Vale, el tipo ha ganado el Pulitzer en 2007, estaba propuesto también para el Nobel, es uno de los escritores fundamentales de la literatura estadounidense hoy en día y sus novelas revelan de manera magistral la auténtica naturaleza del ser humano. Todo eso es cierto y yo no lo pongo en duda. Pero no me gusta cómo escribe: cómo junta las palabras, cómo hablan sus personajes, cómo describe las acciones que éstos realizan con millones de frases coordinadas con cansinas conjunciones “y”.
Fue por eso que no disfruté ni un poquito leyendo su penúltima novela, “No es país para viejos”, de la que luego los Cohen sacaron una película muy superior al original.
Por suerte “La carretera” compensa esta animadversión que siento hacia McCarthy con un argumento y unos personajes que se te quedan grabados a fuego en la memoria. A saber: el mundo se ha ido a la mierda, todo tipo de organización social ha desaparecido, la práctica totalidad de vida animal y vegetal ha sido borrada del mapa de un plumazo (nuclear, se deduce) y la Tierra se ha convertido en un helado páramo cubierto de ceniza. En este contexto, un padre y un hijo cuyos nombres nunca conoceremos recorren la carretera en un largo y peligroso peregrinaje hacia el sur, en busca de un clima habitable.
Todos conocemos un montón de historias postapocalíticas cortadas por un patrón semejante, pero como esto no es “Mad Max”, ni “La leyenda de madre Sarah”, ni “El puño de la Estrella del Norte” (que básicamente era Mad Max + Kung Fu), ni “Soy leyenda”… sino una novela de Cormac McCarthy, resulta que lo importante en “La carretera” no son los caníbales, ni los terremotos que asolan la corteza terrestre, ni las persecuciones, ni los tiroteos, ni saber cómo, cuándo, dónde o por qué. Lo importante son el hombre y el niño, sus sentimientos y sus esperanzas. O, mejor dicho, su ausencia de esperanzas. Porque en “La carretera” no sobra la esperanza, eso seguro.
Personalmente, creo que el gran acierto de la novela reside en cómo ese hombre y ese niño terminan por representar a todos los hombres y a todos los niños, de una forma que diríamos ideal. Su condición de “genéricos intercambiables” por cualquier hombre y cualquier niño los convierte en todos ellos al mismo tiempo. Podrían ser tu padre y tú hace unos años, o tú y tu hijo dentro de unos cuantos. Quizás mientras leas el libro acabes poniéndoles la cara y la voz de alguien que conoces. Seguramente así sea. O quizás no, da igual. Durante la lectura de “La carretera” el hombre y el niño son la única familia que jamás ha existido y que jamás existirá, y es por eso que resulta tan importante que su viaje resulte triunfante. Si el hombre y el niño no sobreviven a la carretera, será el fin de la familia, el fin de todas las familias, de todos los padres y todos los hijos. Ahí es donde McCarthy te agarra de los huevos y te pone a su merced y te hace devorar una tras otra cada página (densa, llena de detalles superfluos que aportan verosimilitud a la historia y que te encantaría pasar por alto para llegar cuanto antes a la resolución de su aventura y así poder cagarte en el universo cruel o suspirar aliviado y dormir tranquilo, por fin, esa noche).
“La carretera” no gustará a todo el mundo (¿algún libro lo hace?), pero si puede maravillar como lo ha hecho a un enemigo declarado de la narrativa de McCarthy como yo, seguro que es porque se trata de un buen libro.
Para los que pasen de leerlo: en unos meses se estrenará la versión en celuloide protagonizada por Viggo Mortensen. Servidor no podría estar más contento con la elección del protagonista. Si la peli consigue transmitir la sensación de desamparo que emana continuamente del libro, seguro que será uno de los estrenos más desasosegantes del próximo curso cinematográfico.
Cambiando de tema: ¿os he contado alguna vez lo mucho que me repatea José Saramago?
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