miércoles, marzo 27, 2013

Almodóvar como puedas*

* Menuda mierda de juego de palabras, ¿no?

No estoy muy seguro de hasta qué punto es merecido o no el prestigio internacional de Pedro Almodóvar. Perdón: Pedro Almodóvar. Ni he visto todas sus películas ni creo que todas las que he visto sean especialmente brillantes. Lo que no puede negársele es su consideración de autor; de creador con un libro de estilo tan personal como reconocible y, más importante aún, difícilmente replicable. Lo cual conlleva viscerales adhesiones y rechazos, claro, como sucede también en los casos de Quentin Tarantino, los dos Anderson (Paul Thomas y Wes; a Paul W. ni me lo mentéis si no es para hablar de “Horizonte final”), Terrence Malick o David Lynch (por citar a algunos de mis favoritos).


La última travesura del realizador español, “Los amantes pasajeros”, es una pequeña comedia ubicada en la cabina de un avión que despega de Madrid con destino a México. Allí, tanto la tripulación (una panda de maricas malas y supuestos heterosexuales con serias dudas sobre su orientación) como los pasajeros (viajeros circunstanciales que cargan con su propia historia personal) se verán enredados en una trama coral de equívocos lascivos regada con ingentes cantidades de alcohol, mescalina y mala baba.


Que al frente de un reparto plagado de rostros conocidos de la pequeña y la gran pantalla (nombres como Antonio de la Torre, Hugo Silva, Cecilia Roth, Guillermo Toledo, Miguel Ángel Silvestre, Blanca Suárez… y unos cuantos cameos de peso) se encuentren tres anfitriones con la arrolladora vis cómica de Javier Cámara, Raúl Arévalo y mi admirado Carlos Areces (da igual lo que haga, con este hombre me río SIEMPRE), es razón más que suficiente para disfrutar de los fugaces 90 minutos de este divertimento tan pasajero como su propio título.


“Los amantes pasajeros” es una película mamarracha por vocación, menos espontánea y transgresora de lo que presume, pero indudablemente divertida, al menos para el abajo firmante. El cambio de registro y la escasez de pretensiones respecto a la inmediatamente anterior “La piel que habito”, densa y oscura como pocas en la filmografía del manchego, inducen a pensar en un intento deliberado por parte del propio Almodóvar de no complicarse demasiado la vida y hacer una película de descompresión. Por suerte, no sólo el director de “Mujeres al borde de un ataque de nervios” se lo pasa bien coordinando el despropósito, sino que consigue contagiarme esa emoción frívola a través de sus disparatados diálogos y sus libertinos protagonistas. Y todo ello sin perder de vista esos códigos estéticos y conceptuales que han hecho de su cine uno de los más reconocibles en el actual panorama cinematográfico. Sus altibajos de interés, sus subtramas predecibles, sus mínimas aspiraciones y su carácter estrictamente coyuntural (hablamos de una cinta que no podrá verse con los mismos ojos dentro de 10 ó 15 años, cuando Urdangarín, Camps y el aeropuerto de Castellón no sean más que otra muesca en la historia de corruptelas y desfalcos de la España democrática) la convierten en una obra claramente menor en la filmografía de Almodóvar, pero no por ello en un film que merezca caer en el olvido.


Parece claro, eso sí, que en nuestro país sólo a Almodóvar se le permitiría poner en pie este proyecto, y que a cualquier otro realizador con menos reconocimiento le habría resultado imposible reunir a semejante reparto, conseguir el visto bueno por parte de una productora cinematográfica para filmar este libreto y lograr el revuelo mediático que acompaña a todos y cada uno de los proyectos del oscarizado director. Y también, por supuesto, que “Los amantes pasajeros” aportará nueva munición a las incansables (aunque ya algo cansinas) batallas dialécticas entre los incendiarios detractores del manchego (con el Sr. Boyero a la cabeza) y sus (poco objetivos) defensores a ultranza.

