domingo, octubre 20, 2013

La balada de Walter White

(Esta entrada no contiene spoilers sobre las tramas principales de “Breaking Bad”. La intención no es debatir si tal o cual cosa fue divertida o inquietante, o si debería haber terminado así o asá, sino convencer a quien todavía no haya empezado esta serie de que debería darle una oportunidad, y recordarle a quien ya la haya visto por qué no la va a olvidar jamás. Así que nada de spoilers en los comentarios sin avisarlo con antelación, querido lector.)


La televisión crea iconos culturales: Eme A, MacGyver, Laura Palmer, Mulder y Scully, Homer Simpson, Tony Soprano… A veces no depende tanto de la calidad de un programa como de su capacidad para infiltrarse en la cultura de masas. De ahí que Sheldon Cooper sea más reconocible para el gran público que, por ejemplo, el perro Wilfred; o que el sargento Brody haya calado más entre la gente que el terapeuta Paul Weston. Pero está claro que la calidad importa en el medio catódico, y cada día más. Constantemente aparecen series nuevas con planteamientos cada vez más arriesgados; propuestas impensables hace quince años (en la era pre-Sopranos) que ahora son admitidas y celebradas por un público ávido de riesgos creativos… al menos hasta cierto punto. Cada vez, también, resulta más difícil destacar entre las numerosas producciones que se emiten diariamente en televisores (y ordenadores) de medio mundo: “Twin Peaks”, “Doctor en Alaska” o “Los Soprano” eran series únicas en el momento en que vieron la luz. No existía nada remotamente parecido y, por esa misma razón, no les costó tanto destacar entre la parrilla televisiva como sí les costaría ahora. No es una crítica: fueron pioneras y abrieron camino a todo lo que vino después, así que bien ganado tienen su estatus de clásicos. Pero está  claro que algo (o todo) ha cambiado en el mundo televisivo cuando producciones del calibre de “Boardwalk Empire” o “Treme” todavía son grandes desconocidas para un público muy numeroso. Y es que hay tantas series, y algunas tan rematadamente buenas, que estar al día de todo lo interesante que se emite en la caja ya-no-tan-tonta es un esfuerzo cada vez más comparable al de seguir al dedillo la actualidad cinematográfica o musical. Un imposible, vaya.


Entonces, ¿cómo ha conseguido “Breaking Bad” convertirse en “la serie que hay que ver”? La respuesta (muy subjetiva, eso sí) es sencilla: el programa creado, escrito y producido por Vince Gilligan para la cadena AMC (la misma que emite también “Mad Men” y “The Walking Dead”) tiene todo lo que una serie debe tener para hacer historia. Empezando, por supuesto, por un planteamiento argumental atractivo. Dice así:


Walter White podría haber sido el próximo premio Nobel de química, pero las decisiones que la vida tomó por él acabaron convirtiéndolo en profesor de secundaria en un instituto público de Albuquerque, Nuevo México. Allí, Walter vive con su esposa Skyler y su hijo adolescente (y discapacitado) Walter Jr. en una situación de rutinaria comodidad y precaria economía, alternando su trabajo en la enseñanza con un empleo en un tren de lavado de coches. En el día de su 50 cumpleaños, poco después de saber que su mujer está nuevamente embarazada, los médicos diagnostican a Walter un cáncer de pulmón que acabará con su vida en apenas unos meses. Aterrado por la posibilidad de morir dejando a su familia en la peor situación económica posible (una esposa desempleada, un hijo con el sistema nervioso dañado y un recién nacido necesitado de cuidados), Walter discurrirá, por inspiración indirecta de su cuñado Hank, un dicharachero agente de la DEA, un plan para reunir una cantidad de dinero suficiente para solucionar los problemas de su familia cuando él ya no esté a su lado: “cocinar” y vender metanfetamina. Para adentrarse en el desconocido mundo del narcotráfico, Walter recurrirá al más inesperado de los socios: su ex-alumno Jesse Pinkman, camello de poca monta aficionado a consumir su propio material.


