martes, julio 10, 2012

Zapatos rotos

Tú no hables”, dice el hombre antes de cruzar el umbral; y el niño, cada día más alto, cada día con más preguntas, asiente con la cabeza, toma a su padre de la mano y aprieta con fuerza los labios, como si de otro modo fuesen a escapársele inconscientemente las palabras. Al otro lado de la puerta está Ulises, que recibe a los recién llegados con su kilométrica sonrisa de negociante y una frase que se arrastra guturalmente desde su garganta hasta la punta de la lengua: “bue'os días, jó'enes, ¿có'o pue'o hace'es fe'ices?”.

Ulises el zapatero; así lo ha llamado siempre todo el mundo. Porque Ulises siempre ha sido zapatero, como lo fue su padre antes que él. Y aunque Ulises no echa de menos a aquel hombre que le enseñó a golpes cómo utilizar el gouger y el escarificador, siempre le ha estado agradecido por legarle una profesión y una máxima que le ha servido de mantra durante más de ochenta años: “un cliente satisfecho es un cliente que vuelve”.

Si Ulises hubiese sido un sistema solar en lugar de un ser humano, la zapatería que heredó de su padre habría sido su sol. Allí pasó las mejores horas de su vida, martillando, encolando, agujereando y cosiendo. Escuchando la radio diez u once horas al día. Devorando los bocadillos, los cafés y los licores que Teresa, su mujer, le bajaba a lo largo del día desde el piso de arriba. Ulises era metódico y vivía entregado a su profesión. Saludaba a cada cliente con una sonrisa enorme, gigantesca, y una fórmula de bienvenida que todas las familias del barrio ya asociaban irremediablemente con su persona: “Buenos días (o buenas tardes), don Fulano (o doña Mengana), ¿cómo puedo hacerle feliz?”.

A Ulises apenas le interesaba el fútbol. Tampoco la política ni la religión. Pero podía pasarse horas enteras charlando amigablemente con cualquiera de sus parroquianos, tanto daba que fuesen compradores nuevos o habituales, de prácticamente cualquier tema que surgiese en la conversación. Su sofística no era excesivamente elaborada, y sólo se regía por un mandamiento inquebrantable: el cliente siempre tiene la razón. Así, un observador atento podría haber comprobado cómo, a las diez de una mañana, Ulises escupía vehementemente sobre la memoria de Caracremada junto al padre Sarmiento (que emitía siempre un chasquido de satisfacción con la lengua al contemplar el brillo que sólo Ulises conseguía imprimir a la negra piel de sus zapatos de domingo), para descubrirlo a las seis de la tarde guiñándole el ojo con complicidad a don Robustiano, aquel maestro de escuela que siempre encontraba una excusa para no poner un pie en la iglesia y que los nacionales habían estado a punto de fusilar en febrero del 39.

Por no gustarle, a Ulises ni siquiera le gustaba su mujer. Se había casado con Teresa casi por imposición. Porque Teresa, que una vez había sido la reina de las fiestas del barrio, pasaba cada mañana por delante de la zapatería de camino a la fuente y siempre asomaba la cabeza para dedicarle a aquel tipo tan amable y atento con todo el mundo un “buenos días, Ulises” cargado de esperanzas. Porque Ulises, que sólo pensaba en arrebatarle clientes a la competencia y en ahorrar otra peseta para cambiar el cristal del escaparate por uno más resistente a los balonazos de la chiquillada, sentía constantemente la mirada acusadora de su madre y de su tía Inés, que no entendían cómo “el empresario más querido y respetado del barrio” había cumplido ya los veintiocho años sin que se le conociese un solo amorío.

Lo que ocurría realmente es que a Ulises no le gustaba nadie. Tampoco su hijo Elías, que nació casi tres años después de que Teresa desfilase de blanco inmaculado por el atrio de la Iglesia de las Virtudes. Si había algo más molesto en el sistema solar de Ulises que esa esposa que había accedido a dejar entrar en su casa por pura obligación, era aquella ruidosa criatura que se afanaba constantemente en eclipsar la cálida luz solar de su zapatería con sus llantos y sus toses y sus anemias y sus peleas con los demás niños del colegio. Elías era una frustración constante de la que Ulises sólo conseguía zafarse durante las horas que dedicaba a sus clientes y a los zapatos de éstos. El niño jamás tuvo mano para el oficio, y por más que Ulises lo reprendía y atizaba para que se instruyese en el arte de “labrar el zapato” (ésa era otra de las expresiones que Ulises había heredado de su padre), el haragán apenas había sido capaz de aprender a atarse los cordones por sí solo.

