sábado, octubre 31, 2009

...en pequeñas dosis...

"(...)
Glacies have melted to the sea
(Things have gotten closer to the sun)

I wish the tide would take me over
(And I've done things in small doses)

I've been down onto my knees
(So don't think that I'm pushing you away)

And you just keep on getting closer
(When you're the one that I've kept closest)

Go slow..."


[Creo que si hay un debut que voy a recordar en este 2009 es el de The XX (el disco se titula igual). Hay en sus canciones casi minimalistas un componente extrañamente adictivo, presumiblemente naïf y rematadamente melancólico que me tiene totalmente prendado. Es un álbum que a la primera escucha te deja totalmente indiferente y que con cada nueva revisión va ganándose un hueco mayor en tu córtex cerebral. Pese a que no me gustan las etiquetas, supongo que la mejor forma de describir lo que hacen The XX es "pop íntimo dialogado". Total, que la presentación en sociedad de estos criajos londinenses va camino de convertirse en uno de mis discos del año y "Crystalised" (cuyos versos abren la entrada) en una de las canciones a incluir en los no-sé-cuántos próximos discos que grabe a amigos, familiares y conquistas. "Temazo", como versa mi muletilla.]

La pérdida y el recuerdo

Mientras me ponía al día con mis lecturas pendientes (literarias, se entiende, que no sólo de viñetas vive el hombre), mi amigo Link llamó a mi puerta (bueno, creo que la escena se produjo en una acera de Gran Vía, pero para el caso es lo mismo) con un libro bajo el brazo. Para mí, quiero decir. Se titulaba "El mar" y lo firmaba John Banville, escritor al que desconocía totalmente, pero que al parecer goza de bastante prestigio en su Irlanda natal. De hecho, es frecuentemente comparado con Nabokov (que ya sé que no es irlandés, pero eso no viene al caso). Teniendo en cuenta que las recomendaciones literarias de Link son para mí palabra de Dios (te alabamos Señor), dejé a un lado lo que estaba leyendo (nada importante, seguro) y me tiré de cabeza al mar de Banville.

Como yo no he leído nunca a Nabokov (ignorante como soy), no puedo desmentir o confirmar el halago que antes comentaba, pero lo que sí estoy en condiciones de afirmar es que Banville escribe con una precisión y una riqueza léxica apabullante, consiguiendo constantemente que uno tenga la certeza de que tal o cual frase por él escrita no podría haberse expresado de una manera más conveniente/contundente/perfecta. Cada término empleado en "El mar", ya sea la más común de las palabras o la más rebuscada denominación, parece haber sido escrutado exhaustivamente, como si hubiese pasado el más estricto control de calidad literaria antes de quedar definitivamente ubicado entre los vocablos inmediatamente anterior y posterior. A poco que algo se cambiase en la obra (una coma, una palabra sustituida por un sinónimo frecuente), el conjuro de Banville dejaría de tener efecto.


Se deduce de ello que "El mar" es, ante todo, una obra formalmente remarcable. Tanto, que requiere de una lectura lenta y degustativa, sin preocuparse por avanzar en la trama (o en el número de páginas leídas), saboreando cada párrafo, cada pequeña y certera reflexión que su protagonista, Max Morden, deja caer desde su particular ejercicio de memorística. Porque "El mar", básicamente, habla sobre la pérdida y el recuerdo.

Max ha perdido a su mujer (no, no la ha perdido: el cáncer se la ha arrebatado) y, desconsolado, solo y desubicado en lo poco que le queda de vida (poco en cantidad, no en tiempo), decide acudir a uno de los lugares de su infancia (un pequeño pueblo costero donde conoció a su primer amor) y allí dejarse mecer por los recuerdos e intentar comprender. Comprender algo, lo que sea, entre tanta oscuridad.


"El mar" no es una novela pensada para quienes busquen un argumento vibrante o una obra de evasión. En absoluto. Lo que sí ofrece es un retrato crudo y descarnado de una persona y sus sentimientos (aunque a veces sean horrendos, aunque a veces sean hermosos), de lo que supone adentrarse en el nebuloso terreno de los recuerdos (tanto los reales como los reinventados) y del inmenso vacío que conlleva la pérdida del amor de una vida: un sentimiento egoísta, imposible de racionalizar, que convierte a un hombre en un fantasma de sí mismo, arrastrado por una marea contra la que no se puede luchar (o tal vez sí, pero no ganar) y cuyo destino son las profundidades abisales del alma.

O sea, que tampoco es un libro precisamente alegre. Pero, con lo bien escrito que está, no es que eso importe demasiado.

viernes, octubre 30, 2009

Morcillote

Será plagio, truño, videojuego u hostias en vinagre: lo que queráis. Pero lo cierto es que justo ahora he visto el primer trailer oficial de "Avatar" en el blog de Charlie y acabo de ponerme morcillote.


De verdad.

De la buena.

lunes, octubre 26, 2009

A vueltas con "Los Soprano"


Resulta que a cuento de la reseña de "Los Soprano" que escribí hace unas semanas, uno de los moderadores de la excelente web www.lossoprano.tv (posiblemente la mejor y más completa página en castellano sobre la serie de David Chase) se puso en contacto conmigo para ofrecerme la oportunidad de contribuir en su ciberespacio con un artículo relacionado con Tony Soprano y su gente. Hace un rato recibí un e-mail confirmándome que el artículo ya está convenientemente colgado. Puede leerse aquí.

El huevo cósmico de la madre loba

“(…)
Staggered along,
Intro the crowd,
Could not define,
She’s sitting down,
Beneath the crowd,
Drinking her wine.