Yo me quedo con el tupé de Areces y con el buen rato pasado en la sala de cine. Tampoco creo que aquí haya mucho más que rascar.

martes, marzo 19, 2013

El factor Kirkman

Robert Kirkman está en la cresta de la ola. En los últimos diez años ha pasado de auténtico desconocido a ser punta de lanza de la renovada editorial Image, demiurgo de su propia continuidad al estilo Marvel o DC (el universo Invencible, al que se adscriben no sólo las aventuras del super-héroe juvenil de idéntico nombre, sino también las de “El asombroso Hombre-Lobo”, “Tech Jacket” o “Brit”) y productor y guionista de la exitosa serie de televisión “The Walking Dead”, basada en su propio tebeo estrella. El secreto del éxito de Kirkman no se encuentra en el terreno conceptual: el tipo no es un iluminado al estilo de Alan Moore o Grant Morrison. Sus planteamientos, de hecho, parten de arquetipos vistos una y mil veces (un apocalipsis zombie al estilo George A. Romero o un super-héroe adolescente heredado de la escuela de Stan Lee y Steve Ditko) y apenas aportan novedades significativas en el terreno de las ideas. Tampoco destaca Kirkman por su habilidad para la transgresión formal. Más bien al contrario: sus tebeos son bastante convencionales en términos de narrativa y los colaboradores gráficos de que se rodea no pretenden inventar la rueda con atrevidas composiciones de página, sino que se ciñen a estándares clásicos que invierten en claridad expositiva a costa de audacia y experimentación. Diríase que Kirkman es eso que comúnmente se conoce como un guionista con oficio si no fuese porque sus obras mayores, lejos de ser correctas o entretenidas, son trabajos brutalmente adictivos y profundamente emocionantes, del modo más visceral que uno pueda imaginar.


Da la casualidad de que este mes de marzo tenemos en España una triple demostración de las virtudes del toque Kirkman. Mientras las pantallas de televisión dan la bienvenida a los compases finales de la tercera temporada de la teleserie “The Walking Dead”, llegan a las librerías españolas dos tebeos muy esperados por un servidor, y que suponen sendos puntos de inflexión en las colecciones que han hecho célebre al guionista de Kentucky: el volumen 17 de la edición de Planeta de Agostini de “Los Muertos Vivientes”, subtitulado “Algo que temer” y que incluye el tan cacareado capítulo 100 de la edición estadounidense, y el tomo 16 de “Invencible” publicado por Aleta, que recoge la muy anticipada “Guerra Viltrumita”.


Por el lado zombie nos encontramos con un arco argumental que recoge de un modo particularmente certero la esencia de las desventuras de Rick Grimes y sus camaradas supervivientes: soberbia caracterización de personajes, fascinante control de los tiempos dramáticos (ahora toca relajarse, ahora anticiparse a la fatalidad inminente, ahora sufrir por el trágico destino de los protagonistas) y una constante sensación de que no hay personaje a salvo ni límite infranqueable del horror (alcanzando niveles de violencia que jamás -repito, JAMÁS- se verán en su adaptación catódica). Con todo, últimamente algunos de sus antiguos apologistas han acusado a “Los Muertos Vivientes” de repetir esquemas y correr el riesgo de aburrir al lector. Nada más lejos de la realidad, al menos en mi caso: que una cabecera con más de 100 números a sus espaldas consiga ponerme los pelos de punta del modo en que lo hace la brutal escena central de “Algo que temer” es un logro al alcance de muy pocos tebeos. Y ninguno, ojo, realizado por un tándem guionista/dibujante que lleve más de ocho años publicando nuevo material con cadencia mensual.


Puede que Charlie Adlard no sea el dibujante más hot del momento, y que sus recursos narrativos y expresivos sean a estas alturas archiconocidos, pero su capacidad para producir páginas con pasmosa regularidad y su buena sintonía con Kirkman a la hora de putear a los personajes lo convierten en la elección idónea para una serie que de otro modo habría sufrido altibajos mucho más acusados en manos de diferentes ilustradores rotativos. Antes que lamentar la ausencia de un dibujante más talentoso, convendría agradecer el esfuerzo por evitarnos esos molestos bailes de dibujantes que tanto daño hacen a algunas publicaciones de otras editoriales que presumen de prestigio y veteranía.


Paralelamente, por el lado super-heroico tenemos una saga épica de space opera repleta de hostias como bollas de pan gallego que viene a cerrar numerosas tramas planteadas durante (atención) 70 números y abrir otras nuevas e imprevistas. El factor Kirkman, podemos decirlo ya, es su fascinante visión a largo plazo: el guionista puede pasarse años construyendo una línea argumental (o diez) y llevando al lector de la mano hacia un clímax largamente anticipado sin perder jamás el rumbo ni acusar cansancio en la descripción y motivaciones de sus personajes. El caso de “Invencible” es paradigmático de ello, y la espectacular “Guerra Viltrumita” es la demostración más incuestionable de esta realidad.


