“Is there anybody out there?”
(de
la canción del mismo título, de Pink Floyd)
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Un punto de partida: Pink Floyd es uno de mis grupos favoritos de todos los tiempos. Está, desde luego, en el top 10 de mis preferidos. Y más cerca del 1 que del 10, debo añadir. No obstante, no es “The Wall” mi álbum predilecto de su discografía. Concretamente, los tres discos de estudio que le antecedieron (
“The Dark Side of the Moon” en 1973,
“Wish You Were Here” en 1975 y
“Animals” en 1977) me parecen claramente superiores. Cierto es que las intenciones de “The Wall” son bien distintas (más conceptual, más lírico y desde luego más narrativo), que se trata de un álbum doble (cualidad ésta que a mí personalmente no me convence demasiado) y que proviene de
los Floyd de Roger Waters, que tienen tanto que ver con los de la mentada trilogía de obras maestras como aquéllos con
los Floyd de Syd Barrett. Bueno,
quizás un poco más...
Contextualicemos: estamos en el año 1977 y Pink Floyd es una de las bandas de rock más importantes del mundo. La crítica se ha rendido a sus pies (no es raro encontrar citado “The Dark Side of the Moon” como uno de los mejores discos de la historia) y sus fieles se cuentan por legiones. No obstante, en el seno del grupo las cosas andan revueltas y el distanciamiento entre sus miembros es más que notorio. Roger Waters (bajista de la banda), completamente a su bola, planea la publicación de un disco autobiográfico acerca de su sensación emocional de aislamiento y de cómo la muerte de su padre en la II Guerra Mundial condicionó terriblemente su infancia. El texto, tras ser pulido por el productor Bob Ezrin, incluirá también alusiones a la historia personal de Barrett, antiguo líder y alma máter de la banda que debió abandonarlos largo tiempo atrás para ser internado en un hospital psiquiátrico. La idea central del disco, resumiendo bastante, es una alegoría plasmada en un muro psicológico que separa a Pink (alter ego fictio de Waters) del resto del mundo y lo encierra en un claustrofóbico y fascista universo interior. Su desencantada visión de la sociedad sitúa a los seres humanos en un sistema que aliena y desdibuja al individuo desde la infancia (los profesores idiotizan a sus alumnos para convertirlos en “otro ladrillo más en el muro”), mientras que las madres sobreprotegen a sus niños, castran su potencialidad latente y dirigen sus vidas sin permitirles degustar los placeres del libre albedrío.
Una fiesta, vamos.
Tras escuchar las primeras demos grabadas por Roger Waters en solitario, el resto de la banda decide involucrarse en el proyecto, pero difícilmente podrán imaginar el calvario que supondrán las sesiones de grabación en el estudio, con Waters ejerciendo de dictador a tiempo completo (“The Wall” es SU historia, SU vida y SU proyecto) y el teclista Richard Wright tan enemistado con el bajista (autoproclamado líder del cuarteto) que apenas sí coinciden en el estudio durante la grabación del doble LP.
Pese a que muchos seguidores de la banda sitúen este “The Wall” entre lo más granado de la producción de Pink Floyd, a mí personalmente me parece un disco irregular que denota en exceso las pretensiones teatrales de su argumento. Contiene, es verdad, composiciones descomunales como
“In the flesh?”, “Another brick in the wall” (las tres partes son buenas, pero la más célebre, sin duda, es
la segunda, precedida de “The happiest days of our lives”),
“Goodbye blue sky”,
“Nobody home”,
“Bring the boys back home” (sé que no es de las más conocidas del disco, pero a mí particularmente me encanta), la indispensable
“Comfortably numb” y la oscura y excéntrica
“The trial”; pero 80 minutos de música, 26 cortes en total, son demasiados para casi cualquier disco.
