“Ulises el zapatero”; así lo ha llamado
siempre todo el mundo. Porque Ulises siempre ha sido zapatero, como
lo fue su padre antes que él. Y aunque Ulises no echa de menos a
aquel hombre que le enseñó a golpes cómo utilizar el gouger y el
escarificador, siempre le ha estado agradecido por legarle una
profesión y una máxima que le ha servido de mantra durante
más de ochenta años: “un cliente satisfecho es un cliente que
vuelve”.
Si Ulises hubiese sido un sistema
solar en lugar de un ser humano, la zapatería que heredó de su padre habría sido su sol.
Allí pasó las mejores horas de su vida, martillando, encolando,
agujereando y cosiendo. Escuchando la radio diez u once horas al día.
Devorando los bocadillos, los cafés y los licores que Teresa, su
mujer, le bajaba a lo largo del día desde el piso de arriba. Ulises era
metódico y vivía entregado a su profesión. Saludaba a cada cliente
con una sonrisa enorme, gigantesca, y una fórmula de bienvenida que
todas las familias del barrio ya asociaban irremediablemente con su persona:
“Buenos días (o buenas tardes), don Fulano (o doña Mengana),
¿cómo puedo hacerle feliz?”.
A Ulises apenas le interesaba el
fútbol. Tampoco la política ni la religión. Pero podía pasarse
horas enteras charlando amigablemente con cualquiera de sus
parroquianos, tanto daba que fuesen compradores nuevos o habituales,
de prácticamente cualquier tema que surgiese en la conversación.
Su sofística no era excesivamente elaborada, y sólo se regía por
un mandamiento inquebrantable: el cliente siempre tiene la razón.
Así, un observador atento podría haber comprobado cómo, a las diez
de una mañana, Ulises escupía vehementemente sobre la memoria de Caracremada junto al padre Sarmiento (que emitía siempre un chasquido de satisfacción con la lengua al contemplar el brillo que sólo Ulises conseguía imprimir a la negra piel de sus zapatos de domingo), para descubrirlo a las
seis de la tarde guiñándole el ojo con complicidad a don
Robustiano, aquel maestro de escuela que siempre encontraba una excusa para no poner un pie en la iglesia y
que los nacionales habían estado a punto de fusilar en febrero del
39.
Por no gustarle, a Ulises ni siquiera
le gustaba su mujer. Se había casado con Teresa casi por imposición.
Porque Teresa, que una vez había sido la reina de las fiestas del
barrio, pasaba cada mañana por delante de la zapatería de camino a
la fuente y siempre asomaba la cabeza para dedicarle a aquel tipo tan
amable y atento con todo el mundo un “buenos días, Ulises”
cargado de esperanzas. Porque Ulises, que sólo pensaba en
arrebatarle clientes a la competencia y en ahorrar otra peseta para
cambiar el cristal del escaparate por uno más resistente a los
balonazos de la chiquillada, sentía constantemente la mirada
acusadora de su madre y de su tía Inés, que no entendían cómo “el
empresario más querido y respetado del barrio” había cumplido ya los veintiocho años sin que se le conociese un solo amorío.
Lo que ocurría realmente es que a
Ulises no le gustaba nadie. Tampoco su hijo Elías, que nació casi tres años después de que Teresa desfilase de blanco inmaculado por el atrio de
la Iglesia de las Virtudes. Si había algo más molesto en el sistema
solar de Ulises que esa esposa que había accedido a dejar entrar en su casa por pura
obligación, era aquella ruidosa criatura que se afanaba
constantemente en eclipsar la cálida luz solar de su zapatería con
sus llantos y sus toses y sus anemias y sus peleas con los demás
niños del colegio. Elías era una frustración constante de la que
Ulises sólo conseguía zafarse durante las horas que dedicaba a sus
clientes y a los zapatos de éstos. El niño jamás tuvo mano para el
oficio, y por más que Ulises lo reprendía y atizaba para que
se instruyese en el arte de “labrar el zapato” (ésa era otra
de las expresiones que Ulises había heredado de su padre), el haragán apenas había sido capaz de aprender a atarse los cordones por sí
solo.
