domingo, agosto 18, 2013

Lección de anatomía política

“El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago”.

Woody Allen


Uno de los principales síntomas (y a la vez consecuencias) del ascenso del medio catódico al trono audiovisual que tradicionalmente había venido ocupando el cine es la apuesta por parte de muchos actores de prestigio por papeles protagonistas en producciones para la pequeña pantalla. A casos paradigmáticos como los de Gabriel Byrne en “En terapia”, Ron Perlman en “Sons of Anarchy”, Jessica Lange en “American Horror Story” o Jeff Daniels en “The Newsroom” se une ahora el del doblemente oscarizado Kevin Spacey en la serie estandarte de la plataforma Netflix, “House of Cards”.


Tras triunfar en los años 90 con sus aportaciones a títulos fundamentales como “Sospechosos habituales”, “Seven”, “L.A. Confidential”, “Medianoche en el jardín del bien y del mal” o “American Beauty” y alcanzar un status privilegiado dentro del star system hollywoodiense, durante la década de los 2000 el nombre de Kevin Spacey fue paulatinamente desapareciendo de los carteles de las producciones más destacadas. Por suerte, “House of Cards” viene a demostrar que Spacey mantiene intacto su talento interpretativo, sirviéndole en bandeja un personaje complejo y atractivo: el maquiavélico congresista estadounidense Francis Underwood.


La versión 2013 de “House of Cards” es el remake norteamericano de la miniserie británica del mismo nombre emitida en 1990 por la BBC, que a su vez adaptaba la novela de Michael Dobbs. Cambiando el parlamento londinense por el epicentro político de Washington, “House of Cards” sigue de cerca las oscuras maquinaciones de Underwood y de su esposa Claire (Robin Wright: elegantísima, contenida, sublime), responsable de una ONG dedicada a la excavación de pozos de agua en países subdesarrollados. Como quien “juega a los tronos” en “el ala oeste de la Casa Blanca”, Underwood utilizará cualquier medio y a cualquier persona, aliados o rivales, con el fin de alcanzar los objetivos marcados en su agenda secreta. En su camino se cruzarán la joven y ambiciosa periodista Zoe Barnes (Kate Mara, vista en la primera temporada de “American Horror Story” y hermana de la última Lisbeth Salander, Rooney Mara) y el congresista Peter Russo (Corey Stoll, muy lejos del Ernest Hemingway al que daba vida en “Midnight in Paris”), cuya carrera política podría terminar ahogada entre escándalos y alcohol.


Con éstas y otras piezas (la jefa de personal de la Casa Blanca Linda Vasquez, el vicepresidente Jim Matthews, el taimado representante de la industria del gas Remy Danton y el mismísimo presidente de los EE.UU.), Underwood jugará su particular partida de ajedrez, cuyo premio sólo parece claro para el propio Underwood y para su confidente y mano derecha Doug Stamper (Michael Kelly, secundario en la reciente “El hombre de acero”).


Produce la serie, entre otros, mi admirado David Fincher, quien dirige además los dos primeros capítulos, imponiendo su libro de estilo al resto de realizadores que tomarán el relevo en posteriores entregas (y entre los que se encuentra, para mi sorpresa, el peor enemigo de Batman: Joel Schumacher). Los milimétricos movimientos de cámara, el montaje preciso y la fotografía en tonos fríos que caracterizan los últimos trabajos del realizador de "La red social" definen el aspecto visual y el estilo narrativo de los trece episodios de que consta "House of Cards". Habrá quien la acuse de lentitud por ser una serie basada en la descripción de personajes y en los diálogos audaces, pero el ritmo es siempre brioso y cada capítulo se devora en un suspiro. Está claro que no es una serie que haga excesivas concesiones al espectador, pero eso estaría en las antípodas de sus intenciones más elementales.


Con todo, uno de los mayores aciertos de “House of Cards” es el hecho de que Underwood rompa constantemente la cuarta pared y hable directamente al espectador mirando a cámara, al más puro estilo Alvy Singer (“Annie Hall”) o Robert Gordon (“Alta fidelidad”). Es un recurso arriesgado, pues reduce la sensación de realismo del show, pero en este caso sirve para un doble propósito: el primero, permitirnos conocer los pensamientos íntimos de Underwood y así lograr una suerte de complicidad/admiración hacia tan cuestionable personaje; el segundo, conseguir el efecto de estar presenciando una clase magistral de manipulación política impartida por un catedrático en la materia.


Al fin y al cabo, eso es en mayor o menor medida “House of Cards”: la misma telaraña de favores, chantajes, mentiras y extorsiones que vemos a diario en las noticias. Con la diferencia, nada sutil, de que “House of Cards” es irónica, elegante y refinada. Ya podían nuestros corruptos aprender de Francis Underwood: seguirían dándonos por el culo, pero al menos lo harían con clase.

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