(Esta entrada no contiene spoilers sobre las tramas
principales de “Breaking Bad”. La intención no es debatir si tal o cual cosa
fue divertida o inquietante, o si debería haber terminado así o asá, sino convencer
a quien todavía no haya empezado esta serie de que debería darle una
oportunidad, y recordarle a quien ya la haya visto por qué no la va a olvidar
jamás. Así que nada de spoilers en los comentarios sin avisarlo con antelación,
querido lector.)
La televisión crea iconos culturales: Eme A, MacGyver, Laura
Palmer, Mulder y Scully, Homer Simpson, Tony Soprano… A veces no depende tanto
de la calidad de un programa como de su capacidad para infiltrarse en la
cultura de masas. De ahí que Sheldon Cooper sea más reconocible para el gran
público que, por ejemplo, el perro Wilfred; o que el sargento Brody haya calado
más entre la gente que el terapeuta Paul Weston. Pero está claro que la calidad
importa en el medio catódico, y cada día más. Constantemente aparecen series
nuevas con planteamientos cada vez más arriesgados; propuestas impensables hace
quince años (en la era pre-Sopranos) que ahora son admitidas y celebradas por
un público ávido de riesgos creativos… al menos hasta cierto punto. Cada vez,
también, resulta más difícil destacar entre las numerosas producciones que se
emiten diariamente en televisores (y ordenadores) de medio mundo: “Twin
Peaks”, “Doctor en Alaska” o “Los Soprano” eran series únicas en el momento en
que vieron la luz. No existía nada remotamente parecido y, por esa misma razón,
no les costó tanto destacar entre la parrilla televisiva como sí les costaría ahora.
No es una crítica: fueron pioneras y abrieron camino a todo lo que vino
después, así que bien ganado tienen su estatus de clásicos. Pero está claro que algo (o todo) ha cambiado en el
mundo televisivo cuando producciones del calibre de “Boardwalk Empire” o
“Treme” todavía son grandes desconocidas para un público muy numeroso. Y es que
hay tantas series, y algunas tan rematadamente buenas, que estar al día de todo
lo interesante que se emite en la caja ya-no-tan-tonta es un esfuerzo cada vez
más comparable al de seguir al dedillo la actualidad cinematográfica o musical.
Un imposible, vaya.
Entonces, ¿cómo ha conseguido “Breaking Bad” convertirse en “la serie que hay que ver”? La respuesta
(muy subjetiva, eso sí) es sencilla: el programa creado, escrito y producido
por Vince Gilligan para la cadena AMC (la misma que emite también “Mad Men” y
“The Walking Dead”) tiene todo lo que una serie debe tener para hacer historia.
Empezando, por supuesto, por un planteamiento argumental atractivo. Dice así:
Walter White podría haber sido el próximo premio Nobel de
química, pero las decisiones que la vida tomó por él acabaron convirtiéndolo en
profesor de secundaria en un instituto público de Albuquerque, Nuevo México.
Allí, Walter vive con su esposa Skyler y su hijo adolescente (y discapacitado)
Walter Jr. en una situación de rutinaria comodidad y precaria economía,
alternando su trabajo en la enseñanza con un empleo en un tren de lavado de
coches. En el día de su 50 cumpleaños, poco después de saber que su mujer está
nuevamente embarazada, los médicos diagnostican a Walter un cáncer de pulmón
que acabará con su vida en apenas unos meses. Aterrado por la posibilidad de
morir dejando a su familia en la peor situación económica posible (una esposa
desempleada, un hijo con el sistema nervioso dañado y un recién nacido
necesitado de cuidados), Walter discurrirá, por inspiración indirecta de su
cuñado Hank, un dicharachero agente de la DEA, un plan para reunir una cantidad
de dinero suficiente para solucionar los problemas de su familia cuando él ya
no esté a su lado: “cocinar” y vender
metanfetamina. Para adentrarse en el desconocido mundo del narcotráfico, Walter
recurrirá al más inesperado de los socios: su ex-alumno Jesse Pinkman, camello
de poca monta aficionado a consumir su propio material.
Tampoco es que la primera temporada de “Breaking Bad”
inventase la pólvora: su premisa no estaba a priori tan lejos de “Weeds”,
aquella comedia en la que un ama de casa viuda vendía hierba en el vecindario
para sacar adelante a su familia. Es en el tono, posiblemente, donde los
primeros capítulos de “Breaking Bad” dejaban traslucir las enormes
posibilidades de su propuesta. Aunando el drama médico de Walter, con momentos
especialmente dolorosos, con la comedia más negra y el thriller criminal, los
siete primeros capítulos de la serie esbozaban líneas argumentales y presentaban
un plantel protagonista más o menos estable que poder explorar, ampliar y
matizar en futuras entregas. Lo que nadie podía imaginar en aquellos compases
iniciales era la tremenda evolución que tramas y caracteres experimentarían en
los cinco años siguientes. El segundo gran éxito del proyecto de Vince Gilligan
fue la progresión.
Lo habitual entre las últimas series de moda es precisamente
lo contrario: primeras temporadas adictivas y pensadas al dedillo a las que
siguen entregas cada vez más descafeinadas, más fruto del éxito que de una
auténtica necesidad narrativa, que se alargan tanto como quieran las audiencias
traicionando la lógica dramática de la historia que se nos cuenta. Ahí tenemos
a “Dexter”, otrora uno de los estandartes más visibles de la nueva televisión
de calidad, convertida en chicle desaborido en sus tres últimas temporadas. O
“True Blood”, que empezó como una desmelenada alegoría sociológica sobre la intolerancia
y pronto (muy pronto) se transformó en un pueril thriller erótico-sobrenatural.
