martes, julio 31, 2012

Hit the Lights

“Un hombre no se mide por el modo en que cae a la lona, sino por cómo se levanta”.

Jack “Batallador” Murdock ("Daredevil: Yellow" de Jeph Loeb y Tim Sale).


A la pequeña pantalla le está pasando lo mismo que le sucede a cualquier otro medio de expresión artística cuando alcanza la madurez: la oferta se diversifica tanto y existen tantos títulos a tener en cuenta que resulta imposible seguir la pista de las últimas novedades con la comodidad con que uno lo hacía tiempo atrás. A principios de la pasada década, las series realmente imperdibles, aquéllas que acabarían convirtiéndose en referentes de todo lo que vino después, eran pocas. Con la proliferación de producciones de altos vuelos para el ámbito catódico, las parrillas norteamericanas se han ido llenando de títulos de mayor o menor calidad entre los cuales se hace cada vez más difícil distinguir la paja del grano. Al final, inevitablemente, uno acaba dejándose seducir por los nombres que más se repiten entre el público afín y los pseudo-entendidos de la bloguesfera (aunque resulten ser mediocridades del calibre de “True blood” o “American Horror Story”) y no repara en otros más meritorios que vuelan muy por debajo de su radar.


Hace unos meses le comentaba a J. (mayúscula) que, al igual que sucedió con el western en “Deadwood” y “Hell on wheels” o con el género bélico en “Band of brothers” y “The Pacific”, estaría bien que alguna cadena de prestigio como HBO, AMC o Showtime le diese una oportunidad a una hipotética serie centrada en otra temática recurrente en el Séptimo Arte: el boxeo. Mis argumentos para demandar tal cosa eran, en mi nada modesta pero siempre discutible opinión, bastante consistentes: el mundo del boxeo tiene un componente dramático innegable, y siempre he creído que hay pocos ambientes deportivos más cinematográficos que un cuadrilátero. Así lo atestiguan films como “Toro salvaje”, “Rocky”, “Ali”, “The fighter” o la más reciente, estupendísima e incomprensiblemente inédita en España “Warrior” (aunque allí el ring fuese un hexágono). Los clichés de la competición profesional y del submundo que la rodea (las apuestas ilegales, los combates amañados, las secuelas físicas de toda una vida recibiendo golpes, etc.) podrían desarrollarse plenamente en una narración que huyese de las restricciones temporales de la gran pantalla, y en lugar de tener uno de esos montajes de entrenamiento de un par de minutos que habitualmente se muestran en el cine antes de que el protagonista encare el climático enfrentamiento final con su adversario, los guionistas podrían mostrarnos la progresión física del personaje a lo largo de varios capítulos, haciendo hincapié en el hecho de que un combate se gana tanto en los 12 asaltos que tienen lugar sobre la lona como en los meses previos de esfuerzo y sacrificio.


Por supuesto, yo decía aquello sin tener ni la menor idea de que la serie que estaba construyendo en mi cabeza ya existía y que llevaba por título “Lights out” (“El declive de Patrick Leary”, en su insólita traducción al castellano). Me hizo cierta ilusión, de hecho, descubrir que el showrunner Justin Zackham había tenido la misma idea antes que yo y que había logrado convencer a la cadena FX para emitir, entre enero y abril de 2011, los 13 episodios que J. (mayúscula) y yo terminamos de ver la pasada semana.


“Lights out” está protagonizada por Patrick “Lights” Leary, ex-campeón de los pesos pesados que lleva cinco años retirado de la competición. Bajo la imagen exterior de una idílica vida familiar junto a su esposa Theresa y sus tres hijas se esconde una precaria situación económica fruto de una serie de malas inversiones y de los constantes gastos generados por su padre (y antiguo entrenador), su hermano Johnny (su representante y actual gerente de su gimnasio) y su hermana Margaret (propietaria de un restaurante levantado gracias al dinero ganado por Lights a base de jabs y uppercuts). Atosigado por sus acreedores e incapaz de lograr suficientes contratos publicitarios (en mercados tan denigrantes como la Teletienda) que le permitan mantener el alto nivel de vida de todos los miembros de su clan, Lights se verá en la encrucijada de tener que decidir entre un empleo clandestino como cobrador para un conocido mafioso local o una revancha bajo los focos contra el hombre que le arrebató el cinturón de campeón en su último combate antes de retirarse: Richard “Death Row” Reynolds.


Como no podía ser de otro modo, “Lights out” hace suyos todos los clichés que antes mencionaba y los desarrolla con solvencia en el peor de los casos y gran lucidez en el mejor, en la que podríamos calificar como la “historia definitiva del boxeador de ficción”. La serie cuenta con un reparto más que competente, en el que destacan caras semi-conocidas como las de Catherine McCormack (esposa de William Wallace en “Braveheart” y novia del personaje de Brad Pitt en “Spy Game”), Pablo Schreiber y Reg E. Cathey (ambos vistos en roles secundarios de la inconmensurable y nunca suficientemente alabada “The Wire”), Eamonn Walker (dictador liberiano en la interesante "El señor de la guerra" de Andrew Niccol) o Stacy Keach (otro recurrente rostro televisivo, presente en títulos como “Prison break” o “Bored to death”). No obstante, el mayor acierto de casting es el que atañe al personaje protagonista: Holt McCallany, inadvertido secundario en ciento y una producciones que van desde el cine de culto (“El club de la lucha”) hasta la fast food catódica (“CSI”), compone un Patrick “Lights” Leary que aúna determinación, coraje y pundonor con incontables matices de gris que lo acercan a un abismo profesional, familiar y moral del que quizás no consiga salir con vida (“…but the fighter still remains”, que dirían Simon y Garfunkel). Un papel en el que el componente físico resulta determinante, aspecto en el que tanto McCallany como el actor Billy Brown (que interpreta a su rival “Death Row” Reynolds) cumplen con matrícula de honor.


La sobria puesta en escena y la brillante realización de las escenas de boxeo (el último combate está narrado prácticamente en tiempo real), la inteligente elusión de los elementos más bochornosamente melodramáticos en esta clase de historias y la progresiva intensidad emocional del relato son otros de los factores que hacen de esta “Lights out” una serie absolutamente recomendable, por mucho que el resultado final quede un par de peldaños por debajo de las grandes obras maestras del medio (como “Mad Men”, “Los Soprano” o lo que hemos visto hasta la fecha de “Boardwalk Empire”, por ejemplo).


