Pasado el susto de la entrada anterior, por favor, hablemos de cine…
Siempre he pensado que, puestos a filmar un remake, el director debería hacerse dos preguntas fundamentales: Namberguán: ¿tiene sentido volver a contar la misma historia? Y namberchú: ¿puedo hacerlo mejor que en la original? Es bien sabido que muchas revisiones fracasan principalmente por la primera razón, y casi todas las demás por la segunda.
Por eso “El tren de las 3:10” (“3:10 to Yuma” en pitinglish) es una rara avis en la industria cinematográfica actual. Pero no sólo por ser un buen remake, sino también por pertenecer a un género que vive horas bajas y que clama al cielo por una nueva oportunidad para resurgir: el western.
Vale, es verdad, no soy objetivo. Adoro el western. De hecho, ahora mismo estoy escribiendo un tebeo del Oeste y por ello me paso gran parte de mi tiempo libre revisando los clásicos (y no tan clásicos) del género y escuchando al maestro Morricone mientras espero a que llegue a mis manos la ansiada segunda temporada de “
Deadwood” en DVD.
Pero también es cierto que el cine del Oeste lleva mucho tiempo siendo maltratado por la industria y por el gran público, más o menos desde que Clint Eastwood le diera carpetazo (ideológicamente hablando) con la obra maestra “Sin perdón”. Es por ello que me ilusiona tanto “
Appaloosa” de Ed Harris, y que tenía muchísimas ganas de ver este “El tren de las 3:10” dirigido por James Mangold.
Al igual que en la versión primigenia de 1957, la película narra la historia de Dan Evans (Van Heflin en la original, aquí un sublime, como ya es costumbre, Christian Bale), un ganadero en bancarrota que, desesperado por no poder mantener a su esposa e hijos, decide participar, a cambio de remuneración, en el traslado a prisión de un peligroso asaltador de diligencias, el carismático y seductor Ben Wade (Glenn Ford en blanco y negro, Russel Crowe en color). Mientras, la banda de Wade intentará por todos los medios rescatar a su líder sin importar a quién tengan que llevarse por delante.
Cierto es que las diferencias entre ambas películas a nivel argumental son mínimas, pero esta nueva versión, además de añadir un par de paradas en el camino de Evans y Wade (quizás demasiado episódicas como para no notarse los remiendos que las adicionan al libreto original), añade una riqueza de matices y profusión de detalles respecto a la versión de 1957 que se agradece profundamente. Es, como rezaba el cartel de la película de “South Park”: más grande, más larga y sin cortes.
Las escenas de acción se han adaptado al sino de los tiempos, siendo obviamente más espectaculares que las dirigidas por Delmer Daves, y ambos antagonistas han ganado en dramatismo y sobre todo en capacidad para calar en el espectador. El Ben Wade de Russell Crowe es diez veces más macarra que aquel forajido algo blandengue de Glenn Ford, pero también tiene un pasado (y un futuro) del que su homólogo carecía, mientras que el Dan Evans de Christian Bale le da sopas con honda (se mire por donde se mire) al personaje interpretado en su momento por Van Heflin. Además, se le ha otorgado un mayor peso específico a los secundarios, consiguiendo que el duelo psicológico entre Wade y Evans se vea fortalecido, sobre todo por la presencia activa del hijo de este último.
¿La pega? Pues, como en la versión original, un final demasiado amable que hace que uno se plantee si éste es aquel Oeste tan salvaje en que nos habían hecho creer Sam Peckinpah, Sergio Leone y Clint Eastwood. Probablemente no, y sea ese otro Oeste de Anthony Mann, John Ford o Howard Hawks.
Pero Oeste al fin y al cabo. Y yo me alegro.