And all along,
It’s another way out,
And all along,
It’s another way out,
They’re only lookng for the way out,
They’re only lookng for the way out.
(…)”


[Después de un debut sencillamente impresionante en el 2006, Wolfmother no las tenía todas consigo para repetir la gesta. Mucho se ha hablado del importante cambio en las filas de la banda (sólo permanece, de los componentes originales, el guitarrista y vocalista Andrew Stockdale), de una posible falta de inspiración (tras la publicación del tema “Back round”, primer adelanto del disco que hoy nos ocupa) y, como viene siendo habitual últimamente, del síndrome de “debut-que-te-cagas-y-para-de-contar” (¿alguien se acuerda ya de Block Party?). Total, que entre unas cosas y otras por fin ha llegado a mis manos (bueno, a mi disco duro) el nuevo trabajo de los australianos, titulado “Cosmic egg”. Aunque no es un disco tan redondo como el primer álbum del grupo (pero claro, aquel era uno de los 5 ó 10 mejores primeros discos de la década), lo cierto es que “Cosmic egg” no me ha decepcionado. Ninguna de las nuevas canciones llega al nivel de “Where eagles have been”, “Joker & the thief” o “Mind’s eye”, pero Stockdale y cía (la nueva cía, quiero decir) han entregado unos cuantos temas estupendos, encabezados por el single “New moon rising” o este “In the castle” (sorry, no video) cuyos versos abren la entrada. Para mí, la más rotunda confirmación de que Wolfmother no está en absoluto derrotado. Sigue en plena forma, haciendo lo que mejor sabe hacer: rock.]

[Perdón: ROCK.]

domingo, octubre 25, 2009

La comedia indie del año. Protagonizada por mí. O casi.

Esto es difícil de asimilar: alguien (al parecer dos tipos llamados Scott Neustadter y Michael H. Webber) ha cogido los tres últimos años de mi vida y los ha plasmado en un guión para el cine sin mi permiso. ¡Qué ultraje, qué ofensa, qué osadía…! Vale, de acuerdo, los fulanos en cuestión han introducido un par de cambios: la acción se desarrolla en EE.UU., el protagonista responde al nombre de Tom y en lugar de dibujante de comics frustrado es dibujante de edificios frustrado (es decir, arquitecto frustrado). Pero todo el resto de la peli parece extraído del diario íntimo que nunca empecé a escribir.

Ah, ¿aún no he dicho de qué película se trata?


Vale, empecemos por el principio: el viernes pasado se estrenó en España la cinta “500 días juntos” - terrible traducción de “(500) days of Summer” -, dirigida por el debutante Marc Webb y protagonizada por Joseph Gordon-Levitt (el talentoso joven intérprete de “Brick” y “Oscura inocencia”) y Zooey Deschanel (aquella dulce mirada azul que ya me encandiló en “El incidente”). La película narra, empleando de forma espléndida y nada confusa el recurso del flashback-flashforward, los 500 días que duró la relación-obsesión de Tom (Gordon-Levitt) con Summer (Deschanel), una suerte de ¿novia? ¿amiga con derecho a roce? que conoció un día cualquiera, cuando menos se lo esperaba.


No sé si os habéis fijado, pero siempre hay una comedia indie del año. Da igual que se titule “Little Miss Sunshine”, “Juno” o “(500) days of Summer” (me niego a usar el título en castellano, ya veis). El caso es que todas ellas comparten un sentido del humor cínico plagado de referencias a la cultura pop, una banda sonora calculadamente escogida para darle el gusto a los melómanos más modernillos y la autoconsciente pretensión de hacer reír, pensar y sentir al mismo tiempo. Debo añadir que, al menos en los tres casos citados, yo mismo he concluido mi opinión con ese rotundo y manido “es la comedia indie del año”.

Además, en el caso de “(500) days of Summer” reconozco que, mientras la veía, lo he pasado muy bien y también un poco mal. Y es que el maldito personaje protagonista, Tom Hansen, se parece tanto a mí que asusta. No físicamente, claro. Pero el período de su vida que el libreto de la cinta relata me resulta tan familiar y reciente y sus reacciones tan parecidas a las mías que, por momentos, he revivido algunos de mis mejores y peores instantes de los últimos años.


Es por eso que se me hace difícil valorar esta película de forma objetiva. Sí puedo decir que la película está bien dirigida, haciendo uso de recursos audiovisuales originales (la pantalla dividida cuando Tom acude a la fiesta en el ático, la nada sutil parodia al cine de Ingmar Bergman) y otros no tanto, pero igualmente efectivos (el glorioso número musical o, en conjunto, toda la escena en el IKEA); que está estupendamente editada (como decía antes, consigue ir adelante y atrás en el tiempo de forma continua pero sencilla, aportando un plus de distinción al desarrollo de la historia), o que las interpretaciones son, en el peor de los casos, correctas. Pero también podría añadir que los secundarios son ligeramente tópicos (los amigos de Tom, concretamente la niña superdotada, parecen “estereotipos de comedia indie del año” que ya no generan esa simpatía que podrían haber despertado hace 5 ó 10 años) o que la conclusión, pese a estar plena de sentido, parece destinada a restar un par de puntos de cinismo al conjunto.

Con todo, como decía, no puedo ser objetivo con esta “(500) days of Summer”, como no podría serlo al juzgar mi propia vida ni prácticamente cualquier historia (porque la vida, al fin y al cabo, no es más que otra historia) en la que la adorable (aunque también odiosa) protagonista femenina suelte perlas como “…me encantan los Smiths: to die by your side is such a heavenly way to die…


Esto es, en fin, lo que a veces hace que una película notable adquiera un significado sobresaliente para un espectador en concreto. Cuando existe esa conexión, ni todas las razones del mundo pueden lograr que una persona deje de amar, ya sea a una película o a una persona. Eso sólo lo consigue el tiempo, con el paso de las estaciones.

