martes, mayo 19, 2015

Arte, amor y muerte

David Smith es un escultor en crisis. En su veintiséis cumpleaños se encuentra arruinado, solo y borracho en un restaurante de Nueva York, cuando la Muerte se le aparece bajo una cara conocida y le ofrece un trato excepcional: ser capaz de esculpir, sólo con las manos, cualquier cosa que imagine. A cambio, David rechaza una larga vida de ¿feliz? mediocridad y firma su propia defunción en el plazo de 200 días. Pero tener la habilidad para hacer algo no implica necesariamente el éxito en su desempeño, y en 200 días pueden pasar demasiadas cosas, incluyendo la irrupción inesperada del amor.


“El escultor” de Scott McCloud es uno de los comics que más me han gustado de cuantos se han publicado (y, obviamente, he podido leer) en estos primeros meses de 2015. Me ha gustado mucho por varias razones, algunas de las cuales son puramente subjetivas y me obligan a perdonarle sus defectos, que los tiene pero que, cuanto más pienso en ellos, menos me importan en el cómputo global.


Antes de ponerme a escribir esta entrada leí “El escultor” dos veces: la primera en inglés, en el tren bala que va desde Kyoto hasta Hiroshima, durante un viaje mucho mayor del que tal vez (o tal vez no) escriba algo en este blog cuando por fin consiga ordenar mis fotos y mis pensamientos. Aquélla fue una lectura impulsiva, como casi todas las que hago en la tablet, acelerada por la imperiosa necesidad de llegar al final de la historia y así saber qué sucede con David Smith. Ese día, en Japón, me di un atracón vertiginoso con las 500 páginas de “El escultor”, pero en las jornadas siguientes no tuve demasiado tiempo para reflexionar acerca de lo leído. Al regresar a Madrid, unos días después, el tebeo ya se había publicado en castellano de la mano de Planeta Cómic, que lo había anunciado a bombo y platillo como una de sus novedades estrella para el Salón del Cómic de Barcelona. Inducida por mis (nada sutiles) insinuaciones, F. me lo regaló poco después en su edición física, una preciosa “novela gráfica” (ese término, ya sabéis) en tapas duras con medio millar de páginas en blanco, negro y azul. Por fin pude volver a leerlo hace un par de días de forma pausada, deteniéndome en cada viñeta, buscando las claves en la gramática visual de Scott McCloud, un artista más conocido en el mundo del cómic por sus estudios teóricos sobre el propio medio (en obras fundamentales como “Entender el Cómic: el arte invisible”) que por su producción de ficción (en títulos como “Zot!”).


Tal vez fueran esos mismos trabajos teóricos, con su acertado análisis de los mecanismos narrativos del arte secuencial, los que me llevaron a pensar que “El escultor” sería una obra mucho más experimental en términos formales. Algo más cercano a, por ejemplo, el “Asterios Polyp” de David Mazzuchelli. Pero el tomazo escrito y dibujado por McCloud no resulta tan atrevido, y siempre parece tener claro que la historia y los personajes lo son todo y que los recursos narrativos son herramienta y no razón de ser del tebeo. Lo cual posiblemente sea un síntoma de la madurez como dibujante de McCloud y de la concepción artesanal de su propio trabajo. Dicho de otro modo: creo que “El escultor” no pretende sentar cátedra ni revolucionar el mundo del cómic sacándose recursos de la chistera en cada viñeta, sino contar la historia que McCloud tenía en la cabeza de la forma más adecuada y honesta.


Espero que no se me malinterprete: el cómic está repleto de soluciones visuales que funcionan a las mil maravillas dentro de una maquinaria narrativa perfectamente engrasada, pero ninguno de sus recursos es estrictamente un hallazgo, en la medida en que no son nada que no hayamos visto ya en obras anteriores de otros muchos autores que sí abrieron camino en lo que respecta al lenguaje en viñetas. Que no sea innovador no significa que no sea formalmente brillante. Por otro lado, sé que la honestidad del arte es una idea terriblemente abstracta y subjetiva, pero yo la percibo en cada página de “El escultor”: creo que, al igual que su protagonista, McCloud ama profundamente su trabajo y lo desempeña con una dedicación sincera, desde las entrañas, aunque esto mismo acabe arrastrándolo hacia esos defectos que antes anunciaba, y que se refieren principalmente a su labor como guionista.


