Adoro Santiago de Compostela. Supongo que será porque nunca voy por obligación, sino para desconectar. Allí está mi piso franco, mi reducto de paz alejado de las obligaciones, mi Fortaleza de la Soledad (como ésa que se montó Kal-El en el polo). Y cuando estoy en Santiago, me rasco la entrepierna hasta que me sale costra.
Pasé allí este fin de semana, y como siempre, se ha ratificado lo que ya sabía: la felicidad está en Compostela.
Dormí lo que quise, compré un montón de comics (y algunos incluso buenos, como el "Blanco Humano" de Peter Milligan y Javier Pulido o el "ClanDestine" de Alan Davis) , comí a la hora que me dio la gana, estuve con gente increíble (geniales, como siempre, Parafita y Ana, sois grandes por separado, pero juntos sois de puta madre), fui al cine (a ver "Scoop", de Woody Allen, divertidísima, muy recomendable para todo aquel que quiera echarse unas risas), salí de marcha (un poco el viernes y otro poco el sábado, dos pocos nada más) y estuve toda la noche rodeado de belleza (desbordaba, como no, Alicia; también su amiga Marta, con la que coincidí por vez primera; y que decir de Nocciolita: aún no he encontrado la palabra que pueda describir lo que susurran de ti, enamorados, los espejos) y gocé de esas conversaciones intrascendentes que llenan de alegría los anocheceres no planeados (grandes temas a debate: "la virginidad post-parto de María", "¿qué sabes tú de Bruselas?", "los 25 tipos distintos de blanco que conocen los esquimales" y "las motos inglesas tienen el cuenta en millas por hora").
Ojalá la vida fuera siempre así...
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