De
algún modo, “Gladiator” se convirtió con el tiempo en una de
esas cosas que mi abuela y yo teníamos en común. Igual que hacer
todos los días, durante mis años de educación secundaria, el crucigrama de “La Voz de Galicia” (y reírnos
siempre con la fórmula “-Juguete de niño -Aro”,
que recitábamos casi como un gag de pareja cómica
al estilo Tip y Coll). Igual que debatir el domingo al mediodía
acerca del último artículo de Pérez-Reverte leído unas horas
antes en la revista dominical que venía con el periódico. Sí, mi abuela
era una jodida groupie
de Arturo Pérez-Reverte.
Esta
Semana Santa se cumplen 9 años de su muerte. La de mi abuela, digo,
no la de Pérez-Reverte (ése aún sigue dando guerra, para desgracia
de los ministros de exteriores españoles). Vivía, desde mucho antes
de que yo naciera, en el mismo edificio en que nos criamos mi hermano
y yo, justo en el piso superior a la vivienda de mis padres en
Pontedeume, pero se puso gravemente enferma durante un viaje a
Ponferrada, a casa de una de mis tías, y allí pasó sus últimos
días. Cuando recibí la noticia de su delicado estado
de salud yo estaba en Pontevedra compartiendo unos días de
relajación académica
con mis compañeros de la universidad. Fue entonces cuando se firmó
el contrato de amistad irrevocable que aún me une con dos de mis
mejores amigos. Recuerdo cómo él consiguió hacer mudar mis
lágrimas en una risotada catárquica formulando uno de los chistes
más tontos que he oído nunca sobre el Equipo A, y cómo ella no soltó mi mano durante el largo rato que tardé en recomponerme en el
umbral del restaurante donde nuestro grupo de colegas se había reunido para cenar antes de irnos a casa por vacaciones. Es curioso
cómo en el momento de darle a alguien el pésame solemos utilizar
fórmulas más o menos establecidas, como ésa que dice “aquí
me tienes para lo que haga falta”.
Aquella noche ellos estuvieron ahí para lo que hizo falta de verdad.
No sé qué habría sido de mí en ese momento si no los hubiera
tenido a mi lado, y sólo espero poder estar a la altura de las
circunstancias siempre que ellos me necesiten “para lo
que haga falta”.
Un
par de días después fui con mis padres y mi hermano a Ponferrada a
visitar a mi abuela, que estaba ingresada en el hospital. Como no había
ninguna esperanza de recuperación por su parte, parecía
natural asumir que aquello era una despedida en toda regla, un último
adiós antes de dejarla marchar. Cuando entré en la habitación
donde yacía tumbada en una cama, le cogí la mano y le di un beso y vi
cómo abría los ojos para posar su mirada en mi rostro. A veces me
pregunto si fue el efecto de todos los sedantes que recorrían su
cuerpo en aquellos instantes, o el delirio pre-comatoso que confundía sus pensamientos, lo que la llevó a decir las siguientes
palabras, que cualquiera podría haber interpretado como los
desvaríos de una anciana moribunda, pero en mi fuero interno
sospecho que eran en realidad un síntoma de la más asombrosa
lucidez.
“Mi gladiator”, dijo
sonriente.
El
espantoso vacío que su fallecimiento instaló en el ánimo de sus
familiares durante los meses posteriores fue convirtiéndose con el paso
de los años en una mina de buenos recuerdos. El auténtico vacío
habría sido olvidar los momentos que pasamos juntos. Por suerte sus
hijos, sus nietos y desde hace un tiempo también sus bisnietos
podemos recordarla contando anécdotas (“anécoras”,
las llamaba ella empleando el mismo sentido del humor y el mismo
gusto por el jugueteo con el lenguaje que la llevaban, octogenaria
ya, a afirmar que “no
todo el monte es orgasmo”)
como aquélla del desconocido que carraspeó rudamente a su lado cuando se la
cruzaba por la calle y ella, por no llevar el audífono puesto,
confundió el gutural sonido con un saludo y respondió: “disculpe,
no le había visto, muy buenos días”.
Hace 9
años que no resuelvo un crucigrama. Tampoco voy nunca a visitar su
tumba. Tal vez porque no creo en la vida ultraterrena. Tal vez porque
la lápida con su nombre inscrito no me recuerda los estupendos años
que compartimos (mis 19 primeros, sus 19 últimos), sino los tristes
días inmediatamente posteriores a su muerte. Sin duda me siento más
cerca de ella cada vez que reponen “Gladiator” en televisión.
7 comentarios:
Bonita y emotiva entrada, "gladiator".
cada vez que veo Gladiator pienso en ella, y la disfruto como sé que ella la disfrutaba...
es curioso, hace poco, haciéndome con mi "kit de costura", me compré un huevo de remendar calcetines... no he remendado ni uno de mis calcetines (ni creo que lo haga) pero lo vi, lo cogí con una mano y me transportó a la salita de la abuela, las cestistas de costura guardadas en el mueble de la tele, las tijeritas, los hilos y el huevo de madera... tenerlo en la mano me relaja y me hace sonreír...
David: me alegro de que te haya gustado.
Gatoni: uno nunca sabe cuándo van a abordarlo los recuerdos sin previo aviso... :)
Qué emotivo este post. De verdad, me alegro de que puedas recordarla de esta manera tan especial y solo de ustedes dos, y por tantas cosas buenas.
Un abrazo!
Una reseña muy bonita y emotiva.
Me imagino que tu abuela estaría
muy orgullosa de tí.
A veces pienso que a las abuelas
habría que hacerles un monumento.
"OLE,OLE".Podria hacer un montón de comentarios, pero los recuerdos y el corazón me van mas rápido que los dedos. Era tan alucinante que tenía ese don que hacia que todos nos sintiésemos únicos para ella .... y lo que nos gustaba
Mauricio, memé, Ángeles: muchas gracias por vuestros comentarios :)
Publicar un comentario