Ni siquiera uno de los principales varapalos sufridos por la serie, su cancelación al final de la primera (y por tanto única) temporada debido a las bajas audiencias, puede considerarse una flaqueza. Más bien al contrario: “Lights out” se convierte así en una narración autoconclusiva que, por suerte para el espectador, se cierra con toda la intensidad, inteligencia y rotundidad que uno podría desear. Su último episodio es una recompensa para todos aquellos que hemos seguido durante más de 8 horas de metraje a este campeón caído que se levanta incansablemente tras cada nueva zancadilla que la vida pone a su paso en el camino hacia la redención y ¿la gloria?

Un perfecto punto final para una serie que merece sin duda un reconocimiento mucho mayor que el conseguido hasta la fecha.

sábado, julio 28, 2012

Relecturas estivales III: "Xenozoic Tales"

De pequeño me volvían loco los dinosaurios. Loco de remate. Tenía (y aún debo tener, amontonada en algún oscuro recoveco del desván de la casa de mis padres) una extensa colección de enciclopedias y libros de ilustraciones sobre lagartos prehistóricos que revisitaba a diario y utilizaba como referencia constante para los miles de dibujos protagonizados por deinonychus, triceratops y diplodocus que hice a lo largo de mi infancia. Tantos que aún es hoy el día en que puedo dibujar con los ojos cerrados un T-Rex de proporciones correctas, mientras que necesito echar mano de toneladas de material fotográfico para conseguir plasmar sobre el papel un caballo que no parezca un perro anoréxico. Por aquel entonces me hacía ilusión ir al médico porque, cuando la enfermedad o la dolencia era lo suficientemente importante, al salir de la consulta mi madre me compraba una figurita de plástico de un dinosaurio en una tienda de Ferrol que juraría que hoy ya no existe (y si existe dudo mucho que aún conserve alguna de aquellas figuras).  No es difícil imaginar que, llegado un momento, mi padre fuese capaz de adivinar la gravedad del parte médico según el tamaño del dinosaurio de pvc que servidor llevase en las manos al atravesar junto a mi madre la puerta de casa. Por suerte (para mi salud, que no para mi colección) nunca conseguí convencer a mi vieja para que me comprase el supersaurus.


Otra cosa que me volvía majareta de pequeño eran los videojuegos. Cuando yo tenía 8 ó 9 años, las consolas caseras aún no podían medirse en potencia gráfica ni jugabilidad con las máquinas recreativas, así que los fines de semana J. (mayúscula) y yo nos gastábamos una buena parte de nuestra asignación semanal en el salón de juegos de Pontedeume repartiendo estopa en beat’em up’s como “Captain Commando”, “Mutant Fighter”, “World Heroes” o, meses antes de que la Super Nintendo fuese lanzada al mercado español, el revolucionario “Street Fighter 2”.

Dos de mis pasiones infantiles se fundieron en un solo título el día en que una nueva máquina recreativa llegó a nuestro pueblo: “Cadillacs and Dinosaurs”. ¿Un juego de lucha en scroll lateral ambientado en un futuro post-apocalptico donde vestigios de nuestra civilización (viejos automóviles, principalmente) conviven con la flora y la fauna de la prehistoria? Existe una expresión en internet acuñada para casos como éste:


El dato en el que aquel Jero de metro veinte jamás reparó, durante aquellas mañanas de domingo jugando a “Cadillacs and Dinosaurs” junto a J. (mayúscula), era la leyenda en letra pequeña que acompañaba al título de la recreativa y que rezaba: Tales based upon the comic “Cadillacs and Dinosaurs”. Supongo que mi inglés estaba aún un poco verde por aquel entonces.

Poco tiempo después, la irrupción de las videoconsolas de 16 bits hizo que la excitación del salón recreativo se trasladase a otro salón, el de nuestra casa, y “Cadillacs and Dinosaurs” se transformó en una más de esas cosas entrañables de la infancia que poco a poco se van enfriando en la memoria hasta convertirse en una anécdota. Al menos hasta que una tarde de diciembre, en 1994 o tal vez 1995, J. (mayúscula) y yo descubrimos en la televisión una serie de dibujos que reproducía el ambiente y los personajes del videojuego y que era de lo mejorcito que habíamos visto hasta la fecha en cuanto a animación televisiva occidental (el anime nipón es otra historia, desde luego). La existencia de aquella serie evidenciaba que “Cadillacs and Dinosaurs” no era sólo un juego de arcade, sino que su argumento tenía una base previa más compleja, posiblemente literaria o, como descubrí muchos años más tarde, de tebeo. Tenéis que entender que por aquel entonces aún no había llegado la (bendita) internet a los hogares y que, viviendo en un pueblo de 7.000 habitantes donde sólo había dos librerías que vendiesen comics (y apenas un puñado de títulos en grapa, nada de recopilatorios o álbumes en tapa dura), estar al corriente de este tipo de pormenores era sencillamente una utopía. Durante los 90, y en lo que respecta al Noveno Arte, si no lo podías encontrar en Áncora o en Cunqueiro, no existía.


No fue hasta 1999, ya en plena adolescencia, que Planeta de Agostini publicó en España el primer número de una serie limitada titulada “Xenozoic Tales” cuya portada desvelaba el obvio parentesco con la recreativa y la serie animada que J. (mayúscula) y yo habíamos conocido tiempo atrás. El cambio de título era desconcertante, pero un vistazo rápido a sus viñetas en blanco y negro fue más que suficiente para reconocer en aquellas páginas a Jack Tenrec, Hannah Dundee y toda la maravillosa biodiversidad prehistórica que había llamado mi atención desde un primer momento.


No por obvia era la verdad menos reveladora: el universo de “Cadillacs and Dinosaurs” procedía de la imaginación del guionista y (por encima de todo) dibujante Mark Schultz, un tipo que probablemente también pasó muchos años de su infancia garabateando dinosaurios en toda superficie dibujable que se le pusiese a tiro. Las historias escritas e ilustradas por Schultz habían comenzado a publicarse con el título de “Xenozoic” en la antología “Death Rattle” de la editorial Kitchen Sink, a la que pronto le seguiría una cabecera propia, "Xenozoic Tales", estrenada en EE.UU. en febrero de 1987. A partir de 1990, y gracias al hecho de que Schultz poseía los derechos íntegros sobre su obra, Marvel reeditó dentro de su sello Epic las primeras entregas de la colección, coloreadas para la ocasión y rebautizadas con el título algo más comercial de “Cadillacs and Dinosaurs”, que fue el que finalmente quedaría para los anales.


