martes, septiembre 28, 2010

"How to destroy angels" o "Cómo tener contenta a la parienta"

"All our blood lying on the floor
Sense the crowd expecting something more
Opened up, proudly on display
What we tried so hard to hide away
(...)"

[Trent Reznor es un hombre enamorado. Sólo así se explica que el insigne líder, cerebro y único miembro oficial de Nine Inch Nails, grupo de referencia del rock industrial, haya decidido componer y producir un EP para mayor gloria de su esposa Mariqueen cuando podía haber publicado exactamente las mismas canciones interpretadas bajo su alias de toda la vida (sin necesidad de buscarse un nuevo mote, “How to destroy angels”) y alcanzando, posiblemente, una repercusión mucho mayor. Aunque se ve también que eso del éxito no le importa demasiado. Al menos desde el punto de vista económico, porque el EP se regala de forma gratuita en la web oficial del grupo. Vamos, que “How to destroy angels”, como proyecto, como concepto, se revela auténtico acto de amor: uno de esos caprichos que algunos le conceden sanamente y sin miramientos a su chica simplemente porque les apetece y porque, ¡qué demonios!, pueden hacerlo. Como decía al principio, Trent es un hombre enamorado. Y no me extraña, ojo: ¿habéis visto a la señora Reznor? (Demasiada ropa, ¿decís? ¡A mandar!) El disco, dicho sea de paso, no me parece especialmente malo. Tampoco especialmente bueno. Pelín anodino, si acaso. La portada mola y el primer vídeo promocional, el del single “The space in between” (cuyos versos encabezan esta entrada), no está nada mal. Pero “How to destroy angels EP” no aporta absolutamente nada a la discografía del gurú de Pennsylvania y desde luego está a años luz del altísimo nivel musical esgrimido en “The downward spiral” o “The fragile”. Pero esperar esa clase de excelencia, me temo, sería como pedirle peras al olmo. A un olmo, para más inri, total y absolutamente enamorado.]

"...la búsqueda fue toda en vano..."

“No existiría la Piedad
si no hiciéramos pobre a alguien;
y no haría falta la Misericordia
si todos fuesen tan dichosos como nosotros.


Y el miedo recíproco trae paz,
hasta que el amor egoísta se incrementa:
entonces la Crueldad arma su trampa
y esparce sus cebos con cautela.

Se instala con santos temores,
y riega con lágrimas la tierra;
entonces debajo de sus pies
echa raíces la Humildad.

Rápido extiende sobre su cabeza
sombras lúgubres de Misterio;
y la Oruga y la Mosca
se nutren de tal Misterio.

Luego crece el fruto del Engaño,
rubicundo y dulce al paladar;
y el Cuervo su nido instala
en el ramaje más tupido.

Los Dioses de la tierra y el mar
escrutaron la Naturaleza para hallar tal Árbol;
pero la búsqueda fue toda en vano:
crece uno en cada Cerebro Humano."



[“Resumen de lo humano” de William Blake (1757-1827). Puede leerse en inglés (apreciándose así la virtud de la rima) aquí. El autorretrato que acompaña al poema también es de su autoría, por cierto.]

Denied!

Escuchando esto me acordé inevitablemente de esto otro. Que no es lo mismo, pero como si lo fuera.

(Gracias, papá).

sábado, septiembre 25, 2010

"El kebab del diablo": una anécdota escatológicamente romántica con giro final al estilo Shyamalan

[Basada en hechos reales]

...

Siempre me han gustado esas historias en las que un personaje firma un pacto con el diablo (o, al menos, un diablo) a cambio de que éste le conceda su más ansiado deseo, sólo para descubrir, una vez cumplida la petición, el significado de la máxima “cuidado con lo que deseas: podría llegar a cumplirse”.

La noche del pasado jueves salí a jalar en plan cutre con Lync y con C. A veces a uno le entra la pereza y pasa de cocinarse la cena en casa, prefiriendo airearse un poco y pillar algo de comida basura, que ya se sabe que no alimenta pero está asquerosamente buena. Fuimos a uno de los cientos (si no miles) de kebabs que pueblan las calles de Madrid y yo me pedí un menú doner con patatas y refresco. Ya de vuelta en casa hablamos de un millón de cosas, desde la nostalgia por la música de los 80 (a raíz del debut discográfico de Hurts) hasta la nostalgia por los años universitarios (con repaso fotográfico a nuestras mocedades desgreñadas y lisérgicas en Pontevedra).

En un momento dado C. miró al reloj de la pared de nuestro salón y, en pleno arrebato infantil (apropiadamente, dado que el tema general de la velada fue, como digo, la nostalgia) exclamó, del mismo modo en que involuntariamente a mí, a mis 27 años de edad, aún se me escapa un “por el culo te la hinco” cada vez que alguien menciona una cifra rematada en 5: “¡Es la 1 y 11, pedid un deseo!” Debo aclarar que yo nunca había oído eso de que en las horas capicúa uno podía pedir un deseo por toda la cara, pero dadas las circunstancias simplemente me dejé llevar por el impulso infantil y medité en silencio sobre mi anhelo más inmediato.

Contrariamente a mis hábitos (a diario intento acostarme como muy tarde a las 12 y media) terminé yéndome a la cama a eso de las 2. Traté infructuosamente de conciliar el sueño durante un buen rato, pero un creciente malestar me impedía encontrar una postura en la que yacer cómodamente sobre el colchón y, en última instancia, dormirme. A las 5 de la madrugada, experimentando ya un dolor estomacal de grado 8 en la escala John Hurt, acudí raudo al cuarto de baño para realizar una deposición (palabra esta tan fina como eufemística) al estilo Niagara. A continuación me sobrevino una torrencial emanación de sudor, un espasmo vertical recorrió mi sistema digestivo y comprendí que el grueso del ejército enemigo buscaba una ruta de salida alternativa. Luché contra las náuseas durante unos segundos que me parecieron eternos, pero finalmente me giré 180º y abracé el w.c. al tiempo que, acordándome de las madres de Lennon y McCartney, vino a mi pensamiento el título de uno de sus más celebrados éxitos musicales.

Volviendo al tema de los métodos de medición, yo diría que alcancé un glorioso 9 en la escala Regan.

El resto de la noche se desarrolló en un continuo ir y venir de la cama al excusado, repitiendo hasta cuatro veces (con una cadencia británica de hora y media de separación entre una y otra) el proceso purgante en sus dos formas básicas (siempre en el mismo orden, además). Al finalizar el último viaje al baño, regresando a mi dormitorio con los músculos totalmente contracturados por el esfuerzo y las sienes más castigadas que la batería de Lars Ulrich, pude apreciar la tenue entrada de la luz matinal por las rendijas de la persiana de mi cuarto. Fue entonces cuando en mis labios de bilioso regusto se dibujó una sonrisa de deportiva derrota. Mi deseo se había cumplido: por primera vez desde que entré a vivir en mi nuevo piso había conseguido pasar una noche entera sin soñar con ella.