Siempre he creído que hay muy pocos álbumes dobles que no lucirían infinitamente mejor si fuesen uno solo, más corto y concentrado. En 40 ó 50 minutos de música caben millones de ideas, tal y como los discos previos de Pink Floyd claramente atestiguan. Pero Waters tenía mucho que contar; tanto, que en su siguiente trabajo (publicado bajo el nombre del grupo, pero definitivamente debido a la autoría exclusiva del bajista), “The Final Cut”, pueden escucharse algunas canciones que quedaron fuera de “The Wall”, como
“The Fletcher Memorial Home”. Otras, como
“When the tigers broke free” (que a mí me gusta más que algunos de los cortes que sí están en el doble disco), sólo han visto la luz en formato single o en recopilaciones.
Son la desmedida ambición de Waters y las desavenencias con el resto de miembros de la banda las que impidieron que “The Wall”, finalmente publicado en noviembre de 1979, se convirtiese en la obra maestra que podría haber sido y que, por poco, no es. No se me malinterprete: se trata de un trabajo realmente enorme; reescuchable hasta el infinito, siempre con una sonrisa de satisfacción melómana dibujada en la boca, pero un peldaño por debajo de sus mejores trabajos. Con todo, sospecho que
dentro de una semana me gustará bastante más...
Por otro lado, no acaba aquí la cosa en lo que respecta a las andanzas de Pink: en 1982 se estrenó una adaptación cinematográfica con la que Waters ya había fantaseado durante la composición de las canciones de “The Wall” (algo que se percibe en la inclusión de diálogos que toman pleno significado sólo cuando se escuchan acompañados de sus correspondientes imágenes), dirigida por Alan Parker. Pero, con vuestro permiso, de eso mejor hablaremos otro día.
P.D.1: Para los amantes de las rarezas: existe una versión hillbilly de “The Wall” (el disco doble al completo) a cargo de Luther Wright and the Wrongs que suena
tal que así. Bizarro, lo sé, pero tiene su gracia.
P.D.2 (aclarando la aclaración): “The Wall” no me parece redondo según los exigentes estándares de calidad bajo los cuales observo, con lupa, la discografía de Pink Floyd. Si se publicase ahora, tened por seguro que partiría como claro número 1 en una futurible lista de mis discos favoritos del 2011. Lo que pasa es que hace ya un tiempo que dejé de establecer comparativas entre la música actual y la que hacían las grandes bandas de los años 60 y 70: por mucho que me gusten formaciones como
Radiohead, Muse, Arcade Fire o The Mars Volta, no creo que hoy en día exista un grupo o artista que pueda mirar frente a frente a los Floyd, Queen, Zeppelin, Dylan, Springsteen, Beatles, Stones o Bowie de sus mejores años. Aunque sólo sea porque es también en ellos en quienes se fija, con indudable admiración, la música que se hace en nuestros días (y de ningún modo puedo valorar igual que Matthew Bellamy componga
esto en 2009 a que Freddie Mercury compusiese
esto otro en 1976). También, por eso mismo, me niego a poner notas en mis reseñas -como sí hacen otros bloggers; de forma totalmente legítima, ojo-. Creo que se precisa una distancia prudencial para encumbrar como magistral algo que apenas lleva unas semanas en la calle y que además, por norma general, los discos actuales que me vuelven loco comienzan a palidecer cuando reescucho las joyas de la corona de la historia del pop-rock. No ocurre siempre, claro (álbumes como
“OK Computer”,
“Want One” o
“LaTeRaLus” son maravillosos más allá de cualquier apreciación espacio-temporal), pero son los menos, y es preciso entender cada obra en su contexto para no ceder al impulso de, por ejemplo, situar
“The Suburbs” de Arcade Fire (sobresaliente, sin duda) a la altura del
“Born to Run” de Bruce Springsteen (que, sencillamente, se sale de las escalas). Le pese a quien le pese, la música sigue un método hegeliano de evolución dialéctica, con la particularidad de que en los últimos tiempos apenas existe la
antítesis y sí un preocupante retorno,
ad nauseam, a las
síntesis de antaño (no hay más que echar una oreja a corrientes como el post-punk o el brit-pop para comprobar lo poco que hemos avanzado al respecto en los últimos 30 años...)