Tampoco es que la primera temporada de “Breaking Bad” inventase la pólvora: su premisa no estaba a priori tan lejos de “Weeds”, aquella comedia en la que un ama de casa viuda vendía hierba en el vecindario para sacar adelante a su familia. Es en el tono, posiblemente, donde los primeros capítulos de “Breaking Bad” dejaban traslucir las enormes posibilidades de su propuesta. Aunando el drama médico de Walter, con momentos especialmente dolorosos, con la comedia más negra y el thriller criminal, los siete primeros capítulos de la serie esbozaban líneas argumentales y presentaban un plantel protagonista más o menos estable que poder explorar, ampliar y matizar en futuras entregas. Lo que nadie podía imaginar en aquellos compases iniciales era la tremenda evolución que tramas y caracteres experimentarían en los cinco años siguientes. El segundo gran éxito del proyecto de Vince Gilligan fue la progresión.


Lo habitual entre las últimas series de moda es precisamente lo contrario: primeras temporadas adictivas y pensadas al dedillo a las que siguen entregas cada vez más descafeinadas, más fruto del éxito que de una auténtica necesidad narrativa, que se alargan tanto como quieran las audiencias traicionando la lógica dramática de la historia que se nos cuenta. Ahí tenemos a “Dexter”, otrora uno de los estandartes más visibles de la nueva televisión de calidad, convertida en chicle desaborido en sus tres últimas temporadas. O “True Blood”, que empezó como una desmelenada alegoría sociológica sobre la intolerancia y pronto (muy pronto) se transformó en un pueril thriller erótico-sobrenatural. “Breaking Bad” sigue la tónica opuesta: empieza estableciendo sólidamente sus pilares sin recurrir a golpes de efecto innecesarios o a giros desesperados por epatar al espectador, y a partir de ahí construye una ficción cada vez mayor en la que sí se puedan introducir golpes inesperados de timón y grandes momentos trágicos que reescriban el statu quo de la narración.


La segunda temporada de “Breaking Bad” resulta considerablemente más adictiva y estimulante que la primera, y la tercera alcanza un punto de calidad tan alto que, una vez concluida, uno casi teme seguir adelante por el miedo a la (aparentemente) inevitable decepción. La cuarta, no obstante, eleva todavía más el listón con un cierre electrizante que perfectamente podría haber supuesto el punto y final de las andanzas de Walter White (“¿y ahora qué?”, se pregunta intrigado el espectador) si no fuese porque aún quedaban muchas cosas por contar en una quinta entrega apoteósica, tensa como pocas, épica y oscura y virtualmente inmejorable.


Esta misma progresión cualitativa tiene también un reflejo en (o quizás sea directamente una consecuencia de) la perfecta evolución de los personajes principales. Cada carácter de “Breaking Bad” tiene un arco dramático singular que va de A a Z siguiendo una lógica impecable y que los lleva a lugares tan insospechados para ellos mismos como para el propio televidente. La odisea personal de Walter White convierte a un infeliz y anodino hombre de familia, un mediocre autoconsciente, en una persona radicalmente distinta, la leyenda conocida como Heisenberg, pero lo hace de un modo perfectamente coherente, sin estridencias ni caprichos de guionista en apuros, permitiendo que el espectador evolucione al mismo tiempo que el personaje y pueda reconocerlo en cada uno de sus estados intermedios.


Ayuda enormemente, por supuesto, que el reparto de “Breaking Bad” sea sencillamente perfecto. Desde el sorprendente Dean Norris como el cuñado policía de Walter, Hank Schrader, hasta el cómico consigliere Saul Goodman, magníficamente interpretado por Bob Odenkirk, todos los actores y actrices de la serie parecen nacidos para el papel que les ha tocado defender ante la cámara. Así, los particulares rostros de Jonathan Banks y Giancarlo Esposito permanecerán ligados para la posteridad a dos grandes ¿villanos? como son Mike Ehrmantraut y Gus Fring.


Lo de Anna Gunn y Aaron Paul es casi de otra galaxia. El crescendo de intensidad de sus personajes los lleva continuamente a un más difícil todavía del que pocos intérpretes podrían salir bien parados. A la primera la habíamos visto en un rol secundario en el estupendo western de la HBO “Deadwood”, y el segundo era un auténtico desconocido para el gran público hasta que se emitieron los primeros episodios de “Breaking Bad”, pero ambos han logrado alcanzar el Olimpo interpretativo a través de Skyler White y Jesse Pinkman, respectivamente.


