El primer recuerdo que tengo en mi vida es éste: estoy sentado en la sala de vídeo del colegio (aquella horrenda prisión infantil conocida como Escuela Hogar San José, que de santa y de hogar tenía más bien poco), con 2 años (entré muy pronto en el colegio, y me hicieron repetir un curso de parvulitos, lo juro) viendo volar a Bastian sobre el lomo de Fújur el dragón de plata, mientras Atreyu galopa, vivo de nuevo tras su fatídico encuentro con la Nada, al tiempo que el Imperio de Fantasía renace gracias a la imaginación de un niño. Suena, de fondo, el tema de Limal que recientemente se ha usado en una
excelente campaña de publicidad…
Como para no flipar, claro.

Entre los 2 y los 4 años de edad debí ver “La Historia Interminable” unas 50 veces, y no exagero. Junto a “Superman” y la serie de animación de “Transformers”, esa peli conformó mi mundo interior infantil y me marcó para siempre.
No obstante, lo que afianzó mi amor eterno hacia el universo y los personajes de “La Historia Interminable” fue la lectura de la novela de Michael Ende en la que se basaba la película. La leí bastante mayor (creo que en mi último año en la facultad), y me enganchó desde la primera palabra hasta la última. Porque, tratándose de un libro teóricamente infantil, resultó ser una de las mejores novelas que he leído en mi vida, sin restricción alguna de edad o de género literario.
La narración de Ende es pura magia, desde su original planteamiento visual (lo que acontece en nuestro mundo está escrito con tipografía verde, mientras lo que ocurre en el reino de Fantasía está en tinta roja) hasta su milimétricamente calculado juego de metalenguaje, maravillosamente complejo de imaginar pero explicado con una sencillez apabullante… Recuerdo, al respecto, el cosquilleo que por todo el cuerpo me hizo sentir el capítulo en el que se explica por qué el libro se llama “La historia interminable” (y que en la película debieron obviar por resultar imposible de plasmar en celuloide, supongo).
Si los libros de lectura obligatoria en EGB se hubiesen parecido mínimamente a esta “Historia interminable”, a “Momo” (otro estupendo cuento fantástico firmado por Ende) o a
“El principito” de Antoine de Saint-Exúpery, tal circunstancia hubiese hecho de mi persona un voraz lector a muy tierna edad (cuando realmente debo admitir, no sin cierto rubor, que descubrí el placer de la lectura bastante mayor, casi acabando el instituto).
Lo que tengo muy claro es que si algún día soy padre (crucemos los dedos porque así sea, y mantengámoslos cruzados un buen rato, no vaya a ser que suceda demasiado pronto…), en el estante más bajo de mi biblioteca siempre habrá a mano un ejemplar de “La historia interminable”, convenientemente dispuesto para tentar a su lectura a mis futuribles retoños.
Pero ésa es otra historia, y deberá ser contada en otro momento…