por detalles menores que poco tenían que ver con su auténtica calidad cinematográfica. La fidelidad puede ser una losa tan pesada, o más, que la flexibilidad a la hora de adaptar un material ficticio preexistente; y si no que se lo digan a Robert “Sin City” Rodríguez o a Zack “Watchmen” Snyder.

Guy Pearce, actor infravalorado donde los haya, le quiere robar la chica a Tony. O no.

“Iron Man 3” es una patada en la boca del aficionado que espera una traducción literal a la pantalla de las viñetas de los Kirby, Romita Jr. o Granov que a lo largo de los años han contribuido a engrandecer la mitología que rodea al personaje. De hecho, su deuda no es tanto hacia los tebeos de los que provienen Tony Stark y su álter ego metálico como hacia las dos entregas precedentes, que sentaron un tono que tampoco estaba en los comics (al menos no en la continuidad oficial o Tierra 616) y, sobre todo, a una forma de entender el cine de entretenimiento que va de las buddy movies al estilo “Límite: 48 horas” hasta el cine de espías desenfadados alla “Mentiras arriesgadas”, pasando por la pirotecnia de videojuego de la inevitable referencia vengadora.

Don Cheadle interpreta una vez más a James "Máquina de Guerra" Rhodes. Entonces... ¿por qué no sale Máquina de Guerra?

Que un producto de este estilo contenga el doble de ideas, él solito, que sus dos entregas precedentes juntas, ya me parece digno de cierto reconocimiento. Dichas ideas gustarán más o menos a cada espectador dependiendo de su predisposición a aceptar por buenas las transgresiones perpetradas por Black y su colaborador literario Drew Pearce (presente también en los créditos de la inminente y muy prometedora “Pacific Rim” de Guillermo del Toro), pero es indudable que el esfuerzo creativo invertido en esta “Iron Man 3” va más allá del mero estiramiento del chicle super-heroico, y que esta capacidad para tomar riesgos aún a costa de las expectativas del talifán puede ser la mejor noticia de cara a la Fase 2 del macro-proyecto cinematográfico de la Marvel.

Tony Stark fuera de la armadura otra vez. Sigue funcionando: viva y bravo.

Porque al final lo que realmente importa en una película de este tipo, que no aspira a ampliar los límites conceptuales del Séptimo Arte ni a arrasar en el circuito de festivales de cine independiente (para qué, si Downey Jr. ya participó en una cinta galardonada con el premio del Mono Llorón del Festival de Beijng), es que ofrezca dos horas de entretenimiento sin complejos, humor socarrón para todas las edades y escenas de acción que justifiquen la desorbitada inversión económica realizada por la productora. “Iron Man 3” ofrece eso y quizás incluso más: la sensación de que los guionistas no se han dejado todo el cerebro fuera del despacho donde se ha dado forma a la nueva línea de figuritas de acción, se han establecido las fases del videojuego oficial y (oh, vaya) se ha decidido el contenido narrativo del film.

¿El fin?

No es el “Ciudadano Kane” de los super-héroes, pero a mí personalmente me llega con que sea ella misma y no aspire a nada más: Ciudadano Stark.