Y luego está Bryan Cranston, claro.

Fue noticia hace unos días que (Sir) Anthony Hopkins envió un e-mail a Cranston cuando terminó de ver la última temporada de “Breaking Bad”. En dicha misiva, el hombre que encarnó a Hannibal Lecter en tres ocasiones felicitaba al antiguo padre de “Malcolm in the Middle” por la mejor interpretación que había visto en toda su vida. Anthony Hopkins. Por e-mail. Se puede decir con más caracteres, pero no más claro. Así que simplemente dilo, lector. Dilo en voz alta. Di su nombre: Bryan Cranston.


La entrada se alarga y todavía no he tenido ocasión de entrar en detalles técnicos. De alabar el montaje y los ocurrentes ángulos de cámara que confieren una personalidad única al estilo narrativo de “Breaking Bad”. No he mencionado la fantástica e igualmente ocurrente selección musical que salpica algunos de los mejores momentos de sus cinco temporadas, ni he reconocido la inestimable labor artística de los responsables de fotografía que convirtieron los amarillentos desiertos de Nuevo México en uno de los enclaves cinematográficos más sugerentes de la última década.


Son todos estos valores, y otros que se me quedan en el tintero, los que han hecho de “Breaking Bad” una de las mejores series de televisión de la historia (habrá quien piense incluso que la mejor), pero aún faltaría un último ingrediente, el azul de esta metanfetamina catódica, para entender por qué Walter White/Heisenberg se ha convertido por méritos propios en un referente de la cultura popular del siglo XXI, en un auténtico icono generacional. Es tan sencillo como esto: no existe en el medio catódico nada remotamente parecido a “Breaking Bad” o a su personaje protagonisa. Son únicos. La una un clásico inmediato por definición; igual que en su día lo fueron “Twin Peaks”, “Doctor en Alaska” y “Los Soprano”. El otro, una criatura de ficción tan orgánica y plagada de grises, tan brillantemente escrita y prodigiosamente interpretada que el espectador jamás podrá decidir si es un héroe o un villano. Si es un genio, un pringado, un bastardo, un criminal, el peor marido del mundo o el mejor de los padres. No había nada como ellos y ahora existen.

"Breaking Bad" no es sólo una obra maestra. Es una obra maestra (literalmente) incomparable.


Bitch.

miércoles, octubre 16, 2013

Space Oddity

El director mexicano Alfonso Cuarón ya había demostrado su predilección por el plano secuencia como unidad narrativa en “Hijos de los hombres”, pero es en su nuevo film, “Gravity”, donde lleva el recurso hasta sus últimas consecuencias (en la estela del Orson Welles de “Sed de mal” o el Alfred Hitchcock de “La soga”) apoyándose en las evidentes ventajas del trucaje digital y en los mejores efectos especiales que se puedan pagar con dinero.


El arranque del film, una larguísima toma de casi diez minutos (o eso me ha parecido, tampoco es que tuviera la vista puesta en el crono), presenta a dos astronautas que quedan a la deriva tras un accidente inesperado durante un rutinario paseo espacial. Se trata de la doctora Ryan Stone, primeriza en la exploración del cosmos, y el comandante Matt Kowalski, veterano de la NASA que cumple su última misión. A ella la interpreta una sorprendente Sandra Bullock, haciendo añicos todos mis (fundados) prejuicios sobre su capacidad actoral, mientras que él luce el rostro Nespresso de George Clooney, sacando un gran partido al tono cálido de su voz (en versión original, claro). No hay más actores en pantalla, apenas un par de voces retransmitidas por radio (“ground control to major Tom”, que diría Bowie), y el peso protagónico del film queda reservado casi exclusivamente para Bullock, en un rol a caballo entre la Sigourney Weaver de “Alien”, el Sam Rockwell de “Moon” y el Ryan Reynolds de “Buried (Enterrado)”, cinta con la que “Gravity” comparte más de una semejanza.


