“El
hombre medio no desea que le digan si el mercado es alcista o
bajista. Lo que desea es que le digan, de forma específica, qué
valor comprar o vender. Quiere algo por nada. No desea trabajar. Ni
siquiera desea pensar”.
Jesse Lauriston Livermore
“Está
de moda arrepentirse de los excesos y criticar las drogas que te
hicieron tan feliz”.
Mick Jagger
De
la generación de directores que renovaron el cine norteamericano
durante la década de los 70, posiblemente Martin Scorsese sea el
único que mantiene su energía creativa intacta. Francis Ford
Coppola y Brian de Palma no levantan cabeza desde los tiempos de
“Dracula de Bram Stoker” (1992) y “Atrapado por su pasado”
(1993), respectivamente. Michael Cimino permanece maldito para la
industria desde el batacazo de “La puerta del cielo”, allá por
1980, y George Lucas acaba de vender su imperio galáctico para
retirarse y contar sus monedas de oro cual Tío Gilito mientras deja
en manos de Disney y J.J. Abrams la misión de sanear la deteriorada
imagen de “Star Wars” tras los fallidos Episodios I, II y III.
Mucho más reivindicable es el papel de Steven Spielberg en el actual
cosmos cinematográfico pero, por entretenidas que hayan resultado
“La guerra de los mundos” y “Las aventuras de Tintín: el
secreto del Unicornio”, es preciso remontarse hasta el año 2002
para encontrar la última gran película de su filmografía hasta la
fecha: “Atrápame si puedes”. Scorsese,
sin embargo, prosigue incansable en su tarea de entregar futuros
clásicos para las generaciones venideras, y sólo hay que echar un
vistazo a su producción en el siglo XXI para comprender por qué
hablamos de una leyenda más viva que nunca: “Gangs of New York”
(2002), “El aviador” (2004), “Infiltrados” (2006), “Shutter Island” (2010) y “La invención de Hugo” (2011) certifican su
buen estado de forma, y a ellas acaba de unirse “El lobo de Wall
Street”, recién estrenada en las pantallas de nuestro país.
Por
si no habéis reconocido el patrón, ahí va una pista: Leonardo DiCaprio. El antiguo ídolo
forracarpetas ha protagonizado todas las películas de Scorsese
en el presente milenio a excepción de “La invención de Hugo”.
De hecho, prácticamente podría decirse que ha sido la confianza
puesta en el actor por parte del responsable de “Taxi driver” lo
que ha elevado a DiCaprio desde el estatus de yogurín congelado (en
“Titanic”) hasta su reconocimiento (casi) generalizado como uno
de los intérpretes más talentosos de su generación.
En
“El lobo de Wall Street”, el eterno candidato al Oscar da vida a
Jordan Belfort, agresivo corredor de bolsa que a finales de los 80
inicia una desenfrenada carrera de estafas bursátiles regada con
ingentes dosis de drogas, sexo y consumismo de altos vuelos
(helicóptero de recreo incluido). Belfort es un personaje real, con
un breve cameo en los compases finales de la cinta, y es precisamente
su libro de memorias el que ha servido como base para el libreto
firmado por Terence Winter, guionista y productor de “Los Soprano”
y creador de “Boardwalk Empire”. Dada la relación previa tanto
de Scorsese como de Winter con las historias de mafiosos, no es
casual que la estructura narrativa de “El lobo de Wall Street”
recuerde a algunos títulos fundamentales del género. La voz en off
del protagonista, que rompe la cuarta pared y narra su ascenso y
posterior caída en un larguísimo flashback, remite tanto a “Uno
de los nuestros” como a “Casino”, mientras que el plantel de
disparatados secundarios que rodea a Belfort en sus tropelías bien
podría haber salido de alguna de las teleseries que Winter ha
firmado para la HBO.
El
frenesí narrativo con el que Scorsese menea la cámara entre las
filas de brokers de la firma milmillonaria Stratton Oakmont parece
fruto de una sobredosis de cocaína, manifestando un desenfreno
audiovisual como no se recordaba en la filmografía del cineasta
desde los días de “Al límite”. El exhaustivo trabajo de edición
llevado a cabo por Thelma Schoonmaker, montadora habitual (y
prácticamente en exclusiva) de Scorsese, consigue que estas tres
horas de sexo, drogas y dinero en cuentas suizas nunca levanten el
pie del acelerador. A la media hora de comenzar la proyección me
entraron ganas de mear y tuve que aguantarme hasta que empezaron a
correr los títulos de crédito porque no podía despegar los ojos de
la pantalla. Lo cual no significa, claro, que Scorsese y cía. no
pudiesen haber contado exactamente la misma historia empleando 20 ó
30 minutos menos.
¿Acaso
importa, cuando el resultado es tan alocadamente divertido? Las
aventuras químicas y sexuales de Belfort, ambientadas con versiones
punk de Simon y Garfunkel, poseen el atractivo irresistible de un
cruce entre el “Wall Street” de Oliver Stone y una de esas
películas norteamericanas de universitarios salidos (“American
Pie” y derivados) escrito por la gruesa pluma de Seth McFarlane, el
creador de “Padre de familia”. De forma deliberada, la película
resulta engañosamente hortera, sexista e infantil porque así es
como se describen sus protagonistas según su comportamiento: como
una pandilla de adolescentes que han descubierto que cuando tu
fortuna personal tiende a infinito, los únicos límites para tus
acciones son los que tú mismo decidas imponerte. Esta ligereza, esta
comedia por la comedia sin grandes reflexiones ni enseñanzas
vitales, podría ser entendida como el gran pero de “El lobo
de Wall Street”, aunque quizás ese handicap sea fruto de los
apriorismos con los que el espectador aborde el material y no de la
propia película, que nunca engaña a nadie en sus intenciones:
conseguir arrancarnos una carcajada tras otra a lo largo de 179
minutos.
Paradigmático
de todos los aciertos y excesos del film resulta el titánico
esfuerzo interpretativo de un Leonardo DiCaprio histriónico y
desatado, a medio camino entre su sádico personaje en “Django desencadenado” y el trabajo corporal del maestro del slapstick
Jim Carrey (y a la descacharrante escena del Club de Campo me
remito). Si alguna vez dudé de la vis cómica del protagonista de
“El gran Gatsby”, me trago alegremente mis palabras y pido una
segunda ración. Ayuda también, por supuesto, que la estrella
indiscutible de la película aparezca rodeada por un plantel
inmejorable de secundarios: desde el sorprendente Jonah Hill, en uno
de los roles más bizarros de su carrera, hasta la despampanante
Margot Robbie, convincente en su faceta de mujer trofeo, pasando por
un magistral Matthew McConaughey, capaz de lograr en apenas cinco
minutos que uno desee que le den el Oscar el próximo 2 de marzo
(incluso aunque sea por una cinta diferente, “Dallas buyers club”).
Supongo
que a estas alturas nadie espera que la última película de Martin
Scorsese vaya a ser la mejor de su carrera. Nominaciones y galardones
aparte, decir que “El lobo de Wall Street” mantiene el nivel de
su filmografía previa me parece una razón más que suficiente para
recomendarla a todo aquél que busque una comedia salvaje carente de
moralejas hipócritas y un ejercicio exuberante de narrativa
cinematográfica y talento interpretativo.
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