“La línea de fuego” (“La ligne de front” en el original francés) arranca con la voluntad del alto mando de descubrir la (insólita, según ellos) razón por la que sus soldados no
quieren marchar a la guerra. Para averiguar qué se cuece realmente en la
primera línea de combate, deciden enviar a un pintor que documente el auténtico
espíritu de la contienda desde la perspectiva trascendental que sólo el arte
puede ofrecer. El elegido para tal tarea es el cabo Van Gogh, retirado del
servicio tras el fracaso en una misión de infiltración entre la cúpula cubista y
oficialmente dado por muerto con la ayuda de una rebuscada historia inventada (aderezada
con una oreja cortada y un suicidio desesperado).
El dibujo de Larcenet combina aquí el trazo caricaturesco de
sus obras más desenfadadas con la vertiente expresionista de claroscuros
dramáticos que anteriormente había cultivado en títulos como “Presque”. El
guión, por su parte, conjuga el sentido del humor característico de
publicaciones como “Fluide Glacial” (referente galo semejante a “El Jueves”
español), en la que Larcenet ha publicado multitud de planchas, plagado de gags
surrealistas y elementos marcadamente paródicos, con un poso sociológico,
artístico y filosófico que aborda materias como la comercialidad del arte para
las masas, la frivolidad con que la clase política y militar toma decisiones
bélicas desde la seguridad de sus despachos o el (inevitable) sinsentido de la(s)
guerra(s).
Superadas las cómicas intenciones iniciales del relato , las
últimas páginas de “La línea de fuego” abrazan abiertamente un sentido poético
del nihilismo, en el que Tardi y Miyazaki se dan la mano con la angustia vital
de un artista (Van Gogh no; el propio Larcenet) que siempre ha buscado en el
tebeo un medio para expresar sus propios miedos e inseguridades ante el
monstruo voraz que es la propia existencia humana. A veces con resultados
irregulares; pero en ocasiones, como en el caso que nos ocupa, dando
directamente en el centro de la diana.
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