jueves, junio 20, 2013

La música de la sabana

"Nants ingonyama bagithi Baba
Sithi uhm ingonyama"


Para todos aquellos que nacimos en los 80 (y tuvimos una infancia más o menos feliz) existen una retahíla de clásicos Disney que forman parte fundamental de nuestro imaginario generacional. Hablo de la década de largometrajes animados (y sus impagables momentos musicales) que va desde “La Sirenita” (1989) hasta “Tarzán” (1999), y que tuvo sus últimos coletazos de brillantez en la estupenda “Lilo & Stitch” (2002). En lo que respecta a la animación tradicional, desde entonces no ha habido nada igual en occidente (Japón, ya sabéis, va a su bola) y dudo mucho que vuelva a haberlo. De todos aquellos clásicos que forjaron el carácter de muchos de los veinteañeros y treintañeros de hoy, uno de los más admirados es “El Rey León”.


Remake animalizado de “Hamlet” y plagio evidentísimo de “Kimba, el león blanco” de Osamu Tezuka, el film protagonizado por el desterrado príncipe Simba, legítimo heredero de “toda la tierra que baña la luz” (que decía -snif- Constantino Romero), supuso con toda probabilidad el cenit creativo de la Disney de los 90 y uno de los mayores éxitos comerciales en la historia del estudio. Al igual que en los casos de “Aladdin”, “La Bella y la Bestia” o la descacharrante “Hercules”, recuerdo haber visto docenas de veces “El Rey León” en el VHS original que alguien me regaló (por un cumpleaños, creo), y haber berreado sus canciones en las más insólitas circunstancias en compañía de J. (mayúscula), de Nocciolita o del CD con la banda sonora original compuesta por Hans Zimmer y Elton John.


Pese a lo complejo, conceptualmente, de una adaptación teatral inspirada en dicho material, en 1997 la artista multimedia Julie Taymor (a quien los más cinéfilos recordarán por su esteticista adaptación al celuloide del también shakespeariano “Tito Andrónico” en “Titus” y por ser la máxima responsable del biopic de Frida Kahlo protagonizado por Salma Hayek) presentó en Broadway el musical que recogía el argumento (con ligeros añadidos de guión) y las composiciones originales (más un par de temas nuevos) del film de animación. El inmediato éxito de crítica y público motivó su exportación a otras latitudes e idiomas, siendo hasta la fecha la producción de Madrid, representada en el Teatro Lope de Vega desde octubre de 2011, la única en lengua castellana estrenada hasta la fecha.


La dificultad para conseguir entradas decentes si no es con sorprendente antelación y lo inasequible de los precios me tuvieron con los dientes largos durante año y medio, a la espera de una ocasión propicia para dejarme llevar por las ganas y dilapidar parte de mis ahorros en ese espectáculo teatral del que todo el mundo hablaba maravillas. La ocasión llegó (se creó, más bien) el pasado domingo, y lo cierto es que no podría alegrarme más de haber pasado por taquilla.


No sé cuánto ha tenido que ver la nostalgia y cuánto el hecho de que “El Rey León”, el musical, es un espectáculo que entra por los ojos y los oídos como un arrollador torbellino de color y música, pero lo cierto es que, salvo algunas dudosas decisiones que buscan el humor localista (el andalucismo moranco de Timón, básicamente) y el hecho de que las canciones no respeten la traducción del doblaje original al castellano (ahora, por ejemplo, el himno fascista “Preparaos” se llama “Conspirad”), no se me ocurren mayores peros que ponerle a esas dos horas largas (casi tres) de show que me mantuvieron directamente conectado con la memoria del niño que un día fui. El niño que, para orgullo de Saint-Exupéry, aún sigo siendo por momentos.


El multitudinario ballet, la orquestación en directo, las poderosas voces de los intérpretes principales (con la actriz que interpreta al chamán Rafiki a la cabeza), los imaginativos recursos visuales con que se representan algunos de los momentos más difíciles de trasladar a las tablas (como la escena en que Mufasa se aparece a Simba entre las estrellas) y, sobre todo, el superlativo trabajo de maquillaje y vestuario, convierten al musical de “El Rey León” en una de esas experiencias artísticas “más grandes que la vida”, que impactan y emocionan y se graban a fuego en la memoria del espectador.


Y aunque fui a verla con quien más deseaba hacerlo, inevitablemente me acordé también durante la función de todas aquellas personas (como J. (mayúscula), Nocciolita, el Padre Karras o mi reverendísima madre) con quienes me gustaría poder compartir algún día esta experiencia una vez más. Porque tenía ganas de vivirla antes de hacerlo y, ahora que ya la he vivido, tengo ganas de repetir.

Es, literalmente, un ciclo sin fin.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ay!!! Es que sólo con leer tu reseña se me pone los pelillos de gallina!! Qué emoción!!! Me hubiese encantado poder verla a tu lado y cantar juntos, entre otras... eso de..."No oléis a carroña real..." jajajaja!!!

Un beso enorme de tu Nocciolita más salvaje! ;)

MU

Jero Piñeiro dijo...

Lo hubieras pasado en grande, pekecha ;) Aún así yo no descartaría la opción de repetir contigo si algún día te dejas caer por aquí con ganas de "Hakuna Matata".

Un beso de vuelta para ti :)