Es algo que se me escapa. Uno debería ir a su punto de venta de entradas, solicitar una, dos o las que sean (los límites para evitar la reventa tienen su razón de ser, concedido), y el/la dependiente/a debiera decirle: “quedan” o ”no quedan”, y vendérselas (o no) allí mismo y sin dilación.
Pues bien, si uno desea ir, por ejemplo, al concierto de Bruce Springsteen en el Palacio de Deportes de Madrid el próximo 26 de noviembre, ha de saber que se expone a que, tras pernoctar y hacer cola durante varias horas (a la intemperie y en octubre, dicho sea de paso) a la espera de que se abran las puertas del punto de venta en cuestión, es más que posible que, aún siendo de los primeros en la fila (pongamos, yo qué sé, el cuarto de la cola), los ordenadores del comercio de marras sean incapaces de acceder a la web de solicitud de ventas (alojada en la intranet de la cadena de tiendas, no vayamos a creernos que se trata de una página de acceso abierto a cualquiera) durante al menos cinco horas más.
Siendo así, el usuario bien podría jugar la baza del comodín de la llamada. Esto es, llamar insistentemente al centro telefónico de venta de entradas donde si (afortunado él) al cabo de cuatro horas consigue establecer contacto con el contestador automático que atiende al público (nunca un ser humano, faltaría más), en un momento dado, y ya iniciado el intercambio de datos, la comunicación puede ser abruptamente interrumpida, seguida por el consabido tono de fin de llamada que viene a confirmar que “sí, majo, te acabamos de colgar… ¡con dos cojones!”.
Sin abandonar nunca el espacio físico del punto de venta, si el intrépido cazador de entradas no desiste, desfallece o sufre una luxación de columna tras las innumerables horas de espera (de pie, por supuesto), aún tiene que afrontar el hecho de que, incluso estableciéndose conexión con el servidor central, puede que la tienda en que se encuentra no haya tenido prioridad sobre otros emplazamientos de la franquicia dispersos por la geografía nacional, y para cuando llegue su turno ya sólo queden unas decenas de entradas en lo más alejado del gallinero, e incluso que las cuatro butacas que se le asignen no estén ni remotamente próximas las unas a las otras (con lo cual el comprador y sus amigos disfrutarán del concierto por separado y rodeados de desconocidos, lo cual reduce en mucho el disfrute de la experiencia).
Pasado todo esto, aún existe la posibilidad de que, por arte de magia y sin previo aviso, alguna de las entradas se “extravíe” o “traspapele”, sin que nadie en el punto de venta pueda justificar, razonar o compensar este “malentendido”, dejando así a una o dos personas, sin comerlo ni beberlo, sin la capacidad de asistir al espectáculo. (Aunque las razones de semejante despropósito no han sido esclarecidas, ni creo que lleguen a serlo nunca, tengo mis sospechas sobre ciertas negligencias perpetradas con conocimiento de causa por los dependientes del centro comercial, y que favorecerían a los clientes VIP).
Lo lamentable es que, habiendo padecido este calvario, cuando uno finalmente acaba consiguiendo una mierda de asiento a cien metros de distancia del escenario donde actuará la estrella de rock de turno, y sabiendo que sus amigos estarán (los que finalmente estén) a otros tantos metros de distancia, lo más probable es que se sienta recompensado y agradecido, y piense “qué afortunado soy por poder ver a menganito”, en lugar de iniciar una revolución armada que ya le hubiese gustado a los señores Lenin y Guevara, y que es lo mínimo que la situación merece.
¿Acaso hemos caído tan bajo en nuestra necesidad de adorar a otros seres humanos que no son, necesariamente, más buenos y/o inteligentes que nosotros mismos? ¿Acaso un don (musical o del tipo que sea) hace que sean merecedores de semejante idolatría? ¿Ha sustituido definitivamente la cultura pop a las religiones? ¿Es éste el politeísmo de nuestra era?
No es de extrañar, vistas éstas y otras aberrantes actitudes del hombre de la calle, que las “megaestrellas llena-estadios” acaben cultivando unos egos tamaño Bono o Maradona…
Pues bien. Tras esta profunda reflexión, aquí tenéis el titular: ¡¡¡¡ME VOY A VER AL BOSS!!!! ¡Bravo y viva!
Soy uno más entre la turba de débiles mentales que jamás derribarán los obsoletos valores que mantienen al hombre anclado en su mediocridad, lo sé, pero dejemos la filosofía ultra-humanística para Nietzsche y Hesse, que yo estaré muy a gustito coreando “Thunder Road”.
(Ahora bien, lo de Tick Tack Ticket y la Fnac no tiene nombre…).
2 comentarios:
Lo de las entradas me ha hecho recordar tu sofá y la siesta!jajajaja... unos minutos para despejarte y latita!!! :) MU
Piensalo bien... esta odisea compensa la que se tuvieron que tragar los Reyes Magos para conseguir las 12 entradas que hicieron falta en su momento... y también había límite de entradas por persona... de ahí que tuvieran que ir todos... Melchor, Garpar y Baltasar a hacer cola desde bien tempranito... que repartir reparten en una noche pero se lo curran desde antes...
Biquiños
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