Así se las gasta Mefistófeles, amiguitos.

miércoles, septiembre 22, 2010

¿Qué diferencia supone?

“(…)
And the people bowed and pray
To the neon god they made...
And what difference does it make?
I love you so much anyway
(...)”


[Parece que este año voy a tener que dedicarle unas cuantas entradas al músico Sufjan Stevens. Si no hace mucho me deshacía en elogios ante su magistral “Illinoise”, ahora toca dar cuenta de su reciente “All delighted people EP”, pero sólo como avanzadilla de lo que será su inminente nuevo larga duración: “The age of Adz” (cuyo primer adelanto, sorprendente e inesperado, ya puede escucharse en la red). Centrándonos en “All delighted people EP”, debo confesar que eso de “EP” no acaba de cuadrarme en un disco de una hora de duración. A Sufjan, por lo que se ve, le ha podido la incontinencia creativa, lo cual se nota también en el dilatadísimo minutaje de algunos cortes, como el interminable “Djohariah”, que sobrepasa los diecisiete minutos. Desde luego, si Stevens hubiese sabido ceñirse a la duración habitual de dicho formato, este “All delighted people EP” le hubiera quedado sencillamente redondo. No ha sido así, pero ello no es óbice para que el oyente se vea recompensado con algunas composiciones tan rematadamente hermosas como “Enchanting ghost”, “Heirloom” o “From the mouth of Gabriel”. Con todo, la palma se la lleva el tema titular: más de once minutos de homenaje explícito al “The sound of silence” de Simon y Garfunkel que navegan desde el sonido más intimista del cantautor acústico hasta la exhuberancia sonora de metales y voces superpuestas del Sufjan sinfónico, pasando por unos fantasmagóricos coros con reminiscencias de Ennio Morricone, un psicodélico batiburrillo de cuerdas que recuerda al “A day in the life” de los Beatles y unos puntuales arreglos electrónicos absolutamente marcianos. Una canción, en resumen, tan excesiva como fascinante; exactamente igual que su autor.]

La Pasión según San Miller y San Mazzuchelli

Suele exponer Ávaro Pons con cierta frecuencia en su blog “La cárcel de papel” que la ausencia de ediciones actuales de los grandes clásicos del comic resulta tan inexplicable como acudir a una librería generalista, pedir un ejemplar de “Guerra y paz” y que te respondan que no sólo no lo tienen, sino que lleva un tiempo descatalogado y que no se sabe cuándo volverá a publicarse. Por desgracia, en el terreno de los tebeos esto viene pasando más o menos desde siempre (y no sólo con títulos descatalogados, sino también con otros que directamente nunca han visto la luz en nuestro idioma). Por eso siempre es una buena noticia que se realice una nueva impresión de una obra tan importante como “Daredevil: Born again”, que llevaba años desaparecida de las estanterías de las tiendas de comics (creo recordar que se reeditó fragmentado hace unos años en el coleccionable para kioscos protagonizado por el diablo rojo, pero eso se me antoja tan insuficiente como publicar el "Quijote” en fascículos grapados de periodicidad quincenal).


“Born again” no sólo es, en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, el mejor comic Marvel jamás publicado, sino también una de las tres o cuatro mejores historias de super-héroes de todos los tiempos y, posiblemente, uno de mis diez tebeos de cabecera, más allá de géneros, estilos y procedencias geográficas.

Su autoría corresponde a dos leyendas vivientes del Noveno Arte, Frank Miller y David Mazzuchelli, guionista y dibujante respectivamente (aunque los dos sean reconocidos talentos en ambas facetas de la creación tebeística), y su aparición tuvo lugar en un momento especialmente glorioso para el comic mainstream norteamericano: la segunda mitad de la década de los 80. Concretamente, “Born again” vio la luz por primera vez como una saga de siete comic-books entre los meses de febrero y agosto de 1986 (en los números 227 a 233 de la cabecera “Daredevil”), al mismo tiempo que Miller publicaba para la competencia (la editorial DC Comics) y como autor completo su trascendental “Batman: el regreso del caballero oscuro” y tan sólo unos meses antes de que Alan Moore y Dave Gibbons diseccionasen definitivamente el concepto del super-héroe en su superlativo “Watchmen”. Un año después, además, el tándem Miller/Mazzuchelli repetiría colaboración en el también memorable “Batman: año uno”, rubricando así un bienio dorado para el lector aficionado a los tíos cachas en leotardos.


La importancia de “Born again” durante esta profunda revisión de la naturaleza del super-héroe no es baladí. Mientras “Watchmen” y “El regreso del caballero oscuro” ofrecían una visión oscura y desquiciada de unos personajes que se enfundaban su uniforme para deshacerse de una identidad secreta que suponía una carga a la hora de adjudicar justicia en el mundo (fuera su noción de justicia moralmente aceptable o no), “Born again” incidía en la lectura opuesta de la mitología super-heroica. Si en los títulos antes citados el hombre bajo el antifaz era sinónimo de debilidad, una parte del yo que sus protagonistas debían esconder con un símbolo o una imagen deshumanizadora para poder convertirse en héroes, en “Born again” es el hombre tras la máscara quien debe, en última instancia, tomar las riendas de la situación, viéndose obligado a asumir decisiones complicadas y poner a prueba su capacidad de enfrentarse a la adversidad. El heroísmo, viene a decirnos Miller, no reside en el colorido traje de lycra y el esperpéntico nombre circense, sino en el corazón y el alma del ser humano que los habita y les da sentido.


Tan importante como esta reflexión que Miller propone es el modo en que el guionista articula su relato, tomando como referencia la mitología cristiana y, más específicamente, la narración de la pasión de Cristo según los Evangelios bíblicos. Así, en “Born Again” nos encontramos con un hombre bueno (Matt Murdock, abogado ciego con capacidades sensoriales sobrehumanas y alter ego del justiciero enmascarado Daredevil) cuya identidad secreta es vendida por su particular Judas (su ex-novia Karen Page, antaño secretaria del bufete Nelson & Murdock y ahora actriz en franca decadencia) a su principal archienemigo, Kingpin, a cambio de una dosis de heroína (simbolizando las treinta monedas de plata que Iscariote cobró por su traición a Jesús). Con esta información en su poder, Kingpin (amo y señor del crimen organizado en la ciudad de Nueva York) pondrá todos los medios a su alcance para destruir psicológicamente a Murdock atacándole por frentes ajenos a su condición super-heroica. Murdock verá entonces como todo aquello que da forma y sentido a su vida le es progresivamente arrebatado, iniciando un descenso a los infiernos del que sólo podrá escapar de dos maneras: muriendo solo, paranoico y en la más absoluta miseria o, como reza el título del comic, volviendo a nacer. Testigo de todo ello será Ben Urich, que actuará del mismo modo que el Pedro bíblico, quien antepuso el miedo a arriesgar la vida propia a su compromiso con la verdad. No faltarán además referencias visuales religiosas tan obvias como una antológica pietà a página completa o una composición de página en forma de cruz como alegoría del milagro de la resurrección.