Ah, un último detalle memorable. La cinta se abre con estas palabras, que me hicieron esbozar la primera sonrisa de esa hora y media que no creo que pueda olvidar fácilmente:

“La obra que viene a continuación es una ficción. Cualquier parecido con personas vivas o muertas es una mera coincidencia.

Especialmente tú, Jenny Beckam.

Zorra.”


PD: Sigo esperando los royalties que me corresponden por haber usado mi vida como inspiración para el film. Lo único que me consuela es que, finalmente, haya sido una buena película. Es más: una película sincera.

Mayúscula

No es un recuerdo concreto, sino una constante. Desde que tengo uso de razón, he vivido esta escena decenas, quizás cientos de veces: alguien le pregunta a J (mayúscula) qué quiere ser de mayor, en qué desea trabajar, cuál es su sueño. Él siempre ha respondido, responde y responderá: “quiero ser bombero.”

Cuando J (mayúscula) era un crío, esta respuesta siempre parecía invitar a la risa. J (mayúscula) fue siempre el niño más pequeño de su clase. Según su pediatra, llevaba un retraso de crecimiento de dos años con respecto a la estatura y el peso que se correspondían con su edad. Desde luego, no lo suficiente para que uno se plantease un tratamiento hormonal, pero sí el inconveniente de saber que tardaría 24 meses más que sus compañeros de colegio en llegar al metro cincuenta.

Supongo que por eso nadie creyó nunca que J (mayúscula) llegaría a ser bombero. Era, desde luego, un niño ágil. Trepaba en el parque infantil como un pequeño chimpancé y ya desde muy pibe subía la cuerda lisa a pulso, rápido como un hombre araña. Pero era delgado como un tallarín y tenía ese aire de intelectual inocente más propio de un Peter Parker cualquiera que de un héroe del 11-S.

Los años pasaron y J (mayúscula) siguió respondiendo siempre lo mismo: bombero, bombero, bombero.

En el instituto, supongo que para evitar las risas del personal - porque J (mayúscula) seguía siendo el más bajito y delgado de su clase aún con 15 ó 16 años -, empezó a responder algo más “vulgar”: médico o farmacéutico o ingeniero o algo así. Porque era un estudiante brillante y la gente se sentía más cómoda visualizándolo con una bata blanca, sonriendo con su inocente intelectualidad de chapón y dejando que algún armario empotrado de dos por dos rescatase a las ancianitas de las llamas azules del gas butano en combustión. Pero, en su fuero interno, la voz de su cabeza repetía: bombero, bombero, bombero.

Con un expediente académico como el suyo fue a la universidad, claro. Su madre, boticaria, tenía una farmacia en propiedad, así que seguir sus pasos parecía un plan de futuro sólido y próspero. J (mayúscula) hizo la carrera de farmacia a curso por año, como debe ser, y todo el mundo le felicitó por ello. Y él también se felicitaba a sí mismo, pero no podía dejar de escuchar aquella voz interior que no se había callado nunca y que le decía: “¿farmacéutico? ¡Ja!”

J (mayúscula) ejerció de farmacéutico durante tres años. Fue un trabajador eficiente y responsable, atento en el trato con el cliente y con el colega profesional. Aprendió mucho, ganó algo de dinero y, por un nanosegundo, pensó que aquello era lo que la vida tenía pensado para él. Se había convertido, supongo, en lo que todos los demás, desde el día en que nació, creyeron que se convertiría.

Un día se miró al espejo (ceño fruncido, sus espesas cejas negras formando una suerte de V derrotada) y dijo: “no”. Y luego, por primera vez en voz alta desde hacía años: "bombero”.

Dejó el trabajo, se mudó de ciudad, se operó de miopía y suscitó no pocas dudas entre aquellos que lo rodeaban. Se matriculó en una academia para preparar el acceso a un cuerpo de bomberos (cualquier cuerpo de bomberos de cualquier lugar) y empezó a entrenar como nunca había soñado que lo haría. Cada día, durante un año, corrió, nadó, hizo pesas y estudió como un cabrón. No, no como un cabrón: como un hombre con una misión.

“Se ha vuelto loco”, pensaron unos cuantos. “Tenía el futuro asegurado y lo ha tirado por la borda”. Pero lo que había tirado por la borda eran 60 ó 70 años de futura insatisfacción.

“El día en que deje de buscar mi felicidad”, le he oído decir en ocasiones, “pégame un tiro, apuñálame o asfíxiame con una almohada, por favor.”

Hace ocho días, J (mayúscula) se enfrentó por primera vez al juicio de las miradas ajenas, de aquellos que lo acusaron de “idealista” (como si eso pudiera ser un insulto). Semanas antes se había presentado a la parte teórica de la oposición a bombero de aeropuerto, con sede en Santiago de Compostela. Siendo un examen teórico (de chapar, como se suele decir), nadie imaginó que pudiera suspender. J (mayúscula) fue siempre un estudiante modelo, ¿qué podía salir mal? Salió, de hecho, mejor que bien.

Las pruebas físicas, en cambio, parecían un reto demasiado exigente para aquel niño de doce años con un retraso de crecimiento y unas gafas más grandes que el telescopio Hubble. “Aquí caerá”, parecía decir el cielo despejado y frío de una mañana de octubre.

Pero no cayó.