El modelo narrativo de los relatos xenozoicos que Planeta publicó durante 15 meses en nuestro país está fuertemente inspirado en los tebeos de terror y ciencia-ficción de E.C. Comics (como “Tales from the Crypt” y “Weird Fantasy”), con un estilo gráfico deudor tanto de Wallace Wood y Jack Davis como de Frank Frazetta y Harold Foster (en mayor medida cuanto más avanza la serie). Releídas ahora, estas historias vuelven a entretenerme con sus nostálgicos (y algo bisoños) guiones en clave pulp y a maravillarme con una evolución gráfica que se traduce, a partir del décimo ejemplar, en un alarde constante de detallismo, precisión anatómica, fascinante creación de atmósferas y una narrativa tan clásica como deslumbrante.


Desgraciadamente, Schultz lleva años alejado de la Era Xenozoica, escribiendo desde 2004 las andanzas de “Príncipe Valiente” que dibuja Gary Gianni, así como diversas mini-series para Marvel, DC y Dark Horse, por lo que desde aquel decimoquinto número publicado por Planeta no ha vuelto a haber noticias de “Xenozoic Tales” ni en EE.UU. ni en lo que respecta al escenario editorial español (Planeta no llegó a publicar las historias de complemento guionizadas por Schultz y dibujadas por Steve Stiles). Una pena, dado el extraordinario nivel gráfico que manifiestan las últimas ilustraciones y bocetos realizados por Schultz que he podido ir encontrando a través de la red. Me temo que aún tardaremos muchos años en conocer la conclusión de las aventuras de Jack Tenrec y Hannah Dundee, si es que algún día llega a publicarse.


jueves, julio 26, 2012

Optimus Alive 2012: parte 2

(Previously on El Abismo...)

El tercer y último día del festival comenzó con buena nota en el palco Heineken, donde grupos supuestamente menores ofrecían una alternativa musical a los teóricos grandes nombres del cartel. Al contrario que en las jornadas anteriores, el 15 de julio P., F. y el abajo firmante llegamos a primera hora de la tarde al recinto del Optimus Alive para aprovechar al máximo los conciertos del día, y aquel palco parecía el lugar perfecto para disfrutar de algunas propuestas tan interesantes o más que las del escenario Optimus (del que no me había movido en los dos días precedentes) en un ambiente cómodo y distendido.

Eli “Paperboy” Reed
15 de julio, 17:00

El encargado de abrir fuego fue Eli “Paperboy” Reed, nombre recurrente de la ola de retro-soul que viene pisando con fuerza en el último par de años. Lo conocí hace un tiempo con su estupendo disco “Roll with you”, y desde entonces siempre había tenido curiosidad por saber si su enérgico repertorio sonaría tan contundente en directo como en las tomas de estudio.


Lo cierto es que Reed no decepcionó, y aunque eché en falta esos metales que dan color a temas como “Explosion” o “Come and get it”, el vozarrón y la actitud del cantante sobre el escenario son incuestionables. Fue un concierto corto y directo, en el que el músico se desgañitó (haciéndonos dudar de su auténtico color de piel), interactuó con el público y dio un repaso a lo más destacado de su discografía, reservándose para los compases finales una estupenda interpretación de “Stake your claim”.

Optimusómetro:



Miles Kane
15 de julio, 18:10

El siguiente artista en subir al escenario Heineken fue el partenaire de Alex Turner en ese afortunado proyecto paralelo a los Arctic Monkeys llamado The Last Shadow Puppets. Miles Kane, antiguo líder de The Rascals y recientemente desvirgado en solitario con el álbum “Colour of the trap”, salió a escena con la actitud de una auténtica superestrella y se metió al público en el bolsillo a fuerza de carisma, desparpajo y rock'n'roll canónico. Si tuviera que valorar a los músicos del festival de acuerdo a su actitud sobre las tablas, Kane se llevaría el primer puesto de calle.


La sinergia con el público fue en aumento a medida que el breve concierto (apenas 50 minutos) se acercaba a su conclusión, y después de disfrutar en directo de una de mis canciones preferidas en lo que va de año, Kane despidió una soberbia actuación haciéndonos corear durante varios minutos el estribillo de la pegadiza “Come closer”. Tan contagioso fue el buen rollo transmitido con aquel tema, que al día siguiente F. y yo aún cantábamos en el coche, durante el camino de vuelta a Galicia, unos afónicos aaaaaah-uooooooh a dos voces que daban buena cuenta de nuestra admiración hacia el jovencísimo rockanrolla inglés.

Optimusómetro:



The Kooks
15 de julio, 19:35

En vista de una más que posible masificación del público en el palco Optimus cuanto más se aproximase la hora anunciada para la aparición de Radiohead sobre el escenario, al finalizar el concierto de Miles Kane decidimos merendar algo y ganar posiciones para ver a Thom Yorke y cía. desde una distancia aceptable. Lo cual conllevaba, inevitablemente, plantarnos ante el concierto de The Kooks, banda británica surgida a rebufo del éxito de The Strokes (circunstancia que su directo no hace más que corroborar).


Confieso que el grupo comandado por Luke Pritchard me da una pereza espantosa y que no siento ningún tipo de afinidad por su sonido despersonalizado, así que cualquier opinión que pueda emitir sobre su comportamiento sobre las tablas está totalmente contaminada por mis prejuicios. Dicho esto, creo que el concierto de The Kooks fue lo suficientemente ligero y conciso para no aburrirme en exceso, e incluso hubo algún tema que consiguió hacerme mover rítmicamente las caderas. Aunque, bien pensado, tal vez eso sólo fuese una réplica de la energía que aún recorría mi sistema nervioso después del explosivo recital de Miles Kane.

Optimusómetro:



Caribou
15 de julio, 20:15

Turno entonces para el canadiense Daniel Victor Snaith (A.K.A. Caribou), cuyo último LP de estudio, “Odessa”, ha sido ampliamente celebrado por la crítica y que, lo reconozco, es el único trabajo suyo que había escuchado hasta la fecha. Tenía mis dudas sobre la actuación en vivo de Caribou: podía ser un pelotazo, si potenciaba la parte electrónico-festiva de sus composiciones, o un auténtico tostón, si se iba por las ramas de lo experimental. Al final la cosa se quedó en un punto intermedio, ofreciendo un concierto donde los momentos de percusión exótica se conjugaron con otros de (moderado) subidón bailongo.