No obstante, “Born again” no deja de ser un canónico tebeo de super-héroes (con tintes de serie negra, tan del gusto de Miller) que incluye deslumbrantes escenas de acción y emocionantes arrebatos de épica pijamera (tres palabras: “dame una roja”), perfectamente legible, además, para todos aquellos que nunca hayan abierto un solo tebeo protagonizado por Daredevil. Su desarrollo es tan claro y preciso y sus referencias al resto del universo Marvel están tan diafanamente presentadas que resulta imposible perderse aún siendo un auténtico lego en la materia.


Por otro lado, se antoja inevitable destacar la maravillosa labor gráfica desarrollada por David Mazzuchelli, actualmente a la búsqueda de un lenguaje narrativo propio que ha llevado su arte hasta los extremos más insospechados de la síntesis visual, pero que por aquel entonces aún estaba profundamente influido por el estilo clásico de Alex Toth. Al igual que en “Batman: año uno”, Mazzuchelli consigue en “Born again” acercar lo máximo posible las particularidades estéticas del tebeo de super-héroes a una concepción gráfica naturalista de los escenarios y las proporciones humanas, sin caer en el ridículo en el que sí inciden otros ilustradores menos inteligentes como Alex Ross (que pinta bonito, sí, pero cuyos super-héroes dan grima) o Alex Maleev (quien, ofuscado con la búsqueda de un estilo descaradamente urbano y noir, ha antepuesto la rigidez de la rotoscopía a la gracilidad natural que se les presupone a unos personajes que, no conviene olvidarlo, son totalmente inverosímiles en un contexto estrictamente real). Es decir: Mazzuchelli ha dibujado a los super-héroes del modo más realista que la lógica interna del género permite.


No conforme con eso, el dibujante despliega además una narrativa aparentemente sencilla, de lectura pasmosamente fluida, que esconde, no obstante, innumerables perlas visuales que nos hablan, inequívocamente, de un autor fuertemente interesado por exprimir las posibilidades del medio. No es de extrañar, entonces, que estas ansias de experimentación desembocasen, con los años, en la gestación de obras tan alejadas de los convencionalismos del mainstream norteamericano como “Ciudad de cristal” o “Asterios Polyp”, de inminente publicación en nuestro idioma (¡ay, qué ganas de que llegue ya!).


Sobre la reciente edición a cargo de la editorial Panini hay que matizar un par de cosas: por un lado, la encuadernación, la calidad del papel y la reproducción son excelentes (aunque el color digital resulta un poco chillón); por el otro, los responsables del diseño y maquetación de la obra han cometido el error de rotar 180º la reproducción de una de la portadas originales (concretamente la del número 233), así como una página interior en algunos ejemplares (en el mío no, por suerte). Se recomienda, pues, cautela y un riguroso examen con lupa antes de su adquisición en tiendas.


Aún así, no seré yo quien se queje de tales circunstancias, pues la edición que un servidor atesoraba hasta ahora (aquel nº1 de la colección Obras Maestras de Forum) se descoyuntaba y caía literalmente a pedazos con cada nueva (y siempre enriquecedora) relectura.

Entremeses literarios

Llevo una temporadita enfrascado en la lectura de “La rebelión de Atlas” de Ayn Rand, novela que al parecer ha ejercido una gran influencia no sólo en el terreno literario (de hecho, probablemente sea donde menos repercusión ha tenido) sino también en el mundo empresarial, en ciertas corrientes de pensamiento e incluso en el ámbito de los videojuegos (sin la obra de Rand no existiría la celebrada saga de shooters en primera persona “Bioshock”). Todavía me quedan unas 400 páginas de lectura por delante (el libro abarca más de 1.200), así que mis impresiones sobre “La rebelión de Atlas” tendrán que esperar aún unos días para ver la luz. Os preguntaréis, entonces, a qué viene que os cuente esto ahora. Pues bien: aprovechando que la basta novela de Rand está dividida en tres partes, decidí hacer entre ellas una pequeña pausa, por eso de no sufrir un empacho con tanto discurso panfletario pro-capitalista, y leer alguna otra cosa más ligerita y fácil de digerir.

Los títulos elegidos para tal propósito fueron “El asombroso viaje de Pomponio Flato” de Eduardo Mendoza y “La hojarasca” de Gabriel García Márquez. Ambos son libros muy cortitos, de los que se despachan en una tarde (o dos, o un viaje en tren desde Compostela hasta Madrid) sin demasiados problemas.


Antes de “El asombroso viaje de Pomponio Flato” servidor sólo había leído otra obra de Eduardo Mendoza, “Sin noticias de Gurb”. Fue hace un montón de años (puede que diez o doce) y recuerdo que me había resultado bastante divertida, aunque también del todo intrascendente. Tengo entendido que Mendoza tiene dos facetas literarias diferentes: una, más seria y profunda, que lo llevó a escribir “La ciudad de los prodigios” (posiblemente su trabajo más reputado), y otra de marcado tono paródico, donde se incluyen títulos como “El laberinto de las aceitunas”, “El misterio de la cripta embrujada” o la citada “Sin noticias de Gurb”. “El asombroso viaje de Pomponio Flato” se integra en esta última categoría de su producción literaria. Su argumento nos traslada al siglo I d.C., momento en que el personaje que da título al libro, un investigador romano obsesionado con las fuentes de aguas milagrosas desperdigadas por los confines del Imperio, se cruza casualmente en Nazaret con un niño de seis años llamado Jesús cuyo padre, un humilde carpintero de nombre José, va a ser ejecutado por un crimen que, según afirma el infante, jamás cometió. Contratado por el niño como detective, Pomponio vivirá toda clase de enredos en su búsqueda de la verdad, llegando a conocer a buena parte de los personajes que durante siglos hemos visto retratados en las escrituras bíblicas.


No termina de funcionarme esta precuela en clave humorística de los Evangelios cristianos. Me la recomendaron varias personas de mi familia esgrimiendo como principales bondades su desternillante sentido del humor y su irreverencia a la hora de afrontar aspectos controvertidos del mundo antiguo. Yo, no obstante, no he hallado más que esporádicos momentos de relativa comicidad (partirme, lo que se dice partirme, ni una sola vez, vaya) y un endeble juego de malabares argumental pensado para introducir cuantas más referencias a la historia sagrada, mejor. Por lo demás, la trama detectivesca es anodina, su supuesta irreverencia me resulta superficial y, desde un punto de vista estilístico, su lectura no aporta nigún hallazgo especialmente remarcable.