Hay algo profundamente naïf en la descripción de los personajes y en la visión romántica, ingenuamente idealizada, que David (y el propio McCloud) tienen de la protagonista femenina de “El escultor”, y que choca con lo (poco) que sé sobre el amor y las mujeres. La angelical Meg, estereotipo de chica buena-guapa-un-poco-loca-en-plan-divertido-pero-loca-de-verdad-a-la-que-los-hombres-queremos-salvar-de-sí-misma-mientras-ella-nos-salva-de-nuestras-propias-inseguridades, parece más la fantasía de un hipster veinteañero que una persona real. Es la Summer de los primeros 45 minutos de “(500) Days of Summer” vista a través de los ojos de Tom, antes de que el personaje de Joseph Gordon-Levitt se dé de bruces con la dura realidad. Pero aquí nadie se golpea contra ese muro: Meg es perfecta desde la primera hasta la última página de “El escultor”, incluso a pesar de esa imperfección que McCloud impone al personaje en el nudo del relato.


Del mismo modo, la visión que McCloud tiene sobre el mundo del arte y sus propias ideas sobre la escultura en pleno siglo XXI me parecen algo simplistas. No soy ningún experto en la materia, pero sospecho que un estudiante de Historia del Arte podría aportar argumentos muy concretos de por qué el trabajo escultórico de David resulta intrascendente. Mi propia explicación sería desde luego más sencilla: porque McCloud es dibujante de comics y, por mucho que se documente sobre escultura o sobre las modas artísticas entre los galeristas de Nueva York, eso no hará que las creaciones de David sean auténtico Arte (con A mayúscula)... aunque su historia dibujada sí pueda serlo.


Por supuesto, por un lado podría argumentarse que la relación entre David y Meg es puro flechazo y que, dadas las circunstancias del protagonista, su desarrollo es intenso pero breve, con lo cual el personaje (y por tanto el lector, que siempre tiene a David como referencia para seguir la narración) no tiene tiempo para verla más allá de esa idealización inicial que se da en cualquier romance de estas características. Por el otro, la vanalidad de la obra de David podría ser precisamente la condición que le ha impedido triunfar hasta el momento en el mercado artístico (más allá de lo basado que éste esté en el nepotismo y la hipocresía), y su desesperada búsqueda de un Arte real, una obra elevada que supere la mera condición de artesanía cincelada, sea otro de los aspectos que McCloud desliza en el guión de "El escultor" por boca del crítico profesional Brecht Becker. Sea como fuere, estos dos aspectos del comic no están exentos de complicaciones en su desarrollo que podrían hacer tambalearse el conjunto si no fuera porque McCloud acierta plenamente con la tercera pata del taburete.


Hay un momento en la saga “Vidas breves” de “The Sandman” en el que un Anciano, un humano excepcional que ha vivido desde los tiempos prehistóricos, se encuentra finalmente con Muerte cuando un muro de ladrillos se desploma sobre él. “No. Por favor, no”, dice el Anciano, “Después de tanto tiempo. Por un accidente estúpido. Pero no me fue mal, ¿verdad? Han sido, no sé, quince mil años. Está muy bien, ¿no? He vivido mucho tiempo”. A lo que Muerte responde: “Has vivido lo que todos, Bernie. Toda una vida. Ni más ni menos”. Dicho lo cual, es posible que no sorprenda tanto la cita que el propio Neil Gaiman (quien, sospecho, es amigo de McCloud) dedica a “El escultor” en la portada de la edición norteamericana del tebeo, publicada por First Second: “La mejor novela gráfica que he leído en años”.