Tras superar el planteamiento de “héroe adolescente con problemas cotidianos” que lo hermanaba con personajes como Spider-Man o Superboy, y pasar por la etapa “slice of life con super-poderes”, “Invencible” recupera en su epopeya cósmica el aroma a “Dragon Ball” que ya habíamos catado en el arco argumental “Todavía en pie”. De hecho, los paralelismos entre la “Guerra Viltrumita” y la saga de Namek ideada por Toriyama son demasiados para resultar casuales, y uno no puede más que convencerse de que, como tantos otros nacidos a finales de los 70 y principios de los 80, Kirkman creció bajo la influencia de Goku, Krilin y compañía y ahora utiliza la inspiración obtenida del manga/anime nipón para abrazar cotas de destrucción masiva (¡y diversión!) pocas veces presenciadas en el género super-heroico.


Por fortuna, el dibujante que lo acompaña en esta hora decisiva para Mark Grayson y sus aliados alienígenas sigue siendo un Ryan Ottley funcional en lo narrativo (como apuntaba antes) pero delicioso en el terreno expresivo. Pocos ilustradores plasman la violencia gratuita como el colaborador de Kirkman en “Invencible”, y muchas de sus viñetas en esta “Guerra Viltrumita” pertenecen ya a un hipotético greatest hits con los mejores momentos gore de la colección.


Difícilmente logrará Kirkman que alguna de sus series regulares se imponga como tebeo del año en las clásicas listas que adornan la bloguesfera a finales de diciembre o principios de enero. Esa responsabilidad recaerá, con toda seguridad, en alguna novela gráfica (cursiveo, sí) planteada como un rompecabezas formal no apto para principiantes (y lo dice alguien que admira profundamente a Chris Ware, Craig Thompson, Dash Shaw o David Mazzuchelli), pero lo que está claro es que “Los Muertos Vivientes” e “Invencible” pasarán a la historia del medio por otros méritos igualmente valiosos: divertir, sorprender, aterrar y emocionar hasta el tuétano al lector que se adentre en sus miles de páginas publicadas hasta la fecha. Personalmente no podría pedirles nada más, y ya me tardan en llegar sus respectivas nuevas entregas. Tenemos Kirkman para rato, y yo me alegro.

domingo, marzo 17, 2013

Mitos, malditos y leyendas

Tuve conocimiento de una de mis historias favoritas sobre el mundo de la música hace años, viendo el documental “No direction home” que el realizador Martin Scorsese dedicó a la figura de su admirado (bueno, por él y por muchos) Bob Dylan. La historia de marras dice que a principios de los 60 un joven Robert Zimmerman intentó destacar en la escena folk de Greenwich Village sin demasiada fortuna y que, en vista de su fracaso, acudió al cruce de caminos ubicado en Clarksdale (Misisipi) donde el bluesman Robert Johnson había vendido su alma al diablo, e hizo un trato semejante para convertirse en el músico de inagotable talento que hoy conocemos y adoramos. Es una leyenda urbana poco creíble, por supuesto, pero también la clase de material que alimenta el halo mítico que rodea a las grandes figuras de la música popular. Como el siniestro club de los 27 (Brian Jones, Jim Morrison, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Kurt Cobain, Amy Winehouse y, por supuesto, el propio Robert Johnson) o el ojo izquierdo de David Bowie, la historia del rock construye su propia mitología alrededor de las anécdotas (reales o no) inspiradas por iconos cuya imagen pública sobrepasa su propia humanidad y adquiere el carácter ficcional de las tragedias griegas y los dramas shakespearianos. Atendiendo a esta dimensión folklórica (en un sentido etnológico) de la cultura musical, no cabe duda que Sixto Rodríguez, protagonista del oscarizado documental “Searching for Sugar Man”, es una leyenda del rock de los pies a la cabeza.


