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martes, mayo 21, 2013

Todas las fiestas del ayer

No sabría decir si la consideración más o menos generalizada de que “El gran Gatbsy” de Francis Scott Fitzgerald es una de las mejores novelas del siglo XX es merecida. Yo la leí hace unos meses a tenor de la entonces aún futura versión fílmica a cargo de Baz Luhrmann, por esa manía personal de no permitir que una adaptación cinematográfica me estropee el disfrute de un clásico literario. Se deduce de esto, claro, que tampoco conozco los otros Gatsbys interpretados por Alan Ladd y Robert Redford.


Intentando ser breve, de la novela puedo decir que me pareció un librito primorosamente escrito, aunque algo aburrido por momentos. No sé si fue el hecho de intercalarlo entre tomo y tomo de la monumental “Los Miserables” de Victor Hugo o simplemente que tardé demasiado en conectar con esa alta sociedad neoyorkina frívola e inconsciente que lo protagoniza, pero lo cierto es que sólo en sus últimos compases me sentí realmente inmerso en la narración y conseguí encariñarme con ese triste Trimalción llamado Jay Gatsby.

Sobre el nuevo film de Luhrmann, siendo un poco más extenso, puedo decir que es la manifestación definitiva del luhrmannismo, para lo bueno y para lo malo.


El realizador de “Moulin Rouge!” siempre ha sabido rodearse de repartos atractivos para el espectador, y “El gran Gatsby” no es la excepción: Tobey Maguire (el Peter Parker/Spider-Man de Raimi, pero también el protagonista de “Las normas de la casa de la sidra” y “Jóvenes prodigiosos”) encarna a Nick Carraway, un joven aspirante a escritor que se traslada a Nueva York para probar fortuna como vendedor de bonos. Al llegar a la ciudad conocerá una insólita vida de lujo y vanidad en el matrimonio formado por su prima segunda Daisy (Carey Mulligan, rostro femenino de moda tras su participación en “An education”, “Drive” y “Shame”) y el marido de ésta, Tom Buchanan (Joel Edgerton, visto en “La noche más oscura” y en la fascinante “Warrior”). Esta percepción de la riqueza y sus posibilidades quedará sin embargo eclipsada por las bacanales sin medida que cada noche se celebran en casa del vecino de Nick en el West Egg: el misterioso Jay Gatsby interpretado por un superlativo Leonardo DiCaprio, estrella absoluta de la función que a estas alturas no necesita presentación (o eso creía yo hasta que, comenzados los créditos finales, dos señoras sentadas a nuestra derecha en el cine se preguntaron: “DiCaprio era Jay, ¿no?”).


El romance trágico ideado en 1925 por Fitzgerald se convierte en manos de Luhrmann en una celebración del exceso amenizada y en ocasiones engullida por una banda sonora tan ecléctica y extemporánea como su realizador ya nos tiene acostumbrados: de Jay Z a The XX pasando por Florence + the Machine o Lana del Rey, e incluyendo versiones insólitas de canciones célebres como esa “Crazy in love” cantada por Emeli Sande en compañía (o eso parece) de los músicos de la cantina de Mos Eisley. Es una decisión arriesgada que entusiasmará a unos y horrorizará a otros, pero que comulga plenamente con los pilares autorales sobre los cuales el realizador australiano ha ido construyendo su filmografía.


Su narrativa barroca y exhibicionista engulle presupuesto de producción en cada vertiginoso y gratuito movimiento de cámara, amenazado por la textura digital de unos años 20 infográficos que lucirán ridículamente viejos dentro de una década. Decía Oscar Wilde que no hay “nada tan peligroso como ser demasiado moderno. Corre uno el riesgo de quedarse súbitamente anticuado”. Ése es mi pronóstico para el cine de Luhrmann; del que sobrevivirán, sin embargo, sus agradecidos apuntes cómicos (la escena del reencuentro entre Jay y Daisy es un éxito, aunque el mérito lo tiene en su mayor parte el estupendo trabajo actoral) y el calado trágico de algunos de sus personajes. Cuando “El gran Gatsby” se olvida de epatar al espectador con su epiléptico frenesí videoclipero y se centra en los sentimientos de su atormentado protagonista, la película consigue ofrecer emociones auténticas con las que uno puede empatizar. El resto del tiempo, que es mucho (140 minutos que podrían haber sido 100 perfectamente), no es más que un carísimo carnaval que postula a Luhrmann como el idóneo organizador del próximo desfile del día del orgullo gay.

Resulta curioso que una cinta tan fiel al texto original de Fitzgerald haya caído en el mismo error que los personajes que la habitan: celebrar una enorme orgía de ruido y furia que oculte las verdaderas intenciones del corazón humano.

miércoles, enero 23, 2013

El Método Palahniuk para ligar en grandes superficies

Paseando hace unos meses por la librería de la FNAC de Callao fui testigo involuntario de una conversación que llamó mi atención. Un chico y una chica de unos veinte años1 hojeaban novelas de bolsillo mientras él intentaba impresionarla: “¿No has leído a Chuck Palahniuk? Es mi escritor preferido. He construido toda mi personalidad a partir de su obra”. Supongo que es una suerte que en ese momento yo no estuviese tomando algún tipo de bebida, porque posiblemente habría escupido un torrente de líquido sobre las obras completas de Vete-Tú-a-Saber-Quién que tenía entre las manos2.

No tengo nada particular en contra de Chuck Palahniuk, salvo el hecho de que me parece uno de los escritores más sobrevalorados de los últimos veinte años. Vale, igual eso sí es tener algo contra él.

El tipo saltó a la fama cuando David Fincher convirtió en película de culto su primera novela, “El club de la lucha”, demostrando de paso que la máxima “el libro era mejor” tiene sus honrosas excepciones3. Aunque no he leído (ni lo pretendo) todos los títulos de su bibliografía, sí he podido comprobar gracias a sus obras “Monstruos invisibles” y “Asfixia” (además de la mentada "El club de la lucha") que el bueno de Chuck es obstinado a la hora de autoplagiarse y dar vueltas incansablemente sobre los mismos temas: sexo duro, terrorismo social y la hipocresía del modo de vida estadounidense.


Perdido el interés por su producción tiempo atrás, a finales del pasado año me encontré en la biblioteca pública compostelana una novela suya que no conocía, la penúltima publicada en castellano por Mondadori en nuestro país, titulada “Pigmeo”. El libro captó mi interés por dos razones: la primera es que me apetecía comprobar si las obsesiones y el estilo literario de Palahniuk habían evolucionado en los ocho años que separaban la publicación de “Asfixia” y “Pigmeo”. La segunda, su bizarra sinopsis, que reproduzco a continuación: Pigmeo forma parte de un grupo de terroristas adolescentes enviados a Estados Unidos para cometer un atentado masivo. Camuflado como estudiante de intercambio, el agente 67 deberá convivir con la típica familia americana mientras planifica el ataque. Para conseguir su objetivo cuenta con unos conocimientos avanzados de química y el dominio de las artes marciales. Está entrenado para detonar un artefacto mortífero en el momento preciso, si consigue, eso sí, controlar sus inoportunas erecciones.”