Lo mejor que puede decirse de “El asombroso viaje de Pomponio Flato”, entonces, es que es una lectura tan breve y asequible como perfectamente olvidable.

Más enjundia, desde luego, tiene “La hojarasca” de Gabriel García Márquez. El colombiano se convirtió en uno de mis literatos de cabecera con tan sólo una novela y “12 cuentos peregrinos” leídos por mi parte, por lo que ya tenía ganas de hincarle el diente a algún otro título de su bibliografía. A la espera de abordar próximamente su celebérrima “Cien años de soledad”, “La hojarasca” me ha servido como perfecta introducción a la ciudad de Macondo, uno de los emplazamientos geográficos más famosos de cuanta población ficticia nutre la historia de la literatura.


En “La hojarasca” encontramos, ante todo, un juego narrativo que hace de la primera persona del singular su principal razón de ser. A través de tres puntos de vista diferentes (a saber: un niño, su madre y su abuelo, padre de la anterior) se nos narra un instante suspendido en las mareas del tiempo: apenas unos minutos, los que se tarda en sacar un atáud desde la habitación del finado hasta las calles de Macondo, rumbo al cementerio para darle sepultura. En ese breve espacio temporal, las reflexiones y digresiones de los tres personajes irán entrelazándose para ofrecer una visión conjunta de la vida del fallecido y su influencia en el resto de personajes. No es un recurso estrictamente original (a la magdalena proustiana me remito), pero Gabo lo articula con suma inteligencia, manteniendo el misterio gracias a una adecuada dosificación de la información. Destaca poderosamente, también, la capacidad del escritor para plasmar esa congelación del tiempo en que la respiración de todo un pueblo parece detenerse, casi a la manera de una cámara lenta cinematográfica, consiguiendo una descripción vívida de Macondo, lugar de milagros y tragedias, amores y maleficios.


Pese a ser la primera novela publicada por García Márquez, encontramos ya en ella muchas de las características fundamentales de su prosa, inevitablemente presidida por ese realismo mágico que con acierto ha seguido cultivando a lo largo de los años. Y aunque posiblemente no sea una de sus obras más celebradas, dudo que, aún tomándola solamente como un punto de partida para todo lo que vino después, pudiese resultarme más estimulante.

sábado, septiembre 18, 2010

Tecnopop para quinceañeras (y blanditos de corazón como yo)

“(...)
Loverless nights, they seem so long
I know that I'll hold you someday.
But till you come back where you belong
It's just another lonely Sunday.
(...)”


[Se vendían (se venden, de hecho, que su primer disco aún acaba de ver la luz) como unos nuevos Depeche Mode con reminiscencias de los Pet Shop Boys, así que el primer acercamiento me provocó más dudas que satisfacciones. ¿La razón? El dúo británico Hurts tiene más cosas en común con A-Ha, Ultravox o incluso Spandau Ballet que con Dave Gahan y compañía, lo que en principio me dejó bastante frío. Asumidas las circunstancias, las posteriores reescuchas fueron haciendo que su debut “Happiness” comenzase a ganar enteros a toda velocidad. Desde luego, estos muchachos de Manchester no inventan nada, escriben unas letras sonrojantes y por momentos caen en un pasteleo más propio de las boybands alla Backstreet Boys que de una formación seria de tecnopop. Pero, ¡qué demonios!, me gustan. Es más, me lo paso bomba escuchándolos. Ejemplo de ello es este pegadizo “Sunday” cuyos versos tenéis ahí arriba, encabezando la entrada. Carne de hit, como también lo son “Better than love”, “Wonderful life”, “Stay” o la ampulosamente épica “Evelyn"... siempre y cuando a uno le vaya el toffe con azúcar glass recubierto de leche condensada, claro.]

De mierdas y palos

La culpa, en el fondo, es toda mía.

Primero, por esperarme algo decente, a estas alturas, de una saga que empezó en lo más alto (el “Depredador” de John McTiernan, lo comentaba el otro día, es un maldito clásico del cine de acción; un standard, que dirían los entendidos en jazz) y que ha ido cayendo (a plomo, sin apenas progresión) hasta los más insondables abismos de la fatalidad (aún siento escalofríos al recordar “Alien Vs. Predator 2”).


Segundo, por creer que Robert Rodríguez, un tipo capaz de lo malo y, aún más, de lo peor, iba a sacar adelante un proyecto mínimamente digno (dejando además la dirección a cargo de un tal Nimród Antal, conocido en su casa a la hora de comer), cuando está visto que el hombre apenas sabe caminar y sostener el sombrero sobre la cabeza al mismo tiempo (lo de “Planet Terror” debió ser una serendipia, habida cuenta de que todos sabemos a quién atribuir los méritos de “Abierto hasta el amanecer”).


Tercero, por llegar a imaginarme a Adrien Brody como un auténtico action man, cuando está visto que al aún inédito (por estos lares) Manolete le va más lo de morirse de hambre y frío en la Polonia ocupada por los nazis que repartir tollinas a peligrosos alienígenas de safari (mientras, acaso viniera a cuento, ¡se nos pone a citar a Hemingway!).


Lo que no me esperaba, desde luego, es que alguien (posiblemente el propio Rodríguez) se hubiese atrevido a darle el visto bueno a un libreto que no sólo es paupérrimo (con la de cosas interesantes que se podrían contar con los predators; y a la miniserie de tebeos “Concrete jungle” me remito), sino que además es un calco exacto, desde la descripción de personajes hasta el orden en que se suceden las distintas escenas, al de la ya mentada cinta que protagonizó (no demasiado mal, además) Arnold Schwarzenegger en 1987.


Toca ahora presentar a vuela pluma una sinopsis argumental, aunque sólo sea por cubrir los mínimos indispensables que toda reseña cinematográfica debe ofrecer: un ecléctico grupo de tipos duros (aguerridos soldados de diferentes nacionalidades, un yakuza mutista, un narco mexicano...) se despiertan en plena caída, a miles de pies de altura sobre una inmensa jungla, con un arma en las manos y un paracaídas a la espalda. Una vez en tierra (los que consigan sobrevivir al aterrizaje, claro), coincidirán en no recordar cómo han llegado hasta allí, no tener ni idea de dónde es “allí” y, lo más importante, la necesidad de agruparse para hacer frente a lo que sea que les espera entre la selvática frondosidad. Lo que no saben, por supuesto, es que "lo que sea que les espera" son unos cuantos predators armados hasta las cachas y con ganas de mambo. Es obvio, dado lo originalísimo de la propuesta, que la peli va a seguir el tan sobado desarrollo de “a ver quién muere, cuándo y cómo”.