“Breaking Bad” sigue la tónica opuesta: empieza estableciendo sólidamente sus
pilares sin recurrir a golpes de efecto innecesarios o a giros desesperados por
epatar al espectador, y a partir de ahí construye una ficción cada vez mayor en
la que sí se puedan introducir golpes inesperados de timón y grandes momentos
trágicos que reescriban el statu quo de la narración.
La segunda temporada de “Breaking Bad” resulta considerablemente
más adictiva y estimulante que la primera, y la tercera alcanza un punto de
calidad tan alto que, una vez concluida, uno casi teme seguir adelante por el
miedo a la (aparentemente) inevitable decepción. La cuarta, no obstante, eleva
todavía más el listón con un cierre electrizante que perfectamente podría haber
supuesto el punto y final de las andanzas de Walter White (“¿y ahora qué?”, se pregunta intrigado el espectador) si no fuese
porque aún quedaban muchas cosas por contar en una quinta entrega apoteósica,
tensa como pocas, épica y oscura y virtualmente inmejorable.
Esta misma progresión cualitativa tiene también un reflejo
en (o quizás sea directamente una consecuencia de) la perfecta evolución de los
personajes principales. Cada carácter de “Breaking Bad” tiene un arco dramático
singular que va de A a Z siguiendo una lógica impecable y que los lleva a
lugares tan insospechados para ellos mismos como para el propio televidente. La
odisea personal de Walter White convierte a un infeliz y anodino hombre de
familia, un mediocre autoconsciente, en una persona radicalmente distinta, la
leyenda conocida como Heisenberg, pero lo hace de un modo
perfectamente coherente, sin estridencias ni caprichos de guionista en apuros,
permitiendo que el espectador evolucione al mismo tiempo que el personaje y
pueda reconocerlo en cada uno de sus estados intermedios.
Ayuda enormemente, por supuesto, que el reparto de “Breaking
Bad” sea sencillamente perfecto. Desde el sorprendente Dean Norris como el cuñado
policía de Walter, Hank Schrader, hasta el cómico consigliere Saul Goodman, magníficamente interpretado por Bob
Odenkirk, todos los actores y actrices de la serie parecen nacidos para el
papel que les ha tocado defender ante la cámara. Así, los particulares rostros
de Jonathan Banks y Giancarlo Esposito permanecerán ligados para la posteridad
a dos grandes ¿villanos? como son Mike Ehrmantraut y Gus Fring.
Lo de Anna Gunn y Aaron Paul es casi de otra galaxia. El
crescendo de intensidad de sus personajes los lleva continuamente a un más
difícil todavía del que pocos intérpretes podrían salir bien parados. A la
primera la habíamos visto en un rol secundario en el estupendo western de la
HBO “Deadwood”, y el segundo era un auténtico desconocido para el gran público
hasta que se emitieron los primeros episodios de “Breaking Bad”, pero ambos han
logrado alcanzar el Olimpo interpretativo a través de Skyler White y Jesse
Pinkman, respectivamente.
Y luego está Bryan Cranston, claro.
Fue noticia hace unos días que (Sir) Anthony Hopkins envió
un e-mail a Cranston cuando terminó de ver la última temporada de “Breaking
Bad”. En dicha misiva, el hombre que encarnó a Hannibal Lecter en tres
ocasiones felicitaba al antiguo padre de “Malcolm in the Middle” por la mejor
interpretación que había visto en toda su vida. Anthony Hopkins. Por e-mail. Se
puede decir con más caracteres, pero no más claro. Así que simplemente dilo,
lector. Dilo en voz alta. Di su nombre: Bryan Cranston.
La entrada se alarga y todavía no he tenido ocasión de
entrar en detalles técnicos. De alabar el montaje y los ocurrentes ángulos de
cámara que confieren una personalidad única al estilo narrativo de “Breaking
Bad”. No he mencionado la fantástica e igualmente ocurrente selección musical
que salpica algunos de los mejores momentos de sus cinco temporadas, ni he
reconocido la inestimable labor artística de los responsables de fotografía que
convirtieron los amarillentos desiertos de Nuevo México en uno de los enclaves
cinematográficos más sugerentes de la última década.
Son todos estos valores, y otros que se me quedan en el
tintero, los que han hecho de “Breaking Bad” una de las mejores series de
televisión de la historia (habrá quien piense incluso que la mejor), pero aún faltaría un último ingrediente, el azul de esta
metanfetamina catódica, para entender por qué Walter White/Heisenberg se ha
convertido por méritos propios en un referente de la cultura popular del siglo
XXI, en un auténtico icono generacional. Es tan sencillo como esto: no existe
en el medio catódico nada remotamente parecido a “Breaking Bad” o a su personaje protagonisa. Son únicos. La una un
clásico inmediato por definición; igual que en su día lo fueron “Twin Peaks”,
“Doctor en Alaska” y “Los Soprano”. El otro, una criatura de ficción tan orgánica y plagada de grises, tan brillantemente escrita y prodigiosamente interpretada que el espectador jamás podrá decidir si es un héroe o un villano. Si es un genio, un pringado, un bastardo, un criminal, el peor marido del mundo o el mejor de los padres. No había nada como ellos y ahora existen.
"Breaking Bad" no es sólo una obra maestra. Es una obra maestra (literalmente)
incomparable.
Bitch.
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