viernes, agosto 03, 2012

El juez más implacable

Una aclaración previa: el relato que viene a continuación ya había sido publicado previamente en este blog. Lo borré hace unos meses para poder presentarlo a un concurso literario de la obra social de la CAM (Caja de Ahorros del Mediterráneo). Sin embargo, el hundimiento financiero de la entidad provocó la suspensión del certamen, dejando en el limbo las posibilidades de publicación de esta historia. Por ello la rescato ahora, confiando en que el tiempo transcurrido desde el día en que la escribí (hace ya un par de años) no la haya maltratado demasiado.




“El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve"

Antonio Machado.


Se conocieron hace casi diez años.

Él aún era un niño. Tímido, con la autoestima justa para no dejarse engullir por el mundo. Se sentía torpe. Se creía aburrido. Sabía que no era el tipo más inteligente del planeta. Ni, desde luego, el mejor parecido. Cargaba desde hacía tiempo con una montaña de complejos, frustraciones y anhelos vergonzosos y jamás había conocido, exceptuándome a mí, a alguien con quien se permitiera sentirse totalmente libre para ser él mismo sin estar constantemente cuestionándose si ser él mismo podría suponerle, a la larga, algún inconveniente.

Entonces ella se cruzó en su camino. Tenían la misma edad pero, a todos los efectos, ella ya era una mujer. Extrovertida, simpática, vital. No perdía una sola ocasión para reírse de todo cuanto la rodeaba. Una de las primeras cosas que lo cautivaron era ese extraño equilibrio entre intelecto y esplendor físico del que ella misma no parecía ser muy consciente. Tal vez sí lo era, con lo que no quedaba otra opción que sumar a la ecuación la virtud de la humildad, cosa que en su caso a él le resultaba insólita desde todo punto de vista. Él había conocido a chicas guapas. A algunas muy guapas, incluso. También a otras inteligentes. Muy inteligentes, de hecho. Pero aquella criatura le parecía una suerte de híbrido mitológico, una quimera que poseía la fórmula del hermanamiento entre el agua y el aceite. Mirarla, me dijo una vez, era como observar un bloque de hielo que arde y no se funde; un eclipse de sol que no oscurece el cielo. Qué se le va a hacer: siempre tuvo ínfulas de poeta.

Nunca supo qué vio ella en él, pero intentó no preguntárselo a sí mismo demasiado a menudo, no fuera que en algún momento descubriese que, de hecho, no había nada que ella hubiese podido ver y la irreal burbuja que habitaba estallase súbitamente, precipitándolo al vacío.

Ella parecía tener las llaves de todas las cerraduras que él nunca se hubiera atrevido a forzar, y él se sentía dichoso por tener de pronto a alguien que le fuese abriendo las puertas una detrás de otra, haciendo fácil lo que tan sólo un momento antes se le hubiese antojado imposible. Por alguna razón supo instintivamente, también, que la forma en que ella lo miraba no se parecía en modo alguno a la manera en que nadie había posado jamás los ojos en él. Ella lo observaba como algo completamente nuevo, como al único espécimen de una raza imposible, tal vez largo tiempo extinta o que quizás jamás había llegado a existir. El por qué, ya digo, nunca lo tuvo claro. Pero eso no impedía que, de un modo inexplicable, él hubiese comprendido de pronto que todos esos miedos y complejos con los que había vivido hasta entonces eran sólo una cuestión de perspectiva. Si ella, que miraba el mundo con ojos que no reconocían la mentira, no los veía, probablemente fuera porque, simple y llanamente, no existían. Así, él aprendió a quererse también un poco.

