Mientras escribo estas líneas, la Gran Vía, a solamente unos cientos de metros de mi habitación, recibe engalanada de rojo y gualda a los Campeones del Mundo de fútbol. Yo tomé en su momento la decisión de participar en la multitudinaria recepción popular sólo si nuestro equipo perdía la final, así que aprovecho este momento de asueto para ponerme profundo en mi blog. Soy un raro, lo sé.
Como cualquier cosa no indispensable en la vida, el fútbol debe ser entendido como lo que realmente es: una excusa más para, en la medida de lo posible, divertir a la gente y unirla en una celebración común.
Al final, la Copa del Mundo es, en sí misma, lo de menos. Se la rifan decenas de equipos cada cuatro años y siempre, siempre, se la acaba llevando alguien a casa; juegue bien o mal, gane en la lotería de los penaltis o con un churrigol injusto en el minuto 90. Y, pasada la excitación del momento, la euforia de la hinchada ganadora, tener una estrella más o una estrella menos sobre el escudo del orgullo patrio no va a marcar la diferencia en el resto de aspectos de nuestras vidas, en el ámbito de las cosas que realmente importan en el día a día.
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La auténtica hazaña de Iniesta, de la que seguramente él no es apenas consciente, es que de sus botas naciera uno de los momentos colectivos más alegres y unánimes que recuerdo en mis veintiséis años de vida. Salvo los más devotos independentistas (ellos se lo pierden), la inmensa mayoría de españoles tuvo ayer un motivo (más o menos pueril, si queréis) para compartir una enorme satisfacción común. Socialistas y populares, intelectuales y chonis poligoneros, niños y ancianos, mujeres, hombres y transexuales, gays y homófobos, racistas e hijos de inmigrantes, malas y buenas personas, presidentes, tenistas, bomberos, peluqueras, dibujantes de comic, militares, abogados y peritos agrónomos, todos se pusieron milagrosamente de acuerdo para saltar como un resorte al mismo tiempo, soltar unas lágrimas de contenida emoción (¡115 minutos de final son muchos minutos de dios!), abrazarse fraternalmente, brindar por el dulce Andrés (hoy Madrid, la merengue Madrid, está también a sus pies) e incluso, quién sabe, promover un nada sutil incremento de la natalidad (en nueve meses, semana arriba, semana abajo, nacerá la generación del Iniestazo; y si no, tiempo al tiempo).
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La de ayer no fue una noche de triunfo total porque España jugase con auténtica clase, haciendo FÚTBOL con mayúsculas (no esa rácana desviación que promueven italianos y paraguayos); ni porque los holandeses, mezquinos como jamás creí que los contemplaría (siempre he sentido simpatía por los tulipaneros cítricos), se llevasen un merecido escarmiento por sus tropelías (ya que un arbitraje de verdad parecía mucho pedir); ni porque el chico de la película besase a la dueña de su corazón en el momento de la celebración, poniendo fin con desparpajo a un culebrón mediático que nunca tuvo razón de ser; ni porque este mundial no vaya a ser recordado por el gesto altivo y antipático de Cristiano Ronaldo, la verborrea insultante del Maradona más chabacano, las nada significativas predicciones del octópodo Paul, el extraño despegue vertical del Jabulani o el insufrible clamor de
las vuvuzelas de las narices, sino por la dedicatoria al amigo ausente de ese muchacho cetrino que juega como los ángeles y que, ligas, champions y mundiales mediante, sigue siendo igual de tímido y humilde; ni siquiera porque un señor como Vicente del Bosque, que sabe lo que es perder, y también ganar y que te den la patada (ésta te la dedico, Florentino), se mantuviera siempre sobrio y sereno, apacible, imperturbable, reclamando como único tributo, si sus chicos conseguían conquistar la Copa, que le dejasen subir junto a su hijo Álvaro al autobús de los campeones durante el desfile de la victoria.
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Con el tiempo, supongo, la mayoría de la gente solamente atesorará en la memoria las carreras y los pases, los regates y los tiros a puerta, creyendo que la magia del fútbol es únicamente lo que ocurre dentro del estadio, sobre el césped, en el once contra once. Pero yo recordaré (¡vaya si lo haré!), que por una vez en la vida formé parte, durante apenas unos minutos, de un país que gritó "¡gol!" como un solo pulmón, una sola boca, un solo corazón.
Gracias, muchachos. Habéis conseguido lo que ningún político, ningún rey y ningún general español jamás logró siquiera soñar. Nos habéis hecho uno en la victoria.