Sumémosle a todo ello un par de giros argumentales absolutamente innecesarios y previsibles, unos efectos especiales que no parecen haber avanzado ni un milímetro desde el año de concepción de la entrega original, un sentido prácticamente nulo del ritmo y la tensión (en oposición directa con otra de las muchas virtudes del film de McTiernan), una desmadradísima interpretación a cargo de Laurence Fishburne que produce auténtica vergüenza ajena (que es lo que obtienes, inevitablemente, cuando mezclas a Gollum con el coronel Kurtz en un mismo personaje), y finalmente comprenderemos que nos hallamos ante una de esas películas que, por eso de no malgastar muchas neuronas en la inútil búsqueda de eufemismos con mejor sonoridad, podemos calificar exactamente como lo que es: una mierda pinchada en un palo.

Amor al medio

Dentro de cada autor de comics debiera habitar, además, un apasionado lector (al menos en teoría, que luego viene Alan Moore a decirnos que ya sólo lee libros muy serios y muy sesudos, no como las tonterías que se hacen ahora en tebeo, y nos fastidia el mito en menos que canta un gallo). El amor al medio es, quizás, uno de los requisitos fundamentales de cara a convertirse en parte integrante del mismo por derecho propio. O, lo que es lo mismo: no se pueden hacer buenos tebeos si no se aman los tebeos, al igual que no se puede escribir buena literatura si no se ama la literatura o hacer buen cine si no se ama el cine. Ésa es, al menos, la tesis que maneja Dylan Horrocks en su tebeo "Hicksville”, auténtica declaración de amor al Noveno Arte que he tenido la fortuna de leer recientemente.


Reeditado en castellano por Astiberri (antes había sido publicado por De Ponent y Ediciones Balboa), el tomo recopilatorio de “Hicksville” se abre con una introducción en viñetas (realizada con posterioridad a la primera edición) en la que Horrocks deja bien clara su simbiosis espiritual con el medio tebeístico, que condicionó su existencia desde prácticamente su nacimiento. Ya desde esas primeras páginas, en las que es fácil reconocerse como lector, me resultó imposible no verme emocionalmente involucrado y, así, ganado rotundamente para la causa.

La narración que compone el auténtico corpus de la obra profundiza en ese Amor al Comic a través, en primer lugar, del personaje de Leonard Batts, un crítico de comic que intenta desentrañar el pasado del dibujante más exitoso del actual panorama mainstream norteamericano, Dick Burger. Burger (trasunto de Todd McFarlane que a su vez menosprecia al McFarlane real) proviene de un pequeño pueblo situado en las costas de Nueva Zelanda (el Hicksville del título) donde Leonard descubrirá, para su sopresa, que todo el mundo parece ser un auténtico entendido en tebeos. Imaginaos: un pueblo de apenas unos cientos de habitantes donde cualquiera, ya sea médico, pescador o carnicero, tiene los conocimientos tebeísticos de Álvaro Pons, Pepo Pérez o el Tío Berni. Pura fantasía, vamos. Sin embargo, algo parece no encajar cuando Batts no logra que ninguno de los locales suelte prenda sobre la vida en el pueblo de Burger, surgiendo entonces la sospecha de que su marcha de Hicksville no se produjo, quizás, de la más pacífica de las maneras.

No es “Hicksville” un tebeo redondo. Horrocks parece descubrir los resortes narrativos del medio al mismo tiempo que produce una página tras otra, logrando que el tramo final mejore con mucho las impresiones que su estilo gráfico y sus capacidades literarias pudieran producir a priori en el lector. Pareciera también que el autor comenzó a trazar su obra con apenas un esbozo inicial en mente y que luego, absorto tal vez en un dulce frenesí creativo, decidiese ir enriqueciendo el conjunto con detalles que se van dejando caer aquí y allá.


De no ser por ello y por ciertas limitaciones técnicas en el dibujo (el propio Horrocks se define como “no virtuoso”), “Hicksville” bien podría ocupar un lugar de importancia en el Olimpo de los Tebeos. En última instancia, sus posibles defectos quedan reducidos a la anécdota gracias a la frescura en el desarrollo de personajes y la originalidad de la propuesta argumental, que alcanza su clímax emocional en un final para enmarcar, de los que casi consigue mover al llanto a un duro lector de comics como yo. Posiblemente no tendrá el mismo impacto en quien no haya vivido gran parte de su existencia apegado a las viñetas, personajes y bocadillos que unos pocos hemos devorado incansablemente desde nuestra más tierna infancia.

Pero eso será, por supuesto, porque “Hicksville” es un tebeo hecho por un apasionado lector de tebeos para el disfrute de otros lectores igual de apasionados.

viernes, septiembre 03, 2010

Frescura rockabilly

“(...)
I tried my best to feed her appetite
Keep her coming every night
So hard to keep her satisfied
Kept playing love like it was just a game
Pretending to feel the same
Then turn around and leave again

This love has taken its toll on me
She said Goodbye too many times before
And her heart is breaking in front of me
I have no choice cause I won't say goodbye anymore
(...)”


[Los principales problemas a los que debe hacer frente un grupo que se dedica exclusivamente a hacer versiones de temas ajenos son, por un lado, que su trabajo nunca jugará en la misma liga que el de los auténticos creadores y, por el otro, que siempre competirá contra la calidad y el éxito previos que cada tema haya tenido en su versión original. Por eso me sorprende tantísimo lo sólido que resulta el disco debut de The Baseballs, trío alemán que reconvierte en bailongo rockabilly todo cuanto toca. En el álbum, titulado “Strike”, conviven éxitos recientes de la música pop debidos a personajes tan mediáticos como Rihanna, Usher, Leona Lewis, Katy Perry, Robbie Williams o Beyoncé Knowles (ninguno de ellos, precisamente, santo de mi devoción) reinterpretados en un registro que recuerda una barbaridad a los años dorados de Elvis Presley. El éxito de “Strike” radica en que todas estas versiones superan (ampliamente, en muchos casos) al material que toman como referencia, logrando que composiciones realmente anodinas adquieran una dimensión musical que quedaba a años luz de sus aspiraciones originales. Si de las doce canciones que componen el disco he escogido los versos de “This love” para abrir esta entrada es precisamente porque nunca he dado un duro por los blandengueros Maroon 5, mientras que la versión que The Baseballs han hecho de su tema más célebre me resulta absolutamente irresistible.]

Sangre, sudor y botox

Vine al mundo a mediados del año 1983 por lo que, aunque técnicamente crecí mientras se estrenaban algunas de las películas más recordadas de Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Jean-Claude Van Damme o Dolph Lundgren, la mayoría de las mismas no llegaron a mis retinas hasta cierto tiempo después, ya en los 90, en el formato VHS que tantas horas de diversión y buen cine (y también mal cine, claro) nos proporcionó a unos cuantos.