La primera vez que me habló de ella se estaba lavando los dientes después de cenar, con el pijama puesto, a punto de irse a la cama en la víspera de un día de instituto como otro cualquiera. Sólo que por aquel entonces ningún día era como otro cualquiera: todos eran un cúmulo de instantes que atesorar cual joyas de valor incalculable. En aquel momento, mirándome fijamente a los ojos, se acercó cautelosamente, por miedo a que sus padres pudiesen escucharlo, y me susurró: “ahora sé qué se siente”. Me dijo también que ella había hecho nuevas todas las cosas de su mundo. Que le había dado herramientas de comprensión que él solo jamás habría logrado descubrir. Que le había enseñado un desconocido lenguaje no verbal, de miradas y silencios, de sensaciones táctiles nunca experimentadas, de percepciones inimaginables hasta la fecha. Que había pintado con colores nuevos su áspero mundo en blanco y negro.

Por aquella época él no paraba de hablarme sobre ella. Sobre ellos, en realidad. Todo lo refería en plural, dando por sentado que no tendría que volver a conjugar una forma verbal en singular durante el resto de su vida. A veces, incluso, me hablaba como si yo fuera ella. Durante largas madrugadas en vela preparábamos las conversaciones que él esperaba tener con ella al día siguiente, como actores de teatro que ensayan sus líneas por última vez la noche antes de un gran estreno.

Volver a enfrentarse a la primera persona del singular fue un duro golpe para él. Uno del que jamás se repuso. Muchas veces me interrogó con tristeza, con rabia, con desesperación o con auténtica demencia inscrita en sus ojos, exigiéndome que le ayudase a localizar el momento exacto en que se distanciaron, en que ella decidió que aquello que había visto en él ya no estaba allí o, peor aún, el momento en que descubrió que nunca lo había estado. Yo no supe qué decirle. Me mantuve mudo, imperturbable, otorgándole por toda respuesta el silencio que nace de la ignorancia.

Como un televisor con el control del contraste repentinamente averiado, su mundo se convirtió de nuevo en una triste emisión en blanco y negro. Dejó de hablarme durante una larga temporada y, pese a que nuestras rutinas nos obligaban a cruzarnos fugazmente a diario, le resultaba imposible sostenerme la mirada sin romperse en pedazos por dentro. El problema de conocer todos los secretos de alguien estriba en que inevitablemente te conviertes también en su juez más implacable. O, peor aún, en el sujeto que proyecta sobre él la más patética y vergonzosa de las compasiones.

Con el tiempo me enteré de que había conocido a otras personas. Gente buena, inteligente, divertida y acogedora. Con algunas de esas personas llegó incluso a establecer lazos prácticamente indestructibles, más sólidos que los que ella le había tendido una vez. Pero eran vínculos de naturaleza distinta. Simplemente incomparables, como lo son los que unen a un hombre con su hermano y a ambos con su padre y con su madre.

Cierto día, él vino a mi encuentro. Algo había cambiado en su rostro, aunque en un primer momento me resultó imposible discernir a qué se debía la diferencia. Parecía más seguro, más sabio, como si aquellos años de soledad le hubiesen enseñado a valorarse más a sí mismo y a depositar una parte menor de sus ilusiones en las manos de los demás. Sin embargo, había algo fuera de lugar. Una mentira oculta, apenas perceptible, como una afirmación en la que todo encaja al primer vistazo pero que, escrutada de cerca, manifiesta una profunda contradicción. Pude intuirlo en sus ojos cuando me habló directamente: “he conocido a otra”. Lo dijo, con voz grave y rotunda, de la forma en que un astrónomo enuncia un descubrimiento sobre una estrella lejana o un matemático establece una fórmula en base a números imaginarios. Con la convicción que puede ofrecer la más minuciosa investigación teórica, el más estricto rigor especulativo. Pero en su mirada inconscientemente esquiva se pintaba la duda de un teólogo o un filósofo, hombres que pontifican sobre lo no visto, soñando con que algún día la experiencia venga a darle la razón a sus enunciados pretéritos. De nuevo me mantuve silente. ¿De qué hubiera servido que destruyese su delicado castillo de arena? De un modo u otro, la marea no tardaría en cumplir su cometido.

“No era ella”, me dijo cuando volvimos a hablar. “Nadie lo es.”

