miércoles, noviembre 01, 2006

Muse en concierto (o mejor, yo en un concierto de Muse)


Era una cuenta pendiente. Después de haberme perdido el festival rock del Xacobeo 2004 (en el que actuaron muchos muy grandes, como Iggy Pop, The Cure o Bob Dylan), ver a Muse en directo era una de esas cosas que estaban en mi lista de “hacer antes de morir”.

Soy seguidor de la banda desde “Absolution”, su tercer álbum, pero pronto me lancé a descubrir los anteriores, atrapado por un sonido diferente a todo lo que conocía (aunque algún tiempo después comprendí la gran deuda que Muse tiene hacia Radiohead), y estoy convencido de que, a día de hoy, son uno de los dos o tres grupos de rock que mejores canciones componen. Si siguen sacando álbumes al altísimo nivel de calidad al que ya han conseguido malacostumbrarme, la etiqueta de clásicos va a ser, de cara a la posteridad, inevitable.

Pero donde una banda (y, como decía el anuncio, una colonia) marca la diferencia es en las distancias cortas: el directo.

Y el de Muse, aunque no es perfecto (tiempo al tiempo), sí funciona a casi todos los niveles. Falta algo de espontaneidad y quizás 15 minutos más de espectáculo, los justos para tocar “Sunburn”, “The small print” y “Thoughts of a dying atheist”, pero también es cierto que los chicos de Teignmouth (Devon, Inglaterra) tienen un repertorio de temas caramelo profundamente adrenalínicos que arrastran, con la violencia de su distorsión y su brillante cadencia rítmica, a un público que se deja seducir con la facilidad de una ramera de Bangkok.

Porque, ante todo, Muse suena de la hostia. Tan simple como eso.

El vocalista/guitarrista/teclista y líder indiscutible de la banda, San Matthew Bellamy, es uno de esos prodigiosos super-dotados para la música al que además Dios, en su constante desprecio por la mayoría y favoritismo evidente hacia unos pocos, ha dotado de una voz tan personal como exquisita, posiblemente el mejor y más preciso de los instrumentos que sonaron la noche del 27 de Octubre en el Palacio de Deportes de Madrid.

Acabé el concierto exhausto y sudoroso, rebozado en material genético ajeno (esta frase no es mía, pero se la tomo prestada a mi amigo Álvaro, que también estuvo allí) y con una de esas sonrisas de satisfacción que sólo puede otorgarte algo tan grande como miles de personas coreando “Knights of Cydonia” al unísono, brutal fin de fiesta.



(Tachado de la lista de “cosas que hacer antes de morir”… creo que lo siguiente es escalarme un 8.000…)

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