Rodríguez, hijo de un inmigrante mexicano y de una descendiente de europeos y nativos americanos, comenzó a tocar en bares de mala muerte en la decadente Detroit de finales de los 60 y pronto llamó la atención de un par de productores discográficos en busca de una nueva sensación musical. Sus letras antisistema, surcadas por la visión cruda y honesta del hombre de la calle, parecían el mensaje idóneo para un contexto socio-económico abonado al desencanto y al rechazo de los valores establecidos (más o menos como ahora, vaya). Pero lo que debería haber sido un éxito comercial que rivalizase en las listas de ventas con Dylan y Simon y Garfunkel derivó en un fracaso total que dejaría como único recuerdo dos LP’s prácticamente desconocidos en EE.UU. Sin embargo, una carambola del destino quiso que sus canciones llegasen de la forma más inesperada a oídos de la población oprimida de Sudáfrica, en pleno auge del apartheid, y que temas como “Sugar Man”, “Cause” y “I wonder” se convirtiesen en himnos para una generación descontenta con el régimen dictatorial bajo el que vivía sometida. Sixto Rodríguez vendió medio millón de álbumes en Sudáfrica mientras su discográfica estadounidense lo ponía de patitas en la calle. Desconocedor del arrollador éxito que sus álbumes estaban teniendo a miles de kilómetros de distancia, sin haber visto un duro de los royalties que legalmente le correspondían, el cantautor desapareció de la faz de la tierra tan súbitamente como había aparecido y no se volvió a saber de él en décadas.


“Searching for Sugar Man” narra la investigación llevada a cabo por dos musicólogos sudafricanos para descubrir cómo murió realmente Rodríguez y por qué el resto del mundo jamás había conocido su música. Las respuestas que encontraron, sin embargo, van mucho más allá de la mera curiosidad discográfica, y suponen una auténtica restitución, con cuarenta años de retraso, del valioso trabajo de un artista que podría haber sido tan célebre como Dylan o Elvis, pero que quedó sepultado bajo las infinitas notas a pie de página de la historia del rock.


La vida de Sixto Rodríguez se presenta casi como el argumento de una novela de Paul Auster: plagada de misterio y poesía, de absurdo, drama y comicidad. Los hechos relatados resultan tan inverosímiles y al mismo tiempo tan conmovedores y divertidos que la película fuerza a veces la credibilidad del propio espectador. En este caso, como en tantos otros, la realidad supera ampliamente a la mejor de las ficciones, y hacer con semejante material una mala película hubiera sido prácticamente imposible. Más allá de su eficacia narrativa y de la contundencia de un cancionero excelso (el del propio Rodríguez, claro), las mejores bazas de “Searching for Sugar Man” son la historia personal y la aureola de malditismo que envuelven a su protagonista.


De este modo, en una semana en la que mi vida profesional ha estado tan profundamente marcada por la visita a España de Justin Bieber (“...y hasta aquí puedo leer, que decían en el Un, Dos, Tres), el visionado de un film como “Searching for Sugar Man” le reconcilia a uno con los verdaderos artistas, músicos de talento genuino que anteponen la pasión por crear y, a su modo, por vivir, a cualquier consideración mercadotécnica. Las lecciones humanas que uno puede extraer de la cinta firmada por Malik Bendjelloul son más que suficientes para perdonarle ciertas omisiones claramente intencionadas (en todo el documental no hay rastro de las giras australianas de Rodríguez a finales de los 70 y principios de los 80, en las que se fraguaría su único álbum en directo anterior al comeback sudafricano, “Alive”) que habrían perjudicado a las intenciones hagiográficas del film. Como tantas otras veces en el mundo de la música, el mito se impone a la persona y lo real se difumina entre las brumas de la leyenda. O, como mi abuela solía decir a menudo: “poco importa la verdad cuando la mentira es formalmente bella”.

lunes, marzo 11, 2013

Tecno-románticos

Casi tres años después de su LP de debut, "Happiness", Hurts regresan a la palestra con un nuevo álbum oficialmente presentado hoy en sociedad (coincidiendo, para su desgracia, con el mediático último trabajo de David Bowie).

Lejos de ampliar los horizontes musicales del dúo de Manchester, "Exile" es un segundo asalto a la fórmula inconmovible de Hurts: mientras el responsable instrumental del proyecto, Adam Anderson, configura sonidos sintéticos de indudables ecos ochenteros, el cantante Theo Hutchcraft declina unas letras simplonas y cursis que logran que a su lado Brandon Flowers parezca el mismísimo Bob Dylan.