Justo en aquellos días acababa de finiquitar un ladrillo considerable, las más de 1.700 (maravillosas) páginas de “Los Miserables” de Victor Hugo, y me apetecía leer algo breve y fácil de digerir, así que me lo llevé en préstamo. La gratuidad de las (benditas) bibliotecas favorece que uno le preste atención a libros y tebeos que jamás habría pagado por leer, y a veces eso es motivo de sorpresas tan positivas como inesperadas. Lamentablemente éste no fue el caso, pues en “Pigmeo” me reencontré con el mismo escritor autoconvencido de su condición de enfant terrible, fascinado por el sexo duro, el terrorismo social y la hipocresía del modo de vida estadounidense, repitiendo incansablemente sus autocomplacientes tics estilísticos.

Palahniuk, una suerte de aspirante a Bret Easton Ellis o Kurt-Vonnegut-wannabe4, tiene de transgresor lo mismo que los últimos trabajos de Garth Ennis y Mark Millar, guionistas afincados desde hace años en el caca-culo-pedo-pis y la violencia disparatada que presumen de escribir tebeos “sólo para adultos” que sin embargo ponen cachondos a niños y adolescentes5. Además, “Pigmeo” es la cuarta novela de Palahniuk que leo y la cuarta que termina peor que cómo empieza porque su autor no tiene los redaños suficientes para dejarse llevar por el delirio y tirar la casa por la ventana. Mucho ruido y pocas nueces, Chuck. Fincher lo entendió a la perfección cuando vislumbraba su adaptación de “El club de la lucha” y subió las apuestas hasta hacer saltar la banca (por los aires, literalmente). Por eso su película todavía será recordada cuando las novelas de Palahniuk no tengan más prestigio que los westerns miniaturizados de Marcial Lafuente Estefanía.

Hasta que ese día llegue, el novelista estadounidense seguirá escribiendo fantasías adolescentes para que miles de varones con ganas de arrimar la cebolleta puedan construirse personalidades cool con las que seducir a sus ingenuas compañeras de facultad. ¿Puede haber algo más mainstream y convencional que eso?



1: Tal vez más o tal vez menos. Me cuesta mucho reconocer si una chica es mayor o menor de edad, lo cual a veces acarrea problemas. Por otro lado, me importa un bledo la edad legal que puedan tener los chicos, así que en su caso tiendo naturalmente a no esforzarme demasiado en mis intentos de datación.

2: No pongáis esa cara. Sí, lo sé: yo también dije tonterías en su momento creyendo que me harían parecer más interesante. Yo también fui joven e inocente. De hecho, maldita sea, aún lo soy.

3: Tal vez conozcáis a algún primate gafapasta que afirma haber leído “El club de la lucha” antes de que se estrenase su adaptación cinematográfica. Si el simio en cuestión es una especie autóctona lo más probable es que mienta, porque la novela de Palahniuk no se publicó en España hasta 1999, el mismo año en que la película de Fincher aterrizaba en las salas.

4: Igual aquí patino, porque no he leído ninguna novela de Ellis posterior a “American Psycho”, y de Vonnegut sólo conozco la excelente "Matadero 5". Pero ¡qué demonios! Sin riesgo no hay gloria.

5: A cuento de las obras para adultos, recomiendo la lectura de esta entrada en el blog vecino Safari Nocturno. De una forma totalmente egocéntrica, además, porque hay un par de comentarios míos en el libro de visitas.

martes, agosto 14, 2012

Danzad, danzad, malditos

Tratar a estas alturas de descubrirle a alguien la existencia de “Canción de hielo y fuego”, la saga que arranca con la novela “Juego de tronos”, viene a ser como hablar con intención de novedad de otras referencias literarias como “Harry Potter”, “Millenium” o “Crepúsculo”. Cuando un título se convierte en un fenómeno editorial y traspasa las fronteras habituales del género (fantástico, en el caso que nos ocupa); cuando su adaptación cinematográfica o televisiva alcanza el éxito masivo y convierte a sus protagonistas en referentes culturales e impredecibles sex symbols; cuando una de cada dos portadas que te encuentras en tu trayecto diario por el metro de Madrid está ilustrada por Enrique Corominas... ése es el momento en el que eres consciente de que un producto a priori tan minoritario se ha convertido en un éxito muy por encima de sus expectativas iniciales.

Portada para la primera edición en inglés de "Danza de dragones".

Hablar bien de George R.R. Martin y su “Canción de hielo y fuego” ya no es ni original ni divertido. Ni siquiera es cool, ahora que incluso mi señora madre está devorando compulsivamente “Tormenta de espadas”, tercera entrega de la colección (¡quién me hubiera dicho que llegaría un día en que mi vieja leería fantasía heroica!). Y no digo que mi madre no sea cool, maldita sea, que cuando quiere puede serlo tanto como el/la que más. Lo que pasa es que el éxito masivo mueve al prejuicio, el prejuicio al elitismo y el elitismo al desprecio injustificado. Más aún en el medio literario, en el que el colmo de la sofisticación es haber leído con regocijo a autores con fama de indigestos como James Joyce, Marcel Proust o Jean-Paul Sartre (confieso que a los dos primeros aún no he tenido la fortuna o la desgracia de abordarlos, pero “La náusea” del tercero es uno de los libros más plomizos que he leído en los últimos meses). Ergo, los parabienes a “Juego de tronos” y sus derivados resuenan entre la supuesta intelligentsia como el griterío del vulgo cuando la selección española de fútbol gana una vez más la Eurocopa (la malvada Eurocopa, ya sabéis: esa cortina de humo orquestada por la clase política para tenernos babeando ante el televisor con los Iniestas y los Ronaldos mientras la sociedad occidental se colapsa y saluda al Armagedón).

Un montaje de mierda. Pero, como diría Manuel Manquiña, "el concepto es el concepto".

Tolkien ha muerto. Larga vida a George Martin”, reza (citando al “New York Times”) la contraportada de “Danza de dragones”, quinto título de una saga que vio la luz en EE.UU. en 1996 y que la editorial Gigamesh lleva publicando en España desde el año 2002. El nuevo libro aterrizó en las librerías de nuestro país el pasado 22 de junio en una edición en cartoné de más de 1.000 páginas, a la que tres semanas después siguió una versión en dos volúmenes de tapa blanda bastante más cómoda y manejable (además de ir a juego con el resto de entregas de la saga que obran en mi poder).

Portada para la edición española en tapas duras de "Danza de dragones".