Mientras tipos más altos, más anchos y más pesados que él iban quedando eliminados con el transcurrir de las distintas pruebas (a saber: press banca, dominadas, subir la cuerda, salto de longitud con los pies juntos, 2.800 metros de carrera, 100 metros lisos y 50 en piscina), J (mayúscula) las fue pasando una a una de forma sobresaliente (consiguió la máxima puntuación posible en dominadas y natación, hizo el segundo mejor tiempo trepando por la cuerda y logró el tercer mejor salto de longitud de entre todos los competidores). Con su 1’73 de estatura y sus 74 kilos de peso y su voluntad. Sólo con eso.

Hace unos días conoció el resultado global de su oposición (a falta de sumar méritos laborales): 91’9 puntos sobre 100.

Al saber la nota, su hermano j (minúscula), quien también tiene sus propios sueños de futuro aparentemente locos (pero ésa es otra historia y deberá ser contada en otro momento), le preguntó: “¿te importa si te dedico una entrada en mi blog?”

Y J (mayúscula) le respondió: “prefiero que no me la dediques a mí. Dedícasela mejor a ellos.”

“A los que no creyeron.”

Feliz y Sudaka

Anoche, el grupo Che Sudaka estuvo de concierto en la Sala Caracol de Madrid. Yo no había escuchado nada de ellos hasta la fecha, así que fui por recomendación (y en compañía) de mi compadre Link. No importó que no me supiera ninguna letra o que, en el fondo, Che Sudaka no suene mejor ni peor que otros tantos grupos de reggae-ska-punk con mensajes políticamente demagógicos que han seguido la estela de Manu Chao y su inolvidable Mano Negra (tanto es así que fue el franco-gallego quien produjo el primer álbum de estos barceloneses del mundo entero).


Lo fundamental es que el directo de Che Sudaka es una bomba, un tiro, una descarga de energía eléctrica, endorfinas y buen rollo que nos tuvo saltando, gritando, bailando, riendo y gozando durante una hora y media de música ininterrumpida (ni siquiera hicieron pausa entre canción y canción, sino que las tocaron todas empalmadas, sin dejar un segundo de margen al silencio). Salí extasiado, feliz y con la camiseta bien sudaka, como esas botas de la muñeca Barbie que cambiaban de color al mojarse.


Qué vida más buena, che.

viernes, octubre 23, 2009

Abecedario personal: Y de Yoshikawa, Eiji

El nombre de Eiji Yoshikawa no es excesivamente conocido en Occidente.

Por razones históricas, culturales y sociales, la literatura proveniente de Asia ha sido ignorada por Europa y América de forma sistemática durante mucho tiempo. Y no me refiero a los autores actuales (con el best-seller Murakami a la cabeza), que parecen estar gozando de una aceptación considerable, sino a los clásicos de la literatura china, hindú o japonesa.

Cuesta imaginar, por ejemplo, que una persona de nivel cultural medio (ya no digamos alto) que viva en Francia, Inglaterra o Argentina no sepa quién es Don Quijote de la Mancha o qué monstruosa criatura perseguía el capitán Ahab a bordo del Pequod. Sin embargo, personajes como el Rey Mono o Miyamoto Musashi, auténticos referentes para otras culturas, nos resultan totalmente alienígenas.


Fue precisamente con Miyamoto Musashi que un servidor se adentró en la literatura japonesa, de la mano del escritor Eiji Yoshikawa.

Yoshikawa nació cerca de Tokio, en la prefectura de Kanagawa, en 1892. Fue periodista, escritor de cuentos y novelista, y gozó de gran popularidad y prestigio en su país natal hasta el momento de su muerte en 1962.


“Musashi” es una novela originalmente publicada por entregas entre 1935 y 1939 y narra las andanzas del más famoso de los samuráis que vivieron en el Japón feudal. La historia comienza tras la batalla de Sekigahara, en noviembre de 1600, y sigue a dos jóvenes supervivientes, Takezo y Matahachi (dos amigos que crecieron juntos en la aldea de Miyamoto) a lo largo de cientos de páginas (la edición española que yo leí dividía la obra en 5 volúmenes de más de trescientas páginas cada uno), en un continuo peregrinaje en el que sus caminos se verán distanciados en base a sus propias decisiones (guiadas por altos ideales en el caso de Takezo y por el egoísmo y la autopreservación en el de Matahachi). Con los años y el aprendizaje, Takezo acabará convirtiéndose en el espadachín más formidable del país (bajo el nombre de Miyamoto Musashi, que le fue dado por Ikeda Terumasa, señor del castillo de Himeji, y por el alegre monje Takuan), mientras que la mala vida hará de Matahachi una sombra del hombre que podría haber sido y, por pura mezquindad, jamás llegó a ser.


Además, gran parte de la trama se asienta en la rivalidad de Musashi con el también temible espadachín Sasaki Kojiro, otro de los protagonistas destacados de la historia y con el que llevará a cabo el célebre (hasta en “Dr. Slump” se hizo una parodia al respecto) y climático duelo en la isla Ganryu que pone fin a la novela.

“Musashi” es un libro de lectura compulsiva, que engancha desde el primer capítulo y se devora con una facilidad pasmosa. Recuerdo que cuando lo leí (de prestado, pues llevaba años descatalogado en nuestro país) estuve tan inmerso en sus entresijos durante tanto tiempo que al terminar el último capítulo sufrí una pequeña depresión y tardé varias semanas en empezar a leer otro libro. Tras devolvérselo al amigo que me lo había dejado, lo busqué incansablemente por librerías de segunda mano y mercadillos con escasa fortuna, y no fue hasta que la emergente editorial Quaterni lo reeditó a principios de 2009 que pude hacerme con él (con gran alegría, debo añadir, pese a que la nueva edición en tres tomos no sea precisamente lujosa).