Snaith, ajeno a cualquier tipo de glamour festivalero, estaba bien pertrechado por un pequeño grupo de músicos multiinstrumentistas, todos ellos ataviados con camisetas de un blanco impoluto y formando un pequeñísimo círculo en el centro del escenario que desaprovechaba las oportunidades escénicas del palco principal del Optimus Alive. Posiblemente Caribou sea una banda más adecuada para las dimensiones y la atmósfera de una sala que para las de un recinto al aire libre con decenas de miles de espectadores, pero su idoneidad como últimos teloneros de Radiohead se vio posteriormente refrendada por el directo del quinteto de Abingdon, más próximo en intenciones a la música de Caribou de lo que a priori un servidor hubiera podido imaginar.

Optimusómetro:



Radiohead
15 de julio, 22:30

Y así, después de casi tres días de conciertos, llegó el momento que un servidor llevaba esperando desde que el 6 de enero recibiera de manos de SS.MM. de Oriente su entrada para el Optimus Alive 2012. Ecos de las celebraciones navideñas en pleno mes de julio. Ya he comentado (demasiadas veces) que lo mío con Radiohead es una historia que viene de lejos. La banda formada por Thom Yorke (voz, teclados, guitarra), Johnny Greenwood (guitarra y percusión), su hermano Colin (bajo), Ed O'Brien (guitarra, percusión y voz de apoyo) y Phil Selway (percusión) es hoy por hoy una de mis (más) favoritas del panorama internacional, y poder verlos en directo por primera vez suponía quitarme al fin una espina que tenía clavada desde hacía muchos años. La expectación, no sólo la mía, era mayúscula, y parecía claro que muchos estábamos allí solamente (o al menos en gran parte) por ellos, tanto los que acudíamos con abono de 3 días como (con más lógica aún) los que sólo tenían entrada para el domingo. Comprenderéis entonces que me extienda algo más en la reseña de su concierto que en la del resto de bandas protagonistas del festival.


Radiohead salió a escena ante un público de 50.000 espectadores (guiri arriba, guri abajo) dispuesto a despellejarse las gargantas coreando las canciones más memorables de la banda. Que fuese “Bloom” la encargada de abrir el show supuso toda una declaración de intenciones: los chicos de Radiohead están muy orgullosos de sus últimos trabajos de estudio, lo cual se traduce en una cantidad considerable de temas extraídos de “In rainbows” y “The king of limbs” en su directo. Sobre todo del último, del cual interpretaron prácticamente todos sus cortes (sólo se dejaron fuera “Little by little” y “Codex”). Desgraciadamente, ambos discos (sobre todo el último) se encuentran entre mis trabajos menos favoritos de la banda, y su excesiva presencia en el desarrollo del concierto dio lugar a un setlist bien distinto al que yo habría elegido, si estuviera en mi mano decidir tales asuntos.

Lo que sí estuvo claro desde un principio es que técnicamente el grupo funciona a las mil maravillas sobre el escenario, con Thom Yorke ejerciendo de excéntrico bailarín y frontman algo autista (apenas dirigió un par de obrigados al público), con una voz prodigiosa que maneja escalas y registros con seguridad y desparpajo. Greenwood demostró por qué está considerado como uno de los guitarristas más destacados de su generación, dejándose caer recurrentemente sobre la sección de percusión de la banda, que contaba además con un segundo baterista para dar empaque a los rítmicos mantras de sus últimos trabajos.


Fallaron una vez más las visuales, no tanto por la aportación propia de la banda (dos filas horizontales de pantallas cuadradas que enfocaban en primerísimo plano y de forma simultánea o alternativa a cada integrante del grupo) sino por la reiteración con las dos grandes pantallas que flanqueaban el palco Optimus y que deberían haberse dedicado a mostrar los movimientos de los miembros de Radiohead desde un plano algo más amplio, en lugar de mostrar exactamente las mismas imágenes que las pantallas del fondo, para que (por ejemplo) los movimientos espasmódicos de Thom Yorke pudiesen ser percibidos por el público situado más allá de las primeras filas.

Tras "Bloom", la banda tardó otras cuatro canciones (la estupenda “15 step”, “Morning Mr. Magpie”, la muy reciente “Staircase” y “Weird fishes/Arpeggi”) en echar la vista un poco más atrás en su discografía (tampoco demasiado) y rescatar el primer tema extraído de “Hail to the thief”: “The Gloaming”. A partir de entonces, el concierto bascularía entre las composiciones de última hornada y los clásicos del repertorio radiocabezudo como “Pyramid song” (en la que Johnny Greenwood acarició las cuerdas de su guitarra eléctrica con un arco de violín, al más puro estilo Sigur Rós), “I might be wrong” (y su reconocible riff) y la lírica y subyugante “Exit music (for a film)”, una de esas canciones que te encogen el corazón con su parsimoniosa melancolía acústica.


El reciente single “Lotus flower” (también conocido como “la canción del bailecito”) era sin duda una de las paradas inevitables del recital, además de ser mi corte preferido de “The king of limbs”. Sonó de lujo y fue recibido con entusiasmo desde la platea, moviendo al baile epiléptico de los presentes (tanto sobre el escenario, con Thom haciendo de las suyas, como en el foso), y permitiendo además a la banda dedicar un guiño cómplice a su amigo Caribou al utilizar un fragmento de su tema “Sun” como introducción.

La alegría del público fue en aumento cuando, concluida “Lotus flower”, unos inconfundibles golpes de percusión anunciaron el comienzo de Autocrítica “There there”, la joya de la corona de “Hail to the thief” y uno de los momentos que más disfruté durante todo el festival. Poco quedaba ya para que la banda abandonase por primera vez el escenario para hacer un alto antes del primer bis, y fueron las canciones “Feral” y “Bodysnatchers” las que nos condujeron hasta el final de la primera parte del concierto.