Tras el capítulo de la decepción, aquel “Festín de cuervos” en el que la mayoría de los personajes más queridos por el público desaparecían temporalmente del relato para que los secundarios cargasen con el peso de las decenas de tramas interconectadas, “Danza de dragones” recupera a los protagonistas principales de la saga, condicionados tras el continuará múltiple de “Tormenta de espadas” a un cambio radical en el status quo que los lleva por derroteros inéditos hasta la fecha. Pese a que para el lector han transcurrido (en los casos más extremos) hasta 11 años entre las últimas páginas protagonizadas por el reparto principal de “Canción de hielo y fuego” y esta continuación de sus aventuras, en el universo de Poniente apenas han pasado unos días. De hecho, la mayor parte de “Danza de dragones” transcurre en paralelo a los acontecimientos narrados en “Festín de cuervos”, y es común encontrarnos en el último libro con algunos acontecimientos a los que se hacía referencia en el anterior, contemplados desde un nuevo punto de vista.

Portada para la edición española en tapas blandas (y en dos tomos) de "Danza de dragones".

Del reencuentro con viejos conocidos, algunos ya muy queridos tras varios miles de páginas a nuestras espaldas, surge inmediatamente aquella complicidad con la que “Juego de tronos” nos ganó a muchos desde el primer acercamiento. Cada nueva revelación vuelve a sorprendernos como antaño y cada muerte inesperada nos golpea con la contundencia que la saga ha convertido en santo y seña de su personalidad imprevisible. El estilo de Martin continúa desgranando con agilidad los sentimientos y tribulaciones de sus caracteres, y retratando con esmero los blasones, banquetes, ropajes y escenarios de su universo de ficción. La psicología de los personajes está labrada a sangre y fuego, los diálogos y soliloquios interiores resuenan con cinematográfica rotundidad (Martin se curtió durante años como guionista para la pequeña pantalla) y los capítulos se digieren compulsivamente en un frenético ejercicio de lectura drogodependiente que siempre le deja a uno con síndrome de abstinencia.

El padre de las criaturas.

Tal vez Martin no sea un gran escritor (en el sentido atemporal en que pueden serlo Gabriel García Márquez o Julio Cortázar), pero es sin duda uno tremendamente habilidoso, capaz de conjugar la épica mitológica y el más intrincado de los culebrones medievales en un pastiche perfecto que jamás ganará el premio Goncourt, pero que tampoco lo pretende (ni falta que hace).

No todo son enhorabuenas, pues la edición en tapa blanda de Gigamesh adolece de ciertos errores fruto de las prisas (mapas pixelados, sorprendentes erratas tipográficas) que no deberían producirse en una obra que se vende al considerable precio de 38 €. Por otro lado, "Danza de dragones" está inevitablemente perjudicado por su condición de entrega intermedia, en la que no existe ningún atisbo de resolución dramática y en la que el coitus interruptus del final no puede compararse, ni en relevancia ni en espectacularidad, con los cliffhangers de los tres primeros títulos de la saga. Además, una de las sensaciones que se desprende de las dos últimas entregas de “Canción de hielo y fuego” es que su responsable está dilatando el desarrollo de los acontecimientos de un modo cada vez más acusado, a la manera de esos mangas en los que, tras la publicación de 5, 10 ó 15 tomos tankōbon, uno todavía se pregunta cómo han podido pasar tan pocas cosas en tantísimas páginas. Como consecuencia, a los personajes de la saga de los tronos cada vez les cuesta más llegar (literal y metafóricamente) al lugar que Martin les tiene reservado en la trama, y un servidor acaba sospechando que el escritor de Nueva Jersey podría perfectamente narrar con ellos otros 5 ó 6 volúmenes más si se lo propusiera y llegase a vivir para contarlo.

La prueba del éxito masivo: el otro día entramos en el hiper-china de al lado de mi casa a comprar unas palas de playa y el dependiente llevaba puesta esta camiseta. True story.

Ése es sin duda uno de los grandes temores que actualmente inquieta a los aficionados a la (teórica) heptalogía de los reyes de Poniente. Según ha comunicado en repetidas ocasiones su autor, a “Canción de hielo y fuego” aún le restan otros dos libros por ver la luz. El hiato entre “Festín de cuervos” y “Danza de dragones” se extendió durante seis larguísimos años (más o menos los mismos que tarda una estación en dar paso a la siguiente en el universo ficticio en que se encuadra su saga): ¿cuántos deberemos esperar entonces para tener en nuestras manos el ya deseado “Vientos de invierno”? ¿Y para disfrutar del séptimo y último libro aún sin título, estrofa final de esta kilométrica canción?

Como la propia Ygritte estaría encantada de recordarnos, no tenemos ni la más remota idea.

viernes, mayo 25, 2012

Shakespeare cogió su fusil

El Séptimo Arte adora a William Shakespeare.

Pero “un sentimiento moderado revela amor profundo, en tanto que si es excesivo revela falta de sensatez”1, y el cine desea tanto a Shakesperare y de un modo tan enfermizo que en numerosas ocasiones se ha enfrentado al legado del dramaturgo simplemente para vulnerarlo, como Sexto Tarquino a la sumisa Lucrecia, de todas las formas imaginables. A lo largo de los años hemos asistido a tantas recreaciones cinematográficas notables de las piezas teatrales del genio de Stratford-upon-Avon como impensables crímenes contra su leyenda. Incluso la biografía del escritor ha sido abordada desde frentes tan diversos como la comedia romántica, el thriller de conspiraciones históricas y hasta el crossover entre celebridades de la pluma y el papel. La maleabilidad de las fuentes literarias ha permitido revisiones insospechadas de los textos del bardo inglés, y echando la vista atrás uno puede recordar a un Hamlet ataviado con un chullo peruano declinando su célebre “ser o no ser” en los pasillos de un vídeoclub, a Othello convertido en estrella adolescente del baloncesto, a Ricardo III despidiendo al “invierno de nuestro descontento” en una Inglaterra pre-II Guerra Mundial y a Romeo Montesco como gnomo de jardín o vistiendo una camisa hawaiana y armado con dos pistolas semiautomáticas sobre las soleadas dunas de Verona Beach. Algunas versiones han sido afortunadas, algunas nocivas, otras insólitas y unas pocas simplemente inevitables. A mí, lo reconozco, siempre me ha gustado ésta en concreto, pero lo cierto es que “el éxito de un chiste depende más del que lo escucha que del que lo hace”2.


El último gran descontextualizador (no sé si existe esa palabra, ni me importa) de la obra de Shakespeare ha sido el conocido y premiado actor Ralph Fiennes, decidido a debutar como director de largometrajes con una adaptación de la tragedia de “Coriolano” todavía inédita por estos pagos (lo cual, por supuesto, nunca ha sido impedimento para que el espectador realmente interesado acabe haciéndose con una copia digital de legalidad imprecisa en versión original subtitulada).

