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Desde el ascenso al poder de Michael Corleone en “El Padrino”, incontables veces hemos visto la figura del gángster representada con cierta nobleza, heroicidad o canallesca simpatía. Siendo el jefe mafioso, por definición, el elemento a desterrar de un sistema social regido por una ley común, resulta curioso comprobar cómo el cine, la literatura o los tebeos han contribuido a engordar esta perspectiva romántica del criminal, llegando al extremo de sentir el espectador/lector más empatía por individuos de la ralea de Tony Montana, Neil McCauley o Lincoln "Cuervo Rojo" que por los agentes de la ley encargados de meterlos entre rejas.
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También la televisión comparte esta fascinación por la delincuencia organizada. La HBO, estandarte de la edad de oro catódica que actualmente vivimos, contribuyó de forma capital a entender la psicología y el modus operandi del criminal moderno gracias a series de inmenso prestigio como “Los Soprano” y “The Wire”, arrebatándole al cine la corona que hasta entonces (y desde la irrupción de los Coppolas, Scorseses y De Palmas) ostentaba en el reino del género negro. Ahora, la misma cadena ha afianzado un nuevo clavo en el ataúd del Séptimo Arte (lo decía hace poco: el cine está muerto y aún no lo sabe) con la emisión de “Boardwalk Empire”, cuya primera temporada (doce espléndidos capítulos) ha concluido hace apenas unas semanas.
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La serie sitúa al espectador en la Atlantic City de los años 20 (del siglo pasado, claro), al comienzo de la prohibición de la venta de alcohol, y se centra principalmente en el entorno del tesorero de la ciudad Enoch “Nucky” Thompson, al que da vida un inspirado Steve Buscemi (secundario de lujo que por fin da el salto hacia ese rol protagonista al que asociar, en lo sucesivo, su expresivo rostro de batracio), y en su protegido, el joven y problemático ex-combatiente de la I Guerra Mundial James Darmody, encarnado en el polivalente Michael Pitt (mezcla de Leonardo DiCaprio y Marlon Brando, capaz de resultar entrañable en “Soñadores”, patético en “Hedwig and the angry inch” y terrorífico en “Funny Games U.S.”).
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Nucky Thompson es un cargo corrupto que gobierna la ciudad de un modo prácticamente feudal gracias a su vasta red de contactos, que lo sitúan en una posición privilegiada tanto en las altas esferas políticas como en los arrabales de la delincuencia local. Siempre a la caza de nuevas oportunidades para expandir su negociado, ha encontrado en la Ley Seca el perfecto marco para vertebrar una red de importación y destilación clandestina de alcohol. Pero los planes de Nucky se complicarán cuando Darmody, cansado de quedarse con las migajas que caen del plato de su benefactor, decida abrirse camino en la vida, a golpe de pistola, siguiendo los consejos de su nuevo y brutal amigo Al (Stephen Graham, en un rol muy alejado del que ejercía en la divertida “Snatch” de Guy Ritchie), que no es otro que un joven Capone, años antes de convertirse en némesis de Eliott Ness. Más allá de sus asuntos extra-legales (que incluyen una investigación por parte de un agente del FBI psicológicamente inestable), la vida de Nucky se verá inevitablemente trastocada, en el terreno sentimental, por la irrupción de una joven inmigrante irlandesa, sufragista y miembro de la liga femenina contra el alcohol, llamada Margaret Schroeder (interpretada por la dulce Kelly MacDonald), la cual dudará entre sus sentimientos hacia el maquiavélico tesorero y su profundo sentido de la moralidad.
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Deambulan por esta docena de episodios un buen montón de secundarios, muchos basados en personajes reales (Arnold Rothstein, Charles “Lucky” Luciano, Johnny Torrio e incluso un presidente de EE.UU., Warren G. Harding), que amplían y enriquecen una narración coral profusa en subtramas que indagan en los pormenores de un momento social complejo y lleno de contradicciones: mientras las mujeres se movilizan por conseguir el derecho al voto y la radio comienza sus emisiones en abierto, el Ku Klux Klan continúa siendo una organización legal y la población afroamericana malvive en un estatus de esclavitud velada.