Las manivelas del reloj se pusieron nuevamente en marcha y arrojaron tierra sobre la tumba de aquellos sueños que murieron de sed como una planta a la que han olvidado regar y han dejado expuesta a las inclemencias de la intemperie. Él y yo retomamos el gusto por la plática intrascendente y reaprendimos a dedicar nuestras horas juntos a reírnos de lo ridículo del mundo y a mantener cerrados, bajo candado y llave, los ingratos baúles de la memoria.

Pero un día acudió a mí sobresaltado, el corazón repicando frenético en su pecho, la mirada borracha de colores que llevaban demasiado tiempo sin ser vislumbrados, y supe al instante que la había encontrado de nuevo y que una vez más aquel yo al que tanto le había costado volver a acostumbrarse había dado paso nuevamente a un nosotros. De su boca comenzaron a manar palabras que jamás le había oído pronunciar. Me habló de destino y providencia, de almas gemelas y dioses bondadosos, de segundas oportunidades y de la pura alegría de sentirse vivo. Y yo, conmovido por su dicha, le devolví cada sonrisa con una sonrisa aún mayor y cada gesto de satisfacción con un ademán más entusiasta todavía.

Fue nuestro mejor momento juntos. Cada día acudía a relatarme cuanta novedad acontecía en su nueva y excitante vida retransmitida en alta definición. Si alguna vez me quiso más que entonces, si alguna vez estuvo más orgulloso de mí, no logro recordarlo.

Pero no tardó mucho en acontecer la fatalidad. Arrastrándose, gimiendo y llorando amargamente vino una noche de primavera a pedirme el más insólito de los favores. Su última voluntad en el mundo, me dijo.

“Déjame entrar y sal tú y ocupa mi lugar”.

Al principio creí que había perdido totalmente la cordura, que simplemente bramaba cosas sin sentido, movido por algo primario y desbocado que su juicio no conseguía contener. Luego repitió su súplica una vez más, y otra, y otra, hasta que comprendí que no era la desesperación la que hablaba, sino el convencimiento de que había llegado al final de todas las cosas y que más allá ya no le aguardaba nada que pudiera sostener los pilares de su universo. “Nadie más lo sabrá”, añadió. Y luego: “nadie notará la diferencia”.

“¿Por qué me pides eso?”, le pregunté. Él respondió: “porque el único mundo en el que se me permite vivir es uno en el que estoy obligado a buscar la felicidad sin ella, y eso es como pedirle a un pez que sobreviva fuera del mar.”

Lo miré fijamente durante un instante que pareció eterno. Realmente no necesitaba meditar mi decisión. Sabía perfectamente que no le negaría su petición, pero precisé de ese momento suspendido en el tiempo para asimilar toda la excitación, toda las dudas e incertidumbres que mi vida al otro lado inevitablemente traería consigo. Luego extendimos nuestras manos simultáneamente y, por primera vez en tantos años, nos tocamos (nos tocamos realmente), intercambiando su profundidad por mi superficie, su solidez por mi luz. Cuando él estuvo dentro y yo afuera, contemplé su mundo (ahora mío) con nuevos ojos volumétricos y escuché la voz que resonaba en mi interior como nunca antes lo había hecho, pues nunca antes había tenido yo un interior.

“¿Estarás bien?”, le dije. “Estaré solo”, me contestó, “y estaré aquí”.

Desde entonces no hemos vuelto a mediar palabra. Ambos hemos asumido nuestros nuevos roles sin recriminarnos jamás la decisión tomada. Ni él por su ruego ni yo por concedérselo. Cuando estamos frente a frente nos sostenemos la mirada hasta el momento justo en que él parece estar a punto de resquebrajarse y entonces ambos giramos en redondo y regresamos al encierro del mundo que cada uno ha decidido habitar.