Siguiendo los pasos de Kenneth Branagh, Baz Lurhmann o Julie Taymor (a quien la crítica jamás perdonará su visión postmoderna y pasada de vueltas de “Tito Andrónico”, pues “la libertad desenfrenada se castiga con la desventura”3), el guionista John Logan opta en “Coriolanus” por mantener el texto original (recortado y reestructurado) aplicándolo a un escenario muy distinto del propuesto inicialmente por Shakespeare. Ahora el general Cayo Marcio combate contra el ejército volsco por la gloria de Roma en una guerra del siglo XXI que recuerda más en su puesta en escena al “Black Hawk derribado” de Ridley Scott (con innegables connotaciones balcánicas) que a aquella República romana retratada por Mankiewicz en su “Julio César”.


Si bien “toda cosa corregida no es más que remendada”4, el cambio de contexto choca brutalmente con el actual clima de indignación popular (el movimiento 15-M y todas sus manifestaciones aledañas) que se percibe en buena parte de las ¿democracias? occidentales. La imagen que Shakespeare ofrece del pueblo llano en “Coriolano” es la de una masa despersonalizada (bajo la influencia de abyectos agitadores) que cambia de opinión con la misma facilidad con que gira una veleta. Presentarlos en la película como una furibunda turba salida de una movilización contra el G-20 no parece, dadas las circunstancias, una decisión especialmente popular. Frente a ellos, Cayo Marcio se erige como un hombre de principios inamovibles incapaz de ceder al protocolo y a la sumisión a la voluntad del pueblo que los patricios, la casta política dominante, requieren de él. Con la opinión pública y parte de la Curia posicionadas en su contra, el laureado héroe de guerra se verá de pronto acusado de traición y desterrado de la ciudad que juró proteger. En su exilio, encontrará una razón para seguir viviendo en el deseo de venganza contra quienes lo desposeyeron de su honor y de su puesto como cónsul, y aliándose con su antiguo enemigo Tulo Aufidio conducirá al ejército volsco hasta las mismas puertas de Roma con la intención de reducirla a cenizas.


Más allá de la admiración que pueda suscitar el texto shakespeariano, la gran virtud de “Coriolanus” reside en su espectacular reparto. Como no podía ser de otro modo, Fiennes se reserva para sí el rol principal y compone un Cayo Marcio Coriolano violento e impulsivo, con un lado oscuro siempre a flor de piel que se refleja en el gesto atormentado del actor que en el pasado dio vida al Untersturmführer Amon Goeth y al desnarizado Lord Voldemort.


Las palabras suenan bien cuando el que las pronuncia place al que las escucha”5, y tener simultáneamente en pantalla a dos veteranos de la interpretación como Vanessa Redgrave (dando vida a Volumnia, la autoritaria madre del protagonista) y Brian Cox (encarnando al patricio Menenius) es un lujo para cualquier realizador debutante. Ambos se comen la pantalla con sus respectivas aportaciones al film, y ponen la nota más alta de un elenco excepcional. La omnipresente Jessica Chastain, que en los últimos meses ha pasado de ser una auténtica desconocida a estar en “Criadas y señoras”, “La deuda”, “Take Shelter” y hasta en la sopa primigenia de Terrence Malick, se muestra aquí tan sólida como de costumbre (pese a la brevedad de sus intervenciones) interpretando a la devota esposa del protagonista, Virgilia. Sólo Gerard Butler rebaja el nivel interpretativo de forma evidente con su unidimensional caracterización del general volsco Tulo Aufidio. Es innegable que el escocés posee un cierto carisma que le beneficia a la hora de conseguir papeles que le vienen grandes, pero sus escasos recursos expresivos apenas le permiten establecer diferencias sustanciales entre un icono shakespeariano y un Leónidas cualquiera.


No obstante, el gran tropiezo de “Coriolanus” se encuentra en la insípida labor de dirección ejercida por Ralph Fiennes. Su discreta corrección al planificar las recurrentes secuencias de diálogos y soliloquios (Shakespeare es Shakespeare) se da de bruces con su incapacidad para plasmar con claridad las contadas escenas de acción que tienen lugar en los primeros compases del film. Lo cual es una auténtica pena, porque las notables labores de fotografía y de puesta en escena sin duda habrían merecido un tratamiento narrativo mucho más sofisticado.


El orgullo echa a perder al hombre favorecido por el éxito”6, y tal vez a Fiennes le hubiese ido mejor de comenzar su trayectoria como realizador con un proyecto algo más humilde. Estrenarse en la gran pantalla con una adaptación de una tragedia de William Shakespeare es un reto para el que pocos directores noveles se encuentran preparados. “Para escalar las colinas elevadas, conviene caminar despacio al principio”7 . Por suerte, cuando las escenas se resuelven en las distancias cortas y son los actores quienes se hacen cargo del peso de la narración, la película reflota gracias a la potencia genuina del libreto original y al excelso trabajo de los intérpretes que la protagonizan. Al fin y al cabo, “una vez que se disipan las nubes, dejan pasar los más bellos rayos”8 .

Quizás ésa sea la más certera demostración del incuestionable talento del dramaturgo más laureado de la literatura universal. “El resto”, ya sabéis, “es silencio”9.



1. “Romeo y Julieta” (1595).
2. “Trabajos de amor perdidos” (1595).
3. “La comedia de las equivocaciones” (1593).
4. “Noche de Reyes” (1601).
5. “Como gustéis” (1599).
6, “Coriolano” (1608).
7. “Enrique VIII” (1613).
8. “A buen fin no hay mal principio” (1602).
9. “Hamlet” (1601).

jueves, abril 12, 2012

¿La Gran Novela Americana del siglo XXI?

Freedom is just another word for nothing left to lose”




En literatura, la obsesión con la Grandeza se traduce habitualmente en la redacción de meticulosos adoquines pensados para impresionar a crítica y público con la plasmación de un fresco histórico, preferiblemente coral y de mucha enjundia socio-política, que capture eso que los entendidos denominan “zeitgeist”. Inexperto como soy en materia literaria, debo confesar que no he leído muchas de esas novelas popularmente consideradas Grandes. De los clásicos rusos, prácticamente nada. Ídem para los franceses. De los americanos aún menos (¿Philip Roth no es el padre de Tim Roth?). Por eso me cuesta tanto confirmar la Grandeza de “Libertad”, última novela escrita por Jonathan Franzen que ha dividido a la crítica entre unos pocos que la califican de mediocre o directamente mala (con John Banville a la cabeza de la liga internacional de haters de Franzen, colectivo que incluye a ociópatas autóctonos como Carlos Boyero) y una inmensa mayoría que se postra ante ella reconociéndola como la primera Gran Novela Americana del siglo XXI.