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Es en ese contexto, inevitablemente, donde reside uno de los atractivos más inmediatos de “Boardwalk Empire”. Contando con los medios técnicos y económicos de una gran producción cinematográfica, la recreación de la época resulta sencillamente irreprochable, haciendo creíble todo cuanto se muestra en pantalla y apuntillando el buen resultado visual con una selección musical (del vodevil cabaretero a los albores del jazz) de quitarse el sombrero. Con todo, quizás lo más destacable del conjunto, a nivel técnico, sea la excelente colección de realizadores que dejan su elegante impronta en el acabado formal de la serie. Nombres de relumbrón como Tim Van Patten (hombre de confianza de la cadena, curtido en títulos como “Roma”, “The Wire”, “Los Soprano”, “Deadwood” o “The Pacific”), Allen Coulter (quien también ha firmado capítulos de “Los Soprano”, “Roma”, “Expediente X” y “A dos metros bajo tierra”) o el mismísimo Martin Scorsese (que despacha el episodio piloto con el sobrado buen hacer tras la cámara al que ya nos tiene acostumbrados) aseguran la solidez narrativa de la producción, regalándonos en ocasiones algunos planos y movimientos de cámara que hacen que uno realmente lamente haber pagado 8 euros por ver “Predators” en una sala de cine mientras esta serie debe conformarse con las 15 pulgadas de la pantalla de mi portátil.
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Nada de esto tendría validez, no obstante, si “Boardwalk Empire” no fuese una serie realmente entretenida, disfrutable más allá de su carísimo y tentador envoltorio. Como todo buen guionista debe saber, el mejor o peor funcionamiento de un relato reside en el corazón de sus personajes, y por suerte los de esta serie son tan complejos, profundos y definitivamente humanos como el esfuerzo de producción se merece. Al final, más allá del rigor en el vestuario o de las anotaciones históricas a pie de fotograma, con lo que uno se queda tras visionar cada capítulo de “Boardwalk Empire” es con las complicadas relaciones entre sus protagonistas. Con los secretos y conspiraciones urdidos por Nucky Thompson, las tribulaciones de la Sra. Schroeder y las pesadillas bélicas de Jimmy Darmody. Con el drama de Richard Harrow, el hombre de hojalata que no soporta su reflejo en el espejo; el desquiciado fervor religioso del agente Van Alden, que ve pecado y blasfemia allí donde posa la mirada (pero no “la viga en el ojo propio”, que dice el refrán) y con el complejo de inferioridad de Elias “Eli” Thompson, perfecto ejemplo de nepotismo político. También con el ninguneo constante al que se ve sometido el fiel mayordomo germano Eddie Kessler, con la frívola estupidez de la despampanante Lucy Danziger y, como no podía ser de otro modo, con la envidiable chulería de Chalky White (bisabuelo, o algo así, de mi añorado Omar Little).
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Por todo ello, y más allá de comparaciones algo caprichosas (se hablaba de ella como unos "Sopranos de los años 20", aunque yo la veo más próxima a “Deadwood”) e influencias inevitables (ecos de la trilogía de “El Padrino”, “Los intocables de Eliott Ness” o “Érase una vez en América”), “Boardwalk Empire” se revela, con apenas una temporada en su haber, como una serie imprescindible (otra más, lo siento por vuestra agenda ociopática) y con entidad propia, alma y encanto, fantásticamente realizada, estupendamente interpretada y magníficamente escrita. Un nuevo y estimulante capítulo en el largo y fructífero romance entre el crimen organizado y la cultura popular, a la altura de la mejor HBO.
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Canela fina, vamos.
2 comentarios:
Joder, si ya tenía ganas de verla, tras leer tu post, todavía tengo más. No se cuando, porque de momento, el poco rato que estoy en casa, entre biberones, pañales, carantoñas, colicos de gases, visitas de familiares y amigos, y demás parafernalia infantil, no tengo ni una hora libre para nada... Pero cuando pasen estos primeros meses, la próxima serie que quiero ver es esta. Fijo.
"Recomendadérrima", que diría una amiga mía ;)
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