domingo, marzo 29, 2009

Niponeando que es gerundio

Como ya comenté hace nadita, el estado de continuo (y forzoso) reposo en que me encuentro me ha brindado la posibilidad de acertarle un machetazo a la intimidatoria (pronúnciese con voz de barítono poliposo y ecos de ultratumba) “Torre de Lecturas Pendientes”, que tanto me inquietaba últimamente (como buen ociópata que soy).

Estas últimas navidades, siguiendo la tradición anual, mi familia me obsequió con un montón de árboles muertos (tengo que hacerme mirar la conciencia ecológica, creo que sufrió algún importante traspiés durante mi paso de la niñez a la adolescencia) en forma de libros y tebeos, pero como los dos meses siguientes estuve extraordinariamente absorto debido al trabajo (y otras circunstancias que no debieran ser objeto de un blog como éste), no ha sido hasta que me he fastidiado el pie (y he puesto el freno a casi cualquier aspecto de mi vida que transcurra fuera de las paredes de la casa familiar) que he podido hincarles el diente en condiciones.

Para mantener un mínimo de homogeneidad y que el título de la entrada no parezca gratuito (es que me apetecía escribirlo, ¿sabéis?), hoy daré cuenta de dos mangas estupendos que he leído estos días.


El primero es “El almanaque de mi padre” de Jiro Taniguchi, un drama costumbrista que narra el rito funerario de un hombre recién fallecido bajo el punto de vista de su hijo, que nunca llegó a conocerlo en profundidad. Mediante flashbacks, los distintos asistentes al velatorio irán aportándole al protagonista importantes datos de la vida de su padre que él desconocía, haciendo que la imagen que tenía de su progenitor cambie radicalmente en tan sólo unas horas. De paso, el lector occidental podrá descubrir algunos aspectos interesantes de la sociedad japonesa (y en algún caso escandalosos, como el vejatorio trato que reciben las mujeres infértiles; menuda panda de machistas de mierda), lo cual siempre es interesante.

Con esta personal reinterpretación de la parábola del hijo pródigo, Taniguchi vuelve a hacer gala (como en “Barrio lejano” o “El olmo del Cáucaso”) de su conocido amor por la institución familiar, la nostalgia y la tradición. No son valores que casen en demasía con mi filosofía vital, pero debo reconocer que el autor ha conseguido de nuevo conmoverme con su relato, quizás por su aplastante sencillez expositiva, o tal vez porque para todos aquellos que queremos a nuestro padre, verlo representado en un relato siempre consigue despertar algo en nuestro interior. El dibujo milimétricamente perfecto en la recreación de espacios naturales y arquitecturas, seña de identidad de Taniguchi, casa a la perfección con el argumento e intenciones del tebeo, logrando una gran solidez y equilibrio entre fondo y forma.

Por si todo esto fuera poco, la nueva edición en un solo volumen (de tapas duras) por parte de Planeta de Agostini ofrece una relación calidad/precio inmejorable.

El otro título a tratar hoy es “Tekkon Kinkreet”, una inesperada sorpresa (en el más positivo de los sentidos) para un servidor. Escrito y dibujado por Matsumoto Taiyou, el tomazo autoconclusivo editado por Glénat narra las andanzas de dos huérfanos sin-techo que subsisten empleando la violencia para mantener un férreo control sobre “su” barrio, Takara-chô. Los problemas llegarán cuando un nuevo clan yakuza intente levantar una suerte de parque temático infantil que destruirá el frágil equilibrio existente entre las fuerzas del orden y las distintas facciones de delincuentes callejeros.


Apoyado en estos mimbres, “Tekkon Kinkreet” se presenta como una bizarra mezcla de “La naranja mecánica”, “Yamakasi”, “Shin-Chan” y “El garaje hermético”, pero con una marcada personalidad propia. Sin que el guión vaya a provocar orgasmos de placer intelectual, el arte de Matsumoto Taiyou justifica por sí solo su lectura. Su imaginación visual, tan influenciada o más por los maestros del cómic europeo (Moebius, François Boucq) y sudamericano (José Muñoz) que por las señas visuales características del tebeo nipón, se manifiesta de forma descontrolada en decenas de planos aberrantes, escenarios carnavalescos y personajes de anatomía imposible, como un carrusel surrealista del que es imposible despegar los ojos durante sus más de 600 páginas. Al final, la experiencia estética supera con creces cualquier expectativa argumental, dejando en el lector (al menos en el abajo firmante) la sensación de haber disfrutado de un tebeo fresco, original y sorprendente. Lo cual, por desgracia, está a años luz de la calidad media de mis lecturas.


Existe una adaptación animada de “Tekkon Kinkreet” dirigida en 2006 por el estadounidense (qué curioso) Michael Arias, que parece ser muy fiel al original, al menos en su propuesta visual. En cuanto la vea (pronto prontito) saldré de dudas sobre su calidad.

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