Desde pedradas de épica radiable como la titular o "Cupid" (mi inmediata favorita) hasta pastelones más propios de un sucedáneo de Justin Timberlake (que ya es, a su manera, una marca blanca de Michael Jackson), pasando por composiciones sencillitas como "The Road" que ganan cuerpo gracias a una producción efectista (guiños transformer a Skrillex incluidos), "Exile" parece en un momento dado un álbum de versiones de Take That interpretadas por una banda tributo a Depeche Mode para convertirse en el instante siguiente en justamente lo contrario (canciones de Gahan y cía. pasadas por el filtro de una boy band). Un espanto, sin duda, si lo que el oyente ansía es el menú de un auténtico culturista melómano, rico en hidratos musicales y talento proteínico. Ahora bien, si lo que el consumidor desea es una ingesta grasienta, tan fácil de deglutir como de excretar, "Exile" será su perfecto buffet libre de adictiva comida basura.

La paradoja, después de todo lo dicho, es tener tan claro que cuando Hurts se animen con el tercero servidor seguirá al pie del cañón, recibiéndolo con los brazos abiertos. Soy un tecno-romántico sin remedio.

jueves, marzo 07, 2013

The White Duke Strikes Again

Decía Carlos Gardel que “veinte años no es nada”, pero los casi diez que han pasado desde la retirada de los focos por parte de David Robert Jones, más conocido en el planeta Tierra (y también en Marte, si es que hay vida allí) como David Bowie, han dado para demasiadas especulaciones. Tras la intervención cardíaca que sufrió en Hamburgo en 2004 y que significó un abrupto final para el “Reality Tour”, Bowie se alejó progresivamente del ámbito público hasta el punto de que muchos medios comenzaron a hacer cábalas sobre su inminente defunción. Los ídolos muertos venden periódicos, supongo (y si no que se lo digan a Hugo Chávez).

Lejos de ser una Amy cualquiera, el ya-no-tan-delgado Duque Blanco regresó a primera plana en el día de su 66 cumpleaños presentando, para asombro de propios y extraños, un nuevo single (“Where are we now?”) y la fecha de lanzamiento de un inminente trigésimo trabajo de estudio, “The Next Day”. El 8 de enero de 2013 la red se inflamó con titulares de diarios globales, twits de redactores anónimos, likes masivos en los muros de Facebook y tocamientos varios por parte de los fans históricos del hombre que cayó a la Tierra. La filtración, poco después, de una portada particularmente polémica (“cuadrado blanco sobre frontispicio de "Heroes"”, la habría titulado Kazimir Malevich) incrementó aún más, si cabe, las atenciones que el nuevo trabajo del multidisciplinar artista británico ya estaba recibiendo. Viniendo del cuerdo Aladino uno ya debería haber aprendido a esperar lo inesperado, pero sus últimos movimientos, realizados desde el secretismo más absoluto, han vuelto a funcionar con la contundencia mediática que el Camaleón lleva demostrando desde hace más de cuatro décadas: él es el flautista de Hamelin y nosotros las ratas.


Anunciado oficialmente para el 11 de marzo, “The Next Day” comenzó a sonar el día 1 de este mes, primero a través de iTunes y apenas medio segundo después en los reproductores de mp3 de todo el mundo gracias a la celeridad con que actualmente se gestionan las descargas ilegales en internet. En menos de dos meses Bowie ha pasado de viejo decrépito a fénix renacido, y el propio artista se ríe maliciosamente de ello, al más puro estilo Mark Twain (“las noticias de mi muerte han sido exageradas”), en la canción que abre y da título al LP. Es un primer corte enérgico, declaración de intenciones para un disco “muy rockero”, como lo definió el productor Tony Visconti, convertido en el portavoz de un Bowie que prefiere mantener su galvánico silencio ante los medios.

“Dirty boys”, segunda pista del álbum, se arrastra con un ritmo taimado alla Tom Waits, impuesto por una sorprendente sección de vientos, para dar paso al excelente segundo single del disco, “The stars (are out tonight)”, presentado en sociedad hace un par de semanas y recibido (merecidamente) con una ovación generalizada. Se trata de una ácida reflexión sobre la fama, acompañada por un inquietante vídeo co-protagonizado por la andrógina actriz Tilda Swinton, que bien podría ser a Bowie lo que Cate Blanchett fue a Bob Dylan en el antibiopic “I’m not there”.


