Sithi uhm ingonyama"
Para todos aquellos que nacimos
en los 80 (y tuvimos una infancia más o menos feliz) existen una retahíla de
clásicos Disney que forman parte fundamental de nuestro imaginario
generacional. Hablo de la década de largometrajes animados (y sus impagables
momentos musicales) que va desde “La Sirenita” (1989) hasta “Tarzán” (1999), y
que tuvo sus últimos coletazos de brillantez en la estupenda “Lilo &
Stitch” (2002). En lo que respecta a la animación tradicional, desde entonces
no ha habido nada igual en occidente (Japón, ya sabéis, va a su bola) y dudo
mucho que vuelva a haberlo. De todos aquellos clásicos que forjaron el carácter
de muchos de los veinteañeros y treintañeros de hoy, uno de los más admirados
es “El Rey León”.
Remake animalizado de “Hamlet” y
plagio evidentísimo de “Kimba, el león blanco” de Osamu Tezuka, el film
protagonizado por el desterrado príncipe Simba, legítimo heredero de “toda la tierra que baña la luz” (que decía
-snif- Constantino Romero), supuso con toda probabilidad el cenit creativo de
la Disney de los 90 y uno de los mayores éxitos comerciales en la historia del
estudio. Al igual que en los casos de “Aladdin”, “La Bella y la
Bestia” o la descacharrante “Hercules”, recuerdo haber visto docenas de veces
“El Rey León” en el VHS original que alguien me regaló (por un cumpleaños,
creo), y haber berreado sus canciones en las más insólitas circunstancias en
compañía de J. (mayúscula), de Nocciolita o del CD con la banda sonora original
compuesta por Hans Zimmer y Elton John.
Pese a lo complejo,
conceptualmente, de una adaptación teatral inspirada en dicho material, en 1997
la artista multimedia Julie Taymor (a quien los más cinéfilos recordarán por su
esteticista adaptación al celuloide del también shakespeariano “Tito Andrónico”
en “Titus” y por ser la máxima responsable del biopic de Frida Kahlo
protagonizado por Salma Hayek) presentó en Broadway el musical que recogía el
argumento (con ligeros añadidos de guión) y las composiciones originales (más
un par de temas nuevos) del film de animación. El inmediato éxito de crítica y
público motivó su exportación a otras latitudes e idiomas, siendo hasta la
fecha la producción de Madrid, representada en el Teatro Lope de Vega desde
octubre de 2011, la única en lengua castellana estrenada hasta la fecha.
La dificultad para conseguir
entradas decentes si no es con sorprendente antelación y lo inasequible de los
precios me tuvieron con los dientes largos durante año y medio, a la espera de
una ocasión propicia para dejarme llevar por las ganas y dilapidar parte de mis
ahorros en ese espectáculo teatral del que todo el mundo hablaba maravillas. La
ocasión llegó (se creó, más bien) el pasado domingo, y lo cierto es que no
podría alegrarme más de haber pasado por taquilla.
No sé cuánto ha tenido que ver la
nostalgia y cuánto el hecho de que “El Rey León”, el musical, es un espectáculo
que entra por los ojos y los oídos como un arrollador torbellino de color y
música, pero lo cierto es que, salvo algunas dudosas decisiones que buscan el
humor localista (el andalucismo moranco
de Timón, básicamente) y el hecho de que las canciones no respeten la
traducción del doblaje original al castellano (ahora, por ejemplo, el himno fascista “Preparaos”
se llama “Conspirad”), no se me ocurren mayores peros que ponerle a esas dos horas largas (casi tres) de
show que me mantuvieron directamente conectado con la
memoria del niño que un día fui. El niño que, para orgullo de Saint-Exupéry,
aún sigo siendo por momentos.
El multitudinario ballet, la
orquestación en directo, las poderosas voces de los intérpretes principales
(con la actriz que interpreta al chamán Rafiki a la cabeza), los imaginativos
recursos visuales con que se representan algunos de los momentos más difíciles
de trasladar a las tablas (como la escena en que Mufasa se aparece a Simba entre las estrellas) y, sobre todo, el superlativo trabajo de maquillaje y
vestuario, convierten al musical de “El Rey León” en una de esas experiencias
artísticas “más grandes que la vida”, que impactan y emocionan y se graban a fuego
en la memoria del espectador.
Y aunque fui a verla con quien más
deseaba hacerlo, inevitablemente me acordé también durante la función de todas
aquellas personas (como J. (mayúscula), Nocciolita, el Padre Karras o mi
reverendísima madre) con quienes me gustaría poder compartir algún día esta
experiencia una vez más. Porque tenía ganas de vivirla antes de hacerlo y,
ahora que ya la he vivido, tengo ganas de repetir.
Es, literalmente, un ciclo sin fin.
2 comentarios:
Ay!!! Es que sólo con leer tu reseña se me pone los pelillos de gallina!! Qué emoción!!! Me hubiese encantado poder verla a tu lado y cantar juntos, entre otras... eso de..."No oléis a carroña real..." jajajaja!!!
Un beso enorme de tu Nocciolita más salvaje! ;)
MU
Lo hubieras pasado en grande, pekecha ;) Aún así yo no descartaría la opción de repetir contigo si algún día te dejas caer por aquí con ganas de "Hakuna Matata".
Un beso de vuelta para ti :)
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