Con el tiempo, Teresa decidió que la
única forma en que Elías podría sobrevivir en aquella casa era
manteniéndolo lo más alejado posible de la órbita de su padre, y
de un modo consciente el ama de casa asumió el rol de diana para la
insatisfacción y los estallidos de violencia de Ulises, cada día
más disociado en el piso de arriba del zapatero parlanchín y servicial
que los clientes veían trabajar incansablemente en la planta baja del edificio.
Un día Elías se hizo adulto y se
marchó de casa. Ulises supo que el chico escribía cada semana a su
madre, pero Teresa jamás leyó en voz alta una sola de aquellas
cartas, y Ulises nunca tuvo la menor curiosidad por saber qué había
sido de su único hijo. Cuando Teresa falleció, ajada y seca su figura de antigua reina de las fiestas, Ulises se quedó solo y feliz. Desde entonces se dedicó
únicamente a escuchar la radio y a trabajar el calzado, aunque con
el tiempo la clientela comenzó a escasear y las docenas de zapatos
que durante una época reparaba a diario acabaron convirtiéndose en el dorado y neblinoso recuerdo de un hombre que poco a poco fue perdiendo las fuerzas, la memoria e incluso el habla, pero nunca, jamás, su
formidable sonrisa para el único cliente que aún acude regularmente a solicitar sus servicios.
...
Media hora después, mientras abandonan
el hogar para jubilados, el muchacho interroga a su padre: “¿Por
qué siempre que venimos a ver al abuelo nos hacemos pasar por
desconocidos?”. El hombre duda un instante entre varias respuestas posibles. “Porque un cliente satisfecho es
un cliente que vuelve”, dice finalmente con un gesto de
cansancio, sosteniendo dulcemente con la mano derecha los dedos de su hijo
(cada día más alto, cada día con más preguntas) mientras con la izquierda sujeta un par de zapatos remendados que volverán a estar rotos
la semana que viene.
9 comentarios:
Bueeeeeeeeeeenoo...
Si tan "cabrón" fue, que vaya a visitarle su padre (no su hijo) jajaja...
No suelo escribir, no aqui, no con frecuencia y casi nunca en publico, es un vicio privado. Pero me ha gustado, la anterior que escribiste, la del espejo raro, no demasiado, no de la manera que me ha gustado esta. Me ha llegado a emocionar, no se si vas por ese camino, pero si lo recorres, es para un servidor, el adecuado. Chapeu.
Mon.
Estoy de acuerdo con los otros comentaristas, aunque yo no sabía que, aparte de tus magníficas críticas literarias, tebeísticas y musicales, también escribías cosas de ficción.
Enhorabuena.
(…y cinematográficas, claro.)
Contigo ya he hablado por mail, David, así que hoy te quedas sin respuesta :P
Mon: yo al otro cuento le tengo mucho cariño. Supongo que no tienen nada que ver el uno con el otro. Por cierto, que lo borré del blog para presentarlo a un concurso y al final el concurso no se celebró (porque era de la obra social de uno de esos bancos que se fue al garete en los últimos meses), así que en breve lo recuperaré en una nueva entrada... En fin, me alegro de que éste te haya gustado :)
Anónimo: muchas gracias por tu comentario. Intento no limitar el abanico temático del blog, así que básicamente escribo sobre todo lo que me apetezca/se me ocurra. Lo que pasa es que mis filias acaban imponiéndose, jejeje. Me gustaría publicar más ficción por estos lares, pero escribo poco y generalmente malo, así que...
buen texto Jero!! Lync
Gracias, Lync! ;)
Hasta hoy no había podido leerlo y me ha parecido buenísimo, pero mucho, mucho. He sido jurado de algunos premios literarios y no abundan los relatos tan bien escrito y de tanta complejidad emocional. No te voy a decir que te lo tomes más en serio porque el mundo literario es hostil y alérgico a los nóveles, pero si algún día te atreves con una novela aquí tienes a un lector.
Muchísimas gracias, David. Me alegro de que te haya gustado tanto. Precisamente ayer hablaba con el otro David (el que comenta un poco más arriba) de lo hostil que puede llegar a ser el mundo literario. Por ahora creo que lo mejor será tomármelo con calma. Pero quién sabe: igual algún día me animo con un proyecto de más envergadura... y me pego el batacazo del siglo como tantos otros antes que yo, jajaja.
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