Con el tiempo, Teresa decidió que la única forma en que Elías podría sobrevivir en aquella casa era manteniéndolo lo más alejado posible de la órbita de su padre, y de un modo consciente el ama de casa asumió el rol de diana para la insatisfacción y los estallidos de violencia de Ulises, cada día más disociado en el piso de arriba del zapatero parlanchín y servicial que los clientes veían trabajar incansablemente en la planta baja del edificio.

Un día Elías se hizo adulto y se marchó de casa. Ulises supo que el chico escribía cada semana a su madre, pero Teresa jamás leyó en voz alta una sola de aquellas cartas, y Ulises nunca tuvo la menor curiosidad por saber qué había sido de su único hijo. Cuando Teresa falleció, ajada y seca su figura de antigua reina de las fiestas, Ulises se quedó solo y feliz. Desde entonces se dedicó únicamente a escuchar la radio y a trabajar el calzado, aunque con el tiempo la clientela comenzó a escasear y las docenas de zapatos que durante una época reparaba a diario acabaron convirtiéndose en el dorado y neblinoso recuerdo de un hombre que poco a poco fue perdiendo las fuerzas, la memoria e incluso el habla, pero nunca, jamás, su formidable sonrisa para el único cliente que aún acude regularmente a solicitar sus servicios.

...

Media hora después, mientras abandonan el hogar para jubilados, el muchacho interroga a su padre: “¿Por qué siempre que venimos a ver al abuelo nos hacemos pasar por desconocidos?”El hombre duda un instante entre varias respuestas posibles. “Porque un cliente satisfecho es un cliente que vuelve”, dice finalmente con un gesto de cansancio, sosteniendo dulcemente con la mano derecha los dedos de su hijo (cada día más alto, cada día con más preguntas) mientras con la izquierda sujeta un par de zapatos remendados que volverán a estar rotos la semana que viene.

9 comentarios:

David dijo...

Bueeeeeeeeeeenoo...
Si tan "cabrón" fue, que vaya a visitarle su padre (no su hijo) jajaja...

Anónimo dijo...

No suelo escribir, no aqui, no con frecuencia y casi nunca en publico, es un vicio privado. Pero me ha gustado, la anterior que escribiste, la del espejo raro, no demasiado, no de la manera que me ha gustado esta. Me ha llegado a emocionar, no se si vas por ese camino, pero si lo recorres, es para un servidor, el adecuado. Chapeu.
Mon.

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo con los otros comentaristas, aunque yo no sabía que, aparte de tus magníficas críticas literarias, tebeísticas y musicales, también escribías cosas de ficción.
Enhorabuena.

PS dijo...

(…y cinematográficas, claro.)

Jero Piñeiro dijo...

Contigo ya he hablado por mail, David, así que hoy te quedas sin respuesta :P

Mon: yo al otro cuento le tengo mucho cariño. Supongo que no tienen nada que ver el uno con el otro. Por cierto, que lo borré del blog para presentarlo a un concurso y al final el concurso no se celebró (porque era de la obra social de uno de esos bancos que se fue al garete en los últimos meses), así que en breve lo recuperaré en una nueva entrada... En fin, me alegro de que éste te haya gustado :)

Anónimo: muchas gracias por tu comentario. Intento no limitar el abanico temático del blog, así que básicamente escribo sobre todo lo que me apetezca/se me ocurra. Lo que pasa es que mis filias acaban imponiéndose, jejeje. Me gustaría publicar más ficción por estos lares, pero escribo poco y generalmente malo, así que...

Anónimo dijo...

buen texto Jero!! Lync

Jero Piñeiro dijo...

Gracias, Lync! ;)

David GB dijo...

Hasta hoy no había podido leerlo y me ha parecido buenísimo, pero mucho, mucho. He sido jurado de algunos premios literarios y no abundan los relatos tan bien escrito y de tanta complejidad emocional. No te voy a decir que te lo tomes más en serio porque el mundo literario es hostil y alérgico a los nóveles, pero si algún día te atreves con una novela aquí tienes a un lector.

Jero Piñeiro dijo...

Muchísimas gracias, David. Me alegro de que te haya gustado tanto. Precisamente ayer hablaba con el otro David (el que comenta un poco más arriba) de lo hostil que puede llegar a ser el mundo literario. Por ahora creo que lo mejor será tomármelo con calma. Pero quién sabe: igual algún día me animo con un proyecto de más envergadura... y me pego el batacazo del siglo como tantos otros antes que yo, jajaja.