“El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro
gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra. El
político hizo un gesto y desapareció el mago”.
Woody
Allen
Uno de los principales síntomas (y a la vez consecuencias)
del ascenso del medio catódico al trono audiovisual que tradicionalmente había
venido ocupando el cine es la apuesta por parte de muchos actores de prestigio
por papeles protagonistas en producciones para la pequeña pantalla. A casos
paradigmáticos como los de Gabriel Byrne en “En terapia”, Ron Perlman en “Sons
of Anarchy”, Jessica Lange en “American Horror Story” o Jeff Daniels en “The Newsroom” se une ahora el del doblemente oscarizado Kevin Spacey en la serie
estandarte de la plataforma Netflix, “House of Cards”.
Tras triunfar en los años 90 con sus aportaciones a títulos
fundamentales como “Sospechosos habituales”, “Seven”, “L.A. Confidential”,
“Medianoche en el jardín del bien y del mal” o “American Beauty” y alcanzar un
status privilegiado dentro del star
system hollywoodiense,
durante la década de los 2000 el nombre de Kevin Spacey fue paulatinamente
desapareciendo de los carteles de las producciones más destacadas. Por suerte,
“House of Cards” viene a demostrar que Spacey mantiene intacto su talento
interpretativo, sirviéndole en bandeja un personaje complejo y atractivo: el
maquiavélico congresista estadounidense Francis Underwood.
La versión 2013 de “House of Cards” es el remake norteamericano de la miniserie
británica del mismo nombre emitida en 1990 por la BBC, que a su vez adaptaba la
novela de Michael Dobbs. Cambiando el parlamento londinense por el epicentro
político de Washington, “House of Cards” sigue de cerca las oscuras maquinaciones
de Underwood y de su esposa Claire (Robin Wright: elegantísima, contenida,
sublime), responsable de una ONG dedicada a la excavación de pozos de agua en
países subdesarrollados. Como quien “juega
a los tronos” en “el ala oeste de la Casa Blanca”,
Underwood utilizará cualquier medio y a cualquier persona, aliados o rivales,
con el fin de alcanzar los objetivos marcados en su agenda secreta. En su
camino se cruzarán la joven y ambiciosa periodista Zoe Barnes (Kate Mara, vista
en la primera temporada de “American Horror Story” y hermana de la última Lisbeth Salander, Rooney Mara) y el congresista Peter Russo (Corey Stoll, muy
lejos del Ernest Hemingway al que daba vida en “Midnight in Paris”), cuya
carrera política podría terminar ahogada entre escándalos y alcohol.
Con éstas y otras piezas (la jefa de personal de la Casa
Blanca Linda Vasquez, el vicepresidente Jim Matthews, el taimado representante
de la industria del gas Remy Danton y el mismísimo presidente de los EE.UU.),
Underwood jugará su particular partida de ajedrez, cuyo premio sólo parece
claro para el propio Underwood y para su confidente y mano derecha Doug Stamper
(Michael Kelly, secundario en la reciente “El hombre de acero”).
Produce la serie, entre otros, mi admirado David Fincher,
quien dirige además los dos primeros capítulos, imponiendo su libro de estilo
al resto de realizadores que tomarán el relevo en posteriores entregas (y entre los que se encuentra, para mi
sorpresa, el peor enemigo de Batman: Joel Schumacher). Los milimétricos
movimientos de cámara, el montaje preciso y la fotografía en tonos fríos que
caracterizan los últimos trabajos del realizador de "La red social"
definen el aspecto visual y el estilo narrativo de los trece episodios de que
consta "House of Cards". Habrá quien la acuse de lentitud por ser una serie
basada en la descripción de personajes y en los diálogos audaces, pero el ritmo
es siempre brioso y cada capítulo se devora en un suspiro. Está claro que no es
una serie que haga excesivas concesiones al espectador, pero eso estaría en las
antípodas de sus intenciones más elementales.
Con todo, uno de los mayores aciertos de “House of Cards”
es el hecho de que Underwood rompa constantemente la cuarta pared y hable directamente al espectador
mirando a cámara, al más puro estilo Alvy Singer (“Annie Hall”) o Robert Gordon
(“Alta fidelidad”). Es un recurso arriesgado, pues reduce la sensación de
realismo del show, pero en este caso sirve para un doble propósito: el primero,
permitirnos conocer los pensamientos íntimos de Underwood y así lograr una suerte
de complicidad/admiración hacia tan cuestionable personaje; el segundo, conseguir el efecto
de estar presenciando una clase magistral de manipulación política impartida
por un catedrático en la materia.
Al fin y al cabo, eso es en mayor o menor medida “House of
Cards”: la misma telaraña de favores, chantajes, mentiras y extorsiones que
vemos a diario en las noticias. Con la diferencia, nada sutil, de que “House of
Cards” es irónica, elegante y refinada. Ya podían nuestros corruptos aprender
de Francis Underwood: seguirían dándonos por el culo, pero al menos lo harían
con clase.
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