La importancia de Miyamoto Musashi tanto como personaje histórico como literario es indudable, y su figura ha sido llevada al cine en varias ocasiones, siendo la más célebre la adaptación de la novela de Yoshikawa que el director Hiroshi Inagaki realizó en la trilogía “Samurai”, protagonizada por la estrella nipona Toshiro Mifune y cuya primera parte obtuvo el Oscar a la mejor película de habla no inglesa en 1955. Hace apenas unos meses, Mamoru Oshii (director de las dos partes de “Ghost in the shell”) escribió y produjo una versión animada de la historia. El film, en el que colabora el estudio Production IG (responsable del capítulo animado de “Kill Bill Vol. 1” y del excelente anime serializado “Samurai Champloo”) se titula “Musashi: the dream of the last samurai”. Esperemos que pueda verse por estos lares cuanto antes.


También el comic se ha inspirado en la vida de Miyamoto Musashi. Pese a que estoy convencido de que habrá más títulos, servidor sólo se atreve a citar tres tebeos basados en su figura: “Musashi”, un tomazo autoconclusivo obra de Shotaro Ishinomori (y que aún no he tenido la suerte de leer); “Vagabond”, interminable serie a cargo de Takehiko Inoue y tan atractiva visualmente como decepcionante desde el punto de vista narrativo/argumental; y “Usagi Yojimbo”, adaptación libérrima (pero a todas luces espléndida) de las andanzas de un Musashi (aquí Usagi) reconvertido en conejo antropomórfico en un mundo poblado por animales parlantes.


Retomando la versión literaria: en lo que a mí respecta, la novela de Eiji Yoshikawa no sólo ha sido una de las lecturas más fascinantes que he tenido la suerte de disfrutar, sino que me ha permitido conocer a uno de mis personajes literarios (e históricos, por noveladas que estén sus hazañas) favoritos, todo un referente moral cuyas enseñanzas (recogidas en su “Libro de los cinco anillos”) el hombre moderno no debería relegar al olvido.

9 canciones (y 1 milagro) que siempre consiguen ponerme un nudo en la garganta

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jueves, octubre 22, 2009

¡Me cago en la puta!

Realmente la puta no tiene culpa de nada, pero me acabo de enterar por La Cárcel de Papel que el jueves 5 de noviembre viene Moebius (sí, Moebius, mi dibujante de comics favorito del mundo mundial; autor de “Blueberry”, “Arzach”, “El Garaje Hermético”, “El Incal” o “Estela Plateada: Parábola”) a presentar su obra “Inside Moebius” a las 19:00 horas en la Fnac de Callao … es decir, a tres minutos caminando desde mi nuevo hogar madrileño.


"¿Cuál es el problema?”, pensaréis. “¿Por qué no te alegras, Jero?”

El problema es que ese mismo día, a las 20:30 horas, es la apertura de puertas para el concierto de Skunk Anansie en La Riviera (que no queda cerca de mi casa, por cierto).


Total, que como no soy Dios y no tengo el don de la ubicuidad (no sabes cómo te envidio, Dios) , que hace meses que tengo comprada la entrada para el concierto de Skin y Cía. y que mi buen amigo Xeo viene desde Galicia sólo para verlos, parece que la decisión ya está tomada de antemano…

¿No podían estos de la Fnac traer a Moebius el día 3, o el día 6, o el 5 a las 17:00 horas? ¡Nooooo…!

¡Si es que me cago en la puta!


EDITADO 5 MINUTOS DESPUÉS DE ESCRIBIR ESTA ENTRADA:

Acabo de darme cuenta de que debo ser una persona infinitamente afortunada y satisfecha con su vida cuando éste es el problema más gordo que me he encontrado esta semana, jajajajaja...

miércoles, octubre 21, 2009

Luz y atardecer

“I swear to God, I heard the Earth inhale,
Moments before it spat its rain down on me.
I swear to God, in this light and on this evening,
London's become the most beautiful thing I've seen.
(…)”


[Con estos versos comienza el nuevo disco de Editors, “In this light and on this evening” (el primer corte, de los nueve que contiene el álbum, se titula igual). Como ya había vaticinado el interesante single de adelanto “Papillon”, el nuevo trabajo de la banda liderada por Tom Smith se adentra en el terreno de la electrónica sin olvidarse de la notable influencia de Joy Division que ya impregnaba su discografía anterior. También es apreciable la búsqueda de un sonido que recuerda a bandas sonoras de los 80 como “Blade Runner” o Terminator” (la canción “Bricks and mortar” casi parece una versión del famoso tema compuesto por Brad Fiedel). Sin ser un mal disco, lo cierto es que algunas canciones acaban haciéndose algo largas y repetitivas, no alcanzando ni de lejos el nivel de “An end has a start”, su álbum inmediatamente anterior. Una moderada decepción, por consiguiente.]

Mis dibujantes favoritos 9: Steve Rude


Steve “the Dude” Rude es uno de los dibujantes norteamericanos con el trazo más limpio y sólido que conozco. Su estilo está directamente influenciado por dos grandes autores clásicos: Jack Kirby y Alex Toth.



Aunque ha dibujado las aventuras de multitud de personajes (Superman, Batman, X-Men y Mr. Milagro, entre otros), posiblemente la obra más conocida de Rude sea “Nexus”, serie co-creada junto al guionista Mike Baron y un exquisito ejemplo de space opera con tintes super-heroicos.



Steve Rude no destaca sólo por su maravilloso dibujo, sino que también es un maestro en el arte de componer la página, consiguiendo que algunas de sus planchas sean un auténtico goce para la vista.




lunes, octubre 19, 2009

Primer resbalón

Supongo que era inevitable.


