No es un recuerdo concreto, sino una constante. Desde que tengo uso de razón, he vivido esta escena decenas, quizás cientos de veces: alguien le pregunta a J (mayúscula) qué quiere ser de mayor, en qué desea trabajar, cuál es su sueño. Él siempre ha respondido, responde y responderá: “quiero ser bombero.”
Cuando J (mayúscula) era un crío, esta respuesta siempre parecía invitar a la risa. J (mayúscula) fue siempre el niño más pequeño de su clase. Según su pediatra, llevaba un retraso de crecimiento de dos años con respecto a la estatura y el peso que se correspondían con su edad. Desde luego, no lo suficiente para que uno se plantease un tratamiento hormonal, pero sí el inconveniente de saber que tardaría 24 meses más que sus compañeros de colegio en llegar al metro cincuenta.
Supongo que por eso nadie creyó nunca que J (mayúscula) llegaría a ser bombero. Era, desde luego, un niño ágil. Trepaba en el parque infantil como un pequeño chimpancé y ya desde muy pibe subía la cuerda lisa a pulso, rápido como un hombre araña. Pero era delgado como un tallarín y tenía ese aire de intelectual inocente más propio de un Peter Parker cualquiera que de un héroe del 11-S.
Los años pasaron y J (mayúscula) siguió respondiendo siempre lo mismo: bombero, bombero, bombero.
En el instituto, supongo que para evitar las risas del personal - porque J (mayúscula) seguía siendo el más bajito y delgado de su clase aún con 15 ó 16 años -, empezó a responder algo más “vulgar”: médico o farmacéutico o ingeniero o algo así. Porque era un estudiante brillante y la gente se sentía más cómoda visualizándolo con una bata blanca, sonriendo con su inocente intelectualidad de chapón y dejando que algún armario empotrado de dos por dos rescatase a las ancianitas de las llamas azules del gas butano en combustión. Pero, en su fuero interno, la voz de su cabeza repetía: bombero, bombero, bombero.
Con un expediente académico como el suyo fue a la universidad, claro. Su madre, boticaria, tenía una farmacia en propiedad, así que seguir sus pasos parecía un plan de futuro sólido y próspero. J (mayúscula) hizo la carrera de farmacia a curso por año, como debe ser, y todo el mundo le felicitó por ello. Y él también se felicitaba a sí mismo, pero no podía dejar de escuchar aquella voz interior que no se había callado nunca y que le decía: “¿farmacéutico? ¡Ja!”
J (mayúscula) ejerció de farmacéutico durante tres años. Fue un trabajador eficiente y responsable, atento en el trato con el cliente y con el colega profesional. Aprendió mucho, ganó algo de dinero y, por un nanosegundo, pensó que aquello era lo que la vida tenía pensado para él. Se había convertido, supongo, en lo que todos los demás, desde el día en que nació, creyeron que se convertiría.
Un día se miró al espejo (ceño fruncido, sus espesas cejas negras formando una suerte de V derrotada) y dijo: “no”. Y luego, por primera vez en voz alta desde hacía años: "bombero”.
Dejó el trabajo, se mudó de ciudad, se operó de miopía y suscitó no pocas dudas entre aquellos que lo rodeaban. Se matriculó en una academia para preparar el acceso a un cuerpo de bomberos (cualquier cuerpo de bomberos de cualquier lugar) y empezó a entrenar como nunca había soñado que lo haría. Cada día, durante un año, corrió, nadó, hizo pesas y estudió como un cabrón. No, no como un cabrón: como un hombre con una misión.
“Se ha vuelto loco”, pensaron unos cuantos. “Tenía el futuro asegurado y lo ha tirado por la borda”. Pero lo que había tirado por la borda eran 60 ó 70 años de futura insatisfacción.
“El día en que deje de buscar mi felicidad”, le he oído decir en ocasiones, “pégame un tiro, apuñálame o asfíxiame con una almohada, por favor.”
Hace ocho días, J (mayúscula) se enfrentó por primera vez al juicio de las miradas ajenas, de aquellos que lo acusaron de “idealista” (como si eso pudiera ser un insulto). Semanas antes se había presentado a la parte teórica de la oposición a bombero de aeropuerto, con sede en Santiago de Compostela. Siendo un examen teórico (de chapar, como se suele decir), nadie imaginó que pudiera suspender. J (mayúscula) fue siempre un estudiante modelo, ¿qué podía salir mal? Salió, de hecho, mejor que bien.
Las pruebas físicas, en cambio, parecían un reto demasiado exigente para aquel niño de doce años con un retraso de crecimiento y unas gafas más grandes que el telescopio Hubble. “Aquí caerá”, parecía decir el cielo despejado y frío de una mañana de octubre.
Pero no cayó.
Mientras tipos más altos, más anchos y más pesados que él iban quedando eliminados con el transcurrir de las distintas pruebas (a saber: press banca, dominadas, subir la cuerda, salto de longitud con los pies juntos, 2.800 metros de carrera, 100 metros lisos y 50 en piscina), J (mayúscula) las fue pasando una a una de forma sobresaliente (consiguió la máxima puntuación posible en dominadas y natación, hizo el segundo mejor tiempo trepando por la cuerda y logró el tercer mejor salto de longitud de entre todos los competidores). Con su 1’73 de estatura y sus 74 kilos de peso y su voluntad. Sólo con eso.
Hace unos días conoció el resultado global de su oposición (a falta de sumar méritos laborales): 91’9 puntos sobre 100.
Al saber la nota, su hermano j (minúscula), quien también tiene sus propios sueños de futuro aparentemente locos (pero ésa es otra historia y deberá ser contada en otro momento), le preguntó: “¿te importa si te dedico una entrada en mi blog?”
Y J (mayúscula) le respondió: “prefiero que no me la dediques a mí. Dedícasela mejor a ellos.”
“A los que no creyeron.”