Steven Soderbergh, director de esta monumental “Che” (que se estrena en nuestro país en dos partes: “El argentino”, actualmente en cartelera, y “Guerrilla”, pendiente de ver la luz) ha decidido, al menos en esta primera mitad del metraje, tomar cierta distancia respecto al personaje retratado y dedicarse a mimar el contexto, aproximándose por momentos al cine documental (cámara en mano, ambientación cuidada hasta lo indecible, rodaje en los idiomas correspondientes, etc.), y dejando que sea el espectador quien deduzca qué pasa por la cabeza del guerrillero.
Y es que, si bien formalmente es un goce, “Che: el argentino” peca de críptica en todo lo relativo al propio Guevara. No sabemos de dónde viene ni por qué ha venido. No sabemos si siente calor o frío, si está triste o contento. La interpretación de Benicio del Toro es perfecta, sí, y justo es que se le reconozca la mímesis exacta con el argentino de la cara en las camisetas; pero el guión, que cubre con solvencia a todo el resto de personajes que pululan por esta Cuba en plena revulsión socio-política (magnífico Fidel, por cierto), planta un insondable vacío allí donde debería vislumbrarse el lado humano del Che.
Al final de “El argentino”, el espectador se identifica más con los soldados que combaten bajo el mando de Guevara, que lo miran con admiración sin comprender muy bien de dónde pueden provenir toda esa bondad, esa resolución y ese incansable amor a la causa, que con el propio Guevara, que continúa siendo un auténtico desconocido.
Pero quizás estoy juzgando a destiempo, porque hay que tener muy en cuenta que aún quedan otras dos horas de metraje, posiblemente más esclarecedoras en cuanto a la auténtica personalidad del Che (falta por ver cómo se trata el distanciamiento de éste con Castro, uno de los puntos clave, supongo, de “Guerrilla”), y que “El argentino”, por tanto, no es más que el fragmento de una película incompleta, inexplicablemente estrenado sin lo que resta de nudo y desenlace, produciendo una frustrante sensación de “coitus interruptus”.
Con un poco de suerte, el conjunto formará una imagen más sólida que la suma de sus partes. Yo, desde aquí, maldigo a las distribuidoras por ser tan ruines como para partir tan abruptamente una película con el único fin de ganar una proyección más a media tarde. Es, en cierto modo, como si uno fuese al Louvre y sólo pudiese ver a la Gioconda de cuello para abajo un día y de cuello para arriba unos meses después. O sea, un jodido disparate.
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