Después de cuatro películas a cada cual mejor (“Tesis”, “Abre los ojos”, “Los otros” y “Mar adentro”), ya iba siendo hora de que Alejandro Amenábar tuviera su primer resbalón. Que nadie se equivoque: no me alegro en absoluto. Servidor tenía unas expectativas realmente altas respecto a “Ágora”, la nueva película del director hispano-chileno, pero lo cierto es que hoy he abandonado la sala de proyección con una sensación de vacío y tristeza que tan sólo un par de horas antes me hubiera resultado imposible de imaginar.



“Ágora” nos traslada a la Alejandría del siglo IV d.C., donde una mujer muy respetada, Hipatia (encarnada por la siempre talentosa Rachel Weisz), ejerce como profesora de filosofía y astronomía. Su búsqueda de la verdad sobre el movimiento de los cuerpos celestes y sus ilusiones sobre una convivencia pacífica entre hombres y mujeres de distintos credos chocarán frontalmente con el fundamentalismo de unos cristianos que, superada la prohibición que hasta entonces habían sufrido en los territorios del Imperio, se muestran ahora como una inclemente potencia política en fulgurante expansión.



Amenábar y su habitual co-guionista Mateo Gil pretenden compaginar en el libreto de “Ágora” una contundente reflexión sobre la intolerancia, un alegato feminista y un pedagógico estudio de astronomía. Pretensiones más que encomiables, pero que no llegan a cristalizar en una gran película por culpa, precisamente, de un guión predecible y, digámoslo sin tapujos, soso como él solo. La parte (llamémosle) intelectual de la película peca de simple (cómo me hubiera gustado un buen debate astronómico en la escuela de Hipatia) mientras que el lado emocional del film se queda cojo precisamente porque todo lo que ocurre ya se intuye desde el comienzo mismo de la cinta. Personajes tan interesantes en un primer momento como Davo u Orestes no consiguen escapar de un destino fácilmente adivinable por el espectador, mientras que el drama de la protagonista principal no deja de ser, con decepcionante exactitud, todo lo que un servidor ya presuponía con sólo ver el trailer del film.



Que la ciudad de Alejandría luzca en todo su esplendor merced a unos efectos especiales y unos sets de rodaje cuidados al milímetro o que Amenábar deslumbre nuevamente con una caligrafía visual portentosa (pese a cierta repetición en el uso de determinados recursos, demostrando menos imaginación que en películas anteriores) no son razones suficientes para convertir esta “Ágora” en el peliculón que unos cuantos (no diré todos, porque ya se sabe lo mala que es la envidia en este país) deseábamos que fuera.

Se queda, tristemente, en una cinta interesante, que se deja ver y no llega a aburrir, pero a la que le faltan chispa, alma y corazón.

sábado, octubre 17, 2009

"Algo está ocurriendo"

“Maybe the way
That today looks the same
Happy and grey
I can taste yesterday
My mind goes
And goes where it goes

Waiting around
Got my fear out of sight
What piece of mind
In this bittersweet fight
Can be known
What can be known

But something is happening
Can't say that I'm knowing
But something is happening here
Something is happening
Don't know where it's going
For now I'll be down over here
(…)”

[Me entero por mi buen amigo Home de Xeo de la existencia de Hyperstory, prometedor grupo con reminiscencias de los Gorillaz de Damon Albarn que aún no ha editado su primer álbum (saldrá el 10 de noviembre) pero que ya tiene dos adelantos sumamente prometedores: uno es este “A happening”; el otro, un tema instrumental llamado “Ascension”. Ambos pueden escucharse en su web oficial. Desde luego, habrá que seguirles la pista.]

Poesía y sinestesia

La poesía no es un atributo exclusivo de las palabras. Todos conocemos fotografías, cuadros o escenas de una película plenas de sentimiento poético. También hay tebeos cargados de lirismo, ya sea por el tema que abordan o por la forma en que lo tratan.

“La línea de fuga”, del guionista (aunque habitualmente dibujante) Christophe Dabitch (nacido y residente en mi añorada Bordeaux) y el dibujante Benjamín Flao, es un hermoso homenaje a la figura del poeta Arthur Rimbaud desde el punto de vista de un grupo de sus incondicionales, los decadentistas parisinos del finales del siglo XIX.


El protagonista de la historia es Adrien, aspirante a poeta que, contra su voluntad y por la insistencia del editor de la revista “El decadente”, se convierte en plagiador de su admirado Rimbaud con el fin de publicar una suerte de falsos versos apócrifos que generarán controversia en el ambiente literario de la capital francesa.

Presionado por la opinión pública, el jefe de la revista enviará a Adrien en la búsqueda del auténtico Rimbaud, desaparecido tiempo atrás, con el fin de convencerle para que retome su labor literaria (y de que lo haga, por supuesto, para las páginas de “El decadente”). El viaje en el que se embarcará Adrien supondrá una oportunidad de conocerse a sí mismo, afrontar sus inseguridades y replantearse sus aspiraciones vitales.



“La línea de fuga” no es sólo un estupendo vehículo para adentrarse en la figura de Rimbaud (para mí, auténtico desconocedor de su obra, lo ha sido), sino un tebeo con entidad propia que, más allá de recurrir a la poesía escrita para alimentar el espíritu del lector, tiene en el arte de Flao una de sus más destacadas virtudes. El francés pone su trazo ágil y naturalista y el magnífico color de sus acuarelas al servicio del guión, realzando la belleza de sus parajes y retratando con frescura y encanto los ambientes, personajes y situaciones que Adrien se irá encontrando en su periplo. Narrativamente, además, conseguirá plasmar con gran acierto no sólo las escenas cotidianas, sino también los momentos oníricos donde la imagen adquiere mayor relevancia aún sobre la palabra.