Unos minutos después, Yorke, Greenwood y cía. regresaron para ofrecernos otras cuatro canciones que constituyeron el mejor segmento de todo el show. A la minimalista “Give up the ghost”, que dejó un poco descolocado a un público que demandaba urgentemente algunos clásicos guitarreros (a mi derecha había un portugués que no paraba de gritar “a karma police, caralho, a karma police!”), le siguieron tres melocotonazos como “Reckoner” (quizás el tema más agradecido en directo de “In rainbows”) y las homéricas “Lucky” y “Paranoid android”, que cosecharon (merecidamente) las mayores ovaciones de la noche.

Llevábamos ya 20 canciones, pero aún quedaría tiempo para dos nuevos bises. En el primero cayeron los dos máximos estandartes de (y únicas referencias a) el reverenciado álbum “Kid A”: “Everything in its right place” (que además da nombre a una de las secciones de la columna de la derecha en este blog) e “Idioteque”. En el segundo, obvia concesión al insistente entusiasmo del público, la banda hizo la única alusión de la jornada a un tristemente olvidado “The Bends” con “Street spirit (fade out)”, que puso el punto y final a dos horas de concierto tan fascinantes en lo estrictamente musical como irregulares en la selección del repertorio a interpretar. Yo personalmente eché muchísimo en falta himnos como “Creep”, “High and dry”, “Just”, "No surprises" o esa “Karma Police” que mi vecino portugués no dejaba de reclamar aún cuando la banda ya había abandonado el escenario definitivamente, y otras canciones menos conocidas pero igualmente deseables como “You and whose army”, “2+2=5” o “Life in a glass house”, cuya inclusión en el espectáculo me hubiese hecho terriblemente feliz.

No fue mi concierto soñado de Radiohead, pero sí un muy buen concierto.

Optimusómetro:



Pese a que aún quedaba algún grupo interesantísimo por actuar en el palco Heineken (como Metronomy, anunciado para las 3 de la madrugada), el cansancio acumulado tras tres días consecutivos de conciertos, bailes, cantos y noches de camping era ya demasiado acusado, por lo que decidimos regresar a las tiendas para dormir lo máximo posible (que tampoco era demasiado) antes de emprender el largo viaje de regreso a Galicia a la mañana siguiente.

Fue el final de un festival con altibajos en lo musical, sí, pero inolvidable desde el punto de vista personal. Gran parte del mérito lo tienen, por supuesto, personas como Tenenbaum, L., S., M. y sobre todo P. y F. A todos ellos, mil gracias.

lunes, julio 23, 2012

The rise and fall of Christopher Nolan and the Batman from Gotham

“The Dark Knight Rises” llega en un momento crucial en la carrera de su realizador, Christopher Nolan. Tras convertirse en una deslumbrante promesa gracias a “Memento”, pequeña obra maestra del cine independiente, y ganarse a buena parte del público mainstream con su reboot de la franquicia del Hombre Murciélago en la convincente aunque irregular “Batman Begins”, el cineasta británico encadenó tres trabajos especialmente memorables que lo convirtieron en referencia del mejor entretenimiento audiovisual actual: la enrevesada y fascinante pirueta de ilusionismo “El truco final (El prestigio)”; la portentosa segunda entrega de su trilogía gothamita, “El caballero oscuro”; y la deslumbrante fantasía onírica “Origen”. Sabedores de que el británico planeaba cerrar su interpretación del universo creado por Bob Kane en una tercera entrega que prometía superar todo lo visto hasta la fecha, los seguidores de Nolan estuvimos mordiéndonos las uñas durante los dos años que tardó en gestarse “The Dark Knight Rises”. Una gestación que ya se revelaba accidentada desde el primer momento debido al inesperado fallecimiento del actor Heath Ledger, uno de los pilares en los que se sustentaba el éxito de “El caballero oscuro”, y que con toda probabilidad repetiría personaje (el caótico e impredecible Joker) en una tercera entrega ideal que Nolan tenía en mente y que ya nunca veremos.

Uno de los estupendos posters promocionales de la película.

Los acontecimientos narrados en “The Dark Knight Rises” tienen lugar ocho años después del film anterior, y presentan a un apático Bruce Wayne (Christian Bale, siempre profesional) que vive recluido en su mansión con la única compañía de su fiel mayordomo Alfred (Michael Caine; perdón: Sir Michael Caine). Del justiciero enmascarado Batman no queda más que un mal recuerdo, alimentado por la farsa construida por el comisario James Gordon (cumplidor Gary Oldman) para mantener las cifras de criminalidad de Gotham bajo mínimos históricos. Sin embargo, la irrupción en la vida de Wayne de una misteriosa y seductora ladrona de guante blanco, Selina Kyle (sorprendente, en sentido positivo, Anne Hathaway), pondrá al multimillonario heredero tras la pista de una nueva amenaza para todo aquello que en el pasado juró proteger: el mercenario enmascarado conocido simplemente como Bane.

La tensión sexual siempre ha formado parte de la relación entre Bruce Wayne/Batman y Selina Kyle/Catwoman.

Resulta evidente, una vez vista la película, que Christopher Nolan (y su hermano y co-guionista Jonathan) tenía demasiadas piezas heredadas de “Batman Begins” y “El caballero oscuro” que necesariamente debía encajar, aún con ciertas prisas, para atar todos los cabos que habían quedado sueltos. O quizás no había tantos cabos sueltos como los Nolan se han empeñado en sacar a la luz, metiéndose en esta recta final de la trilogía en unos cuantos berenjenales que no era necesario pisar. Así, personajes ya conocidos como Lucius Fox (encarnado por Morgan Freeman) poseen una subtrama propia casi por obligación, sin llegar a tener un peso dramático excesivo en el viaje de renacimiento del héroe. Su presencia, al igual que la de nuevos secundarios como Miranda Tate (Marion Cotillard, siempre bienvenida) o el comisario adjunto Foley (Matthew Modine, rescatado del limbo de las antiguas celebridades) aparece en ocasiones desdibujada, como si los responsables del libreto no supieran muy bien dónde situar a estos caracteres hasta que su intervención sea puntualmente requerida (en el supuesto de que lo sea, cosa dudosa en algunos casos).

Grandes intérpretes para personajes desaprovechados.