Uno de los mayores logros de Cuarón como realizador es transmitir en todo momento la sensación de ingravidez y desubicación geográfica que uno debe sentir más allá de la atmósfera terrestre. La cámara se desplaza en 360 grados de libertad por escenarios que van de lo infinito a lo mínimo en hermosísimas postales imposibles (un amanecer de escala planetaria) y primeros planos opresivos (el rostro desencajado de Bullock), combinando el sentido de la maravilla de la experiencia cósmica con el terror de la soledad y el miedo a la muerte. A ese respecto, “Gravity” es una experiencia única en la historia del cine, potenciada en su versión 3D por la mejor estereoscopía que un servidor haya visto nunca; uno de los pocos casos (junto a “Avatar” y “La invención de Hugo”) en que entiendo justificado el pago del extra que suponen las gafas de marras.


El director de fotografía Emmanuel “El Chivo” Lubezki, colaborador habitual de Cuarón (y también de Terrence Malick, para el que capturó la mágica luz de “El árbol de la vida”), ofrece una nueva demostración de por qué es uno de los mejores profesionales en su terreno y plasma las visiones cósmicas del director mexicano en imágenes que le despiertan a uno sensaciones de lo más atávico y visceral: 90 minutos de síndrome de Stendhal en gravedad cero.


No conviene, sin embargo, permitir que el sobrecogedor despliegue técnico y narrativo enmascare la experiencia dramática que la cinta ofrece. Pese a la sencillez de su argumento, dudo que “Gravity” pueda ser considerada una película simple. Si uno decide quedarse en un primer nivel de lectura, el más obvio e inmediato, el film funciona como un thriller pletórico de ritmo y tensión, reverso agorafóbico del “Buried (Enterrado)” de Rodrigo Cortés, cambiando la asfixiante capacidad mínima de un ataúd por la no menos asfixiante infinitud del silente espacio exterior. Si el espectador decide no quedarse ahí, es posible extraer de esa visión del ser humano abrumado por la inmensidad del universo una lectura mística, casi religiosa, aún a pesar del evidente agnosticismo del film, manifiesto en las diferentes creencias de astronautas de distinta nacionalidad. “Para sobrevivir en el cosmos, diminutos como somos, hay que creer en algo”, nos dicen Alfonso Cuarón y su co-guionista e hijo Jonás. “Ya sea en Jesús, en Buda, en el sol sobre el Ganges o en George Clooney, hay que creer en algo”.


No terminan aquí las posibles lecturas de “Gravity”. De hecho, la más interesante, para mí, es aquélla que la convierte en una gran alegoría sobre la maternidad: el proceso de crear vida desde la nada. Cuarón (o quizás haya sido yo, en un exceso de presunción) identifica la odisea de Stone con la estructura del proceso reproductivo (inseminación, gestación y parto), diferenciando claramente los roles masculino y femenino y plagando el relato de referencias fetales, umbilicales y amnióticas. Todo ello se relaciona en primer término con el traumático pasado del personaje (que cobra así pleno sentido más allá de ser un recurso rápido para la caracterización) y en última instancia remite al fenómeno de la exogénesis y a la evolución de la vida en la Tierra. Y todo esto lo consigue sin invalidar los anteriores niveles de análisis del film ni volverse absurdamente pretenciosa.

Poniéndonos puntillosos, podría achacársele al guión de “Gravity” un exceso de verbalización: los personajes piensan constantemente en voz alta para ofrecer al espectador más despistado esa información que quizás no habría podido captar a través de códigos exclusivamente visuales. Es una mínima concesión del film a sus evidentes intenciones comerciales, y apenas empaña un resultado global que roza en muchos aspectos la perfección.