Se trata, en resumidas cuentas, de un tebeo totalmente recomendable que, además, Norma Editorial edita con mimo (aunque el tamaño sea inferior al del álbum europeo estándar).



Sin embargo, la lectura de “La línea de fuga” ha quedado ligeramente eclipsada por el descubrimiento, en las mismas fechas, de otra obra que me ha enamorado arrebatadamente desde el instante en que un servidor posó sus ojos sobre su primera página. Se trata de “El gusto del cloro”, del jovencísimo autor galo Bastien Vivès (nacido, leo sorprendido y verde de envidia, en 1984).


La historia nos presenta a un chaval que, obligado por su fisioterapeuta, comienza a acudir regularmente a la piscina para combatir la escoliosis que sufre su espalda. Aunque en principio esta sesión semanal de natación le resultará un engorro, con el tiempo irá convirtiéndose no sólo en una afición placentera, sino en una excusa perfecta para encontrarse con la misteriosa nadadora que ha capturado toda su atención.



Aunque “El gusto del cloro” tiene más páginas que palabras, su ritmo milimetrado y su capacidad sinestésica le transportan a uno a ese escenario y esa relación entre nadadores sin nombre que se escribe con gestos, miradas y patadas de croll. Mientras lee, uno realmente cree estar sintiendo el tacto del agua alrededor de su cuerpo, el olor a piscina en sus narinas y el gusto del cloro en su boca. El dibujo de Vivès, aparentemente sencillo y de gran fluidez, contiene una energía y una capacidad evocadora sorprendentes. Su selección de planos, su sorprendente uso del color (con fines narrativos) y su acertadísima descompresión de la acción (a veces cercana al story-board) revelan a un fabuloso contador de historias, capaz de imprimir a la narración con imágenes todos los matices que el argumento no puede verbalizar.



De todo ello se deduce que “El gusto del cloro” (publicado en nuestro país por Diábolo Ediciones) es no sólo una de las grandes sorpresas viñeteras de los últimos meses, sino también un auténtico ejemplo de poesía en imágenes. Y es que, al igual que ocurría en la celebrada película de Sofia Coppola “Lost in translation” y parafraseando una letra de mis admirados Vetusta Morla, “las palabras que no existen nos pueden salvar”.

En definitiva: un gusto para (todos) los sentidos.

Más sangre. Más sexo. Menos HBO.


La primera temporada de “True blood” tenía la virtud de saber contentar tanto a los espectadores más proclives al género fantástico como a los seguidores del trabajo de su creador, Alan Ball, en la maravillosa “Six feet under”. Así, suponía una equilibrada combinación de culebrón, relato de terror y estudio sociológico de los prejuicios y temores de la Norteamérica profunda.

Desgraciadamente, la segunda temporada (concluida hace unas semanas en EE.UU.) se aleja de la parte “más HBO” de la premisa para cargar las tintas en el gore y la sexualidad explícitos y, sobre todo, en la parte “culebronesca” de la trama, perdiéndose cualquier posibilidad de trascender el subgénero vampírico para quedarse en un simple entretenimiento que a nivel argumental no ofrece más que, por ejemplo, un episodio cualquiera de “Buffy Cazavampiros”.



No todo va a ser malo, por supuesto: “True blood” sigue conservando unos cuantos personajes interesantes (entre los nuevos, destaca especialmente Jessica, la vampiresa inexperta), buen tino en los diálogos y unas cuantas situaciones divertidas. Técnicamente conserva maneras de producto de altos vuelos y los actores, en líneas generales, cumplen sobradamente con su cometido.



Pero, al concluir el visionado de los 12 episodios que conforman esta segunda temporada, se le queda a uno instalada en el cuerpo la sensación de que “True blood” ya no sirve más que para pasar un rato entretenido y luego olvidarse de lo que se acaba de ver...



...por mucho que Eric Northman continúe paseándose por las tramas con su sonrisa de cabrón y sus ganas de tocar los cojones a cualquiera. A ver si pronto le hacen un spin-off y nos olvidamos de Sookie y de Bill y de su amor de 3º de la ESO...

sábado, octubre 10, 2009

¡Horchata!

“(…)
In december, drinking horchata
I’d look psychotic in a balaclava
Winter’s cold is 2 much 2 handle
Pincher crabs that pinch at your sandals
(…)”


[No soy una persona dada a las adicciones. No fumo, no bebo, no me drogo… Sin embargo, la gente que me conoce sabe que tengo un auténtico problema con la horchata. Cuando llega el verano y el cuerpo empieza a demandarme su ración de chufa, pruebo la primera gota de horchata (preferiblemente de marca “Chufi”) y ya no consigo desengancharme durante meses (aunque no suelo llegar a diciembre). Es algo serio: puedo tomarme tres botellas al día. Por eso este nuevo tema de Vampire Weekend, llamado precisamente “Horchata”, llegó a mi vida como una especie de himno. Aunque su segundo álbum aún no ha visto la luz (lo hará en enero de 2010), a la vista de este adelanto (que recuerda un poco a Animal Collective) parece que los neoyorquinos mantendrán el listón tan alto como en su anterior disco, aquel excelente debut titulado simplemente “Vampire weekend”.]