En lo que respecta a mi memoria particular, estas películas nunca se proyectaron en salas, sino que estuvieron desde siempre en las estanterías del videoclub esperando a que mis padres considerasen que ya tenía edad suficiente para ser testigo de sus violentísimas peleas y sus recitales de fascista heroicidad. Había, además, dos categorías para diferenciar estas producciones: por un lado estaban las divertidas (los Rockys y Rambos, a excepción de sus respectivas y estupendas primeras entregas, “Perseguido”, “Contacto sangriento”, “Kickboxer”, “Soldado universal” o “Alerta máxima”) y por el otro las de Chuck Norris.

No conviene mezclar churras con merinas: “Terminator”, “La jungla de cristal”, “Robocop”, “Desafío total” o “Depredador” escapan totalmente de esta categoría cinematográfica y son auténticos hitos en la historia del cine de acción (y para mí “Conan el bárbaro” es el “Ciudadano Kane” de la fantasía heroica; punto pelota).


Desde entonces hasta ahora, cualquier intento de revitalizar esta clase de cine había caído en el más vergonzoso de los ridículos (ahí está “Gamer”) por dos razones básicas: 1) que las originales no eran películas, digamos, “de autor”, sino que sus responsables no pretendían absolutamente nada más que poner la cámara para que el actor de turno luciera bíceps y repartiera hostias como panes, con lo cual todo el peso de la cinta recaía en el (presumible) carisma del protagonista, que ya contaba con la bendición de sus incondicionales; y 2) que tal vez pudieran ser tomadas en serio por los adolescentes de aquella época, pero que su subyacente filosofía político-social ya no puede ser respaldada hoy en día salvo por los más descerebrados rednecks de la Alabama rural y buena parte del Partido Republicano USAmericano. Intentar producir una cinta semejante a aquéllas en el momento actual requiere, inevitablemente, no tomarse en serio el material de partida.


Sylvester Stallone parece haber respetado al dedillo ambos supuestos. Su reciente “Los mercenarios” es, no me cabe la menor duda, una de las más canónicas pelis ochenteras (entendido el término como género, no como fórmula de datación) que he tenido la fortuna o desgracia de ver. La receta es sencillamente perfecta: el calado dramático de “Desaparecido en combate”, la descripción de personajes de “Cobra, el brazo fuerte de la ley”, el sentido del humor aspirado (que no inspirado) de “Danko: calor rojo” y, por supuesto, la absurdamente disfrutable explosión de violencia de “Comando” (¿la peli con más muertos debidos a un solo personaje de todos los tiempos?).


Todo ello desarrollado con la colaboración de buena parte de la plana mayor de las grandes figuras del cine de acción de los últimos 30 años: el propio Sly (que además escribe y dirige, al más puro estilo Orson Welles o Woody Allen), el carismático Jason Statham (que se reserva, con su piba subida en la moto y después de partirle el jeto a un desagradable tipejo, la mejor línea de diálogo de la película), el ex-shaolin Jet Li (que a mí personalmente me da cien patadas, y no precisamente de las de kung-fu), el “Hombre del Renacimiento” Dolph Lundgren (gracias por el enlace, Marguis) o el resucitado Mickey Rourke (que a media película se marca un monólogo que, si lo llega a firmar Clint Eastwood, sería la comidilla de la crítica especializada de aquí a final de año), así como los imperdibles cameos de Bruce “yo limpié de terroristas el edificio Nakatomi” Willis y Arnold “pues yo me casé con una Kennedy” Schwarzenegger.


También cuenta la cinta con la presencia destacadísima del “hermanísimo” Eric Roberts, tan elegantemente cruel y malvado (y grimoso) como ya nos tiene acostumbrados, los “actores” (atención al entrecomillado) Terry Crews y Randy Couture (importados desde las disciplinas más intelectuales del mundo deportivo: el fútbol americano y las artes marciales mixtas) y ese bellezón que nos alegraba la vista en la whedonesca ciudad de Sunnydale (y posteriormente en las páginas centrales de la revista “Playboy”) y que responde al nombre de Charisma Carpenter, radiante a sus 40 tacos de edad (curiosamente, la Carpenter es probablemente la persona con menos toxina botulínica y retoques de cirugía plástica de todo el reparto). Faltan, es verdad, tres pesos pesados como Van Damme, Norris y Seagal, pero para eso se inventaron las secuelas, ¿no?



Sobre la trama de la cinta no hay mucho que decir: los “Expendables” son un grupo de mercenarios anabolizados, moteros, fumadores, bebedores, folladores, amantes del rock duro y tatuados (es decir: HOMBRES) a los que se les ofrece el trabajo de poner patas arriba una pequeña isla bananera dirigida por un malvadérrimo militar golpista (al que da vida David Zayas, el simpático Ángel Batista de la maravillosa teleserie “Dexter”). Ellos aceptan el encargo y, en consecuencia, muere mucha gente y las cosas tienden a explotar. Fin.


Hablando en plata: "Los mercenarios" es una mierda. Es, sin ir más lejos, tan rematadamente mala como todas las películas que exprime y homenajea; las mismas que hacían fila en las estanterías del videoclub de mi pueblo esperando que un servidor las devorase día tras día cuando tenía 9, 10 u 11 años, sin preguntarse si aquel plano estaba rodado con dolly o con cámara al hombro o si los actores habrían interiorizado sus personajes siguiendo el celebre método Stanlislavski. Lo único que contaba era lo mucho que molaba la frase que el bueno le escupía al malo malísimo en el momento de coserlo a balazos, romperle el espinazo o empalarlo con una afilada cañería. Eran tiempos más simples y felices, en los que las cosas no se pensaban dos veces (apenas una) y por ello se disfrutaban el doble, y en los que en una misma tarde uno podía jugar un partido de fútbol con la muchachada del barrio, verse un episodio de “Dragon Ball” merendando un bocata de salchichón, dibujar dinosaurios durante hora y media antes de ponerse el pijama y cenar pasándoselo teta con el VHS de “Libertad para morir” sin apenas despeinarse.


Así que, mierda o no, los 100 minutos de nostalgia encapsulada de “Los mercenarios” ya no me los quita nadie. Ni tampoco las enormes carcajadas al salir del cine y comentarla apasionadamente con J (mayúscula).

Eso es lo que yo llamo dinero bien invertido.


[Menos mal que no existen controles anti-doping a la salida de los cines. Si me hacen mear después de ver “Los mercenarios” seguro que doy positivo…]

Xacobeo 2010

Estaba marcado con rotulador rojo en mi calendario: el viernes 27 de agosto prometía ser uno de los días clave en este verano de Año Santo, pues el Festival Xacobeo 2010 congregaría en el Monte de Gozo a algunas de las más grandes figuras del panorama musical actual, así como a 25.000 seres humanos deseosos de cantar y bailar (y, vaya por dios, empaparse en alcohol como esponjas) al compás marcado por sus ídolos.