Tanto si uno prefiere quedarse únicamente con la apabullante experiencia audiovisual, motivo más que suficiente para pagar la entrada en la sala de cine más grande de la ciudad, como si tiene aspiraciones filosóficas más profundas, “Gravity” es una película imprescindible: técnicamente sublime, narrativamente superior a casi cualquier cosa estrenada en la última década y dotada de un catártico trasfondo existencial.

martes, octubre 08, 2013

Otro más de Franz Ferdinand

En lo que respecta al arte y la creación, la percepción del tiempo se ha deformado irreparablemente a causa del (llamémosle) ritmo digital. Desde que existe internet, más proyectos artísticos nacen y se difunden y llegan a su cénit y se marchitan rápidamente. El ciclo se ha acelerado hasta el punto de que una banda de pop-rock con cuatro discos a sus espaldas casi puede ser vista como una formación en decadencia que ya ha vivido su brillante eclosión y su auge de popularidad y que ahora mismo se enfrenta a un prolongado declive o a una ¿prematura? disolución.

Pareciera que cada nuevo disco de la banda escocesa Franz Ferdinand estuviese destinado a quedar un peldaño por debajo del anterior. Tampoco debe extrañarnos, pues su debut homónimo de 2004 era uno de esos primeros trabajos que presagian proyección meteórica y baños de masas en el directo. Singles pegadizos, letras que animan al desmelene y un sentido del humor innegable eran sus cartas de presentación, y uno de los motivos por los que pasaron de desconocidos a gran esperanza blanca del pop-rock en lo que se tarda en decir "Jacqueline". Su continuación, "You could have it so much better", era casi una prolongación de aquel primer trabajo triunfal, constatación de que el grupo con nombre de príncipe austro-húngaro no era flor de un día, pero también, aún con sus muchos aciertos, una secuela algo obvia y sin el factor sorpresa del original.


Franz Ferdinand poseen un sonido absolutamente característico, pese a la nula originalidad de sus planteamientos musicales. Ya sea por la voz de su líder Alex Kapranos o por su reconocible estilo compositivo, uno podría identificar un tema nuevo de la banda en apenas unos segundos sin posibilidad de error. Lo cual nos lleva, claro, a la percepción de que su tercer LP, "Tonight", estiraba un poco más el chicle del álbum de debut añadiendo ese elemento electrónico que muchos grupos abrazan cuando buscan una vía rápida para renovar superficialmente su propuesta. Chapa y pintura, apenas. En el fondo (y no tan en el fondo), aquel tercer trabajo era simplemente "otro más de Franz Ferdinand", lo mismo que su nuevo esfuerzo, parido tras un hiato de cuatro años en el que la formación estuvo a punto de disgregarse.


"Right thoughts, right words, right action" es nuevamente un disco apreciable en su absoluta falta de innovación, que nos devuelve a unos Franz Ferdinand atinados como pocos para los singles con pegada (ahí está "Love illumination", primer adelanto del álbum y máximo exponente de las razones por las que los escoceses todavía son capaces de generar altas expectativas antes de cada nuevo lanzamiento) y algo más irregulares en lo que se refiere a elaborar un LP unitario y sin altibajos. "Right thoughts, right words, right action" es un disco veraniego, juguetón, con nulas pretensiones de pasar a la posteridad. Desgraciadamente, decae bastante en su último tercio, donde se acusan más los cortes de relleno (¡en un disco de 35 minutos!), y finaliza con un tema resultón, "Goodbye lovers & friends", con evidente vocación de epitafio; quién sabe si las últimas líneas que Kapranos y cía. dedican a sus seguidores. El saldo final es de aprobado en cuanto a material de estudio, pero lejos de la frescura efervescente de sus primeros tiempos.


Otro cantar muy distinto es el directo. Vistos recientemente en el festival DCode de Madrid (precedidos por los divertidos Love of Lesbian y los cumplidores Vampire Weekend), mi opinión no podría ser más rotunda: Franz Ferdinand son unas bestias pardas sobre el escenario. Su colección de grandes éxitos, hora y media de hits ininterrumpidos, los sitúa entre la clase de grupos cuyos nuevos álbumes, de haberlos, no serán esperados tanto por lo que puedan aportar a una discografía condenada (o eso parece) a repetirse como por la posibilidad de tenerlos girando una vez más por la geografía nacional.

¿Los convierte eso, con apenas 9 años de trayectoria profesional, en unos precoces dinosaurios del rock?

martes, octubre 01, 2013

Don't stop me NOW!

