En la era de la falta de ideas cinematográficas, donde la inmensa mayoría de las películas con vocación comercial son adaptaciones de a) comics
(conocidos o rotundamente desconocidos, incluso para aquéllos que leemos
comics), b) juguetes y c) sagas literarias juveniles, cualquier temática que
se ponga súbitamente de moda corre el riesgo de ser inmediatamente asimilada
por la maquinaria de producción hollywoodiense.
¿Qué los niños mago
funcionan? Toma dos tazas.
¿Que los super-héroes venden? Hasta el Hombre Hormiga tendrá
su propio film.
¿Zombies?
Que un subgénero a priori tan encerrado en el ghetto de la
serie B como es la temática zombie haya motivado
una super-producción del tamaño de “Guerra Mundial Z” es algo que hace una
década hubiera resultado impensable. Gran parte del mérito lo tiene, claro, una cadena de televisión llamada AMC; pero también Max Brooks, hijo de Mel Brooks y
de la mismísima Sra. Robinson, y responsable del libro en que se
inspira (muy levemente) la película protagonizada por Brad Pitt.
Que la cinta que dirige Marc Forster, realizador del montón que
tanto te hace “Descubriendo Nunca Jamás” como “Quantum of Solace”, esté tan
alejada de los parámetros habituales del subgénero en que teóricamente se
enmarca tampoco es una sorpresa. El cine de zombies es, por definición, terreno
incómodo para el espectador de blockbuster y multisalas: situaciones
psicológicamente turbadoras, hectolitros de violencia explícita y una tendencia
más o menos inevitable a la desesperanza y el fatalismo son sus señas de
identidad. El auténtico apocalipsis no muerto haría que se te atragantasen las palomitas, y la meca del cine no puede
permitirse una inversión (estimada) de 170 millones de dólares en un proyecto
que revuelva las tripas de las amas de casa con hambre de Pitt y deje fuera de
la sala a los menores de 18 años.
Más cerca de “Misión Imposible” que de “Amanecer de los
muertos”, “Guerra Mundial Z” es la película que más
zombies ha mostrado jamás en pantalla simultáneamente, y curiosamente la que
menos atención le presta a éstos durante todo su metraje. Ni una gota de
sangre, ni una sola víscera en plano, empañarán la cuidada fotografía de Ben
Seresin, colaborador en los últimos films de Tony Scott y Michael Bay. Los
humanos no sufrirán más de lo estrictamente necesario y, si puede ser, morirán
fuera de plano y sin rechistar demasiado.
Una vez asumido esto, resulta que el film es un thriller de lo más efectivo, que nunca alcanza el punto de
ebullición dramática pero que consigue mantenerte entretenido durante dos horas
trepidantes que sólo se desploman en un epílogo rancio con sabor a episodio piloto.
El ritmo lo es todo: si la cinta se para un segundo, el espectador tendrá
tiempo para reflexionar sobre lo que ha visto y descubrirá que no hay regalo
dentro del papel de colores. El secreto está en entrar en la sala de montaje y
podar la cinta hasta el mínimo indispensable para ir de A (Filadelfia) a D
(Cardiff) pasando por B (Camp Humphries, Corea del Sur) y por C (Jerusalén, el
mejor tramo de la película); si por el camino se pierden la participación de
Matthew “we have to go back” Fox
(en segundo plano en tres o cuatro tomas) o un personaje tan prometedor como el
virólogo Andrew Fassbach, ¿a quién le importa? Ya lo dice el cartel en letras
bien gordas: BRAD PITT.
“Guerra
Mundial Z” está excesivamente calculada para agradar a todos los públicos,
incluso en una banda sonora cuyo tema central es uno de los cortes instrumentales
compuestos por los rockeros mesiánicos Muse para “The 2nd Law”. Una maniobra de
mercadotecnia casi perfecta a la que le sobra técnica y le falta una pizca de alma. Como
esas citas impecables que te dejarán en el portal de tu casa con una sonrisa inocente
y un beso en la mejilla, “Guerra Mundial Z” es la película de zombies que le
gustaría a tu madre. Yo prefiero que Robert Kirkman me ponga a cuatro patas y
me haga aullar como un travesti de Bangkok.
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