Con el fin de darle a la trilogía una sensación de completitud, los hermanos Nolan buscan constantemente una imposible cuadratura del círculo, no dudando a la hora de verbalizar incansablemente los antecedentes de los personajes de nuevo cuño o mostrando escenas rescatadas de entregas anteriores a modo de flashbacks explicativos. Todo esto no sería especialmente molesto si no fuese porque tanta información, sumada a los numerosos giros de guión que la trama va situando uno a continuación del otro, acaba por chirriar. Mientras “El caballero oscuro” partía con la ventaja de haber dejado todas las presentaciones pertinentes hechas en “Batman Begins” (y de tener un villano que funcionaba incluso mejor porque, precisamente, no tenía un pasado que hiciese falta conocer), “The Dark Knight Rises” está constantemente sumando más y más personajes y subtramas que impiden que la película respire ni un instante de sus 165 minutos de metraje (y eso que en numerosos momentos se perciben cortes abruptos perpetrados en la sala de montaje).

La hora más oscura del comisario Gordon.

Esta misma verborrea expositiva ya se podía apreciar en el film inmediatamente anterior de Nolan, “Origen”, pero la audacia de la propuesta y sus sorprendentes ramificaciones recompensaban al espectador por todos los prolegómenos que debía asimilar antes de dar paso al desenfreno lúdico del gran golpe orquestado por Cobb y su cuadrilla de asalta-sueños. En “The Dark Knight Rises” esa inteligencia queda puesta en duda por una serie de decisiones argumentales que rozan la vulgaridad y que hablan de una estructura narrativa sostenida por los alfileres de nuestra generosísima suspensión de la incredulidad. Igualmente, el frenético (y argumentalmente apropiado) montaje en paralelo que mantenía al espectador pegado a la butaca en "Origen" es reutilizado aquí con resultados dispares (a veces afortunadamente, otras de modo atropellado), escoltado en todo momento por una banda sonora de Hans Zimmer que, más que acompañar, subraya la grandilocuencia machacona de la pirotecnia desplegada en el acto final al tiempo que pretende desesperadamente aportar la sensación de continuidad narrativa que el montaje no consigue transmitir. Es irónico, por tanto, que una de las escenas de acción de mayor impacto sea precisamente aquélla que prescinde de cualquier acompañamiento sinfónico para que sean los gritos y el crujir de huesos quienes cobren protagonismo.

Bruce Wayne, a punto de enfundarse el manto del Caballero Oscuro.

Por supuesto, también hay aciertos considerables en la película, empezando por el personaje de John Blake (no es casual, supongo, que lo interprete mi admirado Joseph Godon-Levitt) y continuando por una reimaginación satisfactoria y bastante coherente de Catwoman, que amenazaba desde los trailers con ser el elemento más dudoso (por ridículo) de la ecuación. Curiosamente, en última instancia llama más la atención el inverosímil uniforme del hombre murciélago visto a plena luz diurna que esas gafas/orejas de ladrona felina que no acababan de convencer a la comunidad geek durante la extenuante campaña de marketing.

Joseph Gordon-Levitt repite con Nolan tras el éxito de "Origen".

Se agradece también que el director no haya perdido el arrojo a la hora de trastocar la mitología gothamita para adaptarla a sus fines sin importarle cuánto se pueda perder de la esencia original: el Batman de Nolan es una reinvención muy personal del Señor de la Noche, y aunque está claro que la inspiración para esta última entrega proviene de sagas concretas como “El regreso del caballero oscuro”, “Knightfall”, “Tierra de nadie” o la etapa de Dennis O’Neil al frente del personaje en los años 70, el concepto que el realizador británico maneja de Bruce Wayne y su alter ego quiróptero tiene tanto que ver con los comics publicados por DC como con las películas de James Bond o el blockbuster de acción al estilo “Misión Imposible”. Tanto es así que, cuanto más profundiza uno en la trilogía nolaniana, más se distancian el personaje y su universo de su referente de papel, convirtiéndose en algo único y perfectamente legítimo dentro de su contexto, que no debe ser observado bajo la perspectiva censora del talibán de la fidelidad, sino a través el prisma flexible del que acude a la sala a ver “la nueva de Nolan” y no “la nueva de Batman”.

El villano de la función.

Resulta también indiscutible que la permanente sensación de película fallida que he sentido durante prácticamente todo el metraje de “The Dark Knight Rises” tiene mucho que ver con factores (digamos) externos. Por un lado, la pesadísima losa de un antecedente tan destacado como “El caballero oscuro”, que poseía además un villano especialmente carismático (y casi protagónico), a años luz de ese hipertrofiado Robespierre que es Bane (Tom Hardy, dramáticamente limitado por una máscara que sólo deja a la vista su mirada y espantosamente doblado al castellano); la némesis más insulsa a la que Batman ha debido enfrentarse a lo largo de los tres últimos films. Por el otro, la desmesurada expectación creada en los meses previos al estreno. Incluso aunque hubiese sido una gran película (que no creo que lo sea), era prácticamente imposible que “The Dark Knight Rises” fuese la obra maestra que cientos de miles de espectadores esperaban/esperábamos que fuese; por la misma razón, ojo, por la que “El caballero oscuro” hubiese sido recibida de un modo menos entusiasta si la gente acudiese al cine en aquel momento con las mismas esperanzas con que ahora se enfrenta al nuevo film. Y por idéntica razón, también, por la que “El retorno del Jedi” siempre será recordada como la entrega más floja de la trilogía galáctica original. A este respecto, la autopsia es concluyente: muerte por hype.

¿Qué es el hype, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul?

Al final, de todos modos, sólo existe un motivo por el que “The Dark Knight Rises” me ha decepcionado tanto, y es puramente emocional. Creo que podría haberle perdonado a Nolan todas sus carencias como realizador (lo de las mediocres escenas de acción ya estaba asumido) y malas decisiones argumentales (lo previsible de algunas vueltas de tuerca de guión, la naturaleza inapropiada de algunas amenazas) si al final hubiese conseguido hacerme vibrar como sí lo hizo, por ejemplo, Joss Whedon con “Los Vengadores” (otra película que, lejos de ser perfecta, hace que aflore en mi interior el espectador-niño que disfruta del cine de un modo desenfadado e irracional). Sin embargo, apenas hay dos escenas que me hicieron sentir el cosquilleo épico que “The Dark Knight Rises” a priori prometía: la que refleja con mayor literalidad el título del film (y que, de todos modos, podría haberse resuelto en pantalla de un modo más elegante), y el (esta vez sí) acertadísimo epílogo que endulza un poco el encontronazo de sabores que el film ha ido dejando hasta entonces en mi paladar.

