Esta tarde empiezo a dar clases en un taller de dibujo y comic en A Coruña. No fue algo premeditado. El anterior profesor del taller, compañero de trabajo de mi amigo Juan, vio unas páginas de mi primer (y hasta ahora último) comic y comentó que él había tenido que dejarlo por incompatibilidades con el horario de su otro trabajo, así que el puesto estaba libre. Juan me llamó (gracias, tío) y me habló del tema. Vamos, que me cayó un poco del cielo.
Aún sabiendo que no va a ser un trabajo excesivamente duro (o eso espero) y que el tema me apasiona, cuanto más se acerca el momento de ponerme ante mis nuevos alumnos, más nervioso me siento. ¿Por qué? ¡Porque son niños!
Hasta donde yo sé, voy a impartir el taller a una decena de personas cuya edad oscilará entre los 8 y 12 años.
Ya sabéis lo que opinaba Alfred Hitchcock sobre trabajar con niños en sus películas.
Por mi parte, nunca he tenido problemas con ellos. De hecho, tenemos una especie de pacto de no agresión. Yo no les toco los bemoles a ellos y ellos suelen ignorarme. Hay (agradables) excepciones, pero reconozco que no soy la clase de tío al que le gusta estar entre peligrosos caníbales rabiosos de metro treinta, hiperactivos por naturaleza y letales a la hora de juzgarte, incapaces de cubrir su mirada inquisitiva con la hipocresía que los adultos ya tienen más que aburrida gracias a las convenciones sociales y las “buenas maneras”. Los niños no fingen si no les caes bien, o si les aburres, o si les pareces un pringado. Pueden oler tu miedo, ¿sabes?
Así que rezo a todos los dioses aztecas y mayas para que me toque ser el profe de una suerte de inadaptados sociales, tímidos pese a su ilimitada imaginación, marginados por sus gustos frikis y malos deportistas por definición que aceptarán sumisos mis consejos y se mostrarán ilusionados ante mis propuestas de trabajo.
Vamos, como yo cuando tenía 10 años.
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