Una (maravillosa) historia de pasiones

Aunque no he visto “El niño que gritó puta” (1991) ni “…Y llegó el amor” (1997), creo que no es descabellado afirmar que sí conozco las películas que han conformado la imagen actual que se tiene del realizador hispano-argentino Juan José Campanella: “El mismo amor, la misma lluvia” (1999), “El hijo de la novia” (2001) y “Luna de Avellaneda” (2004). Las tres son comedias dramáticas protagonizadas por un tipo desencantado y cínico (en todas interpretado por Ricardo Darín) que se encuentra de pronto en un punto de no retorno donde debe decidir si renovar su ilusión perdida e intentar superar sus errores pasados o hundirse definitivamente en la mediocre vida que hasta entonces ha llevado. De las tres, sin duda la que más me impresionó en su momento fue “El hijo de la novia”, que además se convirtió en un éxito de crítica y público tanto en su Argentina de procedencia como a este lado del charco. La posterior “Luna de Avellaneda”, sin embargo, resultó una decepción considerable (pese a lo divertido de muchas de sus escenas y diálogos), al mostrar al realizador encasillado en un género, unas situaciones y unos arquetipos de los que no parecía ser capaz de huir.

Desde aquel 2004, Campanella se volcó en su faceta televisiva dirigiendo episodios de “House M.D.”, “Vientos de agua” o “Ley y Orden”, teniendo que pasar un lustro para poder volver a disfrutar de su inventiva en la gran pantalla.


El regreso de Campanella a las primeras páginas de actualidad se produce con “El secreto de sus ojos”, en la que de nuevo cuenta con su inseparable Ricardo Darín para el rol protagonista y como parte de la pareja dramática que completa Soledad Villamil, también reincidente con el realizador tras su excelente interpretación en “El mismo amor, la misma lluvia”.

Hay más señas de identidad del cine del bonaerense en ésta, su última película hasta la fecha: de nuevo nos encontramos con un inseparable amigo del protagonista que es al tiempo un tipo autodestructivo (alcohólico en esta ocasión) y un camarada noble y de verbo ágil (algunas de sus líneas de diálogo son realmente descacharrantes). Para la ocasión, Campanella ha prescindido del habitual Eduardo Blanco (presente junto a Darín en las tres mentadas películas) en favor de un sorprendente Guillermo Francella. De nuevo, también, tenemos un humor despierto, basado en la réplica ingeniosa y el carácter marcadamente porteño de los protagonistas y de su entorno. Y de nuevo, en tercera instancia, una historia pausadamente romántica, a punto de caer en la sensiblería pero evitándola con mayor acierto que en las anteriores incursiones del director y guionista en el terreno emocional.


Por otro lado, hay dos importantes novedades en “El secreto de sus ojos” respecto a la obra previa de Campanella que harán que esta cinta se convierta en su mayor triunfo (al menos cualitativamente) hasta el momento:

La primera es el cambio de registro. “El secreto de sus ojos” es un thriller modélico, convencional en su planteamiento de “crimen-búsqueda del criminal-resolución”, capaz de dejar la sangre helada al espectador con algunas de sus desgarradoras imágenes. El argumento presenta a Benjamín Espósito (Darín), un oficial de los juzgados de Buenos Aires que, una vez jubilado, decide escribir una novela autobiográfica sobre un caso sin resolver que lleva atormentándolo durante los últimos veinticinco años: la violación y asesinato de una joven maestra de escuela que acababa de casarse con un empleado de banca. Será esta labor literaria la que le permitirá no sólo repasar errores pretéritos de su vida privada (como su incurable amor por la magistrada Irene Menéndez Hastings, a la que aporta físico y carácter la mentada Soledad Villamil), sino también recuperar la iniciativa que le lleve a atar todos los cabos que quedaron sueltos en el caso por culpa del turbio ambiente político de la Argentina de la década de los 70.


Ésa es la otra gran novedad respecto a la filmografía precedente del realizador: la contextualización histórico-política. En un momento en que el debate sobre la memoria histórica parece haber perdido (levemente) su apogeo en los medios de comunicación y en los escenarios de debate político (en virtud de la consabida crisis o, vete tú a saber, la moda que se lleva en Moncloa), Campanella propone, de forma nada gratuita y en perfecta armonía con el resto del argumento, un retrato realista de las tropelías que se cometieron con total impunidad por parte de los ejecutores al servicio de la dictadura de Videla. Sin ser éste el principal motor de la trama, la perspectiva histórica enriquece enormemente el conjunto y aporta inesperados matices a una historia que, en el fondo, reside en el corazón de sus personajes y en sus más desaforadas pasiones. Eso es lo que, en última instancia, nos presenta “El secreto de sus ojos”: una historia sobre las grandes pasiones humanas y la inevitabilidad que las acompaña.


En el apartado formal, el sexto largometraje de Campanella se revela como una gran pieza de cine de aromas clásicos, capaz de narrar tanto con la palabra como con su ausencia (a tenor del título se hace ineludible comentar la importancia de la mirada y del silencio como vehículos de expresión de los personajes), que sabe sacar el máximo partido a todos los recursos técnicos a su alcance (el plano secuencia del estadio, por mucho que pueda haber sido trampeado por medios digitales, permanecerá como uno de los grandes hitos narrativos del presente curso cinematográfico) y, sobre todo, que se vale de un elenco actoral en perpetuo estado de gracia, encabezado por un Ricardo Darín superlativo para el que cualquier elogio parece quedarse corto. Para quien esto suscribe, se trata de uno de los 10 ó 12 mejores actores del mundo hoy por hoy.


De todo esto obtenemos no sólo la mejor película de Juan José Campanella hasta la fecha, sino también una de las más contundentes muestras de cine (sin restricciones de idioma o procedencia) en lo que llevamos de 2009. Un año, por cierto, que está resultando bastante satisfactorio en materia de celuloide.