Las historias, se adscriban al medio artístico que sea, reposan siempre sobre una serie de temas universales ineludibles, que a veces vienen a recordarnos que, desgraciadamente, ya está todo inventado (siendo cierto también que hoy en día la genialidad no es contar algo nuevo, sino contarlo de una forma novedosa). De todos esos temas universales, mi favorito siempre ha sido la venganza.
Las historias de venganza son especiales. El héroe vengativo es un tipo que, por muy mal que pueda caerme en principio, siempre acaba ganándose mi comprensión y beneplácito. Su dramática pérdida, obviamente irrecuperable, lo exime de medias tintas morales, y eso me fascina. Su determinación inquebrantable me parece el modelo perfecto de maquiavelismo positivo. Su fe en su misión, directamente envidiable.
Nunca he creído en el ojo por ojo, y soy consciente de lo salvajes, primitivas y reprochables que resultan las acciones del airado vengador (que normalmente incluyen violencia, destrucción e imposibilidad de redención), pero pasado el velo de la ficción, en la tierra del todo vale porque no es real, nada me hace vibrar más que una buena historia de venganza.
Hay muchas venganzas inolvidables, y muchos vengadores especialmente carismáticos. Itto Ogami de “El lobo solitario y su cachorro”, la Mamba Negra de “Kill Bill”, V “…de Vendetta”, Oh Daesu de “Old boy” o Harmónica de “Hasta que llegó su hora” son iconos fundamentales en mi imaginario particular, pero si hay un héroe vengador al que realmente admiro y respeto, la clase de hombre en la que, si algún día alguien me hace una gran putada que merezca ser vengada, me gustaría convertirme, ése es Edmond Dantès.
El extenso folletín que narra sus andanzas, “El conde de Montecristo”, de Alejandro Dumas, es uno de los libros que más he disfrutado en mi vida. Desde un punto de vista literario no se trata, ni mucho menos, de una obra perfecta. Tiene extrañas idas y venidas, innumerables altibajos estructurales y muchos otros puntos oscuros sólo comprensibles por el modo en que fue originalmente publicada (en entregas periódicas) y la inevitable duda acerca de su autoría (Ana Rosa no es la única que utiliza negros para escribir sus libros).
Pero asumiendo la banalidad de criticar ciertos aspectos técnicos y una vez metidos de lleno en la acción, es inevitable empatizar con el personaje de Dantès, que pasa de humilde marinero a convicto en la prisión de If, de ahí a aprendiz de super-hombre (a un nivel intelectual) a manos del abate Faria, y finalmente a mano ejecutora de la Providencia, señor de la conspiración y prototipo de hombre que maneja a sus enemigos con la habilidad de un titiritero. No es, sin embargo, este último Dantès el que me fascina (aunque sí sea el que más me divierte), sino el que es educado por Faria en If, el que demuestra el enorme potencial del ser humano, su capacidad de evolución hacia algo que previamente no podría haber llegado siquiera a imaginar. Al igual que ocurre con Miyamoto Musashi cuando se somete a la tutela del monje Takuan, o con la Evey Hammond que es tomada bajo el cuidado de V, el aprendizaje del héroe, unido a la revelación de la posibilidad de una existencia que supera todo lo que creía sobre sí mismo (de una forma puramente nietzschiana), nunca deja de motivarme, de forzarme a tomar las riendas de mi vida para alcanzar lo que algún día me gustaría llegar a ser (entiéndase esto como pura abstracción, y que nadie piense que el día de mañana voy a ir por ahí repartiendo katanazos o volando parlamentos con explosivos… por mucho que sea el de los sucios ingleses, juas juas).
Dantès, claro, es un personaje ficticio, difícilmente imaginable en el mundo real, donde soñar con hombres justos capaces de modelar el destino de acuerdo con sus ideales es una infantil quimera, pero el suyo es un concepto que, observado con cierta suspensión de la credulidad, me proporciona siempre un ideal admirable de lo que debiera ser un hombre pleno.
(Y siempre me ha dado una envidia cochina el hecho de que Dantès no sólo hable tropecientos idiomas, sino que lo haga con el acento de cada uno de los lugares propios de tales lenguas…)
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