Me temo, en fin, que Christopher Nolan ha firmado una de sus peores películas precisamente cuando muchos de nosotros nos frotábamos las manos aguardando la mejor de todas ellas.

viernes, julio 20, 2012

Optimus Alive 2012: parte 1

El pasado fin de semana se celebró en el Paseo Marítimo de Algés, en Oeiras (Lisboa), la edición 2012 del festival Optimus Alive. Poseedor de una entrada desde que se anunciase la presencia de uno de mis grupos favoritos, el abajo firmante llevaba todo el año aguardando el momento de agarrar saco de dormir y tienda de campaña y partir en inmejorable compañía (gracias, P. gracias, F.) hacia el país luso para quitarse al fin la espinita de ver en directo a Thom Yorke, Johnny Greenwood y el resto de radiocabezudos. Ese concierto, no obstante, sería el colofón a un cartel espectacular que durante tres días convertiría a Lisboa en uno de los puntos calientes del panorama musical veraniego, en paralelo con el BBK Live de Bilbao (con el que el festival portugués compartía varios cabezas de cartel).


Como no es mi intención relatar aquí cada pormenor de un viaje que dio muchísimo de sí (también, o quizás sobre todo, en el terreno personal), dejadme que me centre en el aspecto musical de la experiencia con una sola advertencia: fui al Optimus Alive a lo que fui. Ni pensaba tragarme cuanto concierto se me pusiese delante (había que estar frescos y en forma para disfrutar de los grupos realmente interesantes) ni acudí allí con intenciones periodísticas (por mucho que ahora estéis leyendo estas líneas): yo había ido a ver a Radiohead.

Un cartel prometedor.

The Stone Roses
13 de julio, 23:10

Desde que los descubrí (muy tarde, como es mi costumbre) en su espléndido debut homónimo (uno de esos LP's que siempre aparecen en las listas de discos favoritos de los medios británicos), The Stone Roses se convirtieron en una debilidad personal. Además de su buen hacer musical, la banda capitaneada por el vocalista Ian Brown y el guitarrista John Squire estaba envuelta en un halo mítico debido a su prematura disolución: su segundo álbum, “Second coming”, resultó incomprendido e injustamente vilipendiado por muchos de los que cinco años antes alababan su audacia y buen gusto. Envueltos en la clásica espiral decadente de las rock stars (divisiones internas, conciertos para el olvido, etc.), The Stone Roses pusieron punto y final a su trayectoria conjunta en 1996. Hasta ahora.

Sí, están mayores.

Cuando en 2011 se anunció que la banda de Manchester volvía a los escenarios, servidor se sintió ilusionado y reticente a un tiempo. Ilusionado ante la posibilidad de ver en directo a una banda legendaria por la que sentía predilección. Reticente porque a nadie se le escapan los motivos de esta clase de regresos extemporáneos. Pero si a los Héroes del Silencio les salió la jugada redonda (allá por 2007), ¿por qué no darle un voto de confianza a los Stone Roses?

El voto de confianza, como después se demostró, era inmerecido. Del mismo modo en que puedo afirmar que su participación como cabezas de cartel en el Optimus Alive 2012 era uno de los motivos más destacados para decidirme entre este festival y el BBK Live, también puedo decir que el de los Stone Roses no fue solamente el peor concierto al que asistí el pasado fin de semana, sino posiblemente uno de los espectáculos musicales más vergonzosos que recuerdo haber presenciado en mi vida.

Lo que más molaba de Ian Brown era la chaqueta de Etiopía que llevaba.

Poco importó que John Squire ejerciese de guitar hero luciendo músculo rockero en cada solo instrumental: el cantante Ian Brown dio auténtica lástima sobre el escenario. El tipo, un cincuentón enjuto y demacrado (tanto que no te extrañaría cruzártelo en la estación de autobuses de Compostela y que te pidiese un euro para tomar el coche de línea a Betanzos) con pintas de abuelo Gallagher, se dedicó a sabotear el trabajo de sus compañeros desafinando prácticamente en cada verso. Cuando Brown callaba y cedía el protagonismo al resto de la banda, el concierto crecía, la música volvía a captar la atención del público y los fans históricos (centenares de maduritos británicos empuñando vasos de plástico con el logo de Super Bock) asentían satisfechos. Cuando Brown abría la boca, un rictus de espanto y vergüenza ajena reflejaba el ánimo turbado del público presente. Lamentable.

Optimusómetro:




Justice
14 de julio, 01:30

La otra gran promesa de la noche del viernes (además del encuentro con las adorables S. y M., que se habían acercado desde Vigo unas horas antes) era la presencia del dúo francés Justice, baluartes de una electrónica agresiva y festiva para todos los públicos (pues su debut es uno de los discos del género más celebrados por los legos en la materia... como un servidor). El concierto ofreció un repaso a los hits del grupo, remezclados para la ocasión en una suerte de sesión non-stop de tralla bailable. La música sonó de lujo, llevando a los miles de asistentes a un trance discotequero de saltos, sudor y beats, pero hubo varios aspectos que convirtieron lo que podría haber sido un recital memorable en (simplemente) una actuación más dentro del cartel del Optimus 2012.

Justice. Petándolo.

Para empezar, no hubo visuales como tal. La puesta en escena del dúo ha permanecido inalterada en los últimos tiempos: una mesa rodeada de amplis, con una gran cruz luminosa como mascarón de proa y acompañada por fogonazos de luz que ciegan al público desde la retaguardia. Una presentación más que atractiva siempre que las pantallas laterales del escenario permitan apreciar de cerca el trabajo en vivo de los artistas. Cosa que no ocurrió, pues dichas pantallas proyectaban una imagen del escenario tomada de frente, más pequeña incluso que el tamaño real de los objetos enfocados, resultando de ello tres imágenes redundantes que no permitían, a partir de cierta distancia, distinguir si aquellas dos figuras situadas tras la mesa eran efectivamente Gaspard Augé y Xavier de Rosnay o dos cualesquiera plantados allí para hacer bulto.

¿Augé y de Rosnay? Pregúntale a los de la primera fila. Yo no pongo la mano en el fuego.