Supongo que soy un coleccionista compulsivo de tebeos. Supongo que -ay- soy estúpidamente sensible a las grandes maniobras publicitarias bien orquestadas. Si hace unas semanas comentaba mis impresiones sobre cinco de las nuevas cabeceras de Marvel NOW!, hoy le toca el turno a estas otras cinco:

Los Cuatro Fantásticos


¿Por qué he picado? Porque después de la Era Hickman no me sentía con fuerzas para dar carpetazo a la colección.


Lo que me gusta: Su sense of wonder. Aunque, claro, hay que ser muy torpe para escribir un tebeo de los 4F que no tenga sentido de la maravilla.


Lo que no me gusta: Por mucho que Fraction se esfuerce (y no tengo muy claro que lo haga), después del ambicioso, cósmico y grandilocuente Hickman todo sabe a poco y a ya visto. Mark Bagley, dibujante veterano y cumplidor con las fechas al que nunca verás en un proyecto realmente grande. 




Guardianes de la Galaxia


¿Por qué he picado? Porque en 2014 se estrena su adaptación cinematográfica y cuando eso ocurra quiero poder decir "bah, el comic era mejor". Por el gesto bad-ass de Mapache Cohete en la portada del número 3.


Lo que me gusta: Su espíritu lúdico y desenfadado, primo-hermano de la "Firefly" de Joss Whedon (salvando las galácticas distancias). Sarah Pichelli, inmejorable relevo para un Steve McNiven a medio gas. Mapache Cohete.


Lo que no me gusta: Su oportunismo, innegablemente coyuntural y mercadotécnico. Que se nota que Bendis, aún cumpliendo, la escribe con el piloto automático puesto. Steve McNiven a medio gas.




Capitán América


¿Por qué he picado? Dos palabras: Rick Remender.


Lo que me gusta: El brutal cambio de registro respecto a la larga etapa de Ed Brubaker al frente de la cabecera: el Capi de Remender es una mezcla entre las ideas más locas de Jack Kirby y "La carretera" de Cormac McCarthy (¡con un par!). John Romita Jr: amor/odio a tope. 


Lo que no me gusta: El planteamiento es tan extremo (para lo que uno espera de una serie del Centinela de la Libertad, claro) que probablemente esta etapa acabe cayendo más cerca del lado de las rarezas que del de los clásicos: un poco como el Super Mario Bros 2 de la NES. La certeza de que hay gato encerrado y de que por mucho que Remender ahora parezca tirar la casa por la ventana, pronto dirá "Diego" donde dijo "digo" y todo será un sueño de Antonio Resines. John Romita Jr: amor/odio a tope.




Los Vengadores


¿Por qué he picado? Porque después de su histórica temporada en "Los Cuatro Fantásticos", Jonathan Hickman se merecía ser el gran arquitecto del nuevo universo Marvel.


Lo que me gusta: La escala épica, los veinte conceptos por número, la ambición desmedida. Una lista de dibujantes que quita el hipo (Jerome Opeña, Dustin Weaver, Mike Deodato...). La certeza de que Hickman tiene un gran plan proyectado a 4 ó 5 años vista.


Lo que no me gusta: El derroche de ideas cósmicas y amenazas multiversales apenas deja espacio para la caracterización de personajes. La necesidad de tener un postgrado en mitología Marvel para captar todas las referencias que el guionista maneja (por suerte, la edición española cuenta con el revelador Spot On del columnista Julián M. Clemente, el Maldini de los super-héroes).




Nuevos Vengadores


¿Por qué he picado? Porque también la escribe Hickman, porque es la serie hermana de "Los Vengadores" y porque sin la una no se entiende la otra... o se entiende, pero menos.


Lo que me gusta: Su plantel protagonista, que unifica todas las ramas del universo Marvel. Las conspiraciones maquiavélicas y los dilemas éticos de categoría planetaria a los que se enfrentan sus personajes. Que, aún siendo teóricamente la hermana pequeña de "Los Vengadores", resulta tan (o más) interesante que aquélla.


Lo que no me gusta: muchos de los conceptos en que se asienta no son más que un refrito de las ideas que la Distinguida Competencia viene manejando desde hace 30 años (¿"Crisis en Tierras Infinitas"? ¿"Crisis de identidad"? ¿Hola?)