El ambicioso argumento de este bloque de celulosa de casi 700 páginas sigue a la familia Berglund durante años, moviéndose adelante y atrás en el tiempo, mientras desgrana la situación nacional de los EE.UU. a mediados de la década 2000. Así, la importancia de los atentados del 11-S, las políticas exteriores de la administración W. Bush, el papel desempeñado por el lobby judío en estas mismas políticas, la explotación de las energías no renovables o la fabricación de armamento militar por parte de grandes empresas conectadas con la clase gobernante inciden directamente en las vidas de Walter Berglund (activista ecológico de moral aparentemente intachable), su esposa Patty (antigua estrella del baloncesto universitario que ahora busca su realización personal como perfecta ama de casa e inmejorable vecina), sus hijos Joey y Jessica y el amigo de la familia Richard Katz (músico marginal al que de pronto le sobreviene un inesperado éxito comercial). Las propias aspiraciones literarias de Franzen se ven confirmadas por las alusiones explícitas a “Guerra y paz” de Tolstoi, otro fresco histórico (ya he usado antes esta expresión, sí, pero es que me parece la más precisa para definir la novela) sobre el amor en tiempos revueltos (¿hay algún tiempo que no lo sea?).

“Libertad” nos habla de los avatares del matrimonio, de las complicadas relaciones entre padres e hijos, de la naturaleza egoísta de la amistad y del amor (dos ideas muy difíciles de separar, según Franzen), de la envidia hacia nuestros propios seres queridos, del compromiso del ser humano con el medio ambiente, de las distintas doctrinas políticas entre las que se debate la población norteamericana, del sexo, la drogas y el rock'n'roll... De algún modo, abarca todo aquello que viene de serie con el hecho de pertenecer a la case media estadounidense. Pero, sobre todo, “Libertad” habla de cómo la palabra que le da título define las contradicciones del ciudadano acomodado del siglo XXI. Cómo el hecho de poder decidir plenamente hacia dónde encaminar nuestra vidas nos lleva a comprender lo poco que sabemos sobre quiénes somos y quiénes queremos ser. La posibilidad de elegir nos obliga a hacerlo, y sólo nosotros responderemos por esas decisiones cuando llegue la hora de hacer examen de conciencia.

Pese a poner de manifiesto las hipocresías del sector Demócrata, Franzen no oculta en ningún momento su aversión hacia los Republicanos encabezados por Bush Jr. y Cheney. Tampoco se corta al criticar duramente la campaña estadounidense en Irak ni al proclamar por boca del músico Richard Katz (en mi cabeza, un híbrido perfecto entre Ryan Adams y Justin Vernon) su odio a las nuevas tecnologías. Parece incluso que existen en el personaje de Walter Berglund trazas evidentes de la propia biografía del escritor, como su énfasis en la protección de especies de aves en peligro de extinción (Franzen trabaja con la organización sin ánimo de lucro American Bird Conservancy) o sus tajantes ideas acerca de la superpoblación. Y es por la misma razón que un servidor apenas puede contener las arcadas al leer los artículos firmados por Juan Manuel de Prada o Salvador Sostres por lo que respeta tanto la inteligencia cívica de tipos como Manuel Rivas, Javier Marías o, desde ahora, Jonathan Franzen: porque sus textos revelan la personalidad de sus autores. Y Franzen me parece un fulano francamente inteligente.


Sin embargo, nada de esto es realmente trascendente si lo analizamos al margen de la experiencia literaria. La Grandeza no reside en las buenas intenciones de un autor (que se lo digan si no al último Springsteen, muy en la onda de Franzen... y de Barack Obama, ya puestos), sino en su capacidad para construir con ellas una novela susceptible de entretener, conmover y agitar la conciencia del lector. Y ahí es donde Banville y Boyero pueden irse olvidando de mi apoyo, porque ¡cuánto he disfrutado con la lectura de “Libertad”! Hacía tiempo que no devoraba un libro con tanta fruición, con auténtica ansia lectora. Desde la saga fantástica de George R. R. Martin “Canción de hielo y fuego”, creo. Y no será porque no haya leído otras novelas de mi agrado entre ambos títulos. Pero sólo a veces sucede que los libros lo abducen a uno de sus quehaceres cotidianos y lo obligan a regresar a sus letras varias veces al día por pura necesidad de seguir adelante con su disfrute. Cuando comencé a leer “Libertad” no me esperaba, ni por asomo, la facilidad con la que Franzen refleja las emociones humanas (a veces de un modo demasiado preciso, incluso, para una materia tan irracional como son los sentimientos), su habilidad maestra para ir y venir por una línea temporal de treinta años sin que al lector le atosiguen las fechas y el complejo entramado de acontecimientos que ha debido asimilar hasta entonces, la fluidez de los diálogos y la capacidad apabullante de identificación que un servidor ha sentido con uno o varios aspectos de cada uno de sus protagonistas. Es tan fácil entender las motivaciones de Walter, Patty y Richard que inevitablemente, en más de una ocasión, he pensado mientras leía: “yo actuaría así”. O, mejor/peor aún, “de hecho, yo actué así”.

Empecé a leer “Libertad” el sábado 31 de marzo, justo después de subirme al tren que me llevaría de Madrid a Galicia para disfrutar de la Semana Santa en compañía de mis familiares y amigos. Me pasé las 6 horas del trayecto enfrascado en sus páginas y no lo solté hasta que se anunció por megafonía la parada de Santiago de Compostela. Terminé de leer el libro el lunes 9 de abril, en el tren de vuelta a Madrid, y tuve que hacer un esfuerzo importante para que la persona que ocupaba el asiento contiguo al mío no percibiera el brillo lacrimoso que llevaron a mis ojos las palabras de su último capítulo.

Así que si me preguntas si “Libertad” me parece la nueva Gran Novela Americana, la única respuesta posible por mi parte es “y yo qué sé”. Pero eso no quita, claro, que me parezca una novela realmente grande (con mis queridas minúsculas). Tanto, que la obra de Franzen inmediatamente anterior, “Las correcciones”, tiene ya un espacio V.I.P. reservado en mi Torre de Lecturas Pendientes (léase con voz de ultratumba).

miércoles, marzo 21, 2012

Nublado y con probabilidad de metaficciones

Hay palabras que, inevitablemente, me ponen. “Metalenguaje” es una. “Inadaptable”, otra. Si las descubro aplicadas al libro que servirá de sustento narrativo para una próxima película dirigida a seis manos por los hermanos Wachowski y Tom Tykwer, la consecuencia obvia es que un servidor se sienta impelido a leer el libro antes del estreno del film, porque las probabilidades de que los responsables de “The Matrix” (y sus inenarrables secuelas) y “Corre, Lola, corre” logren capturar el espíritu de la obra son bastante escasas. Si Andy y Lana no fueron capaces en el caso de un tebeo tan apto para el salto al celuloide como es “V de Vendetta” (cuya adaptación escribieron y produjeron), ¿cómo podrían conseguirlo con “El atlas de las nubes”?

