Bailando en un campo de minas

Me da pena la gente que no baila.

Estoy convencido de que tiene algo que ver o bien con la vergüenza o bien con la infelicidad (o, probablemente, con ambas). Seguro que todos conocéis a (o puede que seáis) una de esas personas que van a los conciertos y permanecen dos horas con los brazos cruzados, que en las discotecas se apalancan en la barra bebiendo un cubata tras otro y ponen cara de interesantes a la espera de que alguien se acerque a hablarles o que en las bodas, cuando todo el mundo sale a mover las caderas después del vals de los novios, se quedan sentados en la mesa dando caladas al puro de rigor y sufriendo la conversación del familiar lejano de turno.

Pues lamento ser tan duro, gente, pero lo cierto es que siento pena por ellos.

Bailar es una necesidad fisiológica, psicológica y emocional. Es algo que no se puede contener, como reírte después de un buen chiste o llorar al final de “Braveheart” o darle un magreo a tu novia cuando te despiertas a su lado por la mañana. Cuando la música entra por tus oídos y resbala por tu espina dorsal, simplemente te olvidas de todo y empiezas a bailar. Tanto da que seas un Fred Astaire como que tengas la capacidad psicomotriz de Stephen Hawking puesto de MDMA. Tu cuerpo dice "baila".

Y yo os pregunto: ¿sois de los que bailáis o de los que no?

Hagamos la prueba.

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(La canción del enlace se puede encontrar en el disco debut de Plushgun, "Pins & panzers". Se titula "Dancing in a minefield" y es mi descubrimiento musical del día...)

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(Ay, mamá, qué ganas me acaban de entrar de salir de marcha...)