Cansado de olvidar lo poco que sabía de la lengua de Jacques Brel, hace unos días tuve mi nueva primera clase de francés.
“De este mes no pasa”, me dije, y volví a la academia donde había hecho mis pinitos en gavacho durante el verano de 2005, justo antes de irme de Erasmus al país del vino, el queso y André Franquin.
En la clase estamos sólo dos personas: yo y una chica que se va este año, curiosamente, a Burdeos, la ciudad donde yo viví. Por suerte para ella, tiene un francés infinitamente mejor que el mío antes de partir.
Cuando me dijo a dónde se iba, no pude evitar decir: “Joder, te lo vas a pasar genial”, y mi mente retrocedió 18 meses, al día en que me fui de allí para, hasta ahora, no volver.
Tengo muchos buenos recuerdos de Francia, aunque supongo que no se parecerán en nada a los del resto de Erasmus que estuvieron allí. Quizás por mi carácter, quizás por mi situación personal en aquel momento, mi estancia fue absolutamente atípica.
Por aquel entonces, las macrofiestas, las noches interminables en los “quais” y la convivencia con otros Erasmus me tiraban bastante de un pie. No es que no tuviera la oportunidad de apuntarme a todo eso y más, es que no me apetecía en absoluto. De hecho, si me fui a Francia fue, en parte, porque lo que me apetecía era estar solo, desconectar de mi vida tal y como era ésta en España y sentir que no había nada que me atase, que me contuviese. Allí era simplemente yo mismo.
Pero no estuve tan solo como yo me imaginaba, claro. Además de la inevitable relación con mi compañera de viaje (una chica de mi facultad), conocí a gente excelente como Natalie, Julian, Marine, Pauline, Suzanne, Raphael, Dan (que me cayó la hostia de bien desde el minuto uno y derribó mis prejuicios sobre los estadounidenses) y su malvado amigo Adam (que me odiaba por alguna razón que desconozco, y que reavivó parte de los prejuicios antes mentados), Cecile y su abuela (que se portaron maravillosamente bien conmigo) y, sobre todo, Viti y Emma, que fueron lo mejor que me traje de vuelta (porque al resto los perdí de vista, desgraciadamente).
Aún así, podría decirse que no fui un Erasmus especialmente sociable. Por suerte, aquella fue la etapa más reflexiva y sobre todo creativa de mi vida. Exento de obligaciones (las clases eran una mera formalidad), me dediqué en cuerpo y alma a encerrarme en mi mundo y “estudiar” lo que a mí me gusta. Fueron, sin ningún género de dudas, las mejores vacaciones de mi vida.
Y luego estaba Francia en sí misma, claro. Imposible no enamorarse de un lugar que reunía todo lo que un servidor puede desear en la vida. No sólo porque tenía el mejor cine, una música totalmente desconocida y maravillosa (y mogollón de conciertos donde disfrutarla en vivo y en directo) y una literatura sorprendente; ni siquiera por ser la capital mundial del comic (de acuerdo, compartida en lo cuantitativo con EE.UU. y Japón, pero a mil años luz en el aspecto cualitativo); sino porque físicamente, arquitectónicamente, aquel entorno era el paraíso. Si a eso le sumamos el idioma, la idiosincrasia autóctona, el mestizaje, la historia… Uno casi (casi) puede llegar a comprender el estúpido chauvinismo de los galos.
Para mi desgracia, la experiencia sólo duró cinco meses (mi tutora francesa denegó desde un principio la posibilidad de extender mi estancia), y tuve que volverme a España justo cuando mejor me lo estaba pasando. Y creedme si os digo que las últimas semanas fueron la hostia.
Así que desde que abandoné Burdeos siempre he sabido que tarde o temprano mis pasos me llevarán de nuevo a Francia. Espero que sea pronto, y que sea durante una larga temporada, porque allí sigue latiendo una parte de mi corazón.
Hasta entonces, en palabras de Bertrand Cantat: “Toujours à l’horizon…”
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