Servidor y su grupo de acompañantes llegamos cerca de las 18:00 horas al recinto del festival, sospechando que tal vez ya sería tarde para encontrar una buena ubicación en el foso. La sorpresa fue doblemente positiva: primero, porque todo estaba bastante tranquilo y uno podía plantarse con facilidad a apenas unos metros de distancia del escenario (bastante centrados y con buena visibilidad, para más inri) y, segundo, porque por allí rondaba mi incombustible sempai, la Porca Anónima, en compañía de su encantadora pareja. Todo un golpe de suerte encontrarnos inesperadamente en tan alegres circunstancias.





Ya desde el primer momento se podía percibir en el ambiente que prácticamente todos los asistentes al evento estaban allí congregados bajo el reclamo exclusivo de Muse, siendo para muchos el resto de artistas invitados (The Right Ons y nada menos que Jónsi, los Pet Shop Boys y el Dj Vitalic) más una agradable guarnición que un plato en sí mismo. Ello motivó, ya desde un buen principio, que el público estuviese especialmente antipático ante todo aquél que no se apellidase Bellamy, Howard o Wolstenholme. Los primeros en padecer tal circunstancia fueron The Right Ons, grupo autóctono que combina un sólido rock setentero con notables influencias funkies que los acercan al sonido rompe-caderas de James Brown. Durante la actuación, los integrantes de la banda pusieron toda la carne en el asador demandando coros, palmas y estribillos a un público indolente que recompensó su esfuerzo con la más absoluta indiferencia. Hubieran merecido más, sin duda, pero ése es el precio a pagar cuando se torea en una plaza difícil con un repertorio algo justito en el apartado estrictamente musical. Mucho más triste me parece el modo en que el público recibió al excelso grupo de músicos capitaneados por Jónsi, habitualmente vocalista y compositor de la maravillosa formación islandesa Sigur Rós. El suyo fue, no me cabe la menor duda, el mejor concierto del festival. Es una pena que la mayoría de los presentes no sólo no supiese quién demonios era aquel menudo geniecillo de voz inhumana, ataviado (tal y como acertadamente lo describió Tenembaum en su propia crónica del evento) como uno de los niños perdidos de “Peter Pan” recién llegado del País de Nunca Jamás, sino que además reaccionase de forma soez y censurable (dándole la espalda al escenario o, peor aún, soltando barbaridades a costa del cantante) ante el maravilloso espectáculo que, pobrecillos, eran incapaces de apreciar. Envuelto en una inesperada timidez, Jónsi abrió su recital con la inédita “Icicle sleeve”, manteniendo un ritmo pausado durante el primer tercio del setlist con temas tan profundamente líricos como “Kolnidur”, “Sinking friendships” o la bellísima “Tornado”, que consiguió que el primer atisbo de lagrimeo asomara en mis ojos. Acto seguido, un soberbio golpe de timón, ejecutado gracias a la contagiosamente rítmica “Go do”, logró que buena parte de los incrédulos asistentes comprendiese que Jónsi podía recolectar saltos y palmas igual de bien (o mejor) que cualquiera de los otros grupos que compartían cartel con él esa tarde-noche. “Animal arithmetic”, “Around us” y “Sticks and stones” mantuvieron el ambiente de “celebración de la vida” que acompaña siempre a los temas alegres del señor Birgisson, para dejar a continuación que la demoledora (sublime en el directo) “Grow till tall” pusiera punto y final a un concierto tan corto como absolutamente memorable. No exagero si afirmo que ninguna otra banda sonó el pasado viernes tan rematadamente bien como la que acompañaba a Jónsi sobre el escenario. Estuvieron todos impresionantes, aunque de tener que mencionar sólo a uno de sus integrantes me quedaría con el percusionista Thorvaldur Thór Thorvaldsson, que golpeaba sus instrumentos con una precisión y una vitalidad tales que era inevitable contagiarse de su genuino arrebato de felicidad (copiándole la sonrisa a un Javier Cámara coronado rey de los monstruos de Maurice Sendak). Terminado el concierto de Jónsi y mientras aguardábamos impacientes la subida al escenario de los miembros de Muse, sucedió el primero de los acontecimientos que enturbiaron ligeramente mis impresiones de este Xacobeo 2010. Mientras la presencia del público en el foso se iba multiplicando exponencialmente a cada segundo que pasaba, un modernete de mierda algo pasado empezó a ponerse tonto con la gente de mi grupo (especialmente conmigo y con mi cousin Mike) y a punto estuvimos de liarnos a guantazos con el susodicho y sus amigos. Quienes me conocen saben que soy un tipo pacífico y que no asumo la violencia salvo como último y desesperado recurso, pero lo cierto es que de un tiempo a esta parte cada vez que voy a un concierto acabo con ganas de estrangular a más de uno. No sé a qué viene la manía del personal de a) tajarse como piojos a las 9 de la noche después de haber pagado sus dinerillos por ver en las mejores condiciones a una de sus bandas favoritas (si, total, mañana no van a acordarse del concierto) y b) intentar colarse, caiga quien caiga, hasta las primeras filas del foso, sin manifestar ningún tipo de respeto hacia la gente que se llevan por delante en su carrera hacia el escenario. Advierto: si alguien llega más tarde que yo y se me planta delante, haré todo lo posible para que sepa que no es bien recibido. Si quería ver bien la actuación de Bellamy y cía, hubiese llegado antes, como hicimos mis acompañantes y yo.

Como no llegó la sangre al río, cuando Matthew, Dominic y Chris (y también Morgan Nicholls, pero al pobre no le dejaron asomar el careto en las pantallas ni una sola vez) se presentaron ante su legión de fieles seguidores, servidor no tardó demasiado en volver a poner el chip en modo “he venido a pasármelo bien”, aupado por el subidón resultante de un arranque que encadenó sin solución de continuidad los trallazos “New born”, “Map of the problematique” y “Uprising”, tres de los temas museros que mejor suenan en directo.


