A ella, simplemente: gracias.

Empecemos por el principio: “Los renglones torcidos de Dios” posee uno de los títulos más memorables de que servidor tiene constancia. Reconoceréis que hay títulos que por sí solos suenan a gran literatura: “Cien años de soledad”, “Por quién doblan las campanas”, “El ruido y la furia”, “Rojo y negro”, “Crimen y castigo”, “Orgullo y prejuicio”... (todos aquellos que responden a la fórmula “algo y algo” funcionan maravillosamente bien, ¿verdad?). Uno los lee o los escucha y piensa “¡novelón, fijísimo!”. La frase “Los renglones torcidos de Dios” tiene algo de ominoso, algo de sacrílego y mucho de poético. Más aún cuando se asocia con el argumento del libro: Alice Gould de Almenara ingresa en un hospital psiquiátrico aparentemente diagnosticada de una elaboradísima paranoia según la cual se cree una sagaz detective privada. No obstante, la forma en que Alice (también conocida en el sanatorio como Alicia, la Rubia, la de Almenara o la Detective) conversa y razona, sus modales, sus elevadísimas sensibilidad y cultura y, sobre todo, su constante afirmación de que ella fue ingresada en el hospital por voluntad propia para investigar un asesinato cometido por uno de los internos, conseguirán que tanto el personal médico como los pacientes duden de si está realmente loca o, por el contrario, tiene a todo el mundo completamente engañado.
Publicada por primera vez en 1979, “Los renglones torcidos de Dios” es una de las novelas más célebres de Luca de Tena, franquista moderado (si es que eso existe, claro), miembro de la Real Academia de la Lengua y director del diario “ABC” cuando éste aún no había visto su (monárquico) prestigio apolillado por el inevitable transcurrir del tiempo (y todas las evoluciones sociales y de pensamiento que consigo trae).
Dejando a un lado la política y regresando al terreno de la psiquiatría, resulta inevitable destacar la encomiable labor de documentación realizada por Luca de Tena de cara a escribir la novela, que lo llevó a internarse voluntariamente en un psiquiátrico (en contra del consejo de su amigo Juan Antonio Vallejo-Nágera, prologuista de la edición que obra en mi poder) para experimentar en primera persona el día a día de los médicos, enfermeros, celadores y pacientes. Se destila también de la lectura de “Los renglones torcidos de Dios” una laboriosa investigación en el aspecto teórico de la medicina psiquiátrica, buscando siempre distinguir con claridad las diferentes tipologías y particularidades de los enfermos que conviven en un hospital de este tipo. Todo ello le otorga un plus de interés y credibilidad a la novela; credibilidad que se pierde, en parte, cuando son los propios personajes los que abordan el tema médico y, sobre todo, la trama de intriga que hilvana los acontecimientos relatados.

Espero que no se me malinterprete: ello no me parece en absoluto un defecto. Simplemente constato que los protagonistas del libro, sobre todo la propia Alice Gould, discurren y dialogan con una claridad reflexiva y expositiva totalmente artificial, próxima a las deducciones de la Sra. Fletcher en “Se ha escrito un crimen”, los personajes del manga “Death Note” o, si se prefiere, el celebérrimo Sherlock Holmes de Conan Doyle (por concederle un poco de glamour y prestigio literario al trabajo de Luca de Tena). Esto le confiere a la novela un tono de ficción evidente que acentúa por un lado el componente puramente lúdico y disminuye, por el otro, la posible identificación entre lector y personaje.
Por suerte, “Los renglones torcidos de Dios” se reserva algunos momentos dramáticos de cierto impacto (sobre todo en lo relativo a los pacientes más afectados por la demencia) y consigue que, si bien no lleguemos a creernos del todo a los caracteres que desempeñan roles principales en el argumento, el plantel de secundarios nos cautive sin remisión, más profundamente cuanto más tristes e incurables sean los males que sufran. Además, el estilo literario es tan sencillo, ameno y directo y el desarrollo de la intriga detectivesca tan rematadamente adictivo que apenas tendrá uno tiempo para reflexionar sobre lo leído hasta el momento mismo en que cierre definitivamente las tapas del libro.
Se me ocurre, entonces, que si bien “Los renglones torcidos de Dios” no figurará entre el selecto grupo de Grandes Novelas que Cambiaron mi Vida (tampoco era eso a lo que un servidor aspiraba cuando comenzó a leerla), como vehículo de disfrute y evasión se trata de una de las experiencias literarias más plenas que he tenido en mucho tiempo.