“Love is lost” me parece un tema menor dentro de “The Next Day”, con un omnipresente teclado que, junto a la machacona cadencia rítmica de la percusión, configura una atmósfera densa y opresiva. La ya conocida “Where are we now?” supone una melancólica (¿y heterocrómica?) mirada a los días compartidos con Iggy Pop y Brian Eno a finales de los 70, en los que Bowie grabó su trilogía berlinesa (“Low”, “Heroes” y “Lodger”). El teclado y la voz quejumbrosa hacen que la canción, una de las más lentas del disco, suene honesta y sentida. Le sigue “Valentine’s day”, cuya ambigua lírica (¿habla del día de San Valentín o de una masacre escolar?), acompañada de unos pegadizos coros y de un excepcional trabajo de guitarra por parte de Gerry Leonard y Tony Levin, redondea una de las cimas del disco: cuanto más la escucho más me gusta.

Quizás por eso llame aún más la atención, en sentido negativo, la marcianada que viene a continuación, “If you can see me”, en la que Bowie pretende ser, una vez más, el más moderno entre los modernos. Personalmente creo que es el corte que peor funciona dentro del disco. Por suerte, la inmediatamente posterior “I’d rather be high” es una pieza (aparentemente) desenfadada, sobre la necesidad de escapar a la confusión del mundo a través de las drogas, que recupera el buen tino imperante en la mayor parte de “The Next Day”. “Boss of me”, la siguiente del lote, saca un gran partido al saxo de Steve Elson y alza progresivamente el vuelo a medida que avanza el segundero, convirtiéndose en uno de los cortes que más crecen con cada nueva escucha. La inevitable referencia cósmica (no hay disco del mayor Tom sin paseo espacial) viene de la mano de “Dancing out in space”, un tema alborozado que recuerda al Bowie de “Reality”, su último álbum antes de la retirada al estilo Salinger a mediados de la década pasada.


Comienza a continuación mi segmento favorito de “The Next Day”: la traca final. “How does the grass grow?” tiene uno de los estribillos más potentes del álbum, un gran trabajo vocal en múltiples registros y un sonido de guitarra espectacular. Pero para guitarras las de “(You will) set the world on fire”, un regreso al glam rock más agresivo que contiene un riff contundente y otro estribillo para enmarcar, de esos que dan ganas de ponerse a dar botes en el salón de casa mientras los altavoces de tu equipo de sonido torturan a los vecinos. “You feel so lonely you could die” baja significativamente el contador de revoluciones y nos transporta a los tiempos de “The rise and fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars”: el recuerdo de “Five years”, primer corte de aquella obra maestra publicada en 1972, recorre este rock’n’roll suicida que nos prepara para la inevitable despedida. Finalmente, “Heat” es una suerte de epílogo grave e introspectivo, próximo a la densidad de los años berlineses, en el que el músico hace examen de conciencia y reflexiona sobre las vicisitudes de su propia (y mutante) identidad. “I don't know who I am, dice el cantante. Yo creo que sí lo sabe. Más que nunca.

Es un cierre impecable para un disco claramente autoconsciente de su lugar en la trayectoria del artista. Pese a no ser perfecto, “The Next Day” es un regreso por la puerta grande, una resurrección musical en toda regla, pero también un pertinente vistazo al pasado por parte de un creador con treinta LP’s a sus espaldas. Con suma inteligencia, Bowie no sólo evita maquillar la gloria pretérita para presentarla como nueva (una huida hacia adelante que, dadas las circunstancias, no habría funcionado), sino que reconfigura los elementos más diversos de su discografía en la búsqueda de algo actual y reconocible a la vez. Paradójicamente, su leyenda está más viva ahora que hace diez años, y su impulso creativo parece haber rejuvenecido considerablemente desde los tiempos de “Heathen” y “Reality”. “The Next Day” es el primer gran Bowie del siglo XXI. A estas alturas, el ídolo británico podría perfectamente decir aquello que Frank Miller ponía en boca de Batman en su iconoclasta "The Dark Knight Strikes Again":