Debo reconocer que, siendo la tercera vez que veía al trío de Teignmouth en concierto, no hubo atisbo de sorpresa por mi parte ni en cuanto al setlist ni en cuanto a la ejecución del mismo. Como era de esperar, no faltaron en el repertorio “Supermassive black hole”, “Stockholme syndrome”, “Time is running out”, “Starlight” o “Plug in baby”, amén de los temas enseña del reciente quinto álbum de estudio: “Resistance”, “Undisclosed desires” y “United States of Eurasia” (no estuvo “Unnatural selection” por, supongo, cuestión de la reducción de tiempo que implica tocar en un festival y no en un concierto individual). Las composiciones de Bellamy (proclamado “el nuevo mesías” en la crónica que el diario “El País” dedicó al festival al día siguiente) sonaron con la misma fría perfección de siempre. Muse, no cabe duda, despliega un espectáculo audiovisual muy calculado y técnicamente prodigioso al que, no obstante, le falta la contribución de un frontman más carismático y que conecte mejor con el público. Un público que, de todos modos, la banda ya se tenía ganado de antemano. Si The Right Ons lo pusieron todo de su parte para tratar (infructuosamente) de contagiar emoción y buen rollo a los allí congregados, Muse no precisó más que de su contundente savoir faire musical para lograr las mayores ovaciones de la noche. Tras la inevitable (y siempre bien recibida) “Knights of Cydonia” que puso fin a la contribución musera al Xacobeo 2010, satisfecho pero no emocionado puse rumbo junto a J. (mayúscula) a los urinarios ubicados en uno de los laterales del recinto, pues llevaba ejercitando mi capacidad de continencia urinaria desde los primeros acordes del concierto de Jónsi. Como los baños estaban masificados, decidimos probar suerte en las zonas verdes del Monte do Gozo. Fue entonces cuando sucedió el segundo incidente desagradable de la jornada: J. (mayúscula) y yo nos aproximamos a la salida y le preguntamos a los agentes de seguridad si podíamos salir un momento y volver a entrar a continuación, a lo que nos respondieron que por su puerta sólo se podía salir y que, para volver a entrar, era preciso rodear el recinto y enfilar por la entrada superior. Convencidos de la verdad de sus palabras, salimos alegremente y le cambiamos el agua al canario para, tras dirigirnos a la entrada que nos habían señalado, descubrir que el orangután descerebrado que ejercía de cancerbero de la misma no estaba dispuesto a dejarnos pasar. Tras tratar de convencerlo (empleando la información que minutos antes nos habían dado los muchachos de seguridad de la otra puerta) y recibir una respuesta más propia de un portero de discoteca de mala muerte que de un agente del orden, hubimos de poner rumbo a la carpa de la organización para exponer los hechos y tratar de encontrar una solución al problema. Como no había allí nadie con autoridad para darnos una respuesta, el creciente cabreo nos condujo hasta los vehículos de la Policía Nacional, donde argumentamos (muy civilizadamente) que no sólo nos habíamos quedado fuera, sino que el guardián de la puerta nos había mandado prácticamente a la mierda sin identificarse ni proporcionarnos las señas de su superior directo (cosa que, siendo parte del staff de seguridad acreditado, es totalmente ilegal). Los agentes de la Nacional, haciéndose cargo de las circunstancias, nos invitaron a denunciar a la organización ante el Ayuntamiento por mediación de la Policía Local, por lo que nos pusimos de nuevo en marcha, a la manera de aquellos Astérix y Obélix sumergidos en el laberinto burocrático de “Las doces pruebas de Astérix”, y tratamos de localizar a alguien de la Local. Como la carpa de la organización (la misma que habíamos visitado antes) nos quedaba de paso, nos dejamos caer nuevamente para hacer constar nuestras intenciones y darles una última oportunidad de solucionar nuestro problema. Amenazar, que se dice. Fue entonces, supongo que ante la posibilidad de que la cosa acabase por la vía judicial (contribuyendo a perpetuar la mala imagen que el Monte do Gozo ya se había ganado como escenario musical tras el descalabro del concierto de Bruce Springsteen en 2009), que en cuestión de segundos se personó una mujer con un cargo de mayor responsabilidad y escuchó atentamente nuestro caso, acompañándonos a continuación hasta la primera puerta (la de salida) para interrogar a los empleados de seguridad sobre lo sucedido. Estos corroboraron que nos habían indicado que para volver a entrar había que ir hasta la otra puerta, y así logramos que por fin alguien no sólo nos diera la razón, sino que la responsable de marras nos permitiese volver a acceder al recinto apenas con tiempo suficiente para tomarnos un apresurado (y carísimo) perrito caliente con coca-cola para no desfallecer y plantarnos en un lateral para disfrutar del inminente concierto de los Pet Shop Boys. (Del Dj Caradeniño, que oficiaba entre Muse y los Pet Shop Boys, no puedo emitir opinión alguna, pues durante su actuación servidor estaba correteando fuera del recinto de un lado para otro. No obstante, las noticias que me han llegado al respecto hablan de un auténtico fracaso musical y de actitud sobre el escenario.) Recuperada de nuevo la normalidad, aunque ya lejos del buen sitio desde el que habíamos podido ver los tres primeros conciertos, el cansancio nos llevó a presenciar el recital de los chicos de la tienda de mascotas con un cierto distanciamiento que sólo se quebró al entonar los británicos sus himnos más memorables: “Go west”, “Always on my mind”, la esperada (al menos por mí, pues me conozco al dedillo el setlist de la última gira, recogida en el estupendo álbum “Live at the O2 Arena”) “Viva la vida” de Coldplay o la bailonga “It’s a sin”, mi absoluta favorita de su repertorio (y, curiosamente la única de las mencionadas que no es una versión de un tema ajeno). Fue una pena que nuestro estado de ánimo no fuese ya el mismo de antes, pues la puesta en escena de los Pet Shop Boys resultó de largo la más interesante del festival, gracias a una decoración compuesta por grandes cubos con los que los bailarines, ataviados cual extravagantes Teletubbies geométricos, reconfiguraban la disposición del escenario de acuerdo a las necesidades de cada canción. No llegamos ya, por causa del cansancio y la necesidad de madrugar de algunos al día siguiente, a presenciar la sesión del Dj Vitalic, que tan buena fama traía consigo. Una pena, tal vez, aunque lo cierto es que el horno ya no estaba para esos bollos. En conclusión puedo decir que, más allá de los puntuales contratiempos, el Xacobeo 2010 fue un festival musicalmente satisfactorio en el que The Right Ons se esforzaron lo indecible por estar a la altura de las circunstancias (que para un grupo modesto como ellos no me parece poco), Muse se llevó (quizás inmerecidamente) los mayores aplausos del público, los Pet Shop Boys demostraron las tablas adquiridas durante tres décadas en la profesión y Jónsi se ganó definitivamente un lugar destacado en mi personalísimo Hall of Fame musical.
No querría finalizar esta entrada sin agradecer la generosidad del fotógrafo Pixelín, quien amablemente me cedió unas cuantas fotos de cuantas sacó el día de marras (podéis ver muchas más en su web y su flickr). No sólo son unas instantáneas estupendas, sino que permiten hacerse una idea muy aproximada del ambiente festivo que se vivió aquella tarde. Son las mismas, por cierto, que ilustran también las crónicas que la fantástica web Tanaka Music ha dedicado al festival. Nuevamente: mil gracias, Pixelín.