Pese a todo, soy perfectamente consciente de que él será incapaz de olvidarla. Algunos días, después de ducharme, me aproximo al espejo del cuarto de baño y puedo leer en el vaho letras invertidas, trazadas con la yema de los dedos, conformando poemas escritos en recuerdo de ella. También sé que, cuando yo no lo veo, él me observa con cierta envidia, sabedor de todo lo bueno que tuvo que dejar atrás para librarse de la permanente insatisfacción que aquella vida le acarreaba. Noto su mirada escudriñándome fríamente desde la superficie de un charco o la ventanilla de un automóvil y siento lástima por él, pero no me permito el lujo de sentirla durante largo rato: el mundo es un lugar repleto de colores, texturas, aromas, sabores y emociones que experimentar y yo he permanecido demasiado tiempo viviendo en el reflejo de un infeliz que no supo deshacerse de un fardo tan inútil y pesado como el recuerdo de una mujer.

Si os cuento ahora todo esto es precisamente porque hoy me crucé con ella en pleno centro de la ciudad. Yo bajaba las escaleras de la estación de Sol mientras ella realizaba el trasbordo desde el metro hasta el andén del tren de cercanías. Por un instante nuestras miradas atravesaron el hall del subterráneo hasta posarse la del uno en el otro de forma recíproca. Ajeno a las vicisitudes emocionales de mi supuesto pasado, no pude experimentar más que una suerte de inquietud por si ella reconocía en mí al otro y pretendía acercarse a decirme algo. No obstante, sólo un segundo después de fijar sus ojos en mi figura pareció sacudirse una idea de la cabeza y siguió tranquilamente su camino, como quien desestima un déjà vu o es de pronto consciente de haber confundido, en la distancia, a un extraño con un conocido.

Si os debo ser sincero, yo tampoco logro imaginar qué fue lo que vio ella en él.

6 comentarios:

ZeldaPotter dijo...

Debo admitir que me ha encantado. me gusta tu estilo de escritura, tan depurado, y me ha mantenido en velo desde la mitad hasta el final...preguntándome quién era ese juez.

Jero Piñeiro dijo...

Me alegro de que te haya gustado, ZeldaPotter. Muchas gracias por los elogios :)

David GB dijo...

Realmente bueno: ingenioso y muy bien escrito. Hay frases que se deben leer dos veces y la última reflexión me parece maravillosamente divertida. Sólo puedo reprocharte que el relato no esconda cierto simbolismo, cierta alegoría... es sabio en cuanto a su reflexión sobre las emociones, pero demasiado explícito en lo que expone, no incita al lector a dudar de su interpretación. Si fuera más elusivo sería una auténtica maravilla, lo que no quiere decir que tal como está no sea muy bueno.

Es una opinión muy personal, por supuesto, espero que no te ofenda; también es posible que se me haya escapado ese doble filo, que esté ahí y yo no lo haya visto.

PD: ¿Nunca has pensado en enviar una selección de relatos a alguna editorial?

Jero Piñeiro dijo...

Muchas gracias por tu comentario, David. Me alegro de que te haya gustado el relato. Sinceramente, no sé hasta qué punto es o no alegórico y/o elusivo: lo escribí del tirón con una idea muy clara en mente, pero sé de gente que lo ha leído y lo ha entendido de un modo más literal, mientras que otras personas han querido verlo como algo metafórico (y ambas opciones me han parecido apropiadas, aunque yo me reserve mi propia opinión al respecto). Es el primer cuento que redacté desde que empecé a bloggear, así que espero que sea lo peor que escriba en toda mi vida, jajaja. Mandaría material a una editorial si tuviese algo que enviar, pero ahora mismo todo lo que puedes encontrar en El Abismo es todo lo que hay escrito, por mucho que tenga ideas en la cabeza para otros cien millones de historias (muchas de las cuales, me temo, no se merecen el esfuerzo, por pequeño que sea, de ponerlas por escrito...)

Anónimo dijo...

Lo leí en su día, pero reconozco que es mucho más divertido leerlo ahora.

Jero Piñeiro dijo...

¿Qué ha cambiado desde entonces, anónimo?