Si a ello le añadimos la frialdad inherente a una actuación donde, literalmente, no existe una fuente orgánica de sonidos (todo estaba pregrabado, así que quiero pensar que se mezclaba en directo), y una escasísima duración para un teórico cabeza de cartel (apenas una hora y sin bises de ningún tipo), el cómputo global revela un concierto tan intenso y enérgico como impersonal y excesivamente breve: un arrebato de sexo salvaje que acaba en coitus interruptus.

Optimusómetro:




Mumford & Sons
14 de julio, 20:45

Tras el decepcionante primer día (y no sólo en el aspecto estrictamente musical; aquella noche tuvimos en apenas tres horas más líos y preocupaciones que en todo el resto del fin de semana), la segunda jornada del Optimus Alive 2012 comenzó de forma inmejorable. Aunque un servidor ya se olía que la banda compuesta por Marcus Mumford (voz y percusión), Ben Lovett (coros, teclado y acordeón), Winston Marshall (coros y banjo) y Ted Dwane (coros, contrabajo, batería y guitarra) tenía un directo prometedor, ni de coña se imaginaba que las canciones de su álbum “Sigh no more” (y algunas de su inminente segundo LP, “Babel”) iban a sonar tan bien en vivo.

Gente entrañable. Si hasta parecen limpios...

Fue un concierto breve porque el grupo todavía no tiene material para más (me faltó en el setlist, por ponerme quisquilloso, el tema titular de su debut), pero esa hora escasa de música contuvo más energía positiva y electricidad emocional que las dos actuaciones que pude ver el día anterior juntas. Y eso que Mumford y sus muchachos no hacen nada particularmente original para ganarse el favor del público: se dedican a tocar lo mejor que saben, a interpretar canciones irresistibles y a sonreír de medio lado con su pose de niños buenos del folk-rock inglés. Sólo con eso les llega y les sobra para tener un directo fantástico.

Optimusómetro:




Florence + the Machine
14 de julio, 22:10

La primera decepción del Optimus Alive llegó un par de días antes de hacer el petate y comernos 600 kilómetros de autopista hasta la capital lusa. A través de un comunicado de prensa bastante estándar, la británica Florence Welch anunciaba la cancelación de su espectáculo y nos dejaba a todos los que venimos siguiéndola desde el estupendo “Lungs” (y a todos los que nos decantamos por el Optimus en lugar del BBK) con un palmo de narices. Los tres viajeros (P., F. y un servidor) hicimos durante días las cábalas más surrealistas (desde Placebo hasta un holograma de El Fari, creo que no nos faltó por citar un solo grupo que no estuviese ya en el cartel del Optimus), pero no fue hasta el mismo día en que el concierto de Florence + the Machine estaba originalmente programado que supimos en quién recaería la responsabilidad de sustituir a la Welch: Morcheeba. Pos bueno, pos fale, pos m'alegro.

"Tengo las cuerdas vocales jod***s"

Momento pues para hacerse con un bocata de frango y un refrigerio en alguno de los baratísimos puestos de comida que había esparcidos por el recinto (baratísimos en relación a cómo se las suelen gastar en los festivales españoles) y de reagruparnos para decidir nuestro próximo movimiento: ¿The Cure o Katy B.?

Optimusómetro (para Florence + the Machine, a Morcheeba no le prestamos ni la mínima atención):




The Cure
15 de julio, 00:00

Mientras que P. y F. decidieron concederle a Eduardo Manostijeras Robert Smith la escucha de un par de temas antes de moverse al escenario Heineken para disfrutar del recital drum'n'bass de Katy B., yo afiancé mi posición en el palco principal del Optimus junto al estupendo blogger musical (y mejor persona) Tenenbaum y su no menos estupenda hermana, con los que habíamos quedado esa tarde para disfrutar en amor y compañía de lo que restaba de festival.

El novio cadáver.

Llegados a este punto, conviene que sepáis que todo lo que hayáis podido escuchar sobre Robert Smith es rigurosamente cierto. El concierto de The Cure fue una cosa desmesurada (3 horas de éxitos a machete) que posiblemente contribuyó a humedecer la ropa interior de aquellos fieles que jaleaban al proto-emo desde la platea, pero que a mí, pese a sus muchas virtudes, acabó superándome.

Que sí, que estos tíos tocan de maravilla, que Smith mantiene la voz tan en forma como el primer día y que The Cure tienen temazos en su repertorio para dar y tomar, pero a la altura de “Boys don't cry” servidor sentía que allí ya no tenía nada más que ver; que ya estaba todo el pescado vendido. Igual es el precio a pagar cuando uno se planta ante un “dinosaurio del rock” (y lo digo en el sentido más halagador posible) sin tener los deberes hechos: ni The Cure es una de mis bandas de cabecera ni me conozco al dedillo la vida y milagros de su líder. Tal vez si en lugar de Smith y cía. ese mismo concierto lo hubiesen dado U2 o Peter Gabriel, ahora estaría escribiendo esta crónica en términos muy diferentes. Con todo, no puedo negarle a la banda su superlativa profesionalidad y su entrega absoluta sobre el escenario.

Optimusómetro:




El rasta do campismo
15 de julio, ni idea de la hora exacta... pero tarde en la madrugada

Con todo, quizás la sorpresa más inesperada de la velada fue la que nos aguardaba de vuelta al camping, tras una noche bastante productiva de por sí. De camino a nuestras tiendas, a kilómetros de distancia de donde aún se seguían celebrando los conciertos del Optimus, nos encontramos en el bar do campismo (abierto las 24 horas) con un show semi-improvisado a cargo de un alegre cantante y guitarrista rastafari y sus felicísimos compañeros de carretera. Arremolinados en turno a él, ocupando varias docenas de sillas de playa, un puñado de portugueses, alemanes, británicos y españoles bailamos y cantamos los temas más insólitos (desde Oasis hasta Shaggy pasando por Ben E. King) en un ambiente de anuncio veraniego de cerveza imposible de planificar de antemano. Estas cosas ocurren de forma espontánea. Fluyen. Y se quedan en el recuerdo como uno de esos pequeños momentos casi soñados que a veces se presentan sin previo aviso en el transcurso de un viaje más o menos programado.

Optimusómetro:



Nos fuimos al saco muertos de cansancio, pero eufóricos. Por el día vivido, bastante más satisfactorio que el anterior; pero sobre todo por la promesa, a tan sólo unas horas vista, de uno de los conciertos más esperados de nuestras vidas. Al día siguiente tocaba Radiohead...