Porque “El escultor”, o una parte importante de él, trata precisamente de ese “toda una vida” y de lo que implica: del destino indudable que nos aguarda a todos, dentro de 200 días o de 20.000; de la inevitabilidad del olvido y de cómo querríamos, sin embargo, ser recordados por aquellos cuyas vidas hemos tocado; de la asunción de que nuestra obra maestra definitiva no será aquella que habríamos podido imaginar, y de la certeza de que el amor tal vez no sea capaz de vencer a la muerte, pero sí puede darle sentido a toda una vida. En mi opinión, es en estos aspectos de la historia donde McCloud acierta con plenitud y consigue zarandearme emocionalmente e implicarme al 100% en lo que me cuenta. “El escultor” me toca entonces la patata de una forma que muy pocos tebeos han logrado, y que no tiene tanto que ver con sus valores técnicos y narrativos (que, por otro lado, ayudan a hacer el mensaje más atractivo) como con su humanidad. Es algo parecido a lo que me ocurre con los últimos episodios del “Starman” de James Robinson, un cómic cuyo planteamiento no tiene nada que ver con el de “El escultor” pero que consigue resultados similares: su lectura me desarma haciendo que pase por alto todas sus posibles flaquezas e imperfecciones. Hay, desde luego, tebeos que me parecen mejores que estos dos, pero que no me emocionan de la misma manera.


Esta capacidad para llegarme fue lo que hizo de aquella primera lectura de “El escultor” un trance tan acelerado, un no parar de pasar las páginas, involucrado como estaba en la crónica de la anunciada muerte de David Smith. La segunda lectura, que podría haber echado abajo esa primera impresión tan visceral, no ha hecho más que fortalecer mi opinión: hay algo intangible en la propuesta de Scott McCloud que no responde a razonamientos técnicos ni a teorías sobre la escritura de guiones, y que hace de “El escultor” una obra capaz de aferrarse con fuerza a la memoria y el corazón del lector.

Si creyera en esas cosas, diría que se trata de Alma.

3 comentarios:

Nonchalant Debonair dijo...

Veamos: estoy de acuerdo con que El Escultor contiene muchas cosas buenas y algunas malas, la diferencia, para mí, radica en que no me ha tocado tanto y, por lo tanto, lo bueno no me parece tan bueno. Y eso que iba más que requetedispuestísimo a que me gustase, pero, según pasaba las páginas, al revés que tú, cada vez tenía menos interés en ver qué le pasaba a David y más en que se acabase ya, por favor, a ver a dónde quiere ir a parar. Sí, se me hizo largo. Y me lo leí tres veces para convencerme de que estaba equivocado.

El que una obra llegue con el halo previo de Novela Gráfica del Año (igual que le pasa a Chapuzas de Amor) puede ser una bendición y, a la vez, una maldición. En primer lugar yo sí noto que McCloud tiene ganas de demostrar lo buen narrador que es y los recursos que domina (no tanto como a Mazzuchelli en Asterios Polyp, o tal vez a otro nivel, pero yo también hice la conexión en seguida). Lo malo es que a veces parece pensar que, precisamente por esto, por la brillantez de sus soluciones formales, no necesita dibujar. Menos rayajos, oiga. En segundo lugar, me encanta que reescriba el mito de Fausto para luego desmontarnos todas nuestras expectativas y me gustan aún más las referencias a El Séptimo Sello, pero creo que en la historia hay demasiado Deux ex machina. Está bien traída la conexión con 500 Days of Summer, pero igual que con esa película, no entiendo por qué el protagonista se enamora de la chica, y menos todavía que la chica se enamore de él. A no ser que lo hagan porque tienen que hacerlo y, a partir de ahí, poder tirar del hilo.

Y, finalmente (spoilers ahead), me fastidia que en la recta final de la historia salga a la palestra todo el rollete superheroico, el pecado original de los guionistas norteamericanos. Parece como si no supiera resolver la trama de otra manera que con un Peter Parker / monstruo de Frankenstein / James Cagney (on top, ma!) rodeado de policías, creando su gran obra maestra (que, a mi entender, resulta altamente decepcionante - ¿tanto pa esto?), entre un mundo que se derrumba a su alrededor. Vale, love is the message, in the end the love you take is equal to the love you make y todo eso. Es sólo que en mi caso, para hacer otra cita, my best was never good enough.