Portada de una de las ediciones en inglés de "El atlas de las nubes".

La novela del escritor inglés David Mitchell responde a una peculiar estructura antológica con historias dentro de historias que se interrelacionan al ser leídas/vistas/oídas las unas por los protagonistas de las otras. Con la particularidad, además, de que cada una de las ficciones se interrumpe a la mitad para dar paso a una nueva narración situada en un peldaño de existencia superior (en tanto que contiene a la anterior) y que a su vez se interrumpirá también en su ecuador para ser asimilada por el siguiente nivel en este juego de muñecas matrioskas literarias. Luego, como si de un bumerán se tratase, a partir de un eje de simetría que coincide con el sexto círculo concéntrico de estas metaficciones, las distintas historias serán retomadas donde habían quedado y alcanzarán su conclusión en el orden inverso al que fueron presentadas.

El autor, David Mitchell.

Precisamente es uno de los protagonistas del libro, el compositor Robert Frobisher, quien lo explica con una cabriola metalingüística en la que el propio Mitchell se permite bromear sobre lo pretencioso de su propuesta: “He pasado estas dos semanas en la sala de música, reelaborando los fragmentos de este año para integrarlos en un “sexteto para solistas que se solapan”: piano, clarinete, chelo, flauta, oboe y violín, cada uno en su clave, escala y timbre. En la primera parte, cada solo se ve interrumpido por el siguiente; en la segunda, se retoma cada interrupción, en orden inverso. ¿Idea revolucionaria o efectismo insustancial?”

Una de las ilustraciones conceptuales para la adaptación a cargo de los hermanos Wachowski y Tom Tykwer.

Las distintas narraciones contenidas en “El atlas de las nubes” responden a modelos literarios diferentes y siguen además una dirección espacio-temporal concreta. El libro se abre con “El diario del Pacífico de Adam Ewing”, una historia de marineros con ecos de Melville y Conrad contextualizada en las islas de Oceanía a mediados del siglo XIX. Le sigue “Cartas desde Zedelghem”, narración epistolar atribuida al músico bisexual Robert Frobisher, un cazafortunas inglés que recala en la Bélgica de los años 30. “Vidas a medias: el primer misterio de Luisa Rey” es una novelita de suspense ubicada en los años 70 californianos sobre periodistas heroicas y conspiraciones en el ámbito de la energía nuclear. La siguiente parada, “El tremendo calvario de Timothy Cavendish”, nos lleva a la Inglaterra del momento actual, donde un cínico editor literario deberá esconderse de unos furiosos acreedores en el lugar más insospechado de la campiña británica. “La antífona de Sonmi-451” traslada la acción a una Corea ultra-capitalista claramente inspirada en las distopías futuristas de Philip K. Dick, y “El cruce de Sloosha y toda la vaina” culmina el ascenso por la escalera de ficciones en un Hawai post-apocalíptico donde la civilización ha retrocedido miles de años hasta una organización social primitiva y tribal. Pese a que uno pueda detectar ecos de Alessandro Baricco o de Italo Calvino en su planteamiento, “El atlas de las nubes” posee una personalidad propia que deriva de referentes muy distintos a los que manejan los escritores italianos antes mentados.

Otro concept art para la versión cinematográfica de "El atlas de las nubes".

Mitchell consigue que cada una de las historias tenga peso específico no sólo desde la perspectiva argumental, sino también desde un punto de vista estilístico. El diario de Ewing está escrito de un modo radicalmente distinto al relato oral de Zachry (protagonista de la última narración) y no tiene tampoco nada que ver con el estilo seco y directo del interrogatorio al que la replicante Sonmi-451 es sometida por las orwellianas autoridades de Nea So Copros. Pese a todo ello, resulta que “El atlas de las nubes” es un libro de fácil lectura, muy entretenido y con un alto poder de enganche. La riqueza de detalles, guiños y referencias de unas historias a otras hace de esta novela una obra que se presta a la revisión, pudiendo variar además el orden de lectura: ora siguiendo la numeración de las páginas del libro (dejando en hiato las distintas narraciones hasta que sean retomadas en la segunda vuelta), ora atacando cada una en su totalidad para disfrutar sin interrupciones de sus particularidades intrínsecas. Sólo gracias a una lectura minuciosa podrá uno ahondar en el mensaje global del texto, en el concepto que unifica todos sus fragmentos: el respeto a la naturaleza, a la vida y a la dignidad humana, ya sea en el caso de un esclavo del hombre blanco en el siglo XIX, en el de un anciano maltratado en un asilo de principios del siglo XXI o en el de un clon diseñado para servir mesas en un restaurante de comida rápida de mediados del XXII.

Cubierta de la edición española de "El atlas de las nubes" para la colección Tropismos de Ediciones Témpora.

Desgraciadamente, resulta difícil encontrar en las librerías una traducción española de “El atlas de las nubes”. La edición que yo tengo, única hasta la fecha, data de 2006 y es obra de Ediciones Témpora. La conseguí gracias a la inestimable ayuda de la Srta. Imantada, profunda conocedora de las posibilidades literarias de la red de redes, y es sin duda una de las lecturas más inspiradoras e imaginativas que he disfrutado en los últimos tiempos. Con suerte, la próxima adaptación cinematográfica llevada a cabo por Tykwer y los Wachowski traerá consigo una nueva edición española de la novela, subsanando así su incomprensible ausencia en las estanterías de las librerías de nuestro país.

jueves, enero 26, 2012

Libros

Esta mañana se presentó en mi casa el cartero con un paquete bajo el brazo. Era un regalo procedente del otro lado del océano: un libro. Me lo envió alguien a quien no tengo el placer de conocer personalmente, pero que inevitablemente llamo amigo porque creo que todo aquél que te regala un libro es, de un modo u otro, lo sepa esa persona o no, un amigo. Este libro regalado por un amigo tiene, como debe ser, una dedicatoria escrita en su primera página. Y es una de las buenas.

Todavía hoy me arrepiento de los libros que he regalado sin dedicar.


Me gustan los libros. Como objeto. Supongo que los e-books, esas maquinitas tan compactas, transportables y seguramente ecológicas (por eso de no contribuir con su fabricación a la deforestación del Amazonas), ofrecen innumerables ventajas respecto a la palabra impresa sobre el papel, pero yo por ahora no consigo pasar por alto el presentimiento de que el día en que dé el salto a la literatura digital (y ese día, me temo, llegará más tarde o más temprano) algo se morirá en mi alma de lector.

Me gustan los libros como objeto porque tienen un formato y unas dimensiones específicas, porque son fruto de un trabajo de diseño y maquetación, porque presentan encuadernaciones pegadas o cosidas, ediciones en rústica o tapas duras. Porque lucen en la contraportada o en las solapas de la camisa esas fotos tan ridículamente solemnes (casi siempre) del autor, acompañadas de una biografía redactada ad hoc que pretende (casi siempre también) que todos parezcan genios de talento inagotable. Me gustan porque huelen. Porque velan por ti desde la mesilla de noche cuando apagas la luz antes de dormirte, derrotado por la última página leída o cabreado por no poder trasnochar para leer la siguiente (¡las 100 siguientes!). Porque los que todavía aguardan a ser leídos en la estantería de la casa de mi abuela me permitirán pasar el dedo sobre los mismos renglones amarilleados por el tiempo que ella subrayó con su índice hace 20, 40 ó 60 años. Porque no sé cómo demonios se dedica un pdf.

Pensaba, minutos después de desempaquetar mi regalo, en estas y otras cosas relacionadas con el placer de tener un libro entre las manos cuando otro amigo (una amiga en este caso, una a la que hace mucho que no tengo el placer de ver en persona) me descubría vía Facebook un cortometraje de animación que vino, de un modo casi providencial, a darme rotundamente la razón. Se titula “The fantastic flying books of Mr. Morris Lessmore” y es uno de los nominados al Oscar de Hollywood en su categoría. Podéis verlo pinchando en la siguiente imagen:


Estoy seguro de que a la persona que me ha regalado el libro le gustará este corto tanto como a mí.

lunes, agosto 29, 2011

Recomendaciones unisex: "Cien años de soledad"

Existe en el Abismo desde hace un tiempo una sección denominada “recomendaciones femeninas” en la que un servidor reseña los libros que las mujeres importantes de su vida le han aconsejado leer. No es que pretenda menospreciar las recomendaciones literarias hechas por varones; nada más lejos de la realidad. Lo que sucede es que sólo conozco a dos portadores del par cromosómico XY que me recomienden habitualmente lecturas, siendo éstos mi hermano J. (mayúscula) y mi buen amigo Lync. Comprenderéis que edificar un epígrafe bloguero sobre los gustos de dos únicos fulanos, por mucho que los quiera el abajo firmante, carecería de sentido más allá de la primera dupla de entradas. Para eso lo mejor sería que ellos mismos inaugurasen sus propias bitácoras (ojalá) y allí se quedasen a gusto desbarrando sobre sus descubrimientos literarios. Teniendo esto en cuenta, lo más lógico habría sido conservar en esta entrada el antetítulo “recomendaciones femeninas” con el X romano testificando que llevo ya una decena de libros leídos (desde que existe este blog, claro) por influencia de mis damas favoritas. Sin embargo, fue tanta la insistencia de mi compadrito Lync para que acometiese la lectura de “Cien años de soledad” como efusiva y reiterativa la glosa de sus bondades por parte de mi inseparable Eva, y situar la influencia de la una por encima del otro a la hora de justificar mi reseña de la novela de Gabriel García Márquez me parecía poco menos que un maleducado desplante. De ahí ese feo palabro, “unisex”, que le resta charme al título de esta entrada y que sin embargo se antoja más honesto y agradecido de lo que jamás habría sido su alternativa, “femeninas”.

Aclarado esto, entremos en materia:


“Cien años de soledad” cuenta la historia de Macondo, ficticia localidad caribeña donde Gabo ya situase en su momento los acontecimientos relatados en su novelita “La hojarasca”. Se trata de un pueblo imaginario no sólo por su condición irreal, sino también por lo fantástico (lo imaginativo) de cuanto allí acontece. Inspiración directa (no sé si confesa, pero sí perfectamente reconocible) del “Palomar” tebeístico de Beto Hernández, no es extraño encontrar en las casas y las calles de Macondo toda suerte de fenómenos paranormales que discurren, sin embargo, con la más campechana cotidianidad: fantasmas, maldiciones, profecías y plagas de proporciones bíblicas no suscitan más asombro entre los lugareños que la música producida por una pianola o la simple visión de un pedazo de hielo.

Al mismo tiempo y de forma inseparable, “Cien años de soledad” es también el desglose de una genealogía íntimamente ligada a la historia del municipio. A caballo entre la hagiografía y el esperpento, Gabo despliega durante más de 400 páginas las desventuras del clan fundado por José Arcadio Buendía (aventurero, inventor y soñador porfiado) y Úrsula Iguarán (columna vertebral de una familia que, más allá de los machistas usos y costumbres de la época, se revela desde sus orígenes como una velada ginecocracia). Durante un siglo, los Buendía nacen, crecen, se reproduce y mueren. Aman mucho, también, condenados a un destino circular en el que caben desde la guerra interminable hasta la irreverente santidad, desde la inocencia sublimada hasta el odio más puro y destilado.

A este mejunje de lo íntimo con lo fantástico, de lo veraz con lo soñado, lo denominan los críticos literarios “realismo mágico” y a mí es un término que, puesto en la misma frase que el nombre de Gabo (miradlo en la foto de aquí abajo, con esa sonrisa de ternura y esa mirada que parece decirnos "sé más sobre la vida que tú, pero sólo se me permite confesarte que es hermosa"), me sulibeya profundamente (que diría Carlos Mejía Godoy).


García Márquez, al igual que su gitano Melquíades, hace de las palabras alquimia y de cada capítulo una pequeña piedra filosofal. No sólo porque parezca estar poseído por el verbo mismo (el gramatical, no el religioso), habiendo abrazado el idioma o habiendo sido abrazado por él en una simbiosis que ríete tú de la anémona de mar y el cangrejo ermitaño. No sólo, también, porque los personajes resulten siempre próximos incluso en el disgusto; humanos a pesar de su naturaleza casi animal; familiares, en suma, pese a no compartir nuestras raíces ni apellidos. Sino porque a todo ello hay que añadirle además una capacidad única y milagrosa para verter un número incalculable de ideas por página. No bagatelas de vulgar juntaletras, sino conceptos rotundos y elevados. A veces ingeniosos chascarrillos, otras máximas vitales y en ocasiones incluso deliciosos guiños a Carlos Fuentes, Alejo Carpentier o Julio Cortázar (no os podéis imaginar el vuelco que me dio el corazón al encontrar el nombre de Rocamadour oculto entre tanto Aureliano y tanta Amaranta). Hay en cada párrafo, en cada oración de “Cien años de soledad” al menos una gota de filosofía o de sentimiento, como cuando el narrador constata que “en cierta ocasión en que el padre Nicanor llevó al castaño un tablero y una caja de fichas para invitarlo a jugar a las damas, José Arcadio Buendía no aceptó, según dijo, porque nunca pudo entender el sentido de una contienda entre dos adversarios que estaban de acuerdo en los principios”; o cuando otro de los personajes de la obra, un erudito librero catalán, afirma que “el mundo habrá acabado de joderse el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga”. No son ejemplos meticulosamente escogidos, lo prometo, sino simples fragmentos tomados al azar de entre los miles de valiosos renglones que nutren esta obra maestra.