P.S. En un viaje en tren por Japón lo que hay que hacer es mirar por la ventanilla, copón.

Jero Piñeiro dijo...

No he leído “Chapuzas de amor” (el cual la crítica prácticamente ha declarado unánimemente “novela gráfica del año”) porque todavía tengo que ponerme en serio con “Love & Rockets”: es una de mis mayores cuentas pendientes como lector de tebeos (tengo muchísimas, pero sin duda ésta es una de las más gordas) y espero que, llegado el momento, no me decepcione. Sin embargo veo una diferencia entre “Chapuzas de amor” y “El escultor”, y es que mientras Jaime Hernández se ha ganado su fama a pulso durante muchos años y muchos títulos, McCloud es conocido únicamente por una serie de hace lustros (“Zot!”) y varios libros teóricos, aunque nada remotamente parecido en envergadura y ambiciones a su último trabajo. De algún modo tengo la impresión de que se esperaba muchísimo de “El escultor” sin tener motivos reales para hacerlo. Si fuera lo nuevo de Chris Ware o de Craig Thompson entendería mejor el hype.

Sí se le ven ganas a McCloud de exprimir el medio a nivel narrativo y de demostrar aplicaciones prácticas a todo lo que lleva años comentando desde el punto de vista del estudioso, pero no me parece una exposición de recursos tan exhaustiva como la que hace Mazzuchelli: aquí no siento que la forma devore al fondo, como sí me sucede con “Asterios Polyp” (aunque no me parece necesariamente un mal mayor; los ejercicios de estilo también tienen su encanto, ¿no?). Lo que es más subjetivo, claro, es que a ti no te gusten los “rayajos” y a mí sí me convenza el estilo pictórico de McCloud: hay momentos en que la narración se acelera, el autor añade un montón de líneas cinéticas y busca una expresividad mucho más sintética, con un punto a lo Tezuka, que a mí me va. Cuestión de gustos, supongo.

Entiendo que él se enamore de ella, aunque sólo sea por cómo entra la muchacha en escena: flechazo máximo. ¿Ella de él? No lo veo. Es decir: ocurre porque McCloud lo necesita para contar su historia. Como decía, Meg es la pata coja en lo que respecta a los personajes. No porque no caiga bien, sino porque hace lo que tiene que hacer para que a David le suceda lo que tiene que sucederle.

El final sí me ha gustado: es un topicazo (también me vale King Kong subiendo al Empire State) pero McCloud lo ha ido preparando desde la mitad (más o menos) del tomo y para mí tiene bastante sentido. ¿Podía haber ido por otros derroteros? Por supuesto. Pero no me ha molestado en absoluto y, de hecho, me ha tenido con los ojos pegados a las viñetas en ambas lecturas. ¿Y la obra final? Como manifestación artística no es nada del otro jueves, pero creo que eso no es lo que pretendían ni David ni McCloud.

PD: los primeros 5 ó 6 viajes en tren por Japón fueron un flipe. Aunque parezca difícil de creer, luego uno se acostumbra.

Nonchalant Debonair dijo...

Love & Rockets es en realidad dos sagas: Locas y Palomar. Locas va de menos a más. Del pop kitsch a la biografía emocional. Palomar es muy grande hasta que a Beto se le va la olla, pero siempre merece la pena.

Es cierto que Asterios Polyp parece demasiado ansioso por apabullar, pero yo sí veo debajo una gran historia que me interesó hasta su resolución final. En cierto modo, y creo que es a lo que te refieres, Watchmen tampoco cuenta con un gran argumento. Yo, cada vez que lo releo, me encuentro poniendo más atención a la forma en que la cuenta.

Lo de “rayajos” es mi tendencia a la hipérbole humorística más o menos lograda, pero digamos que a veces me da la sensación de que no se esfuerza, de que podría haber puesto más trabajo, de que está pensando “con esto me vale” y ese tipo de síntesis entre la expresión y la resolución no siempre se consigue a menos que seas Alex Toth.