Obra maestra, sí. Esa palabrota que lees y oyes a diario sobre casi todo y desde casi cualquier púlpito. Cinco sílabas que parecen ya una fórmula rutinaria para ensalzar el artículo de turno, ya sea el disco de moda o la última película del realizador del momento. Yo las tengo guardadas en lo profundo del arcón de donde extraigo las palabras con que siembro el Abismo cada vez que me siento frente al teclado. Procuro mantenerlas siempre a buen recaudo, asumiendo no obstante que su uso no volverá a ser necesario, como esas mangueras de emergencia intocables tras la vitrina que reza “rómpase en caso de incendio”. Pero a veces, contra todo pronóstico, el edificio se quema hasta los cimientos.

Así pues: gracias, Lync; gracias, Eva. Por este fuego inextinguible; este diamante literario. Y también por todo lo demás.

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Un últime apunte: además de la propia novela, recomiendo encarecidamente interiorizar el discurso que Gabo ofreció el día de 1982 en que fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Podéis leerlo al completo haciendo click AQUÍ o escucharlo de su propia voz en dos enlaces de YouTube (1 y 2).

jueves, junio 23, 2011

Cunnilingus, mon amour

Anoche, tras llevar a buen término una importante purga de archivos innecesarios en mi disco duro externo (haciendo espacio para otros muy necesarios), me entretuve un buen rato vagabundeando por el explorador de Windows, repasando mi colección de música en mp3. De vez en cuando resulta divertido hacer un recuento de lo que se tiene, de lo que se ha escuchado mucho, de lo que se ha escuchado poco y de lo que no se ha llegado a escuchar jamás (asumo que ya sabéis cómo funciona la fiebre de las descargas: uno se baja todo lo que le sale al paso y al final no disfruta más que del 25-30% de lo cosechado). Revisando los gigabytes de música que llevo acumulados a lo largo de los últimos años, me reencontré con algunos discos que hacía mucho tiempo que no escuchaba y sentí la necesidad de ponerlos de nuevo a sonar.

(Flashback, s'il vous plait)

Unos meses antes de comenzar la andadura bloggera del Abismo, servidor disfrutó de una breve estancia como estudiante de Erasmus en Francia, más concretamente en la ciudad vinícola de Bordeaux. Allí, además de estudiar poco y conocer a unas cuantas personas estupendas, tuve la suerte de descubrir una pequeña parte de la cultura ociopática francesa, a años luz (sobre todo en volumen, pero en ocasiones también en calidad) de su equivalente hispana. Así, leí tebeos imposibles de encontrar traducidos a la lengua de Cervantes, acudí a la proyección de películas que no se estrenaron en pantalla grande en nuestro país y descubrí algunos grupos de rock cuya repercusión jamás ha traspasado los Pirineos. Entre todos ellos, dos me llamaron poderosamente la atención y se convirtieron en mi banda sonora personal para los meses que pasé de Erasmus: Noir Desir y Dionysos. De los primeros ya escribí en este blog hace un tiempo (aquí y aquí), pero creo que nunca había reseñado por estos lares las virtudes de los segundos.

Dionysos son un grupo formado en 1993 en la Valencia Francesa (Valence-sur-Rhône), ciudad del département du Drôme. Pese a que tienen seis álbumes de estudio publicados, reconozco que yo sólo he escuchado atentamente los dos últimos.


Lo primero que me llamó la atención de “Monsters in love”, editado en 2005, fue la portada ilustrada por el estupendísimo dibujante y guionista de comics (y recientemente director de cine) Joann Sfar. El single de presentación del disco, “Tes lacets sont des fées”, venía acompañado de un sugerente videoclip animado, también debido al autor de “El gato del rabino”. Mordido el anzuelo (lo cual no es de extrañar, dada mi admiración hacia Sfar), el álbum se desplegó ante mí como una obra plena de creatividad, inventiva, riesgo y descaro; una fusión entre pop, rock, punk y chançon interpretada con un acompañamiento instrumental de lujo. En el tracklist de “Monsters in love” conviven la rabiosa energía de pepinazos como “Giant Jack” o “Le retour de Bloody Betty” con la delicadeza de tonadas como “Miss Acacia” o “Neige”, sin olvidarnos del interludio “I love liou”, uno de los temas instrumentales más evocadores y emocionantes que recuerdo.

“Monsters in love” es una gozada de disco: 52 minutos de música divertida, soprendente, fabulística y fabulosa. Si proviniese de un grupo nacional o, más aún, de uno anclado en el panorama mainstream anglófono, estaríamos hablando de una presencia ineludible en la gran mayoría de listas (supuestamente rigurosas) que compilan los mejores álbumes de la pasada década.


Dos años después de “Monsters in love”, el frontman, guitarrista y principal compositor de Dionysos, Mathias Malzieu, publicó su tercer libro, “La mecánica del corazón”, editado en nuestro país por Mondadori. No lo he leído y no creo que lo haga en breve. Parece (y hablo desde el prejuicio) una historia gótica de amores imposibles cercana en intenciones al cine (casi un género en sí mismo) de Tim Burton. Nada en lo que me apetezca profundizar, al menos desde una perspectiva literaria. No obstante, acompañando a la publicación del libro, Dionysos editó una suerte de banda sonora homónima (“La mécanique du cœur”) que sí merece totalmente mi atención.

“La mécanique du cœur” no debe entenderse como un álbum al uso, sino como parte de un proyecto audiovisual mayor. De hecho, Luc Besson está produciendo una adaptación cinematográfica del texto original empleando la técnica de animación en stop-motion. Una aproximación al futurible aspecto final del proyecto puede disfrutarse en el videoclip del excelente tema “Tas toi, mon cœur”. No es el único punto álgido de un disco que incluye también una particular versión del clásico “When the saints go marching in”, un título tan cabaretero y picarón como “Cunnilingus, mon amour” (no he podido resistirme a parafrasearlo como epígrafe para esta entrada) o la épica entre surf y rockabilly de “Whatever the weather”. Si la película finalmente se estrena según lo previsto (en IMDb la esperan para octubre de 2011), no quepa duda de que servidor pagará gustoso su entrada para presenciar tan prometedor espectáculo.


Dionysos son un grupo de rock malhereusement inconnu al sur de los Pirineos. Rompo desde aquí una lanza por ellos, por darles una merecidísima oportunidad entre la marabunta de formaciones y títulos que se abalanzan repetitivamente sobre el melómano ávido de nuevas alegrías musicales. Porque no todo el pop-rock actual termina en los Radiohead, los Coldplay y los Bon Iver de los que tantos titulares leemos a diario.

...

Que sí, que yo también planeo redactar mi propia reseña de lo último de Bon Iver, pero hoy la gloria es para Dionysos. Bien ganada se la tienen.